Drive

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Era un crío, recién llegado a Los Ángeles, y se pasaba horas cerca de los estudios. Lo mismo hacían muchos otros, de toda edad y condición. Pero a él lo que le interesaba no eran las estrellas en sus limusinas, ni los actores secundarios que llegaban con sus Mercedes y sus BMW. A él le interesaban los tipos que aparecían en sus Harley, sus coches deportivos y sus camionetas de suspensión alta. Como siempre, se quedaba en silencio, atento, por si pillaba algo. No tardó en oír hablar de un bar-restaurante frecuentado por aquella gente y que estaba en la peor zona del viejo Hollywood. A partir de entonces, en vez de ir a los estudios se acercaba hasta allí. Dos semanas después, a las dos o a las tres de la tarde, levantó la vista y vio a Shannon a punto de acomodarse en la otra punta de la barra. El camarero le plantó delante la cerveza y la copa, sin darle tiempo a que se sentara, y lo saludó llamándolo por su nombre.

Shannon tenía otro nombre por el que nadie le llamaba. Aparecía en los títulos de crédito, después de la película. Nada más. Era del sur, del campo, eso decían. Los ancestros escoceses e irlandeses de tantos campesinos del sur eran visibles en los rasgos de Shannon, en su complexión y en su voz. Pero a lo que más se parecía era al típico pueblerino de Alabama.

Se trataba del mejor piloto especialista de la profesión.

—Sírveme otra —le dijo Shannon al camarero.

—No hace falta que me lo recuerdes.

Ya se había tomado tres cervezas y otras tantas copas de buen bourbon cuando Driver se armó de valor para acercarse a él. Cuando se plantó a su lado, Shannon se quedó con la cuarta copa en la mano.

—¿Puedo hacer algo por ti, chaval?

Un chaval no mucho mayor (pensaba ahora) que aquellos que en ese mismo instante regresaban a casa en autobuses escolares, coches y furgonetas.

—Se me ha ocurrido que tal vez podría invitarle a una copa. O a dos.

—¿Ah, sí? —apuró la copa y, con suavidad, dejó el vaso en la barra—. Tienes las suelas de los zapatos desgastadas, la ropa no parece en mejor estado, y juraría que en esa bolsa llevas casi todas tus pertenencias. Seguro que hace tiempo que el agua y tú no coincidís. Además, debes de llevar un día o dos sin comer. ¿Voy bien?

—Sí, señor.

—Y aun así quieres invitarme a un trago.

—Sí, señor.

—Pues te va a ir genial aquí, en Los Ángeles —dijo Shannon, bebiéndose de golpe un tercio de la cerveza.

Le hizo un gesto al camarero, que se personó al momento.

—Sírvele a este joven lo que quiera, y di en la cocina que preparen una hamburguesa con doble de patatas y ensalada de col.

—Marchando.

Danny garabateó el pedido en su libreta, arrancó la primera hoja, y con una pinza de tender la ropa la colgó de un cilindro que empujó hacia la cocina. Allí, una mano la recogió. Driver dijo que tomaría una cerveza.

—¿Qué quieres de mí, chaval?

—Me llamo…

—Por más que te cueste creerlo, me importa una mierda cómo te llamas.

—Soy de…

—Y eso me importa todavía menos.

—Un público difícil.

—El público siempre es difícil. Es su naturaleza.

Danny no tardó en aparecer con la comida; en sitios como aquel nunca te hacían esperar mucho. Puso el plato delante de Shannon, que movió la cabeza en dirección a Driver.

—Es para el chaval. A mí no me vendría mal otro par de copas.

El plato se deslizó hacia él y Driver lo paró, dándoles las gracias a los dos. El panecillo estaba empapado de la grasa de la hamburguesa, las patatas crujientes por arriba y blandas por abajo, la ensalada de col cremosa y dulce. Shannon, esa vez, saboreaba despacio la cerveza, mientras la copa aguardaba, paciente, sobre la barra.

—¿Cuánto tiempo llevas dando vueltas por ahí, chico?

—Casi todo el mes, creo. Me cuesta llevar la cuenta.

—¿Y este es el primer plato como Dios manda que comes en todo este tiempo?

—Al principio tenía algo de dinero. Pero no me duró mucho.

—Nunca dura. Y en esta ciudad menos —esta vez dio un sorbo al bourbon—. Mañana, pasado mañana, volverás a tener tanta hambre como hace diez minutos. ¿Y qué vas a hacer entonces? ¿Robar a los turistas en Sunset los pocos dólares que llevan encima y algún cheque de viaje que no podrás canjear? ¿Dar golpes en supermercados, tal vez? Para eso ya tenemos a profesionales.

—Se me dan bien los coches.

—Pues entonces, ningún problema. Los buenos mecánicos siempre consiguen trabajo.

No es que no lo fuera, le dijo Driver. Era casi tan bueno bajo el capó como tras el volante. Pero lo que mejor se le daba, lo que hacía mejor que nadie, o casi, era conducir.

Shannon apuró el trago y se echó a reír.

—Hacía mucho tiempo que no recordaba cómo es eso —dijo—. Sentirse tan pagado de uno mismo, tan confiado. Pensar que puedes comerte el mundo. ¿Tan seguro de ti mismo te sientes, chaval?

Driver asintió.

—Bien. Si quieres vivir, incluso si solo esperas sobrevivir, que no te coman, que no te usen, será mejor que lo estés.

Shannon se terminó la cerveza, dejó la botella en la barra y le preguntó a Driver si quería acompañarle. Echando mano de vez en cuando al paquete de seis cervezas que Shannon le había comprado a Eddie, condujeron más o menos media hora hasta que Shannon metió el Camaro por un camino estrecho que bajaba hasta un sistema de canales de desagüe.

Driver miró a su alrededor. El paisaje no era tan distinto, en realidad, al del desierto de Sonora en el que, con el viejo Ford del señor Smith, había aprendido a conducir, sin que nadie le enseñara. Suelo plano curvado por los bordes, varios carritos de la compra, bolsas de basura, ruedas y pequeños electrodomésticos, no muy distinto a los saguaros, matorrales y demás cactus entre los que había aprendido a maniobrar.

Shannon aparcó y se bajó del coche, sin apagar el motor. Las últimas dos cervezas colgaban de la malla de plástico que sostenía:

—Esta es tu oportunidad, chaval. Enséñame lo que sabes.

Y eso fue lo que hizo.

Después fueron a Sepúlveda, a comer a un mexicano del tamaño de un vagón de tren, donde todos, las camareras, el pinche, el cocinero, parecían ser de la misma familia. Todos le conocían, y él les hablaba en lo que, según Driver descubriría después, era un perfecto dialecto de español. Pidieron un par de whiskies para empezar, patatas fritas con salsa picante, un caldo lustroso y unas enchiladas verdes. Al terminar la comida, con varios Pacíficos entre pecho y espalda, Driver estaba bastante bebido.

Aquella mañana despertó en el sofá de Shannon, con el que vivió los siguientes cuatro meses. Dos días después consiguió su primer trabajo, una escena de persecución bastante clásica en una serie barata de policías. Según el guión, tenía que chocar contra una esquina, levantar el coche sobre dos ruedas y volver a caer. Algo fácil y sin complicaciones. Pero cuando estaba a punto de tomar la curva, Driver vio que la escena tenía posibilidades. Se acercó más al muro y, con las ruedas levantadas, se montó en él. Era como si acabara de despegar y estuviera conduciendo en horizontal.

—¡Me cago en la puta! —se oyó decir al director técnico—. Grabad eso ahora mismo.

Su reputación acababa de nacer.

A la sombra de una de las caravanas, Shannon sonrió. «Ese es mi niño». Él trabajaba en una película de primera, cuatro platós más allá, y durante una pausa se había acercado para ver cómo le iba al chaval.

Al chaval le iba muy bien. Al chaval seguía yéndole bien diez meses más tarde cuando, durante un rodaje rutinario, en una acrobacia que había hecho cien veces, el coche de Shannon se acercó demasiado al borde del precipicio por el que circulaba a toda velocidad y, a la vista de las cámaras, que lo grabaron todo, inició una caída de cien metros, dio dos vueltas de campana y aterrizó patas arriba, como un escarabajo.

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