Drive

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Aquella primera vez, Driver se embolsó casi tres mil.

—¿Algo a la vista? —le preguntó a Jimmie, su agente, al día siguiente.

—Están a punto de concretarse un par de llamadas.

Castings, vaya.

—Eso.

—¿Y para eso te pago el quince por ciento?

—Bienvenido a la tierra de promisión.

—Con sus langostas y demás plagas.

Sin embargo, aquel mismo día ya le habían llamado para dos trabajos. Jimmie le decía que se estaba corriendo la voz. No solo de que sabía conducir, la ciudad estaba llena de gente que sabía conducir, sino de que siempre estaba disponible, de que nunca miraba el reloj, de que nunca faltaba, de que siempre cumplía. Saben que eres un profesional, no un gilipollas o un cabrón que quiere hacerse un nombre, le dijo Jimmie. Vas a ver que empiezan a pedir que seas tú, y no otros.

El siguiente rodaje no empezaba hasta la semana siguiente, y Driver decidió acercarse a Tucson de visita. No había visto a su madre desde que la habían desincrustado de la silla, hacía muchos años. Él era apenas un niño.

¿Por qué ahora? No tenía ni idea.

Mientras conducía, el paisaje iba cambiando a sacudidas frente a él. Primero las calles destartaladas y viejas del centro de Los Ángeles, que lentamente daban paso a la siempre inabarcable red de ciudades auxiliares y zonas residenciales, y luego poco más que autopista durante mucho rato. Gasolineras, Denny’s, Del Tacos, tiendas baratas, aserraderos. Árboles, muros y vallas. Para entonces, el Galaxie se había convertido ya en un Chevy antiguo, con un capó tan grande que en él podía aterrizar un avión, y con tanto sitio detrás que una familia entera podría haberse instalado en él.

Paró a desayunar en un Union 76, y vio a los camioneros que, en su zona reservada, comían bistecs con huevos fritos, rosbif, redondo de ternera, pollo frito o rebozado. La maravillosa comida de carretera del país. Los camioneros eran la encarnación última del persistente sueño americano de libertad absoluta, siempre de camino, recorriendo el territorio.

El edificio en cuyo estacionamiento dejó el Chevy parecía uno de esos módulos en los que se daban las clases de catequesis cuando él era niño, y olía igual. Los materiales de construcción más baratos, las paredes blancas, los suelos de cemento sin revestir…

—¿Ha venido a ver a…?

—Sandra Daley.

La recepcionista escrutó intensamente la pantalla, mientras sus dedos danzaban ágiles sobre un teclado viejo.

—Me parece que no la… Ah, sí, aquí está. ¿Y usted es…?

—Su hijo.

Descolgó el teléfono.

—¿Le importa sentarse ahí, señor? Enseguida le atienden.

Al cabo de unos minutos, una joven oriental, con bata blanca y vaqueros debajo, apareció, tras abrir unas puertas con llave. En los suelos de cemento repicaban sus tacones bajos, de madera.

—¿Viene a ver a la señora Daley?

Driver asintió.

—¿Y es usted su hijo?

Volvió a asentir.

—Lo siento. Disculpe nuestro recelo. Pero en nuestros archivos consta que la señora Daley no ha recibido ni una sola visita. ¿Podría identificarse con algún documento?

Driver le mostró su permiso de conducir. Por aquel entonces todavía lo tenía, y no iba con falsificaciones de segunda o tercera mano.

Unos ojos rasgados lo examinaron.

—Le pido disculpas una vez más.

—No pasa nada.

Por encima de aquellos ojos de almendra, sus cejas eran naturales, rectas, casi sin arco, algo descuidadas. Siempre se preguntaba por qué las hispanas se depilaban las suyas para pintarse otras encima, más arqueadas. Si te cambias a ti, cambias el mundo, ¿no?

—Lamento tener que decírselo, pero su madre falleció la semana pasada. Hubo otras complicaciones, pero la causa de su muerte fue una insuficiencia cardiaca congestiva. Una enfermera de guardia fue la que detectó el empeoramiento. Al cabo de una hora se le conectó respiración asistida. Pero ya era demasiado tarde. Pasa muchas veces —le rozó el hombro—. Lo siento. Hemos hecho todo lo posible por ponernos en contacto con alguien. Al parecer, los números de contacto que teníamos eran antiguos —lo miró fijamente, en busca de alguna emoción—. Me temo que, por más que le diga, no le ayudaré mucho.

—No se preocupe, doctora.

Como las primeras lenguas que había aprendido eran lenguas tonales, a aquella mujer no le pasó desapercibida la entonación final ligeramente ascendente, de la que él no tuvo conciencia.

—Park —dijo—. Doctora Park. Amy.

Los dos se giraron para ver una camilla que apareció al fondo del pasillo. Una barcaza en un río. La Reina de África. Sentada junto al paciente, una enfermera le presionaba el pecho con fuerza.

—¡Mierda! —dijo—. Creo que acabo de romperle una costilla.

—Apenas la conocía. Simplemente, se me ocurrió que…

—Tengo que dejarle.

En el aparcamiento, se apoyó en el Chevy y contempló las montañas que rodeaban Tucson. Las Catalinas al norte, Santa Rita al sur, Tucson al oeste. La ciudad entera era una brújula. ¿Cómo iba nadie a perderse jamás en un sitio como ese?

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