Drive

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Desde dentro llegaba el barritar de un saxofón herido de muerte. Doc tenía unas ideas sobre la música que diferían de las de la mayoría.

—¡Cuánto tiempo! —dijo Driver cuando se abrió la puerta y vio aparecer una nariz que parecía una seta hinchada y unos ojos saltones.

—Pues a mí me parece que fue ayer —replicó Doc—. Claro que a mí todo me parece que fue ayer. Eso cuando lo recuerdo.

Y se quedó ahí plantado. El saxo seguía graznando detrás de él. Miró en la dirección de la música y, por un momento, a Driver le pareció que estaba a punto de pedirle a gritos que se callara.

—Ya nadie toca así —se limitó a declarar, soltando un suspiro. Bajó la vista—. Me estás poniendo perdida la alfombrilla de la puerta.

—Pero si no tienes alfombrilla en la puerta.

—No, antes sí tenía, ponía «Bienvenidos» y era muy bonita. Pero la gente, no sé por qué, empezó a creer que lo de la bienvenida era en serio —aquel sonido ronco. ¿Una carcajada?—. Podrías ser el «sangrero», no sé si lo sabes. Como el lechero. A domicilio. La gente dejaría las botellas vacías fuera, y anotaría en un papel la cantidad que quisiera, lo enrollaría y lo metería en las embocaduras. Doscientos miligramos de suero, tres cuartos de litro de sangre entera, un recipiente pequeño de plaquetas… No, gracias, sangrero, no me hace falta sangre.

—Si no me dejas entrar, yo sí voy a necesitarla, y bastante, además.

Doc se apartó, el hueco de la puerta se hizo mayor. Cuando se conocieron, aquel hombre ya vivía en un garaje, aunque ese era más grande, Driver tenía que reconocerlo. Doc se había pasado media vida suministrando sustancias apenas legales a la gente de Hollywood antes de que le cerraran el negocio y se trasladara a Arizona. La gente decía que tenía una mansión en las Hills, con tantas habitaciones que nadie, ni siquiera el propio Doc, sabía quién vivía en ella. Los invitados subían a los pisos de arriba durante las fiestas y tardaban días en volver a aparecer.

—¿Te apetece un trago? —le preguntó Doc, sirviéndose de una botella enorme de bourbon sin marca.

—¿Por qué no?

Doc le pasó un vaso de los de agua medio lleno, tan turbio que parecía mezclado con vaselina.

—Salud —dijo Driver.

—Ese brazo no tiene buen aspecto.

—¿Tú crees?

—Si quieres, le echamos un vistazo.

—No he pedido hora con antelación.

—Siempre te puedo colar —Driver lo miró fijamente, aguardando el fin de aquella comedia—. La verdad es que es bueno ser de utilidad a alguien.

Doc se puso a buscar cosas. Algunas de ellas, que dispuso en perfecta formación, asustaban un poco.

Le quitó la chaqueta a Driver, con las tijeras le cortó la camisa, empapada en sangre, la camiseta pastosa, y emitió un silbido, entrecerrando los ojos.

—Mi vista ya no es la que era —se acercó más para examinar la herida, con las pinzas hemostáticas en las manos temblorosas—. Pero, bueno, ya nada lo es —sonrió—. Me vuelven a la memoria. Todos esos grupos de músculos. Cuando estaba en el instituto leía obsesivamente la Anatomía de Gray. La llevaba a todas partes, como la Biblia.

—¿Seguías los pasos de tu padre?

—Para nada. Mi viejo era un blanco de clase media en un ochenta y seis por ciento, y un gilipollas en un cien por cien. Se pasó la vida vendiendo pisos a crédito, amueblados, a personas que sabía que no podían pagarlos, para demandarlos y quedarse después con ellos —destapó un frasco de Betadine, vertió el líquido en un cazo, encontró un paquete de algodones y los echó dentro. Rescató uno con dos dedos—. Mi madre era peruana. Cómo se conocieron, no tengo ni idea. En algún viaje de él, supongo. Allí, ella había sido comadrona y curandera. Una persona importante en su barrio. Aquí, la convirtieron en una Donna Reed.

—¿Quién la convirtió? ¿Él?

—Él. La Sociedad. Sus propias expectativas. ¿Quién sabe? —Doc frotaba suavemente la herida. Ya no le temblaban las manos—. La medicina fue el gran amor de mi vida, la única mujer a la que le iba detrás, a la que necesitaba… Pero ha pasado el tiempo, como tú dices. Espero acordarme de cómo se hacía… —sus dientes amarillos compusieron una mueca parecida a una sonrisa—. Tranquilo —dijo. Se acercó más una lámpara barata, de las de despacho—. Es broma.

La bombilla de la lámpara parpadeó, se apagó y volvió a encenderse solo cuando Doc le propinó un manotazo.

Dio un buen trago de bourbon y le pasó la botella a Driver.

—¿No te parece que ese disco está rayado? —dijo Doc—. Lleva horas sonando.

Driver prestó atención. ¿Quién sabía? La misma frase se repetía sin cesar. Más o menos.

Doc señaló la botella con un gesto de cabeza.

—Bebe un poco más, chico. Seguro que te vendrá bien. A los dos nos vendrá bien. ¿Estás listo?

No.

—Sí.

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