Drive

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Su padre no debió de tenerlo fácil. Driver no se acordaba bien, pero, aun así, de niño, en el amanecer del mundo, ya sabía que las cosas no iban bien. Ella llevaba a la mesa huevos crudos creyendo que eran duros, abría latas de espaguetis y sardinas y las mezclaba, servía bocadillos de cebolla y mayonesa. Durante una temporada se obsesionó con los insectos. Cada vez que veía alguno arrastrarse por el suelo, lo cubría con un vaso de cristal y lo dejaba morir. Luego (en palabras de su padre), «se lo presentaba» a una araña que había establecido su tela en un rincón del diminuto medio baño en el que cada mañana se encerraba para pintarse la raya de los ojos, aplicarse la base, el colorete y el maquillaje, una máscara sin la que no se lanzaba al mundo. Cazaba moscas al vuelo y las echaba a la telaraña, salía de noche en busca de grillos y polillas, y también se las ofrecía. Lo primero que hacía cuando volvía de cualquier sitio era ir a ver a Fred. Hasta nombre tenía la araña.

La mayoría de veces, cuando le dirigía la palabra lo llamaba niño. ¿Necesitas ayuda con los deberes, niño? ¿Tienes bastante ropa, niño? Te apetecen estas latas de atún para comer, ¿verdad, niño? ¿Quieres galletas saladas?

Nunca tenía los pies en la tierra, cada vez se alejaba más de ella, hasta que él empezó a verla como «exenta», no tanto como si se encontrara por encima del mundo, sino a varios pasos de él, hacia un lado o hacia otro.

Luego, aquella cena; al viejo le chorreaba la sangre sobre el plato, y también estaba la oreja, como un pedazo de carne. El sándwich de Driver, de pan tostado con paté y mermelada de menta. Su madre depositó los cuchillos de la carne y del pan en la mesa, perfectamente alineados, ya no le hacían falta.

«Lo siento, hijo».

¿Podía ser aquel un recuerdo real? Y, de ser así, ¿por qué había tardado tanto en aflorar? ¿Era posible que su madre, realmente, hubiera dicho eso? ¿Le hubiera hablado así?

Sea imaginación o sea memoria, que siga.

Por favor.

«Seguramente te compliqué aún más la vida, nada más. No era lo que quería… Las cosas se lían tanto…».

—No te preocupes por mí. ¿Qué te va a pasar a ti, mamá?

«Nada que no me haya pasado ya. Cuando llegue el momento, lo entenderás».

Imaginación. Está bastante seguro.

Pero ahora descubre que quiere decirle que, por más que el tiempo haya pasado, no lo entiende.

Nunca lo entenderá.

Entretanto, había regresado en coche hasta el último de sus lugares de residencia. Nombre: Blue Flamingo Hotel. Tarifas semanales, no gran cosa en las inmediaciones y un aparcamiento generoso, con fácil acceso a las principales arterias y autopistas.

Se acomodó y se sirvió medio vaso de Buchanan. Ruido de tráfico, teles encendidas en las habitaciones cercanas. Chasquidos, golpeteos, derrapes y giros de monopatines en el aparcamiento, distracción favorita de los niños del barrio, al parecer. Por encima, el estruendo de algún helicóptero de la Dirección de Carreteras o de la policía. Las tuberías reverberaban en las paredes cada vez que los ocupantes de las habitaciones contiguas usaban las duchas o los retretes.

Descolgó el teléfono tras el primer timbrazo.

—Me han dicho que ya está —dijo quien llamaba.

—Más ya no va a estar.

—¿Su familia?

—Todos siguen durmiendo.

—Sí, bueno, Nino no era de los que duermen mucho. Yo le decía que era la mala conciencia, que no le dejaba en paz. Él aseguraba que no tenía.

Un momento de silencio.

—No me has preguntado cómo sabía que estabas ahí.

—La tira adhesiva bajo la puerta. La sustituiste, pero nunca queda igual, se despega un poco.

—De modo que sabías que te llamaría.

—Más bien antes que después, suponía… dadas las circunstancias.

—Algo patéticos, ¿no te parece? Nosotros dos. Con todas esas nuevas tecnologías por todas partes y aquí estamos, confiando aún en un trozo de cinta adhesiva.

—¿Qué más da un instrumento que otro, con tal de que haga el trabajo?

—Sí, de eso yo sé un poco. Llevo toda la vida siendo algo parecido a un instrumento.

Driver no dijo nada.

—Qué coño. Has cumplido con tu misión, ¿no? Nino está muerto. ¿Qué nos queda ahora? ¿Ves alguna razón para seguir?

—No tiene por qué seguir.

—¿Tienes algo que hacer esta noche?

—Nada que no pueda cancelar.

—Bien. Se me ha ocurrido que podríamos quedar para tomarnos unas copas, tal vez cenar después.

—Sí, claro.

—¿Conoces el Warszawa? Es un sitio polaco, en la esquina de los bulevares Santa Mónica y Lincoln.

Una de las calles más feas en una ciudad con muchas, muchísimas calles feas.

—Puedo buscarlo.

—A menos que prefieras pizza.

—Muy gracioso.

—La verdad es que lo ha sido bastante, con todo eso de los vales. Ese sitio, el Warszawa, no te olvides, comparte aparcamiento con una tienda de alfombras, pero no hay problema, tiene espacio de sobras. ¿A qué hora? ¿A eso de las siete? ¿A las ocho? ¿Qué te va mejor?

—A las siete está bien.

—Es un sitio pequeño. No hay barra ni nada para tomar algo antes. Cuando llegue me siento en una mesa y te espero.

—Está bien.

—Ya va siendo hora de que nos conozcamos.

Driver colgó, se sirvió dos dedos más de Buchanan. Ya debían de ser cerca de las doce, la gente decente de la ciudad se moría de ganas de escapar del trabajo, de sus obligaciones, de salir a comer o de irse a algún parque diminuto. Llamar a casa, preguntar cómo están los niños, cerrar alguna apuesta, concertar una cita con la amante. El motel estaba desierto. Cuando la mujer de la limpieza llamó, le dijo que estaba bien y que no necesitaba el servicio.

Se acordó de cuando era un recién llegado en Los Ángeles. Había pasado muchas semanas procurando no meterse en líos, no frecuentar la calle, mantenerse alejado de los tiburones, de los carroñeros, de los policías, haciendo esfuerzos por sobrevivir, por mantenerse a flote. Todo era angustia. ¿Dónde viviría? ¿Cómo se ganaría la vida? ¿Aparecerían de pronto las autoridades de Arizona y se lo llevarían? Vivía, dormía y comía en el Galaxie, y su mirada iba de la calle a los tejados y a las ventanas de las casas cercanas, y de ahí de nuevo a la calle y al retrovisor y a las sombras del callejón.

Y entonces le sobrevino una gran paz interior.

Un día abrió los ojos y ahí estaba, esperando, milagrosa. Un globo en su corazón. Se tomó su café doble de costumbre en el colmado de la esquina, se acuclilló en un muro bajo, delante de unos setos llenos de envoltorios de comida y bolsas de plástico, y de pronto se dio cuenta de que llevaba allí casi una hora sin pensar ni una sola vez en… en nada.

«A esto se refiere la gente cuando usa expresiones como “estado de gracia”».

Aquel momento, aquella mañana, regresaba a su mente con gran detalle cada vez que lo recordaba. Pero pronto la sospecha se instaló en él. Entendía muy bien que, por definición, la vida era cambio, movimiento, agitación. Todo lo que contradice o niega eso no puede ser vida, tiene que ser otra cosa. ¿Había quedado atrapado en alguna variante de ese mundo abstracto, subatmosférico, en el que se había internado su madre sin que nadie se diera cuenta? Por suerte, justo por aquel entonces conoció a Manny Gilden.

Y ahora, desde una cabina que hay delante del colmado de la esquina, como hizo aquella noche hace ya mucho tiempo, llama a Manny. Al cabo de media hora ya están los dos caminando junto al mar, en Santa Mónica, a un tiro de piedra del Warszawa.

—Cuando nos conocimos —dijo Driver—, y era un crío…

—¿Te has mirado en el espejo últimamente? Pero si sigues siendo un crío, joder.

—… te dije que me sentía en paz, y que me asustaba. ¿Te acuerdas?

Un museo de la cultura americana en miniatura, una cápsula del tiempo destripada —cajas de hamburguesas y tacos, latas de refrescos y de cerveza, condones anudados, páginas de revistas, prendas de ropa—, todo depositado en la orilla con cada embestida de las olas.

—Me acuerdo. No sé si lo sabes, pero solo los afortunados olvidan.

—Suena fuerte.

—Es una de las réplicas del guión en el que estoy trabajando.

Los dos permanecieron un rato en silencio. Caminaban por la playa, y toda aquella otra vida, demótica y bulliciosa, que no conocían y de la que no habían formado parte nunca, los rodeaba. Patinadores, hombres musculosos y mimos, ejércitos de jóvenes despreocupados con piercings y tatuajes en distintas partes de sus cuerpos, mujeres guapas. El último proyecto de Manny trataba del Holocausto, y pensaba en Paul Celan: «Había tierra en ellos, y cavaban». No sabía cómo, pero aquella gente parecía haber logrado desenterrarse.

—Yo te conté mi historia de Borges y el Quijote —le dijo a Driver—. Borges está escribiendo sobre la gran sensación de aventura, sobre las expediciones del caballero para salvar el mundo…

—Aunque se trate solo de unos pocos molinos de viento…

—… y de unos pocos cerdos.

—Y entonces dice: «El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges».

Habían regresado, caminando, hasta el aparcamiento. Manny se acercó a un Porsche verde bosque y abrió las puertas.

—¿Tienes un Porsche? —le preguntó Driver. Joder, ni siquiera sabía que supiera conducir. Por su manera de vivir, por su manera de vestir. Porque le había pedido que le llevara a Nueva York.

—¿Por qué me has llamado, niño? ¿Qué querías de mí?

—La compañía de un amigo, creo.

—Eso siempre te saldrá barato.

—Y para decirte…

—Que tú eres Borges —se rio Manny—. Claro que lo eres, tonto. La cosa es así.

—Sí, pero es ahora cuando lo entiendo.

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