Drive

Drive


10

Página 12 de 36

1

0

Tras cuatro meses viviendo con Shannon, había ahorrado lo bastante como para trasladarse a un apartamento propio, en un complejo que quedaba en la parte antigua de East Hollywood. El cheque que firmó con el importe del depósito y el primer mes de alquiler era el primero que extendía en su vida, y uno de los últimos. No tardó en aprender que era mejor pagar en efectivo, irse sin rastro, dejando tan pocas huellas como fuera posible.

—Dios mío, esto es como una película de los cuarenta —dijo Shannon cuando vio el apartamento—. ¿En qué piso vive Marlowe?

Exceptuando aquel comentario, por aquel entonces, cuando se sentaba en el balcón, oía hablar en español mucho más que en inglés.

Subía por la escalera cuando la puerta del apartamento de al lado se abrió y una mujer, en perfecto inglés, aunque con un inconfundible deje español, le preguntó si necesitaba ayuda.

Al verla —una hispana de más o menos su misma edad, con el pelo negro como ala de cuervo, los ojos vivaces—, quiso decirle que sí, que la necesitaba. Pero lo que cargaba en brazos era casi todo lo que poseía.

—¿Una cerveza, entonces? —le preguntó, cuando declinó el primer ofrecimiento.

—Sí, eso no me vendría mal.

—Bien. Me llamo Irina. Pásate cuando termines. Dejaré la puerta entornada.

Minutos después, entró en aquel apartamento, idéntico al suyo pero distribuido al revés, como reflejado en un espejo. Sonaba una música tranquila, con ritmo de tres por cuatro, con intervenciones de acordeón y la palabra «corazón» que se repetía muchas veces. Driver recordó que, una vez, había oído decir a un músico de

jazz que el ritmo de vals era el más parecido al de los latidos del corazón. Sentado en un sofá idéntico al suyo, aunque bastante más limpio y también más gastado, Irina estaba viendo un culebrón en el canal de televisión en español. Los llamaban «novelas». Y no acababan nunca.

—La cerveza está en aquella mesa, si te apetece.

—Gracias.

Se sentó en el sofá, a su lado, y olió su perfume, olió el jabón de la mañana, el champú, el aroma de su cuerpo que asomaba por debajo, más sutil y más compacto a la vez.

—¿Recién llegado a la ciudad? —preguntó ella.

—Llevo ya unos meses. Hasta ahora vivía con un amigo.

—¿De dónde eres?

—De Tucson.

Esperaba los típicos comentarios sobre vaqueros, por lo que le sorprendió que ella le dijera: un par de tíos míos viven ahí con sus familias. En South Tucson, creo que lo llaman. Hace años que no los veo.

—South Tucson es otro mundo.

—Como Los Ángeles, ¿verdad?

Para él lo era.

¿Hasta qué punto lo era para ella?

O para ese niño que acababa de salir del dormitorio tambaleándose de sueño.

—¿Es tuyo?

—Tienden a incluirlos en los apartamentos. Este sitio está lleno de cucarachas y de niños. Te aconsejo que mires en los armarios, debajo del mármol de la cocina.

Se levantó, cogió al niño y lo sostuvo con un solo brazo.

—Este es Benicio.

—Tengo cuatro años —dijo el pequeño.

—Y no quiere irse a la cama.

—¿Cuántos tienes tú? —le preguntó Benicio.

—Buena pregunta. ¿Te importa que llame a mi madre para que me lo diga?

—Mientras tanto —dijo Irina—, iremos a buscar una galleta y un vaso de leche a la cocina.

Regresaron pasados unos minutos.

—Bueno, qué —insistió Benicio.

—Me temo que veinte —respondió Driver. No los tenía, pero era lo que le decía a todo el mundo.

—Viejo.

Ya lo sospechaba él.

—Lo siento. Pero tal vez podamos seguir siendo amigos, ¿no?

—Tal vez.

—¿Tu madre vive? —le preguntó Irina después de meter al niño de nuevo en la cama.

Era más fácil responderle que contarle toda la historia.

Ella le dijo que lo sentía, y al cabo de un momento quiso saber en qué trabajaba.

—Tú primero…

—¿Aquí, en esta tierra de promisión? Tengo tres trabajos. De lunes a viernes soy camarera en un restaurante salvadoreño de Broadway. Me pagan el salario mínimo más las propinas, propinas de gente no mucho más rica que yo. Tres noches a la semana limpio casas y apartamentos de Brentwood. Y los fines de semana barro y paso el aspirador en edificios de oficinas. Ahora te toca a ti.

—Hago películas.

—Sí, claro.

—Conduzco.

—Eres chófer de limusinas, ¿no?

—Soy piloto especialista.

—¿De esos de los accidentes?

—De esos, sí.

—Pues te pagarán bien por eso.

—La verdad es que no. Es un trabajo rutinario.

Driver le contó que Shannon lo había tomado bajo su protección, le había enseñado lo que debía aprender y le había conseguido sus primeros trabajos.

—Es una suerte tener a alguien así en la vida. A mí eso no me ha pasado nunca.

—¿Y el padre de Benicio?

—Estuvimos casados unos diez minutos. Se llama Standard Guzmán. Cuando lo conocí, le pregunté si había algún Deluxe Guzmán por ahí, y él se quedó mirándome, no entendió el chiste.

—¿Y qué hace?

—Últimamente se ha dedicado a la beneficencia, contribuyendo al trabajo de los funcionarios del Estado.

Driver no lo pillaba. Al ver su expresión, ella fue más clara.

—Está dentro.

—¿En la cárcel, quieres decir?

—Sí, eso es lo que quiero decir.

—¿Mucho tiempo?

—Sale el mes que viene.

En la tele, por debajo de los pechos acechantes y medio desnudos de su ayudante rubia, un tipo regordete y de piel oscura, que llevaba un frac de lamé plateado, realizaba un truco de magia. En unas tazas puestas boca abajo, unas bolas aparecían y desaparecían, había cartas que saltaban de la baraja, y palomas que salían volando de cacerolas.

—Es ladrón; según él, un profesional. Empezó robando en casas cuando tenía catorce años, quince, y fue ascendiendo desde ahí. Lo pillaron atracando una caja de ahorros. Al parecer, un par de comisarios de la policía municipal entraron en ese momento. Iban a ingresar las nóminas.

Standard, en efecto, salió al cabo de un mes. Y a pesar de que Irina insistió en que no ocurriría, en que de ninguna manera lo consentiría, volvió a casa. (¿Qué le voy a decir? —dijo—. Quiere al niño, y ¿a qué otro sitio va a ir?). Ella y Driver se veían bastante para entonces, cosa que a Standard no le importó lo más mínimo. Muchas noches, cuando Irina y Benicio ya llevaban mucho rato en la cama, Driver y Standard se iban al salón y se ponían a ver la tele. Casi todos los programas buenos los daban a esas horas, muy tarde.

Y una vez, a eso de la una de la madrugada de un martes, ya era la mañana del miércoles, en realidad, estaban sentados viendo una película de policías,

Glass Ceiling, y la cortaron para la publicidad.

—Rina me ha dicho que conduces. ¿En películas?

—Sí.

—Tienes que ser muy bueno.

—Me defiendo.

—No es el típico trabajo de nueve a cinco, ¿eh?

—Esa es una de sus ventajas.

—¿Y tienes algo para mañana? Bueno, para hoy, supongo.

—No hay nada programado.

Tras abrirse paso por una maraña de anuncios de muebles, ropa de cama, seguros con descuentos, baterías de cocina de veinte piezas, vídeos con los grandes momentos de la historia de América, la película empezó de nuevo.

—Creo que contigo puedo hablar con franqueza —dijo Standard.

Driver asintió.

—Rina confía en ti, así que supongo que yo también puedo… ¿Te apetece otra cerveza?

—¿Cómo no?

Se metió en la cocina y salió con dos más. Tiró de la anilla de una lata y se la dio.

—Tú ya sabes a qué me dedico, ¿no?

—Más o menos.

Tiró de la anilla de la suya y dio un trago.

—Muy bien, pues ahí va. Hoy tengo un trabajo, algo que llevo planeando desde hace mucho. Pero a mi conductor lo han…, bueno, lo han detenido.

—Como a este —dijo Driver, que con un gesto de cabeza señaló la tele, donde interrogaban a un sospechoso. Habían cortado las patas delanteras de la silla en la que se sentaba para que estuviera más incómodo.

—Seguramente. Me preguntaba si hay alguna posibilidad de que consideres sustituirlo.

—¿Al volante?

—Eso. Salimos temprano por la mañana. Es…

Driver levantó una mano.

—No me hace falta saberlo, no quiero saberlo. Te llevaré en coche. No haré nada más.

—Ya es bastante.

Después de tres o cuatro minutos de acción en la película, volvieron a aparecer los anuncios. Una parrilla milagrosa. Placas conmemorativas. Grandes éxitos.

—¿Te he dicho alguna vez lo importante que eres para Rina y Benicio?

—¿Te he dicho alguna vez lo gilipollas que eres?

—No —dijo Standard—. Pero no importa, el resto del mundo se encarga de recordármelo.

Se echaron a reír.

Ir a la siguiente página

Report Page