Drive

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Como siempre, lo que más tiempo costó fue el montaje de la escena. Tardan cinco horas en los preparativos, y luego vas tú y en un minuto y medio haces tu trabajo. A Driver le pagaban lo mismo por aquellas cinco horas que por el minuto y medio. Si se trataba del rodaje de una película cara, iba un día antes para ver el coche y realizar unas pruebas con él. Cuando era de bajo presupuesto, lo probaba a primera hora, el día del rodaje, mientras los demás hacían cola como hormigas. Después, pasaba el rato con los guionistas,

scripts y extras, cerca de la mesa del bufé. Incluso en las «pelis canijas» (como las llamaba Shannon), había tanta comida que habría podido alimentarse una ciudad de tamaño medio. Fiambres, quesos de distintas clases, fruta,

pizza, canapés, salchichas de cóctel con salsa barbacoa, donuts y panecillos dulces y bollos, sándwiches, huevos duros, patatas, salsa picante, vinagretas, barritas de cereales, zumos, agua mineral, café, té, leche, bebidas energéticas, galletas y tartas.

Ese día conducía un Impala y la secuencia era: embestida doble, giro en marcha de ciento ochenta grados, cambio de sentido con freno de mano y derrape lateral. Normalmente la segmentaban, pero aquel día el director quería probar una única toma, en tiempo real.

Driver iba al volante. Al subir una cuesta se encontraría con el control policial, dos vehículos patrulla puestos de cara.

Se empieza por hacer una parada casi completa, con el coche en una marcha corta. Entras por la derecha, abriéndote un cuarto de coche, más o menos —como cuando lanzas con un poco de efecto, ladeando un poco la bola para lograr el

strike en los bolos—. Entonces pisas a fondo el acelerador, y cuando embistes lo haces a una velocidad de entre veinticinco y cincuenta kilómetros por hora.

Funcionó a la perfección. Los dos coches de policía se separaron, el Impala pasó por en medio meneando un poco la cola y chirriando de ruedas, mientras Driver recobraba la estabilidad y aceleraba. Pero aquello no era todo. Un tercer coche de policía se acercaba colina abajo. Al ver lo que pasaba se había dejado caer desde arriba, chocando contra los árboles, levantando tierra y ramas, tocando el suelo en más de una ocasión, en un descenso de unos cincuenta metros.

Driver soltó el pedal del acelerador, redujo a cuarenta por hora, tal vez cincuenta, y giró el volante un poco más de un cuarto de vuelta. En ese mismo momento accionó el freno de mano y puso marcha atrás.

El Impala salió disparado.

Cuando había girado noventa grados, bajó el freno, enderezó el volante y dio gas, soltando el embrague.

Ahora aceleraba marcha atrás hacia el coche que venía.

Se puso a cincuenta por hora. Al llegar a su altura —el policía volvía la cabeza, incrédulo—, dio un golpe brusco de volante hacia la izquierda. Puso primera, aceleró y enderezó la rueda. Ahora estaba por detrás de su perseguidor.

Driver siguió ganando velocidad y, al llegar a los cuarenta por hora exactos, golpeó el coche patrulla unos centímetros a la derecha de la luz trasera izquierda. El vehículo derrapó sin control, y el morro se le fue hacia la derecha. Cuando las ruedas volvieron a alinearse, el coche ya había dado toda la vuelta y volvía a estar en la posición inicial.

Para sorpresa de todos, la toma salió perfecta a la primera. El director gritó «¡Sí!» cuando los dos hombres bajaron de sus coches. Aplausos dispersos de cámaras, curiosos, recaderos, carpinteros, y de gente que pasaba por allí.

—Eh, tú, buen trabajo —dijo Driver.

Había hecho alguna escena con aquel especialista, en una o dos ocasiones. Patrick algo. Cara redonda, irlandesa, labio leporino mal operado, mata de pelo hirsuto color paja. Y, en contra del estereotipo étnico, hombre de pocas palabras.

—Lo mismo digo —respondió él.

* * *

Aquella noche cenó en un restaurante de Culver City, un lugar abigarrado, lleno de muebles estilo Misión, escudos de escayola y espadas de hojalata en las paredes, moqueta roja, una puerta de entrada de esas que se ven en los castillos de las películas. Todo nuevo, pero fabricado expresamente para que pareciera viejo. Mesas y sillas de madera tratada, las vigas del techo teñidas con ácido, suelo de cemento desgastado a base de pulidora, con falsas juntas grabadas. A pesar de todo, la comida era buenísima. Se diría que en las cocinas había dos o tres generaciones de mujeres amasando tortillas, acuclilladas junto a hogares con fuego de leña en los que asaban los pimientos y el pollo.

Y no le extrañaría que así fuera. A veces esas cosas le preocupaban.

Antes, Driver se había tomado unas copas en el bar. Allí lo nuevo no se avergonzaba de mostrarse, el acero inoxidable, las maderas pulidas, como para refutar lo que existía más allá de las puertas batientes. Cuando se había bebido media cerveza, se vio inmerso en una conversación política con el hombre que se sentaba a su lado.

Como de actualidad no tenía ni idea, iba inventando a medida que avanzaba la charla. Al parecer el país estaba a punto de entrar en guerra. Palabras como libertad, liberación, democracia, eran recurrentes en la perorata de su interlocutor, y llevaban a Driver a acordarse de aquellos anuncios de pavos de Acción de Gracias, por la simplificación que se había logrado en todo: lo metes en el horno y estas alitas se levantan solas y te indican que ya está asado. Lo que, a su vez, le hizo acordarse de un hombre al que conoció en su juventud.

Todos los días, Sammy conducía por el barrio aquella carreta tirada por una mula y anunciaba «¡Productos en venta! ¡Productos en venta!». La carreta estaba llena de cosas que nadie necesitaba, cosas que nadie quería. Sillas con tres patas, ropa deshilachada, lámparas de lava,

fondues, peceras, ejemplares de

National Geographic. Y Sammy seguía vendiendo, día tras día, año tras año, aunque nadie supiera por qué, ni cómo sobrevivía.

—¿Puedo interrumpir?

Driver miró a su izquierda.

—Vodka doble, sin nada —le pidió Standard al camarero.

Se llevó la copa a una de las mesas del fondo, y le hizo un gesto a Driver para que le siguiera.

—Últimamente no se te ha visto mucho por aquí.

Driver se encogió de hombros.

—Trabajo.

—¿Y por casualidad podrías estar libre mañana?

—A lo mejor.

—Tengo un plan. Uno de esos sitios donde se abonan cheques. Bastante apartado… de todo. No hay nada alrededor. Mañana, antes de abrir, les traen los fondos de toda la semana, y del fin de semana.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Digamos que a través de un conocido. Por lo que se ve, es cuestión de cinco o seis minutos. Y media hora después ya estaremos comiéndonos unas costillas en alguna parte.

—De acuerdo —dijo Driver.

—¿Tienes vehículo?

—Lo tendré. La noche aún es joven.

Por una parte, no le gustaba contar con tan poca antelación. Por otra, ya le tenía echado el ojo a un Buick LeSabre del bloque de apartamentos de al lado. No parecía gran cosa, pero el motor sonaba de maravilla.

—Trato hecho entonces —acordaron una hora y un punto de encuentro—. ¿Te invito a cenar?

—Soy un chico fácil.

Los dos pidieron filetes bañados en cebolla pastosa, pimiento y tomate, con acompañamiento de frijoles negros, arroz con chile y tortillas. Tomaron una o dos cervezas con la cena, y después volvieron al bar. La tele estaba encendida pero por suerte no se oía. Alguna comedia de descerebrados en la que actores con los dientes perfectamente blancos pronunciaban su réplica y se quedaban petrificados para que pusieran las risas enlatadas.

Driver y Standard estaban sentados juntos, en silencio, hombres orgullosos que jamás se metían en la vida del otro. Entre ellos no había sitio para las bromas, ni necesidad de ellas.

—Rina habla maravillas de ti —dijo Standard tras pedir la última ronda—. Y Benicio te adora. Eso ya lo sabes, ¿no?

—Ambos sentimientos son del todo recíprocos.

—Si cualquier otro hombre hubiera intimado tanto con mi mujer, hace tiempo le habría cortado el cuello.

—No es tu mujer.

Les sirvieron las copas. Standard pagó y dejó una propina más que generosa. Tiene contactos en todas partes, pensó Driver. Se identifica con estos empleados, conoce el mapa de sus mundos. Una forma de ternura.

—Rina siempre me ha dicho que espero demasiado poco de la vida —dijo Standard.

—Al menos así no te defraudará.

—Sí, también —brindó con Driver, bebió, y la quemazón del trago le hizo echar hacia atrás los labios y mostrar las encías—. Pero ella tiene razón. ¿Cómo voy a esperar más de lo que veo aquí, delante de mí? ¿Cómo alguien va a esperar más? —apuró la copa—. Creo que tendríamos que irnos. Descansar un poco. Mañana nos espera un día ajetreado y esas cosas.

Fuera, Standard miró la luna llena, se fijó en las parejas sentadas en los capós de los coches, en cuatro o cinco niños vestidos con sus ropas de matones de barrio —pantalones de tiro bajo, camisetas enormes, pañuelos en la cabeza— apostados en una esquina.

—Supongamos que me pasa algo… —dijo.

—Supongamos.

—¿Crees que te verías capaz de hacerte cargo de Irina y Benicio?

—Sí…, sí, lo haría.

—Bien —ya habían llegado a los coches. Driver, cosa rara en él, extendió la mano—. Nos vemos mañana, amigo. Cuídate.

Standard se la estrechó.

Cuando puso en marcha el motor, en la emisora mexicana sonaba un acordeón sincopado. Vuelta al apartamento de turno. La verdad es que no los consideraba nunca su casa, por más tiempo que pasara en ellos. Subió el volumen.

Música alegre.

Antes de aparcar, dos coches de bomberos pasaron por la calle haciendo sonar sus sirenas, seguidos por una vieja camioneta Chevy, azul celeste, desde cuyo interior asomaban cinco o seis caras morenas, como una caja de pollos llena hasta los topes.

La vida.

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