Drive

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Tras la muerte de Standard, pasó mucho tiempo sin aceptar trabajos. Y no es que no se los propusieran. Se corre la voz. Veía mucho la tele con Benicio. Preparaba grandes comilonas para y con Irina. «No he tenido otro remedio», le respondió cuando ella le preguntó cómo había aprendido a cocinar. Entonces, mientras rallaba parmesano, y unas salchichas italianas aguardaban sobre una tabla de cortar, le contó lo de su madre. Brindaron. Con un sauvignon blanco, bueno y nada caro.

Un día o dos a la semana se acercaba al estudio, les daba lo que querían, y cuando Benicio volvía del colegio él ya estaba de vuelta. Los cheques que Jimmy le enviaba a final de mes eran cada vez más sustanciosos. Podría haber seguido así siempre. Lo bueno nunca dura; eso lo recordaba de un poema que había leído en el instituto.

No es que en Los Ángeles se notara demasiado sin consultar el calendario, pero había llegado el otoño. Las noches eran frescas y soplaba el viento. Todas las tardes, la luz se posaba sobre el horizonte, tratando de resistir heroicamente, y luego desaparecía.

Irina ya había vuelto de su nuevo trabajo de recepcionista en urgencias. Volvió a llenar las copas.

—Brindo por…

Recordaba que la copa cayó, que se rompió en pedazos al estrellarse contra el suelo.

Recordaba la sangre salpicada en su frente, su rastro descendiendo por la mejilla mientras trataba de escupir lo que tenía en la boca, un instante antes de desplomarse.

Recordaba haberla sostenido mientras caía. Y luego, durante mucho tiempo, poco más.

Cosas de bandas, le dijo más tarde la policía. Alguna disputa territorial, nos parece.

Irina había muerto muy poco después de las cuatro de la madrugada.

* * *

Como Driver no tenía la custodia legal, a Benicio lo enviaron con sus abuelos a Ciudad de México. Durante un año, o algo más, le escribía todas las semanas, y Benicio le mandaba dibujos. Él los colgaba en la nevera del apartamento en el que estuviera viviendo en ese momento, si es que la tenía. Durante un tiempo se mantuvo alerta, se mudaba cada mes, cada dos meses, de Old Hollywood a Echo Park, de Echo Park a Silverlake, porque creía que así era mejor. El tiempo pasaba, que es lo que hace el tiempo, lo que es. Entonces, un día, pensó en lo mucho que llevaba sin saber del niño. Trató de llamarlo, pero habían dado de baja el número.

Como no soportaba estar solo, enfrentarse a los apartamentos vacíos y a las horas muertas del día, Driver se mantenía ocupado. Aceptaba todo lo que le ofrecían, y salía a buscar más. Incluso llegó a hacer de extra con réplica en una película cuando, a media hora del rodaje, quien debía interpretar el papel se puso enfermo.

El director le explicó qué debía hacer.

—Entras y ves a ese tipo ahí de pie. Meneas la cabeza, como si sintieras lástima por él, por ese pobre cabronazo, te bajas del coche y te apoyas en la puerta. «Le llaman», le dices. ¿Lo entiendes?

Driver asintió.

—Destilaba amenaza —le dijo el director más tarde cuando pararon para comer—. En dos palabras, en dos palabras, joder: has estado estupendo. Deberías pensar en serio hacer más.

Lo hizo, pero no en el sentido del director.

Standard iba mucho por un bar que se llamaba Buffalo Diner, que quedaba junto a Broadway, en el centro. Desde la época de Nixon allí no se servía comida de Los Ángeles, pero el nombre había sobrevivido, lo mismo que algunos platos del último menú escritos con tiza en el pizarrín que había detrás de la barra. Driver empezó a frecuentarlo por las tardes. Charlaba con uno u otro, se tomaba alguna copa, comentaba que era amigo de Standard, preguntaba si sabían de alguien que necesitara a un conductor de primera. Cuando llevaba dos semanas pasándose por ahí ya se había convertido en un habitual, conocía a los demás por sus nombres, y le había salido más trabajo del que podía aceptar.

Al mismo tiempo, empezó a rechazar ofertas de rodaje, y cuanto más decía que no, menos le llamaban.

—¿Qué se supone que debo decir cuando me pregunten? —quiso saber Jimmy las primeras veces.

Al cabo de unas semanas la cosa cambió a: «Quieren al mejor. No paran de decírmelo».

Incluso aquel tipo italiano de las arrugas en la frente y las verrugas había llamado preguntando por él, le dijo, en persona, no a través de un intermediario o una secretaria. En persona, joder.

—Mira —decía el penúltimo mensaje de Jimmy. Para entonces, Driver ya había dejado de ponerse al teléfono—. Debo suponer que sigues vivo, pero empieza a no importarme una mierda, no sé si me entiendes. Lo que le digo a la gente es que, al parecer, me ha salido otro capullo.

En su último mensaje se limitaba a decirle: «Ha sido divertido, chaval, pero se me ha perdido tu número».

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