Drive

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La tienda de alfombras estaba llena de gente.

No es que el Warszawa estuviera vacío, precisamente.

Se trataba de un típico chalet de los años veinte, estilo Craftsman, seguramente, en que las salas comunicaban unas con otras, sin pasillos. Suelos de madera, ventanales grandes, de doble hoja batiente. Tres habitaciones se habían transformado en comedores. La mayor estaba dividida por un medio tabique. En la siguiente, unas puertas acristaladas daban a un patio enlosado en el que había plantados dondiegos de día. En la tercera, que era la más pequeña, había empezado una celebración familiar. No dejaban de llegar personas anodinas, muy parecidas entre sí, con paquetes envueltos en papel de regalo.

Las cortinas de encaje enmarcaban unas ventanas abiertas. Allí, tan cerca de la orilla del mar, no había aire acondicionado, ni hacía falta.

Bernie Rose estaba sentado en un rincón del segundo salón, junto a las puertas acristaladas, con tres cuartos de botella y una copa de vino delante. El hombre, mayor, se levantó al ver que Driver se acercaba y le alargó la mano. Driver se la estrechó.

Traje negro, camisa gris con gemelos, abotonada hasta arriba. Sin corbata.

—¿Te apetece una copa antes de empezar? —le preguntó Rose mientras se sentaban—. ¿O prefieres el

whisky de rigor?

—No, el vino está bien.

—La verdad es que sí. Es increíble lo que se consigue hoy en día. Vinos chilenos, australianos. Este es de las nuevas viñas Northwest.

Bernie Rose le llenó la copa. Brindaron.

—Gracias por venir.

Driver asintió. Una mujer mayor, atractiva, con minifalda negra, joyas de plata y sin medias salió de la cocina y avanzó entre las mesas. Del otro lado de la puerta que acababa de abrir llegaban retazos de español. Su interlocutor seguía hablando, pero Driver aún los oía.

—La propietaria —le dijo Bernie Rose—. No he sabido nunca cómo se llama, aunque hace casi veinte años que vengo. Tal vez la ropa ya no le quede tan bien como antes, pero…

Lo que pasaba, pensó Driver, era que se la veía del todo cómoda consigo misma, una cualidad poco frecuente en todas partes y sin duda más destacable en aquel Los Ángeles de las modas, de las reinvenciones perpetuas, hasta el punto de que, allí, parecía absolutamente subversiva.

—Te recomiendo el pato. La verdad es que podría recomendártelo todo. El cocido con salchichas caseras, col roja, cebollas y ternera. El Pierogi, que son hojas de col rellenas, los rollitos de ternera, las tortas de patata. Y el mejor

borscht de la ciudad, que sirven frío cuando hace calor, y caliente cuando refresca. Pero el pato está de muerte.

—Pato —dijo Bernie Rose cuando se acercó a la mesa una camarera en edad universitaria, con varices—, y otra botella de lo mismo.

—Cabernet-Merlot, ¿verdad?

—Exacto.

—Yo también quiero pato —dijo Driver. ¿Había comido pato alguna vez en su vida?

Más gente anodina con paquetes anodinos entraba y la conducían a la tercera sala. ¿Cómo hacían para meterlos a todos ahí? La dueña se acercó con su minifalda negra y les deseó que comieran bien, y les dijo que, si querían cualquier cosa, no dudaran en pedírsela personalmente, cualquier cosa que pudiera hacer por ellos.

Bernie Rose volvió a llenar las copas.

—Chaval, cómo te lo has montado —dijo—. No has pasado desapercibido.

—Y eso sin buscármelo.

—Normalmente no nos lo buscamos. Pero nos cae encima de todos modos. Lo que importa es qué hacemos con ello —observó a los demás comensales, dando un sorbo al vino—. Sus vidas son un misterio para mí. Absolutamente impenetrables.

Driver asintió.

—Izzy y yo llevábamos juntos desde que tengo uso de razón. Nos criamos juntos.

—Lo siento.

—No lo sientas.

Lo que no sintió fue probar aquel pato.

Comieron y bebieron de la jarra helada de té con limón que Valerie había dejado en la mesa.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —le preguntó Bernie Rose.

—No sé decírtelo. Volveré a mi vida de antes, tal vez. Si es que todavía no he quemado todas las naves. ¿Y tú?

Se encogió de hombros.

—Volveré al Este, creo. De todos modos, esto nunca me había gustado demasiado.

—Un amigo mío dice que toda la historia de América es la del avance de las fronteras. Seguir adelante hasta el fin, que es lo que hemos hecho aquí, en este extremo de mundo; cuando ya no queda nada, el gusano empieza a comerse su propia cola.

—Ese gusano debería haber pedido el pato.

A pesar de sí mismo, Driver se echó a reír.

Cuando ya iban por la segunda botella de Cabernet-Merlot y por el segundo plato de aquella copiosa comida, y la vida pasaba por ellos, habían aterrizado, temporalmente, en una isla a la que podían fingir que pertenecían.

—¿Crees que escogemos nuestra vida? —Bernie Rose le preguntó cuando iban ya por el café y el coñac.

—No. Pero tampoco creo que nos la impongan. A mí me parece que nos va empapando desde abajo.

Bernie Rose asintió.

—La primera vez que oí hablar de ti, se decía que te limitabas a conducir, que no hacías nada más.

—En aquella época era verdad. Los tiempos cambian.

—Aunque nosotros no cambiemos.

Valerie trajo la cuenta, que Bernie Rose insistió en pagar. Salieron al aparcamiento. Las estrellas brillaban en el cielo. La tienda de alfombras estaba cerrando, las familias se montaban en una flotilla de camionetas destartaladas, Chevys decrépitos, Hondas desvencijados.

—¿Dónde está tu coche?

—Ahí —señaló Driver. En la esquina trasera del aparcamiento, medio oculto por una zona vallada donde tiraban la basura. Claro—. Entonces, tú no crees que cambiemos.

—¿Cambiar? No. Lo que hacemos es adaptarnos. Ir tirando. Cuando tienes diez, doce años, ya está casi todo, todo lo que vas a ser, lo que va a ser tu vida. ¿Ese es tu coche?

Un Datsun de los noventa, bastante destartalado y sin algunas piezas, como parachoques y tiradores de puertas, remendado a trozos con masilla y minio.

—Sé que no parece gran cosa. Pero nosotros tampoco, y ya ves. Un amigo mío se dedica a restaurarlos. Son buenos coches, la verdad. Una vez arreglados, vuelan.

—¿También conductor?

—Lo era. Hasta que se le partieron las dos caderas en un accidente. Entonces empezó a desmontarlos y a repararlos.

El aparcamiento, ahora, estaba vacío.

Bernie Rose alargó la mano.

—Supongo que ya no nos veremos más. Cuídate, muchacho.

Driver extendió la suya para estrechársela, vio el cuchillo —más bien el reflejo de la luna en su filo— cuando Bernie se lo acercaba, zurdo, describiendo una parábola baja.

Dio un golpe fuerte de rodilla en el brazo de Bernie Rose, le interceptó la muñeca, que subía, y le hundió el cuchillo en el cuello, bastante en el centro, lejos de la carótida y las arterias principales, por lo que tardó un poco, pero le había seccionado la faringe y la tráquea, y por ella escapaba entre silbidos el último aliento de Bernie Rose. Así que no tardó tanto.

Al mirar sus ojos entrecerrados pensó: esto es lo que la gente quiere decir cuando usa expresiones como «estado de gracia».

Condujo hasta los muelles, arrastró el cuerpo de Bernie hasta el borde del agua y lo dejó caer. Venimos del agua. Al agua volvemos. Estaba bajando la marea, que levantó el cuerpo y se lo llevó con gran delicadeza. Las luces de la ciudad moteaban el mar.

Después, Driver se quedó un rato sentado, sintiendo el rugido recio del Datsun que lo envolvía, su traqueteo.

Condujo. Eso era lo que hacía. Lo que haría siempre.

Levantó el pie del embrague y se incorporó a la calle desde el aparcamiento de la playa, regresando al mundo por su mismo borde; debajo, el ronroneo del motor, encima, la luna amarilla, y, por delante, cientos y cientos de millas que recorrer.

El fin de Driver todavía quedaba lejos. En los años que estaban por venir, años antes de que lo abatieran a las tres de la madrugada, una madrugada fresca y transparente, en un bar de Tijuana, años antes de que Manny Gilden convirtiera su vida en una película, habría otros asesinatos, otros cuerpos.

Bernie Rose fue el único al que lloró.

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