Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO V » 1.

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—Me aman lo mismo que tú —aclaró el Señor—. Lo que sucede es que su amor no se dice en palabras, y, si me apuras, no está dicho todavía. Precisamente por eso estás tú en el mundo. Hasta ahora, te aburrías sin hacer nada, pero ahora que el Cosmos está completo, tienes que recorrerlo para traerme el mensaje de amor de cada cosa.

Adán inclinó la cabeza.

—No te entiendo, Señor.

—Vas a hacer un viaje, vas a recorrer el cielo hasta las últimas estrellas; vas a hurgar en los campos hasta dar con las hierbas escondidas; vas a hablar a todos los animales del aire, del mar y de la tierra; vas a interrogar al oro, y al diamante, y a todos los pedruscos subterráneos.

Preguntarás si aman a su Señor, y cuando te hayan dado respuesta, me la traes.

—¡Eso me dará mucho trabajo!

—No creas… Si sabes hacerlo…

—Y, durante este tiempo, ¿estaré sin verte?

—Probablemente, pero no lo notarás.

Adán dijo que bueno y, a la mañana siguiente, partió hacia su viaje. Por el reloj de su pulso, tardó siglos enteros; por el reloj del Señor, solo un instante.

Era también la tarde en el Paraíso, pero no había llovido. Adán venía cansado y un poco triste. Se dejó caer a la orilla del río, y bebió largamente. Después, quedó tumbado, con la vista en las nubes y el corazón perplejo. Y así estuvo, hasta que oyó la voz del Señor, que le llamaba.

—¿Dónde te has metido, Adán?

—¡Estoy aquí, Señor! —respondió el hombre; y saltó rápidamente. El Señor se acercaba sin prisa, y dio tiempo a que Adán se sacudiera el polvo y se alisara un poco el cabello. Cuando estuvo decente, marchó al encuentro de Dios.

El Señor le tendía la mano y, al estrecharla, Adán sintió desvanecerse la fatiga de su carne y la tristeza de su corazón.

—¡Cómo me alegra verte, Señor! ¡Qué bien me siento a tu lado!

Un impulso le llevó hasta los brazos del Señor, en cuyo pecho apoyó la cabeza.

—Estoy bastante avergonzado, y lo mejor será que te lo cuente todo.

El Señor acarició su frente.

—¿Te ha ido mal por esos mundos?

—Son muy bonitos, y el viaje fue entretenido. Realmente, desde aquí no se da uno cuenta de lo mucho que has hecho y de lo bien que está. Pero…

Se interrumpió, y buscó ánimos en la mirada del Señor. Dios volvió a sonreírle.

—Cuenta.

—¿Cómo te lo diré? —la voz de Adán temblaba—. Cuando estoy junto a Ti, parece como si entre nosotros no existieran distancias. Te llamo y me respondes; te miro y me sonríes; te amo, y me devuelves amor. No me atrevo a decir que somos uno mismo, pero es como si lo fuésemos. En cambio…

La voz se le amargó, y una arruga profunda surgió en su frente. El Señor miraba a otra parte para ocultar su regocijo.

—Ni las cosas me entienden, ni las entiendo. Sean estrellas, ranas, cataratas de agua, leones o claveles, al preguntarles, enmudecen; al hablarles de amor, me miran sin comprender. Somos distintos, no hablamos la misma lengua. Siento como si un abismo nos separase.

—Y, eso, ¿te ha entristecido?

—Sobre todo, Señor, porque no pude cumplir tu encargo, y también porque me gustaría entenderme con las cosas que me rodean, las próximas como las lejanas. Hasta ahora, viví entre ellas sin darme cuenta de que no las amaba y de que les era indiferente. Me parecía suficiente, Señor, nuestra recíproca amistad. Pero ellas te aman, y Tú las amas, y me duele quedar fuera de ese concierto y no poder traerte…

Le interrumpió un sollozo. Se echó a llorar en los brazos del Señor, y Dios le sonrió otra vez, aunque Adán, con el llanto, no se diera cuenta. La sonrisa divina fue para Adán como el jugo de las amapolas: allí mismo, en sus brazos, quedó dormido. El Señor lo cogió y lo acercó a la gruta de cuarzo, que a aquella hora no resplandecía: y se quedó mirándole. De vez en cuando, reía. Después, trajo la noche sobre el cuerpo dormido y mandó al Universo entero que guardase silencio. Al escucharle, el Universo se sobrecogió, porque nunca el Señor se había metido en el horario de la luz y las sombras; y todo quedó callado, hasta la música de los astros.

Aquella noche, el Señor estuvo muy atareado. Iba y venía por el jardín del Paraíso. Sus manos hurgaban en la arena, sus dedos palpaban su finura; o las metía en las aguas y probaba su delgadez. Recorrió también los cielos, y el fondo de los mares, y estudió el color del firmamento y del coral, el resplandor de los soles y la transparencia de las aguas marinas. En las selvas, la piel más suave de las fieras, y, en las playas, la palpitación de la marea. Escuchó la voz de las caracolas, el susurro del aire nocturno y todo lo que en las cosas naturales era dulce, delicado y bello; cuando lo tuvo bien estudiado, se sentó en un rincón del Paraíso, y, con la mano en la mejilla, estuvo un rato pensando. Las cosas de este mundo, que le veían, no se atrevían a respirar: esperaban, suspensas, a que el Señor se moviese. Y cuando, al fin, oyeron su grito de triunfo, un movimiento de alegría recorrió el Universo, como un oleaje, hasta los límites.

El Señor se encerró en la espelunca de Adán hasta la madrugada. Salió, y fue a lavarse al río, porque traía las manos sucias de barro. Después, llamó a los ángeles, y ordenó que cantasen a toda orquesta el Himno del amor universal. Los ángeles le obedecieron. Cantaban en las alturas, y las cosas creadas hacían segundas y terceras voces todas a coro, si no es el viento, a quien siempre correspondieron las arias. El Señor se había sentado frente a la cueva de Adán, y, con su espalda, ocultaba la entrada. Desde los ángeles a las hormigas, todos sentían curiosidad por saber qué pasaba. Pero el Señor, con su mirada, los mantenía a raya. A una tortuga que disimuladamente quiso colarse, le dio un papirotazo y la envió lejos. «¡Es que yo vivo ahí, Señor!», clamaba la tortuga; pero el Señor la llamó cotilla y le dijo que se estuviera quieta, y que en castigo de su curiosidad, en lo sucesivo dormiría durante los inviernos. También desde entonces la tortuga se quedó sin voz.

Despertó Adán a la salida del sol, y al escuchar los cánticos, se preguntó si serían de fiesta, y si estaría faltando al Señor en cortesía. Pegó un brinco, y, al desperezarse, vio a Eva en el suelo, dormida sobre el lado izquierdo. Quedó suspenso, abrió la boca, y el primer movimiento fue de terror, de modo que se escapó basta el fondo de la gruta; pero al ver a Eva inmóvil, al resbalar su mirada por la curva de sus ancas morenas, por la superficie de los muslos, le pareció que algo tan hermoso no podía ser temible. Se acercó, sin embargo, poquito a poco; se atrevió a tocarla: le acarició el talón, que le quedaba más cerca que otra cosa, y Eva se movió. Adán apagó un grito de júbilo: Eva, al moverse, había descubierto la cara, y Adán se confesó que nunca había visto nada tan seductor.

—Tengo que decírselo a Dios —pensó—, para que venga también y vea…

Salió corriendo, y tropezó en las espaldas inmensas del Señor. El brazo divino le detuvo y le impidió caer.

—¿A dónde vas, Adán?

—¡Iba a buscarte, Señor! ¡Ven a mi gruta y verás…!

—¿En tu gruta? ¿Qué hay en tu gruta?

—Hay… una cosa nueva. Se parece a mí, pero no es enteramente igual. Tienes que verla. ¡Es tan bonita! —señaló el espacio azul—. Mira, algo así como esas estrellas que pusiste tan lejos y que hay que atravesar el cielo para verlas.

—¡Ah, ya! —dijo el Señor sin darle importancia—. Te refieres a Eva. Es lo que me faltaba por hacer, y esta noche lo hice. Es para ti.

—¿Para mí?

—Sí, para que no te aburras cuando estés solo.

—Entonces, ¿puedo tocarla?

—Claro. Debes hacerlo cuanto antes, y, al despertarse…

Adán había regresado ya a la gruta, sin esperar las instrucciones del Señor, y se hallaba arrodillado junto a Eva. Su mano acariciaba tímidamente los cabellos largos, oscuros, y los apartó para descubrir el cuerpo. Quedaron a la vista los pechos de Eva, y Adán, del estupor, se había paralizado y ponía ojos de bobo. Eva estiró los brazos, ocultó el rostro entre la maraña del cabello, y dijo algo. Después, abrió los ojos, descubrió a Adán, le sonrió y le dijo: «¡Ven!» Adán se acercó algo más, temblando, y tomó la mano que Eva le tendía. «¡Ven, anda!», decía ella; y le apretaba la mano y la atraía. Adán volvió a tener miedo. La soltó, se levantó, retrocedió otra vez y salió de la gruta.

—¡Señor, se ha despertado!

—¿Y qué?

—Dice que vaya.

—¿Y tú?

—Yo, Señor… Me da un poco de miedo. No es como Tú ni como yo, es…

El Señor le agarró de una oreja.

—Ven acá, tonto.

Le habló un rato al oído, Adán hacía visajes, se asombraba, se alegraba o ponía cara de susto.

—Está bien, Señor. Haré lo que me dices.

Entonces, el Señor apartó un poco sus hombros, y dejó que los rayos del sol entrasen en la espelunca. Adán se halló envuelto en la luz que reflejaba el cuarzo de las paredes; la luz de la mica, la luz verde de las esmeraldas, la roja de los rubíes, la azul de los zafiros, que de todo aquello, mezclado con el cuarzo, había en las paredes de la gruta. La boca de Eva le esperaba, abierta, y Adán siguió los consejos del Señor.

Fuera, en todo el ámbito del Universo, la música seguía, y el Señor, que había compuesto la partitura y la había ensayado para aquella ocasión, alzó el brazo derecho y marcó un compás de espera. Hasta que, de repente, sin orden de Dios, todas las criaturas de todos los mundos lanzaron unánimes gritos de alegría, un grito que retumbó más que los truenos, que hizo temblar los ejes de los astros y que llenó de música los confines remotos de la nada. El Señor cruzó las manos y bajó la cabeza.

—¡Bueno…!

Esperó. Las parejas de animales se escondían también. La música se apagaba. El sosiego volvía al Universo, pero distinto, más brillante, más sólido, como si hasta entonces todas las cosas hechas por el Señor, que eran muchísimas, fuesen provisionales, y en aquel instante recibiesen de Dios patente de eternidad.

El Señor les dirigió la palabra.

—Cuando Adán reaparezca, todo el mundo en silencio. Tiene que hablar, y espero que me diga palabras importantes. Después que él hable, podéis armar todo el jaleo que os apetezca.

Adán apareció. Primero, solo; luego, de la mano de Eva. Venía un poco adelantado, como si ella no quisiera seguirle. Traía la cabeza erguida y la mirada satisfecha. Eva se hacía la remolona y pretendía ocultarse en el cabello.

—Anda, no tengas miedo. El Señor es muy bueno.

El Señor, puesto de pie, les esperaba. Era esbelto y gigante como los cedros.

—Señor…

Agarró a Eva por los hombros y la abrazó fuertemente.

—Señor, ahora ya puedo…

Eva no estaba quieta. Insistía en esconderse. Adán se puso serio.

—¡Vamos, mujer, que se me va a olvidar el discurso!

—Estate quieta, Eva. Adán tiene razón.

Hacían una hermosa pareja, y además se advertía en seguida que Adán era buena persona y que amaba a Eva. Porque dijo al Señor:

—Es bonita, ¿verdad?

El Señor asintió.

—¿Qué ibas a decirme?

—Sí. Quería decirte que ahora ya puedo traerte el mensaje que te debían las cosas, porque he sentido en mi corazón la corriente de amor venida de ellas hacia Ti, y también el amor caído desde Ti y derramado por todo el Universo. Resuena en mis entrañas la vida, y te la ofrezco como una oración de todas tus criaturas. Te estoy agradecido, Señor, por haber tendido sobre el abismo este puente… —señaló a Eva—, y por habernos hecho de tal manera que sienta en mi pecho la corriente de su sangre, y ella la mía, y los dos la Creación entera. Como si fuéramos uno…

La apretó más, como si pretendiera meterla dentro de sí.

El Señor abrió los brazos.

—Estoy contento.

Quizá fuese a hablar más; pero Adán se había vuelto a Eva y le decía en voz baja:

—Anda. Dile algo. Que te oiga.

—No me atrevo.

—Al menos dile: Gracias.

Entonces, Eva se separó de Adán, se llegó hasta el Señor, y, arrodillada, dijo:

—Gracias.

Y el Señor le acarició la cabeza. Y como Adán parecía tener prisa por reunirse con Eva, Dios dijo que se iba a pasear un poco, y se fue.

Las cosas hubieran marchado bien, porque todo estaba bien hecho. Y fueron bien durante cierto tiempo que no se puede calcular en días. El Universo funcionaba sin necesidad de reajustes ni piezas de recambio. Vivía en oleadas de ritmo regular: Eva las recogía en sus entrañas y las ofrecía a Dios por medio del corazón de Adán. Aquel flujo y reflujo de amor los hacía dichosos. Su comunicación era perfecta. Si una avispa se posaba en el hombro de Eva, Adán, dormido, sentía en su piel el cosquilleo.

Pero Satán había quedado fuera. Satán, con sus secuaces, se había refugiado más allá de la nada, y desde los confines contemplaba el Universo palpitante de amor como las tribus de la estepa miran, desde las altas montañas, las tierras fértiles; solo que las alas rojas de Satán rodeaban el Cosmos y lo abrazaban, como si fuera a apretarlo y hacerlo suyo.

Satán tenía la tendencia a considerarlo todo como una ofensa personal. Y como Dios no le hacía caso, se desahogaba con los suyos. En aquel mismo instante en que Adán y Eva se juntaron, en que la savia de la vida, hecha amor, recorrió sus corazones en tumulto, Satán volvió las espaldas y se dirigió a su gente de confianza.

—Pues sí que el Otro ha inventado una bonita cosa.

Se rieron de Él. Pero en los ojos oscuros de Satán se había encendido una llamita. Durante algunos días —o siglos ¡váyase a saber!— anduvo solo y preocupado, y salía por las noches. Los guardias de la frontera le veían arriesgarse por la nada y hundirse, allá lejos, en la luz del Universo. Satán iba derecho al Paraíso, entraba en la gruta de Adán, y estudiaba el acontecimiento con objetividad científica. Una noche y otra, sin que nadie lo advirtiese, porque el amor había hecho al Universo confiado. Satán entraba y salía, se hacía testigo de la vida y del movimiento, y estudiaba su naturaleza; escuchaba a Adán y Eva y sacaba consecuencias. Por fin, se retiró a sus reductos y estuvo algún tiempo meditando. Un día reunió a su gente.

—Creo que el Otro ha cometido un error. Ha hecho libres a Adán y Eva, como a nosotros.

Todos los secuaces de Satán rieron a carcajadas.

—Pero ¿es posible? ¿Es que no ha escarmentado?

—A lo que se me alcanza, quiere correr el mismo riesgo que aquella vez…

—¿Lo correrá?

—Si en mis manos está, Adán y Eva tendrán también que elegir. Y lo que está en mis manos hará que nos elijan.

—Pero ¡eso sería la derrota del Otro! Porque ha hecho a los hombres para consuelo de habernos perdido.

—El Otro no reconocerá la derrota, y hasta sería capaz de hacer algo extraordinario para paliarla. Pero el remedio, si es el que sospecho, le habrá de costar sangre.

—¿Sangre? ¿Es que Dios tiene sangre?

A Satán, aún en rebeldía, le estaba prohibido contar ciertos secretos. Temía que, al descubrir las confidencias que Dios le había hecho en sus tiempos de intimidad, quedase aniquilado. No pudo responder a la pregunta de los suyos y la dejó en el aire.

—Es un decir, una metáfora…

Volvió a meterse en el Universo, y se escondió en la piel que una serpiente había abandonado en las lindes del bosque. Se hizo el encontradizo con Eva, y le echó un piropo. Eva se estremeció y se detuvo.

—¿De veras que estoy bonita?

—Ya lo creo. Y llevas la felicidad en los ojos.

—Eso es cierto. Soy feliz. Adán es muy bueno, y el Señor…

La serpiente se enroscó en el tronco plateado de un aliso.

—El Señor es también bueno, ya lo sé; pero no se porta lealmente con vosotros.

—¿Cómo puedes decir eso? —Eva parecía indignada, y había llegado a fruncir la frente, mientras miraba a la serpiente con un punto de ira—. Nadie hay mejor que Dios: me lo asegura Adán todos los días. Y, en cuanto a su lealtad, ¿no nos ha comunicado el secreto del Universo? ¿No ha hecho de nosotros los reguladores del amor y el movimiento? No sé qué es eso, te lo confieso, pero lo dice Adán y basta. Adán sabe muchas más cosas que yo. Es la sabiduría misma.

—Adán es bastante bobo. Sabe lo que Dios le permite saber, y ante lo que Dios guarda, Adán cierra los ojos.

La sierpe se estiró hasta que su lengua acarició la mejilla de Eva.

—El Señor tiene un secreto —susurró—. Los seres luminosos, como vosotros, lo ignoráis; pero nosotros, los subterráneos, lo sabemos hace tiempo. A nosotros, el Señor se presenta de muy distinta manera. Lo contemplamos cuando desciende al subsuelo, a vigilar sus tesoros entoñados, las venas de plata y oro que recorren las entrañas de la tierra. Por aquellos parajes, el Señor no sonríe. Allí da rienda suelta a sus temores, y habla en voz alta como si nadie le pudiera oír. Pero nosotros, los subterráneos, le oímos, porque las palabras de Dios vibran en los metales y llegan hasta nuestros agujeros. Así hemos llegado a saber el secreto de Dios.

—¿Me lo cuentas? —le pidió Eva, sin pensar lo que decía.

—No, porque se lo revelarás a tu marido.

—¡Cabalmente, lo que estoy deseando es tener algo que ocultarle! Eso lo haría mucho más manejable, y no sería tan orgulloso y tan serio. Sospecho que un secreto en mis manos me permitiría hacer de él mi real gana.

—Pero eso quizá no esté bien. Él es Adán. —La voz de la serpiente revelaba, por el tono, admiración.

—Y yo, Eva, ¿no? Por haber venido al mundo algo después, no soy menos que él.

—Ya.

—Pero él lo duda. Si yo tuviera un secreto, ya no lo dudaría. ¡Y mucho más siendo secreto de Dios…! Poseer un secreto de Dios debe dar mucha importancia.

La sierpe simuló quedar pensando.

—Ya veré…

Y se escurrió por las frondas de la selva. Eva, corriendo, la siguió. Gritaba el nombre de la sierpe y alborotaba la siesta de los grillos y de los alacranes, que se pusieron a cantar desacordadamente.

Al otro día, a la misma hora, Eva esperaba en el lugar del encuentro. Se había colgado al cuello unas ramas de coral, y, en las orejas, unas piedras de esmeralda. Venía un poco irritada contra Adán, que prefería las flores como adorno. «Lo que a ti te sucede es que te molesta traerme corales y esmeraldas, y si te gustan las flores, es porque están más a mano. Y yo me digo: ¿es que no valgo un esfuerzo de mi marido?»

La sierpe llegó en seguida, como de paso. Dijo: «Estás muy guapa, Eva», y siguió serpeando por la vereda. Pero Eva la detuvo. Traía leche vegetal en el cuerno de una calabaza, e invitó a la sierpe a merendar con ella. Primero, hablaron de sus cosas. La sierpe le preguntó qué tal lo pasaba con Adán, y Eva le fue contando, contando, hasta que llegaron a las intimidades. Como pensaba sacarle a la sierpe el secreto de Dios, Eva se fue deliberadamente de la lengua.

—Lo más bonito de todo —dijo— es que yo siento mi goce y el de Adán. Y él dice que le pasa lo mismo con el mío. Como si en vez de dos cuerpos fuese uno solo.

—Lo mismo me sucede a mí con mi culebro.

—¡Ah! ¿Sí?

—Sí. Y a todas las que pregunté, me dijeron lo mismo. Es que debe ser así.

Aquí, la serpiente acercó otra vez su lengua a la mejilla de Eva y le susurró al oído:

—Pero podía ser mejor.

—¿De veras?

—Infinitamente mejor, si el Señor no nos robase una parte del goce.

—¿Cómo dices?

La sierpe simuló dar marcha atrás.

—Perdona. No he querido decir nada. Sin pretenderlo, he llegado al secreto de Dios.

Eva alargó la calabaza y le dio de beber. Después le preguntó si le gustaban sus corales o sus esmeraldas, y que, si las quería, podía regalárselas.

—Yo no diría nada a Adán —dejó caer, mientras se acariciaba el pelo—. El secreto podría quedar entre nosotras.

—Lo sabe ya mucha gente.

—Creí que eras tú sola.

—Lo saben todos los animales subterráneos.

—¡Uy! Entonces, me lo dirá la víbora. Hace días que me ronda con ganas de pegar la hebra. A lo mejor, es para eso.

—La víbora solo lo sabe a medias. Yo soy la más enterada. En realidad, la única que conoce perfectamente el secreto del Señor soy yo. Y es muy sencillo. Ya te dije que nos roba una parte del gusto. Lo hace porque lo necesita. Se nutre de nuestro cuerpo, como tú de patatas y yo de nueces. Si le faltara…

—Si le faltara, ¿qué…?

—No sé. Probablemente acabaría por suplicarnos…

—¿El Señor? ¿Suplicarnos a nosotras?

La sierpe habló con energía.

—Suplicarnos, sí. Y entonces ya se vería si le dábamos o no…

—Pero ¿qué saldríamos ganando?

Satán estuvo a punto de equivocarse. Dijo «El poder», pero se mordió el labio y rectificó en voz alta:

—Más placer. Un placer incalculable, como el que Dios recibe. Bastaría con que tú y Adán os negaseis a recibir el amor que asciende de nosotros; bastaría que os cerraseis en vosotros mismos y gozaseis de vuestro propio placer, sin pensar en los demás. Interrumpida la corriente, cada pareja se quedaría con lo que es suyo, y todas las hembras seríamos más bellas. Porque lo que nos embellece es el placer. ¿No has advertido que, si una noche tu macho está cansado y se duerme, a la mañana siguiente estás menos favorecida?

—Adán, hasta ahora, no se ha olvidado nunca.

—Se olvidará. Los machos, cuando están cansados, prefieren dormir. Pero si el placer fuese para nosotras solas, los machos no se fatigarían, porque, así como a nosotras nos embellece, a ellos les da vigor.

—Es curioso…

A Eva, de repente, le entró prisa. Recordó que Adán la estaba esperando, y regaló a la sierpe la calabaza con el resto de la leche. La sierpe le dio las gracias, y cada cual se fue por su camino.

Aquella noche, Eva cerró la puerta de la gruta con un montón de ramas secas.

—¿Por qué haces eso?

—Se me ocurrió. Así estaremos más solos.

—¿Solos? ¿Qué quieres decir?

—Solos, tú y yo. Sin que la luna nos alumbre, sin…

Adán se sentó en el suelo.

—Sabes perfectamente que, a esta hora, todo el Universo se pone a amar, y nosotros, aquí, recibimos ese caudal maravilloso y lo ofrecemos a Dios… Antes, sabía lo que quería decir solo. Ahora, desde que tú has venido, me siento, a través de tu cuerpo, hermano de la Creación. La soledad es imposible, y además, inmoral.

Eva hizo un mohín de disgusto.

—No me quieres por mí. Te importa más el latido lejano de una estrella que la sangre de mis pulsos. Te unes a mí por obediencia, no porque yo te guste. Lo haces como si fuera una obligación.

—Lo hago porque el Señor me enseñó que así debo amarte, y porque en el amor que te tengo se encierra todo el amor de la tierra y del cielo.

—No me importan ni los cielos ni la tierra. Solo me importas tú.

Adán se puso serio.

—¿Qué es lo que dices? ¡Que no te vuelva a oírlo!

En la penumbra de la gruta, Eva empezaba a sollozar. Huyó a un rincón, se acostó, y cuando Adán se acercó a acariciarla, rechazó las caricias.

—No. Esta noche, no.

—Pero ¡mujer!

—No podría, Adán. Me duele la cabeza.

—Pero ¿qué dirían mañana…?

—¿Es eso lo que te importa? ¿Lo que diría mañana tu Señor? ¿Lo que dirían las oropéndolas de enfrente, las ardillas de ahí al lado, las truchas del estanque? Y yo, ¿no te importo más?

Eva estaba imposible. Adán, desesperado, marchó al otro rincón, y, desde allí, oía el llanto de Eva y se le partían las entrañas. Salió a la puerta de la gruta, a tomar un poco el fresco. La oropéndola de enfrente, las ardillas de al lado, las truchas del estanque, le preguntaron:

—¿Qué pasa esta noche, Adán?

—Nada. Que a Eva le duele un poco la cabeza.

Detrás de la oscuridad nocturna, millones de ojos enamorados le hacían la misma pregunta. Adán sintió vergüenza, y volvió junto a Eva. Intentó convencerla; pero Eva, o se hacía la dormida, o repetía la negativa.

—… a no ser que…

—¿Qué?

—Que lo hagas como yo te lo pido. Olvidándolo todo y pensando solo en nosotros. Cerrando la puerta de nuestros corazones al amor de los demás, que no nos importan nada.

—Pero ¡eso es monstruoso, Eva! ¡No puede ser!

En la oscuridad de la espelunca, el cuerpo de Eva, acariciado, temblaba de deseo, y su olor excitaba a Adán. Entre sollozos, entre caricias pedidas y negadas, Eva decía:

—¡Nada más que una vez, nada más que un instante! ¡Quiero ser para ti tu dios y tu universo, como lo eres para mí…!

—¿Una vez nada más? ¿Me le prometes?

Eva sonrió en la penumbra. Abrió los labios, los acercó a la boca de Adán.

—Te lo juro.

Adán, frenético, la abrazó. Y, unos momentos después, un enorme gemido, un gemido tremendo salió de todas las criaturas, animales, vegetales y minerales; de los cuerpos terrestres y celestes, de los acuáticos y de los aéreos, como si al corazón del universo se le hubieran roto las cuerdas. En la selva, el león, de repente, saltó sobre una vaca pacífica, y la devoró; en el aire, el cóndor se abatió sobre una paloma y oscureció sus alas blancas con la sangre; en la mar, por vez primera, el pez grande comió al chico. Las estrellas más remotas empezaron a apagarse, y todos los seres vivos sintieron que la vida era amarga y miraron con odio alrededor…

Nació la ponzoña en la lengua de las sierpes y en el aguijón de los insectos. Un rayo cayó del cielo y partió en dos el tronco de una encina; su fuego se comunicó al bosque, las plantas empezaron a arder, y los pobres animales pequeños se abrasaron. Fuera del Paraíso, tembló la tierra, se abrieron grietas en el suelo, y el aire se ensució de gases malolientes.

Un perro se ahogó en una charca, y la nuez recién comida dañó el estómago del antropoide. Mordió el gorgojo en el trigo, y el verme en el carozo de la manzana. Los dientes de la carcoma entraron en la madera…

Y así, y así…

En la caverna oscura, Eva se abrazó a Adán.

—Adán, ¿qué te sucede, que no te siento? ¿Por qué mi goce no sale de mi cuerpo, Adán? ¿Por qué el tuyo no me llega?

Adán estaba llorando. Le venían, además, ganas de pegar a su mujer.

—Hemos pecado, Eva, contra el amor del Universo, que era el amor de Dios.

Se oyó una voz poderosa, que llamaba a Adán por su nombre. Adán sintió que las carnes se le estremecían. Un alacrán cebollero le mordió los dedos de los pies.

Fuera, en el aire entristecido, la voz de Dios seguía llamando.

—Adán, Adán, ¿adónde te escondiste?

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