Don Juan

Don Juan


SEGUNDA PARTE

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SEGUNDA PARTE

RECORDAMOS a don Juan dormido sobre el encantador y amable seno hermoso que le servía de almohada, velado su sueño por dos lindos ojos que no conocían las lágrimas, y querido de un tierno corazón demasiado entregado a su felicidad para conocer los efectos del veneno que ya se derramaba dentro de él. El cruel enemigo de la tranquilidad humana había asestado sus tiros a la inocencia misma y amenazaba convertir en raudal de lágrimas la más preciosa sangre.

¡Oh, amor! ¿Por qué en este desgraciado mundo cambias tan duramente el dulce don de ser amado? ¡Ah! ¿Por qué has introducido en el jardín amable de tus delicias las hojas del ciprés? ¿Por qué te vales de un suspiro como el mejor intérprete de tus sensaciones? Semejante a aquéllos que, para gozar el perfume de las flores, las cortan y ponen sobre su seno, sin pensar que en él habrán de marchitarse, así colocamos en nuestro corazón los frágiles corazones que adoramos, para verlos luego perecer.

En la primera pasión de su vida la mujer ama a su amante; en las demás pasiones ama tan sólo al amor. El amor se convierte para ella en un hábito que le es imposible abandonar; cual un vestido que siempre le estuviera bien; como un guante flexible que se ajustara perfectamente a sus manos. No sé en quién estará la falta, pero lo que hay de seguro es que la mujer que haya gustado los placeres del amor, si no se hace beata, gusta de ser cortejada necesariamente, según las reglas que exige la decencia. No hay duda posible: dado el primer paso, el corazón femenino se dedica en lo sucesivo a la misma dulce agonía. Algunas, según parece, no amaron ni la primera vez; pero las que amaron no se contentarán con aquel primer amor solamente. Y triste cosa es ver que el amor y el matrimonio no llegan a juntarse sino muy raras veces, siendo así que el uno es una consecuencia del otro, que el casamiento nace del amor, como del vino nace el vinagre. Porque es cierto que ésta es una bebida desagradable, agriada por el tiempo.

Juan y Haida no fueron matrimonio, pero esto es cuenta de ellos, y no estaría bien que el casto lector me reprendiera a mí porque no lo fueran. No obstante, eran felices. Felices en su misma inocencia. Mas eran también cada vez más imprudentes. Haida olvidó que la isla pertenecía a su padre. Iba a menudo a ver a don Juan, y apenas se separaba de él en tanto el pirata cruzaba los mares.

* * *

La vuelta del buen viejo se había retardado a causa de los vientos, las olas y, en especial, por unas presas importantes que hubo que hacer. La esperanza de un nuevo botín le retenía aún sobre los mares. Pero, de todos modos, un día, el padre de Haida, se decidió a volver. Preparó, entre las mil maravillosas cosas adquiridas en su piratería, un hermoso regalo para su hija. Telas francesas, encajes, loza fina, un perro holandés, un mono, dos loros, una gata de Persia con su cría y un perrito faldero que había pertenecido a un inglés que murió sobre las costas de Francia; todo ello constituía sus presentes. Dispuesto ya todo en sus buques corsarios con el mejor arreglo, ordenó que su propio barco almirante tomara rumbo hacia la isla. A ella llegó, sin que nadie lo esperase, prontamente. Desembarcó, y después de dirigir a la marinería las recomendaciones del caso, atravesó la playa y subió por la pendiente de una colina que dominaba la explanada, en la que resaltaban a la luz del sol las blancas paredes de su casa.

Nadie lo esperaba, y así las emociones siempre singulares que ocupan el corazón de los viajeros al retorno a su hogar, palpitaban en el suyo con especial fuerza. Lambro, que así se llamaba el anciano, contempló con alegría el paisaje familiar, y miró con ternura el humo que partía hacia los cielos desde la chimenea de su casa.

Después de largos viajes por tierra o mar, la vuelta inspira siempre sentimientos parecidos. En una familia donde hay mujeres, los hombres no pueden dejar de sentir al regreso cierta inquietud. (Nadie estima y admira más que yo al bello sexo, pero aborrezco la lisonja.) En la ausencia de los maridos, las mujeres se presentan más finas; en ausencia de los padres, las jóvenes suelen también hacerlo. Un hombre honrado puede muy bien a su vuelta sentir la ausencia de la felicidad de Ulises. No todas las mujeres solitarias gimen por sus esposos ni muestran el disgusto de Penélope a las caricias de los pretendientes. El hombre más querido se ve en peligro de encontrar al volver una elegante urna consagrada a su memoria. Si es soltero, su prometida, probablemente, casó durante su ausencia con algún rico avaro, en cuyo caso aquél puede llegar a ser dichoso…

A medida que Lambro se aproximaba a su palacio, se vio sorprendido por un rumor de músicas, cuyo motivo no supo comprender. Conforme avanzaba percibía más claramente la armonía de una orquesta, y ese ruido característico de las fiestas y los banquetes, en el que se mezclan los murmullos, las risas, el chocar del vidrio y de la loza. En el amplio salón del vestíbulo encontró una verdadera multitud de sus súbditos sentada a una larga mesa exquisitamente adornada e iniciando un banquete. Otros escuchaban de pie la música de una orquesta invisible, y aun otros danzaban a su ritmo. La alegría era general, los manjares de diversas clases, los frascos de exquisitos vinos de Samos, los sorbetes de todos los estilos, los licores, los aromáticos pebeteros, enriquecían la larga mesa.

Lambro, hombre duro, frío y de pocas palabras, extendió su mirada por la amplía habitación deseando sorprender la imagen de su hija Haida, tanto con el deseo de abrazarla como con la esperanza de hallar en las palabras de ella la explicación de tan inesperada fiesta, que acaso suponía motivada por su regreso, aunque de él no hubiera anticipado la menor noticia. Mas la bella Haida no se hallaba en la estancia, y, lamentablemente, uno de los esclavos, al conocer a su amo, vino a arrojarse a sus plantas profiriendo exclamaciones mezcladas con gritos de alegría, por las que el viejo pirata soberano de la isla vino a conocer que en ella se le daba por muerto, y que el festín que presenciaba era uno de los festejos organizados por su hija para celebrar su ascensión a la heredada soberanía.

Lambro, aunque extrañado, no se enfadó, e imaginó ingenuamente el proceso de acontecimientos que su supuesta muerte había producido en la isla. Supuso que durante muchos días su casa se vestiría de luto, y el dolor de Haida sería incontenible. Adivinó que, con el transcurso del tiempo, el duelo habría ido cediendo y los ojos y las gargantas de sus gentes que tanto le amaban se habrían al fin secado; que el buen color tornaría a animar las mejillas de la hermosa Haida, las lágrimas habrían desaparecido de sus bellos ojos, y que ya, por fin, con alegría no exenta de penosos recuerdos, la casa se gobernaba bajo sus órdenes… Pero una frase del esclavo le llenó de inquietud y su rostro adquirió momentáneamente un sombrío aspecto: "Nuestro antiguo amo, creíamos todos que había muerto", dijo el esclavo, y ahora vuelve… "Nuestra ama… O mejor dicho, nuestro nuevo amo…" Lambro no escuchó más. Atravesó rápidamente el amplísimo vestíbulo, y por una puerta que le era bien conocida entró en el salón de su hija, a cuyo fondo se abría su cuarto de descanso y desde el que se contemplaban las hermosas pieles de su lecho. Semiescondidos, tras unas columnas, vio a Haida y don Juan sentados ante una magnífica mesa de marfil ricamente servida. Una tropa de esclavos les rodeaba, y por todas partes resplandecían las pedrerías, el oro, la plata, el nácar, las perlas y los corales. Cerca de cien platos se servían en este íntimo banquete. La sala estaba adornada con tapices de terciopelo. Haida y su amante tenían a sus pies una riquísima alfombra de raso carmesí y se hallaban indolentemente tumbados sobre un blando sofá que ocupaba toda la amplia cabecera de la mesa. Lambro pudo ver claramente a su hija, cuyo hermoso y atrevido vestido confundía sobre su seno los delicados matices del azul, el blanco y el rosa, velados por el fino lienzo de su camisa, a cuyo través se percibía un ligero movimiento de elevación y abatimiento semejante al de una blanda ola. Iba cubierta de refulgentes joyas y llevaba, como heredera soberana de la isla y sus dominios, un gran anillo de oro en la pierna desnuda. Las ondas de su larga, negrísima y hermosa cabellera, como un torrente de los Alpes iluminado por los rayos de la aurora, descendían sobre sus hombros. Esparcía Haida en torno suyo una incontenible atmósfera de vida y alegría. Sus miradas parecían comunicar al aire una inexpresable suavidad y sus ojos eran los más dulces, celestiales, castos y amorosos de cuantos se hayan abierto jamás en la tierra.

La actitud de Haida y del hombre, desconocido para Lambro, que la acompañaba, no necesitaba ser explicada, y el viejo pirata tuvo bastante con contemplar a la pareja breves instantes para comprender totalmente la clase de amor y de intimidad de esposos que a ambos les unía. El viejo navegante, que había recorrido el mundo, tuvo así la ruda sensación de comprobar inesperadamente el pecado de su hija. En Francia, por ejemplo, hubiese compuesto este Lambro, francés, una canción alegre y comprensiva con aquel argumento. En Inglaterra, un poema en seis cantos, pleno de consecuencias filosóficas llenas de melancolía. En España, una balada o un romance sobre la última guerra. En Alemania hubiera recurrido a Goethe. En Italia hubiese escrito el mismo poema en tercetos clásicos. En la misma Grecia hubiese cantado un himno lleno de vida. Pero Lambro, aunque griego, era un pirata de alma violenta y exigente y vivía hacía años en la seca soledad de su isla o sobre los procelosos mares. En consecuencia, no se manifestó poéticamente.

Don Juan y su amada se hallaban entregados a la dulce saciedad de sus corazones, ignorantes de la espléndida mesa, los manjares, las luces y los criados que les rodeaban. Deseosos de permanecer absolutamente solos, ordenaron a éstos que abandonaran la sala y, desconocedores de la presencia de Lambro, escondido tras las columnas, se dirigieron hacia el lecho. Haida y Juan pensaban en aquellos momentos que los cielos, la tierra, el mar, el aire estaban exclusivamente hechos para ellos, y veían resplandecer en sus ojos todas esas bellezas de la vida, junto a la alegría, que brillaba como un diamante, y sabían que tanto brillo y tanto resplandor no eran más que el último secreto de sus propios ojos entregados a la amante contemplación mutua. Los tiernos abrazos, el estremecimiento de sus manos enlazadas, la elocuente expresión de sus miradas, tales eran, con la más envidiable intimidad, los entretenimientos y placeres de aquellos dos hermosos jóvenes que no parecían sino dos niños, y que hubieran permanecido siéndolo hasta su postrer día. Desde el lecho, unidos en lánguido abrazo, contemplaban los dos la caída del sol, aquella hora tan agradable para todos los mortales, pero especialmente sentida para ellos, puesto que era la misma que les acompañó el primer día en que se amaron. Inesperadamente, un estremecimiento repentino vino a interrumpir la embriaguez en calma gozosa de sus corazones. Fue como cuando el viento roza las trémulas cuerdas de un arpa y las hace vibrar, o como cuando curva el vuelo de una llama. Una especie de presentimiento les hizo estremecerse: Juan suspiró hondamente, y los ojos de Haida dejaron correr por sus mejillas una leve lágrima, completamente nueva para ella. Entonces él le preguntó por qué lloraba, pero Haida unió sus labios a los de Juan haciéndole callar con aquel tierno beso, que desterró de su corazón toda tristeza. Sus pensamientos, sin embargo, estaban ambos seguros de ello y ninguno de los dos podía engañar al otro, se movían en una extraña nube. Enlazados y con los corazones próximos, pensaron los dos que acaso deberían morir entonces. ¿Por qué no? ¿No sería aquél el mejor momento? Demasiado habían vivido, puesto que en sus pechos había nacido, crecido y alcanzado las más altas cimas el amor. Ellos hubieran debido vivir invisibles y desconocidos en el interior de los más espesos bosques, como viven los melodiosos ruiseñores, en vez de habitar los vastos desiertos de la sociedad, donde todo es vicio y odio…

Reclinado sobre el seno de Haida, Juan se durmió con el sueño del amor. En la calma y dulzura de aquel contacto, la misma niña cerró sus ojos y tuvo un sueño. Ensoñó que estaba sola a la orilla del mar, encadenada a una roca. Las olas venían hacia ella amenazantes, golpeaban su cuerpo y a veces dejaban en sus labios su sabor acre… Sin saber cómo se hallaba salvada, corriendo ligera y angustiada sobre la húmeda arena y las agudas rocas, cuyas aristas destrozaban sus pies… Se hallaba luego en una cueva y sus cabellos húmedos se pegaban a la piel de su cuerpo desnudo, produciéndola una sensación de frío inexpresable. A sus pies se hallaba extendido Juan, sin vida, pálido como la espuma de las olas… Aquel ensueño, tan breve y extraño, le pareció a Haida toda una larga vida entera, y sintió su corazón oprimido al volver a la realidad.

Fue entonces cuando Lambro, que había permanecido silencioso durante largas horas, salió de su escondite y avanzó con el ceño fruncido y lentamente hacia los amantes. Haida volvió la cabeza y se estremeció violentamente… Lanzó un grito doloroso, que despertó a Juan, el cual, viendo la expresión del rostro de Haida ante un padre al que creía muerto, se levantó también y la sostuvo con su brazo izquierdo, en tanto que, adivinando claramente un peligro, tomaba de la pared uno de los sables colgados en ella.

Lambro siguió avanzando lentamente. Una sonrisa desdeñosa surcó su rostro y dijo: —Al alcance de mi voz aguardan mis órdenes mil cimitarras como ésa; deja ahí la tuya, joven; deja tu acero inútil; de poco podrá servirte.

Haida retiene a Juan en sus brazos, exclamando:

—Juan, es… Landro… Es mi padre. ¡Juan! Arrójate como yo a sus plantas. La hermosa joven lo hizo así ella misma, y con la cabeza derribada murmuró a las plantas del viejo: —Tierno padre mío, en esta angustia de gozo y de dolor, en el momento en que beso enajenada de felicidad la extremidad de vuestra capa, ¿pueden por ventura mezclarse con mi gozo filial, asombrado y dichoso de volver a veros cuando os tenía por muerto, la duda o el temor? ¡Padre querido! ¡Haced de mí lo que queráis, mas perdonad a este joven!

El viejo Lambro permanecía inmóvil, duro y rígido como una estatua, en medio de la estancia. Reinaba en ella una calma absoluta, y la mirada de él manifestaba total serenidad, pero también toda falta de sentimiento. Miró largamente a su hija. Después miró a don Juan, notando que éste que conservaba el acero en su mano derecha, se hallaba dispuesto a combatir: —Joven arroja ese sable a mis pies —dijo el anciano. Juan respondió: —Nunca, mientras mi brazo esté libre y desconozca vuestras intenciones.

Entonces Lambro sacó de su cinto una pistola y, con la misma tranquilidad con que hasta ese momento se había comportado, la cargó y después la alzó en el aire, apuntando al pecho de don Juan. Entonces Haida se alzó del suelo y se colocó con ademán trágico ante la boca del arma de su padre: —Hiérame a mí sola la muerte… ¡Yo soy la única culpable…! No ha buscado él, padre, estas playas, a donde sólo la casualidad le condujo. Le amo y moriré con él. Conocía yo vuestro carácter inflexible; conoced vos ahora el de vuestra hija.

Don Juan miraba a ambos, tan próximos uno a otro, y se sorprendía de su extraordinaria semejanza. Una misma expresión animaba su fisonomía, feroz y serena, sólo con una leve diferencia en el temblor de la llama que arrojaban sus grandes ojos negros. Contemplándolos, pudo notar don Juan que una tormenta se debatía en el interior de Lambro y hasta que éste vacilaba un momento. Bajó su arma, pero de nuevo volvió a alzarla; dijo, mirando firmemente a su hija, como si quisiera penetrar sus más profundos pensamientos: —No soy yo quien ha buscado le pérdida de ese extranjero, ni la causa de esta escena de desesperación. Debo simplemente cumplir con mi deber. ¿Cómo has cumplido tú con el tuyo? Lo presente responde de lo pasado. De nuevo bajó su arma, se llevó un silbato a la boca, y apenas lo aproximó a sus labios y se escuchó su silbido, cuando se precipitaron tumultuosamente en el aposento unos veinte piratas armados de pies a cabeza, que en un segundo rodearon a Lambro.

—Prended o matad a ese extranjero — gritó el viejo—.

Al instante se precipitaron los piratas sobre don Juan, en tanto que Haida forcejea en vano entre los brazos de su padre. Don Juan se defiende bravamente, hiere al primero de sus atacantes en el hombro derecho, rasga la cara del segundo de ellos; pero el tercero, antiguo soldado, lleno de sangre fría recibe todos los golpes en su sable y dirige también los suyos, que en un momento Juan queda tendido a sus pies, dejando correr la sangre de sus venas como de un doble arroyo, de dos anchas heridas, una en el brazo izquierdo y la otra en la cabeza.

Encadenáronle entonces en el mismo sitio donde había caído y fue llevado en seguida fuera del aposento. Arrastráronle hasta una lancha y en ella fue conducido a uno de los navíos anclados en la bahía, donde fue confiado a la guardia pirata, la cual lo encerró en la bodega. Ved, pues, un hidalgo español, rico en bienes de fortuna, buen mozo, joven, que un momento antes vivía en el gozo de los presentes más bellos del amor, y que ahora se encuentra, cuando menos podía esperarlo, embarcado de repente, herido, cargado de cadenas, incapaz de todo movimiento y ante la amenaza de un pavoroso porvenir…, y todo porque una dama se enamoró de él.

En cuanto a la bella Haida… No era ésta una de esas mujeres que lloran, se derriten en sus propias lágrimas y acaban por ceder, vencidas, cuando se ven estrechadas por todas partes. Su madre había nacido en Fez y era mora de estirpe; lo cual imprimía a Haida el sello especial de un temperamento fuerte. El África pertenece toda entera al sol: sus habitantes son de fuego, como sus arenas. Si bien el dulce livo derrama allí su perfumado tesoro y las mieses, las flores y las frutas cubren la tierra, allí también arraigan los árboles ponzoñosos, los rugidos del león turban el silencio de la noche y los vastos desiertos insondables abrasan a los hombres y a los camellos o, levantando sus arenas, sepultan a las infortunadas caravanas.

Enérgica, lo mismo para el bien que para el mal, ardiente desde su niñez, la sangre morisca de Haida vive bajo la influencia del astro omnipotente lo mismo que la tierra de su patria materna. La belleza y el amor fueron la dote de su madre, y así los grandes ojos de la bella amante de don Juan expresan y demuestran todas las pasiones que dentro de ella anidan, aunque éstas se hallen adormecidas, como un león junto a una fuente. El único ser en el que nuestra bella ha fijado sus miradas es Juan su adorado amigo, y la última vez que sus ojos lo han contemplado se hallaba él ensangrentado, derribado y vencido. Ella lo ve, y por un momento su sangre mora se rebela y alza, pero más tarde, un gemido convulso termina sus angustias. Cae entonces en los brazos de su padre, como se desploma el cedro derribado por el hacha del leñador. Se había roto una vena dentro de su pecho y sus hermosos labios, suaves y bermejos, eran manchados por la sangre negra que de ellos brotaba. Su cabeza se inclinó como un lirio fatigado por la lluvia, Lambro, aterrado, pues amaba a su hija profundamente, llama a su servidumbre a grandes voces. La llevan a su lecho, todos con el llanto en los ojos, y la aplican cuantos cordiales, tratamientos y plantas saludables conocen… Pero todos sus cuidados fueron vanos: la vida no podía ya conservarla para ella y la muerte estaba a punto de destruirla. Permaneció algunos días en el mismo estado: yerta ya, pero sin que en su rostro apareciese la menor huella lívida, conservando aún sus hermosos labios sonrosados. Su joven corazón había cesado de latir, pero la muerte parecía aún hallarse ausente. Ninguna triste señal la indicaba. No vino la putrefacción a destruir la esperanza última de los que intentaban prolongar su vida. Al contemplar aquel bello y apacible semblante, creeríase que se hallaba dormida. La llama inmaterial del alma animaba sus facciones, y hasta el instante último en que hubo de ser depositada en ella había en su rostro y en su bello cuerpo un algo misterioso y profundamente atrayente que impedía que fuese del todo reclamada por la tierra.

Pobre y hermosa Haida. Durante doce días y doce noches fue aniquilándose su vida, sin un suspiro, sin una lágrima, sin una mirada que indicase su tránsito. Su alma voló hacia el cielo y nunca pudieron saber los que la velaban el momento exacto en que ello sucedió. Murió, y no murió sola, ya que en su seno vivía ya otro germen de vida que hubiera podido crecer un día: el hijo inocente de la madre culpable, hijo que terminó su breve existencia sin ver la luz y que murió sin haber nacido, en la misma tumba en que hubieran de marchitarse juntas la rama y la flor, heridas por un mismo golpe.

Así vivió y murió la bellísima Haida. Quedó para siempre libre de los ataques del dolor y de la vergüenza, ya que no había nacido para soportar durante años enteros ese pesado fardo de penas del que sólo la vejez liberta a los corazones con su frío postrero. Sus días y sus dichas fueron cortos, pero deliciosos; fueron tales, que no hubieran podido durar si su destino hubiera sido más largo. Hoy duerme en paz en la playa más clara de la Isla, en cuya mansión amó y fue amada tan intensamente… Aquella isla es hoy árida y desierta, sus casas han sido derribadas y sus habitantes se han dispersado; no existe en ella más que la tumba de Haida y la de su severo padre, y nada recuerda allí la morada de los mortales. Ni aun siquiera podría saberse con exactitud el lugar donde yace aquella amante tan hermosa. Ninguna piedra lo señala, ninguna leyenda explica su emplazamiento, ninguna voz hace oír el canto fúnebre que sería preciso dedicar a la belleza de las Cícladas, a no ser la resonante voz de las olas.

Su nombre, no obstante, se repite, acompañado de un suspiro, por todas las jóvenes griegas que entonan a la luz de la luna sus cantos de amor, y hasta existen viejos marineros que entretienen las largas noches invernales de sus navegaciones relatando la historia de Lambro, a quien la naturaleza concedió el valor, tanto como a su hija la belleza. Si ella amó imprudentemente, la pérdida de la vida fue suficientemente precio de sus actos… Hay siempre un castigo reservado para cuantos se hacen culpables. Nadie piense, pues, en huir del peligro, porque tarde o temprano, el amor es su propio vengador…

Herido, cargado de hierros, encerrado en un camarote semejante a una jaula, permaneció don Juan muchos días y muchas noches, sin poder casi recordar con precisión lo sucedido y sin que nadie se lo recordase. Cuando, al fin, consiguió volver a la razón, se encontró sobre el mar, navegando a seis millas por hora. Tenía ante sus ojos las playas de Ilión, que en otra ocasión diferente se hubiera conceptuado dichoso de contemplar, pero que entonces apenas consiguieron distraer su atención con su belleza.

Don Juan, a quien fue permitido en aquellos días salir de su estrecho calabozo y subir a cubierta, se contempló a sí mismo esclavo de los piratas, y sintió el profundo dolor de mirar el mar en esa triste condición inhumana. Debilitado por la pérdida de sangre y apenado por su propia suerte y la de su amada Haida, diría aún hoy, si pudiese ser preguntado, que fueron aquéllas las horas más amargas de su vida.

Vio y conoció entonces a otros cautivos como él, italianos de nacimiento, y la triste suerte común los hizo a todos casi amigos. Supo por su propia voz sus aventuras, que eran bien singulares. Se trataba de una compañía de cantantes, que en un viaje a la isla de Sicilia, donde debían actuar, habían sido atacados por el pirata Lambro en la travesía de Liorno y vendidos después por su empresario a bajo precio. El bufo de la compañía fue el que relató a Juan la curiosa historia. A pesar de saber que estaba destinado a ser tenido por simple mercancía humana en el mercado turco, conservaba este hombre la alegría de su ingenio, o, al menos, la de su papel. Aunque muy pequeño de estatura, tenía el aire resuelto y arrogante, y soportaba con bastante gracia su mala fortuna, en lo que se mostraba muy diferente de la prima-donna o el tenor. He aquí su relato, en pocas palabras:

"Nuestro maquiavélico empresario, al ver el bergantín del pirata, en vez de huir, se acercó a él, y trató por las buenas con su capitán. La venta fue acordada y fuimos transportados a su barco, en desorden, sin señalar siquiera nuestro salario, lo que es manifiestamente una mala costumbre. No nos importa demasiado, ya que, si el sultán tiene gusto por la música, muy pronto restablecerá nuestra fortuna.

"La prima-donna no deja de tener talento, aunque esté algo vieja, agotada por una vida de disipación intensa, y se halle siempre muy propicia a constiparse las noches que el teatro tiene poca entrada. La mujer del tenor carece de voz, pero es muy bonita. En el último carnaval llamó la atención en Bolonia, privando a más de una novia y de una señora de la dulce compañía de su novio y esposo.

Tenemos también nuestras amables bailarinas: Niní, que ejerciendo más de una profesión, nada pierde en ninguna; la Zumbona y la Pelegrini, que también fueron felices en dicho carnaval, reuniendo, por lo menos, 500 buenos cequíes, pero ambas gastan tanto, que ya no les queda una blanca. Tenemos también la Grotesca, ¡qué bailarina!, que tendrá que responder un día del cuerpo y el alma de muchos hombres. En cuanto a las figurantas, son como todas las de su calaña. Hay entre ellas alguna que otra que es bonita y que puede seducir, pero las demás, apenas son dignas de un teatro de feria. Una es grande y tiesa como una pica, tiene el aire sentimental y podría hacer carrera, pero baila sin gusto. En cuanto a los hombres, son medianos. El músico no es más que un viejo petate, y, por lo que toca a su canto, apenas puede contarse con él para nada. La voz del tenor está echada a perder por la afectación, y en cuanto al bajo, berrea dulcemente. Es un ignorante, sin voz ni oído, que, por ser primo de la prima-donna, fue contratado. No me conviene a mí extenderme sobre mi propio mérito, porque, aunque joven, conozco, caballero, que tenéis un aire de persona que ha viajado mucho y no puede ser para vos la ópera una cosa nueva. ¿Habéis oído hablar de Racocauti? Soy yo mismo, y os aseguro que podrá llegar un tiempo en que me oigáis cantar… Había casi olvidado a nuestro barítono, muchacho amable, pero henchido de amor propio; gracioso en sus ademanes, pero ignorante hasta más no poder. Su voz tiene apenas extensión y carece de toda dulzura. Siempre se queja de su suerte, pero, si he de decir la verdad, apenas sirve para cantar baladas en la calle. En los papeles de enamorado, con objeto de manifestar más la pasión, como no puede mostrar corazón, enseña los dientes."

En este momento, la elocuente relación del bufo fue interrumpida por la llegada de los carceleros, que venían a encadenar a los cautivos, ya que el buque atravesaba el estrecho de los Dardanelos, y para pasar la Sublime puerta habían de ser encadenados los presos, mujer con mujer y hombre con hombre, disponiéndolos así, de dos en dos, para el mercado de Constantinopla. Al fin de tal tarea resultó que sobraron un varón y una hembra, los que, en consecuencia, hubieron de ser atados juntos. El varón era don Juan, que (cosa impropia para su edad) fue el compañero de una joven bacante de rubicundo rostro. Y preciso es notar que el emparejamiento aludido y las operaciones todas no se verificaron sino después de una discusión larga y dudosa sobre el sexo del tenor, decidiéndose, al fin, colocarlo como vigilante de las mujeres.

La linda compañera de don Juan era la de la Romaña, aunque había sido educada en las cercanías de la antigua Arcona; entre otros atributos, lucía la bella-donna unos ojos que penetraban el alma, más negros y ardientes que el carbón. Su pálida y gentil fisonomía expresaba constantemente el deseo de agradar, cosa muy atractiva, especialmente cuando acompaña a la belleza. Mas todas aquellas gracias pasaban para nuestro héroe, pues sólo el dolor y el pesar dominaban sus sentidos. En vano los ojos de la italiana trataban de encontrarse con los de don Juan. Este permanecía insensible, aunque, encadenados como estaban, estuviesen unidas mutuamente sus manos. Ni la suave piel de la hermosa, ni la proximidad de sus atrayentes prendas corporales pudieron agitar el pulso de Juan ni alegrar su fiel corazón. El recuerdo de Haida y quizá también la debilidad que le habían producido sus heridas contribuían a ello. Ningún caballero hubiera podido sentirse más fiel, ni ninguna dama hubiera podido desear una más firme constancia. Dícese que una persona no puede permanecer con un carbón encendido en la mano y pensar a la vez en el frío de los hielos del Cáucaso, y yo creo firmemente que muy pocos podrían hacerlo. Pero la prueba de Juan fue aún más victoriosa. Podría empezar aquí una casta descripción detallada del trance y de la firmeza demostrada por nuestro héroe, mas conozco que se me vitupera por haber sido demasiado franco en mis dos libros anteriores, y me ahorro el riesgo, procurando que don Juan deje pronto el navío, ya que mi editor piensa que es más fácil hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, que conseguir que mis dos cantos primeros entren en ciertas casas.

En realidad, el aplauso público me es indiferente. Los grandes nombres no son más que nombres, y el amor de la existencia de Troya. Las edades venideras discutirán si hubo una vez o no hubo una ciudad llamada Roma. Las generaciones de los muertos quedarán borradas. Las tumbas son las herederas de las tumbas, pero un día la memoria de los siglos se acaba y desaparece bajo las ruinas de los que los siguen. ¿Dónde están aquellos epitafios que leían nuestros padres? Apenas quedan unos pocos salvados de la inmensa noche sepulcral, en la que millares y millares de muertos han perdido su nombre en la universal muerte. Todas las tardes gusto de pasear a caballo junto al sitio donde pereció, en medio de su gloria aquel héroe que vivió demasiado para los héroes y demasiado poco para la vanidad humana, el joven Gastón de Foix. Una corona, esculpida con arte, pero cruelmente abandonada a la mano destructora del tiempo, cuenta la carnicería de Ravena, y la base de esa corona está cubierta de espinas e inmundicias. Todos los días paso junto al mausoleo del Dante: una pequeña cúpula, más sencilla que majestuosa, protege sus cenizas, y si bien, de vez en cuando, la tumba del poeta luce unas flores, recibiendo con ello un homenaje rehusado a la del guerrero, no obstante llegará un tiempo en que, igualmente olvidado el trofeo del capitán y el libro del poeta, tendrán la misma suerte que los versos y las hazañas que precedieron a la muerte del hijo de Peleo y al nacimiento del divino Homero… Con todo, siempre habrá poetas; aunque la gloria no sea más que humo, porque ese humo es incienso para el hombre. El sentimiento inquieto que inventó los primeros versos buscará siempre lo que buscaba antaño. Así como las olas se convierten en espuma sobre las playas, las pasiones, alcanzando sus últimos límites, se hacen poesía. La poesía no es más que la pasión o, por lo menos, tal fue hasta que llegó a convertirse en una moda…

Volvamos a nuestro poema, injustamente abandonado. Ved el navío cargado de esclavos anclado en el puerto de Constantinopla, junto a los muros del serrallo del sultán. Su cargamento humano ha sido trasladado al mercado y ofrecido a la venta pública.

Algunos de aquellos desdichados se vendieron caros. Se dieron hasta 1500 dólares por una linda circasiana, la cual fue garantizada como virgen y cuya tez, casi bermeja, daba a su dueña una expresión del todo celeste. Doce negras de la Nubia fueron tasadas a un precio que hubiera asustado en cualquier mercado americano, aunque Wilberforoe haya hecho duplicar aquél con la abolición del tráfico, lo cual, sin embargo, no nos sorprende, porque el vicio es más pródigo y magnífico que un rey. Las virtudes son económicas, aun la más desinteresada de todas, que es la caridad; pero el vicio no ahorra nada para procurarse un deseo.

En cuanto al destino de nuestra compañía de cantantes, los unos fueron comprados por bajáes y los otros por judíos, al paso que las mujeres, elegidas una por una, aguardaban su suerte esperando no caer en manos de algún viejo visir que hiciese de ellas una querida, una cuarta mujer o una víctima. Don Juan, joven, animoso, lleno de esperanza y salud, aparecía sin embargo, algo triste, y, a veces, asomaba a hurtadillas una lágrima en sus ojos. Atraía sobre él todas las miradas por su hermosura. Por su parte, contemplaba, como la tabla de un juego de chapete, la plaza abigarrada de gentes, que contemplaban a los desdichados puestos en venta. Entre estos desdichados destacaba otro hombre, de unos treinta años, lozano y robusto, cuyos ojos garzos manifestaban un corazón resuelto. Tenía trazas de inglés, es decir, hombros cuadrados y tez blanca y rojiza, hermosos dientes, cabellos rizados, y, sea por efecto de los pesares y fatigas o de los estudios, su ancha frente aparecía surcada de arrugas. Llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo y manifestaba una sangre fría tal, que un simple espectador no hubiera mostrado menos inquietud que él.

Acercándose a don Juan, cuyo aspecto revelaba un corazón elevado, aunque entonces se hallase abatido por su destino, el hombre aquel le dijo con amabilidad y ternura: —Hijo mío, entre esta mezcla de seres con la que nos confunde la casualidad, veo que no hay más personas decentes que vos y yo, y ello me hace desear que, como es de razón, hagamos conocimiento. Os suplico me digáis de qué nación sois. Juan respondió: — Soy español.

—Bien creía yo —replicó el otro— que no podíais ser griego, pues nadie entre todos ellos tiene una mirada tan entera como la vuestra. La fortuna, sin duda, os ha jugado una mala partida, pero, tarde o temprano, hace eso siempre con los hombres, sin duda, para probarlos. No paséis cuidado por ello, pues os servirá mejor para el futuro.

—Caballero dijo Juan—, ¿puedo tomarme la libertad de preguntaros quién os ha conducido aquí?

—¡Oh!, nada más extraordinario: seis tártaros y una cadena.

—Pero el objeto de mi pregunta, si puedo repetirla sin ser indiscreto, es el de conocer la causa de vuestra desgracia…

—He servido algún tiempo en el ejército ruso, y estando últimamente encargado de tomar una plaza por orden del general Sugarow, he sido cogido yo mismo en lugar de coger la ciudad que deseaba.

—¿No tenéis amigos?

—Los tenía; pero, a Dios gracias, apenas me han importunado en estos últimos tiempos… ¿Por qué os afligís?

—No me aflijo por mi suerte actual, sino por la pasada. Amaba a una joven…

—Ya adivinaba yo que había alguna dama metida en la aventura, pues eso es una cosa que exige tiernas lágrimas. Yo lloré cuando murió mi primera esposa, y volví a llorar cuando me dejó la segunda. Mi tercera…

—¿Vuestra tercera? ¿Apenas contáis treinta años y tenéis tres mujeres?

—No, ahora sólo tengo dos en tierra. Por cierto, joven, que no es nada extraño ver a un hombre enredado tres veces en los sagrados lazos del matrimonio.

—Y ¿qué hizo vuestra tercera mujer? ¿Os dejó como la segunda?

—No, a fe.

—¿Entonces…?

—Soy yo quien huyo de ella.

—Tomáis las cosas con sangre fría, caballero.

—¿Qué otra cosa puede hacer un hombre?… Vos tenéis todavía más de un arco iris en vuestro firmamento, pero todos los míos han desaparecido… Empezamos nuestra primera juventud entre sentimientos ardientes y elevadas esperanzas, mas el tiempo destruye el color de todas nuestras ilusiones y cada año nos despoja de nuestros errores, como a las serpientes de su brillante piel. Verdad es que algunas veces ello es únicamente para volver a cubrirnos con otra más hermosa, pero de todos modos resulta que al fin del año este último ropaje sigue la misma suerte que el primero. El amor es la mentira que más pronto nos tiende sus pérfidas redes. Tras él vienen la ambición, la avaricia, la venganza, la gloria, que preparan sus brillantes anzuelos en torno de los cuales nos pasamos la vida revoloteando en busca de dinero o alabanzas…

—He aquí cosas muy bellas, y quizá muy ciertas, pero os confieso que no sé en qué pueda mejorar nuestro presente el hablar de ellas.

—Sin duda que no, mas convendréis conmigo en que, poniendo las cosas bajo su verdadero punto de vista, se adquiere, por lo menos, experiencia. Por ejemplo, ya sabemos ahora lo que es la esclavitud, y nuestras desgracias nos enseñarán a portarnos mejor con aquellos cuyos amos seamos algún día… Aparte de ello, ¿cuál es nuestro estado presente? Es triste, lo cual quiere decir que puede ser mejorado, y tal es la mejor suerte de todo el género humano. Además, casi todos los hombres son esclavos, y nadie lo es más que los grandes y poderosos, que lo son de sus caprichos, de sus pasiones y no sé de cuántas mil cosas más. La misma sociedad, que debería inspirar la benevolencia mutua, destruye la poca que llevamos en el corazón…

En aquel momento, un viejo personaje, a primera vista digno de ser clasificado en el tercer sexo, se adelantó, mirando a los cautivos, en los que parecía estudiar detenidamente la apostura, la edad, la belleza y la capacidad, como para ver si eran dignos de la jaula que se les destinaba. Jamás fue ojeada una dama por su amante, un caballo por el chalán, un paño por el sastre, el dinero por un abogado, un ladrón por el carcelero, como lo es un esclavo por aquél que quiere comprarle. Cosa chistosa es, desde luego comprar a nuestros semejantes. Estos se venden y se compran siempre, sin embargo, aunque no se trate del mercado de Constantinopla. Se venden y se compran los rostros bonitos, los empleos, los sentimientos, las pasiones.

Todo tiene su tarifa, desde ricos escudos a tristes puntapiés, conforme a las virtudes y los vicios.

Habiendo observado el eunuco a los dos cautivos con atención, se volvió hacia el vendedor y comenzó su trato sobre uno y otro; le contestó aquél, disputaron, juraron como si estuvieran en una feria cristiana ajustando un buey; de manera que la compra de aquel ganado humano causó toda la algarabía de una batalla. Terminaron, por fin, comprador y vendedor, por murmurar entre dientes; sacó su bolsillo el eunuco, entregó la suma correspondiente al otro, la examinó cuidadosamente, firmó los recibos, y, satisfecho, comenzó a pensar en secreto en su comida.

Si os sorprende que tuviera aquel rufián buen apetito, tenéis el mismo criterio que yo. De todos modos, Voltaire pretende que Cándido consideraba más tolerable la existencia mientras hacía sus digestiones, y así el vendedor de nuestra historia se consolaría con un buen almuerzo de su triste comercio. Yo no le aplaudo el gusto. Pienso, como Alejandro, que el acto de comer, con otros dos o tres más de la vida, nos hace conocer dolorosamente lo que hay de mortal en nuestra naturaleza. Si un asado, un guisado, un pez y una sopa pueden procurarnos daño o placer, ¿quién puede tener la vanidad de poseer una inteligencia que de tal manera depende de los jugos gástricos? Esta es la desolada conclusión que alcanzamos. La otra tarde (el viernes pasado), y ello es un hecho, no una fábula poética, acababa de embozarme en mi capa y tomaba mi sombrero y mis guantes de sobre la mesa, cuando oí un tiro. Salí a la calle y hallé tendido en ella a un bravo militar, que apenas respiraba. Por alguna razón, que no conozco, le habían traspasado de un balazo. Hice que lo llevaran a mi casa, a fin de curarle; pero no hubo remedio, porque cuando llegó había muerto ya. Me puse a contemplarle apenado. He visto más de un cadáver, y por ello mantuve con facilidad la sangre fría ante aquel testimonio de la muerte. ¿Quién poseía momentos antes una energía mayor que la de aquel hombre? Mil guerreros respetaban y obedecían sus menores órdenes. La trompeta y las armas permanecían mudas hasta que él hablaba. Junto a su herida reciente mostraba su cuerpo, sano y fuerte, las honrosas cicatrices que hicieron su gloria… Tal debía ser, pues, el fin del que tantas veces había arrostrado los peligros y puesto en fuga a los enemigos en las batallas…

El comprador de Juan y su compañero los condujo a un barco dorado, en el cual se embarcó con ellos, navegando rápidamente, a golpe de remos, hasta llegar a anclar junto a una muralla dominada por las copas de unos sombríos cipreses. Descendieron, y su conductor golpeó el postigo de una puertecilla de hierro, que se abrió al momento, entrando los tres en una alameda sombreada. Mientras avanzaban, don Juan comunicó a su compañero en voz baja sus pensamientos:

—Me parece que no sería un gran pecado intentar conseguir nuestra libertad. Matemos a este viejo negro y huyamos. Antes podríamos hacerlo que decirlo.

—Sí —replicó el otro—, pero, ¿qué haremos después? ¿Cómo saldremos de aquí? Aun cuando consiguiéramos salir, mañana nos veríamos en otro atolladero y en peor disposición, tras la muerte del viejo, de la que estamos ahora. Por otra parte, tengo hambre y, como Esaú, cambiaría de buena gana mi derecho de huir por un razonable bistec.

Llegaron a un vasto edificio; a todas luces, un hermoso palacio. Según las costumbres turcas, su fachada dorada se hallaba cubierta por pinturas de variados colores, de positivo mal gusto, y que recordaban la decoración de un teatro o el biombo pintado de una entretenida europea. Pero, corroborando los secretos proyectos del compañero de Juan, al acercarse a la casa, llegó hasta ellos el aroma de ciertos manjares, asados, guisados, fritos y otros platos que halagan el gusto de todo hombre hambriento, lo cual venció las últimas intenciones belicosas de Juan, el que, abandonando al momento sus ideas, siguió pacientemente al guía, deseoso ya tan sólo de una buena cena.

Entraron los tres en un salón magnífico y muy amplio, contemplando toda la pompa asiática de que sabe rodearse el orgullo otomano. De un extremo a otro de aquel aposento discurrían o formaban grupos multitud de personas, todas altivas y lujosamente vestidas que ni siquiera pararon atención en el eunuco y los dos cautivos. Atravesaron los tres la vasta sala, y a continuación de ella, sin detenerse, una fila de aposentos lujosamente decorados, en los que reinaban la soledad y el silencio. Llegaron a una habitación redonda, en el centro de la cual una hermosa fuente lanzaba sin cesar un rumoroso chorro de agua. Al fondo de ella se veía una puerta amplísima, cerrada por una reja, y, a través de sus barrotes, pudieron contemplar los hermosos ojos de un grupo de mujeres, cuyo rostro permanecía cubierto por un blanco velo, las cuales mostraban una intensa curiosidad por los cautivos. Siguieron después hasta un aposento, en el que se admiraban profusión de objetos que parecían inútiles, puesto que sólo constituían un halago para la mirada. Parecía el tal aposento el vestíbulo de otra serie de cuartos, por los que se iría Dios sabe a dónde. Los muebles eran de un lujo extraordinario, y simplemente tenderse en los magníficos y lujosos sofás debía de constituir un pecado. El trabajo y colorido de los tapices era tan admirable y precioso, que hacía nacer en el que los contemplaba el deseo de deslizarse sobre ellos acariciándolos.

El eunuco, sin dignarse apenas dirigir una mirada a las bellezas que tanto admiraban los cautivos, se acercó a una especie de armario o guardarropa, oculto en un rincón, lo abrió y sacó de él unos vestidos dignos de adornar el cuerpo del más distinguido musulmán. El traje escogido para el compañero de Juan se componía de una capa que descendía hasta las rodillas, un ancho pantalón otomano, un chal de cachemira, unas chinelas amarillas, una daga de riquísima empuñadura y, en una palabra, de todo lo que constituye el tocado de un petrimetre turco.

Mientras el compañero de Juan se vestía aquellas ropas, el eunuco, cuyo nombre era Baba, explicaba a los dos cristianos las inmensas ventajas que podrían lograr sólo con seguir el sendero que la fortuna abría ante ellos, alabando incesantemente la suerte de los dos cautivos, siempre que supieran conducirse con inteligencia ante los hechos y sucedidos que les esperaban.

Cuando el inglés se hubo convertido en un elegante ciudadano de Constantinopla, Baba se volvió hacia Juan, rogándole que se vistiera el otro traje, con el cual se hubiera ataviado magníficamente y con gusto una princesa. Juan permanecía mudo e inmóvil; su humor no estaba propicio a los disfraces, y rechazó aquellos vestidos con la punta de su pie cristiano, diciendo:

—Anciano, yo no soy una mujer.

La discusión que se sostuvo al respecto fue larga y hasta violenta, pero Baba la terminó concisamente, asegurando a don Juan que si no accedía a cubrirse con aquellos vestidos, a él le sería muy fácil acabar la cuestión llamando a alguien que en un momento le resolvería, dejando a don Juan al margen de uno u otro sexo.

Jurando y perjurando, hubo, pues, nuestro héroe de meterse en aquellas ropas, que no eran otras sino un precioso pantalón de seda color carne, una túnica de gasa blanca y un simple cinturón que le ceñía el talle. Como sus cabellos no eran muy largos, Baba unió a ellos unas trenzas postizas, cubriendo luego su cabeza conforme a la moda entonces usada en Turquía. Finalmente, perfumó a don Juan con las más amables esencias.

Equipado así del todo como una mujer, gracias a las ropas, los postizos, las tenacillas, los afeites y los perfumes, diestramente manejados por Baba, nuestro héroe parecía una muchacha joven y hermosa, hasta el punto de que el eunuco se mostró inconcebiblemente encantado de contemplarla. Llamó a unos enanos y ante ellos y los cautivos, con una risible solemnidad, dijo lo siguiente:

—Vos, —señor— dirigiéndose al compañero de Juan—, no tendréis inconvenientemente en ir a cenar con estos señores—y señalaba a los enanos—. En cuanto a vos—se dirigía a Juan—, respetable monja cristiana, me seguiréis. Pocas chanzas, caballero, porque cuando digo una cosa debe hacerse. ¿Qué teméis? ¿Tomáis este sitio por la cueva de un león? Es un palacio donde los verdaderos sabios ganan anticipadamente el paraíso del Profeta, y donde, a veces, hasta lo gozan.

Y como don Juan protestara, añadió:

—Vamos, locuela, os digo que nadie os hará mal.

Don Juan se volvió hacia su compañero, el cual, aunque algo triste, no pudo contener una sonrisa ante la metamorfosis de que era testigo:

—Adiós—dijo don Juan.

—Adiós—replicó el otro—. Conservad vuestro honor, aunque la misma Eva haya sido la primera que nos mostró el camino del pecado.

Y don Juan, con orgullo, aseguró:

—Estad tranquilo. Ni el mismo sultán me poseerá, a no ser que su Alteza me dé palabra formal de casamiento.

Con esto, que indica un cierto buen humor, se separaron ambos, tomando cada uno distinto rumbo. Baba condujo a Juan, de aposento en aposento, atravesando suntuosas galerías, hasta llegar a una ancha puerta de mármol que se distinguía a lo lejos entre las tinieblas. Los vapores de un rico perfume les envolvían a los dos y parecía que se acercaban a un templo, porque todo cuanto les rodeaba era vasto, silencioso, odorífico y divino. La gigantesca puerta de mármol se hallaba recamada de bronces dorados, cincelados con exquisito talento. Cerraba la entrada de una extensa sala. Antes de entrar, Baba se detuvo para dar a Juan, como fiel guía de su conducta, algunos sanos consejos:

—Si pudierais probar, tan solo, a modificar vuestro paso, realmente majestuoso, pero demasiado varonil, todo iría mejor. Deberíais balancearos un poco de uno a otro costado, cosa que os comunicaría una gracia encantadora. Sería también conveniente que tomaseis un aire más modestito. Lo digo porque los guardianes de esa puerta podrían ver a través de vuestras ropas, y si llegase a descubrirse vuestro disfraz, lo mismo vos que yo, dormiríamos esta noche en el Bósforo dentro de un saco, modo de navegar, en realidad, un poco difícil.

Después de haber animado así a nuestro héroe, Baba introdujo a Juan en una sala más esplendorosa aún que la última de que hemos hablado. Un confuso montón de riquezas deslumbraba la vista del que penetraba en ella. En aquel aposento maravilloso, bajo un dosel de las más ricas telas imaginables, se extendía un amplísimo lecho, cubierto de pieles y de sedas, en el que se hallaba recostada una dama, con el aire de bienestar y abandono de una reina. Baba se paró y, doblando la rodilla, hizo una seña a Juan, que, poco acostumbrado a rezar, se arrodilló también por instinto, ignorando lo que esto podía significar, en tanto el eunuco continuaba sus zalemas hasta el fin de la ceremonia. La dama, levantándose con gracia singular, con la gracia de la misma Venus Afrodita saliendo de las ondas, fijó sobre los dos sus ojos voluptuosos, como los de una gacela, que eclipsaron toda la pedrería que la cercaban, y, levantando un brazo, tan blanco como un rayo de luna, hizo una seña a Baba, el cual, después de haber besado sus sandalias de púrpura, la habló en voz baja, mostrándole a Juan.

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