Don Juan

Don Juan


TERCERA PARTE

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Por la tarde se verificaba el banquete y se bebía vino, se entablaban conversaciones, y voces más o menos divinas (como que aún padecen con el recuerdo mi corazón y mi cabeza) ejecutaban dúos; las cuatro miss Rawbolds danzaban alegremente y aprovechaban la ocasión de ostentar sus lindos brazos blancos y sus talles de sílfidos. Separábanse todos temprano, es decir, antes de la media noche, la que es el mediodía de Londres… Y que Dios guarde en paz el dulce sueño de cada una de aquellas damas, flor replegada en sí misma, y haga resaltar cuanto antes los verdaderos colores de su rosa espléndida.

Nuestro héroe se avenía bien con toda clase de personas y vivía igualmente contento en el campo, a bordo de un navío, en una choza o en los palacios cortesanos, pues había nacido con ese dote feliz del alma que por nada se turba, de manera que tomaba parte con la misma modestia así en los trabajos como en los juegos. Sabía quedar en buen lugar con todas las mujeres, sin dejarse llevar por afectación alguna. Conquistó la admiración de todos aquella temporada campesina, y hasta en el deporte tan inglés de la caza del zorro supo mostrarse consumado maestro. Poseía, por otra parte, una cualidad, muy rara para una persona que había de madrugar para ir a la caza, y era la de no dormirse después de las comidas, cosa que gusta siempre a las mujeres, deseosas de poseer un oyente, sea santo o pecador, a quien dirigir las gratas palabras que se deslizan de sus labios de rosas. Vivo e inteligente estaba siempre atento a la parte más interesante del diálogo, aceptando cuantos conceptos ellas asentaban; unas veces grato, otras alegre, nunca pesado o impertinente, componiendo a las mil maravillas la figura del oyente perfecto. También bailaba, y muy bien, con gracia y comedimiento; sus pasos de danza eran castos y sabían retenerse en sus legítimos límites, sin que por eso perdieran ni la elegancia ni el atractivo… No debe, pues, causarnos admiración que llegara a ser el favorito de todas las señoras que habitaban el castillo, y que muchas lo consideraran como un Cupido verdadero, tanto dentro del grupo de las castas como en el de las que no gozan de tal felicidad. La duquesa de Fitz-Fulke, que gustaba de él, comenzó a atraparle con una marcada deferencia.

Era la duquesa una hermosa rubia, de edad inicialmente madura, pero de apetecible posesión aún, muy distinguida y celebrada en los inviernos del gran mundo. No relato sus hazañas, porque constituyen, en cierto modo, un asunto espinoso, aparte de que pueden haberse deslizado determinadas calumnias en su crónica. Sólo debo decir que su última pasión había sido consagrada a su reciente esposo, lord Augusto Fitz-Plantagenet, noble personaje que, de todas maneras, empezó a fruncir las cejas ante el coquetismo que, frente a don Juan, invadía manifiestamente a su señora.

Inflamada por el amor sagrado a la virtud, lady Adelina empezó a encontrar algo censurable la conducta de la duquesa y, sintiendo muy de veras que tal dama hubiese entrado en la mala senda y hubiera, acaso, de pasar por el terrible dolor de perder su decoro, se decidió a poner de su parte cuanto fuera preciso para evitarlo. Y, así, la tranquila severidad de la casta lady Adelina no se limitó a apesadumbrarse por su amiga, cuya reputación estaba a punto de parecer dudosa a la posteridad, sino que resolvió tomar las medidas que fueran convenientes para detener los progresos de tan triste aventura.

No era una de las razones menores de la conducta de lady Adelina la de considerar el peligro que había también para don Juan en semejante asunto, ya que la juventud de nuestro héroe (nada menos que seis meses menor que ella), el genio del duque y, en especial, las condiciones temperamentales de la duquesa, lo justificaban cumplidamente. Tenía Su Gracia fama de intrigante y algo pícara, aun en la esfera de lo amoroso; era una de esas bonitas y preciosas plagas que fatigan a un amante con tiernos caprichos, que gustan de promover duelos y disputas, siempre que tienen ocasión para ello; que os encantan y os atormentan, si las amáis, en sus accesos de frialdad y ardor alternativos, y, lo que es aún peor, que no os dejan marcharos nunca de su lado, que no dejan que acabe nunca la aventura. En una palabra, era una de las mujeres nacidas para trastornar la cabeza de los hombres jóvenes o para acabar de convertirlos en un Werther. No es extraño, pues, que el alma pura de lady Adelina temiera que la duquesa llegara a ser funesta para su joven amigo. Movida por la inocencia de su corazón, que ignoraba o creía ignorar toda especie de artificios, suplicó primero a su esposo que diese algunos consejos a don Juan, sin conseguir que éste le hiciera caso, ya que lord Enrique se limitó a aconsejarle, a su vez, que no se mezclara en asuntos ajenos, y se marchó a leer su correspondencia, dándole un inocente beso en la frente, más propio de un hermano que de un esposo. Y en este beso está, al fin y al cabo, toda la psicología de este buen hombre, a quien, reuniendo numerosas excelentes condiciones, le faltaba aún algo, que, por consecuencia, también le faltaba a su hermosa lady Adelina. Tanto le faltaba que, a veces, especialmente en los atardecidos, sentía ella vacío su corazón, aunque lo supiera muy digno de hallarse bien ocupado. Ella amaba, o al menos creía amar, a su marido, mas tal amor la costaba un esfuerzo, pues terrible trabajo es, al fin y al cabo, hacer caminar nuestros sentimientos cuesta arriba.

Por más que la bella Adelina pudiera lisonjearse íntimamente de la pureza de sus intenciones, interviniendo en el pleito de don Juan y la duquesa, lo cierto es que en su alma iba creciendo, gota a gota, un extraño sentimiento que la obligaba a sentirse cada hora más resuelta a oponerse a los deseos de su amiga. Si Bonaparte hubiese vencido en Waterloo hubiera seguido siendo firme, pero alcanzó esta firmeza suya de siempre un grado de obstinación total precisamente cuando fue vencido. No creo que nuestra hermosa estuviera ya entonces enamorada de don Juan, pues, de lo contrario, hubiera tenido fuerza de ánimo bastante para rechazar como convenía tan exaltado sentimiento, absolutamente nuevo para su alma. Creo que experimentaba tan sólo hacia él una simpatía extraordinaria, que no sé si era verdadera o falsa, y que se afirmaba más vigorosamente al considerar que nuestro héroe era muy joven, extranjero, amigo suyo y de su esposo, y se hallaba a punto de caer en los brazos de una sirena tan acreditada como la duquesa.

Es indudable que la secreta, pero constante influencia del sexo interviene mucho en la amistad y transforma en sentimientos, especialmente gratos y tiernos, la de los hombres y las mujeres. Don Juan y la casta Adelina, ¿llegaron, por ventura, en su amistad a darse cuenta de este matiz profundo? En otra parte lo veremos. Durante la temporada de estancia en el castillo, pasearon mucho juntos, estudiaron el español, conversaron largamente, danzaron y, acaso, se contaron uno a otro más de un leve secreto. Mas ruego al lector que no prejuzgue nada anticipadamente, pues se expondría a incurrir en equivocaciones, tanto acerca de ella como de él… Tomaré, en consecuencia, un tono más serio que el que hasta ahora he empleado en esta sátira para hablar de ellos. Ignoro a punto fijo si, al fin, habrán o no de sucumbir. Pero si así sucede, los tendré por perdidos a los dos y lo sentiré profundamente.

* * *

De las cosas más pequeñas suelen originarse las más grandes consecuencias. ¿Quién creería que una pasión tan peligrosa como la que conduce muchas veces al hombre y a la mujer al borde de los precipicios del pecado puede producirse simplemente a consecuencia de una ocasión trivial, insignificante? Bien seguro estoy de que no creeréis la historia aquélla de un galán francés y una arrogante y dulce lady escocesa que hubieron de sufrir el fuego eterno y el desdén humano, simplemente porque el destino los dejó solos una tarde de lluvia durante una partida de billar.

El mundo nuevo no sería nada comparado con el antiguo si algún Cristóbal Colón de los mares morales enseñase a los hombres las antípodas de sus almas. ¡Cuántos desiertos, cuántos bosques, cuántas montañas, y ríos, y paisajes, se descubrirían en el alma humana! Lady Adelina, la muy honorable y muy honrada lady, corría el riesgo de perder, al menos, una parte de su honor, aunque no lo supiera ella misma, pues son muy pocas las personas de su amable sexo que saben ser constantes en las resoluciones que toman. Adelina, sin embargo, podía compararse a esos licores puros, esencia misma de los pámpanos, que acaso no pueden nunca adulterarse. Cuanto más interesada estaba en una cosa, más ingenua se mostraba. Entregaba sin reparo su cabeza y su corazón a los sentimientos de la naturaleza más inocente. Y así era de esa pura especie su agrado al conocer la historia de don Juan, tan llena de aventuras, guerras, viajes, amores, peligros y ternuras, porque las mujeres oyen siempre esas relaciones con placer infinito. Añadid a esto que don Juan ganaba cada día ante los ojos que lo contemplaban. Era sereno, amable, y se manifestaba placentero, aunque sin ostentarlo; era insinuante sin insinuación; observaba los defectos y las fragilidades del mundo, pero no lo decía; mostrábase altivo con las personas altivas, mas siempre con cortesía, de un modo capaz de hacerlas entender que conocí el rango que ocupaba él, así como el que pertenecí a ellas; sin sentir pretensiones a la prioridad, jamás consentía ni reclamaba la superioridad. Y conste que todo esto es de aplicación para referirlo al trato de don Juan con los hombres, porque, en cuanto a las mujeres, era lo que ellas querían que fuese o llegase a ser, gentil y simplemente.

Como Adelina no era un juez muy profundo en materia de caracteres, dominaba bastante en ella la propensión a prestar a los demás un colorido que era, al fin y al cabo, el suyo propio; así es como la bondad comete amables yerros y lo hace también la sabiduría, conforme lo atestigua la experiencia, que es el gran filósofo, el más triste de todos, pero el más sabio cuando una vez hemos llegado a profundizar su ciencia…

Cuando Adelina, apreciando algo del propio mérito de Juan y del peligro de su situación actual frente a la duquesa, experimentó hacia nuestro héroe un vivo interés que quizá era un poco de afecto, por ser una sensación nueva para ella, o porque había allí cierta apariencia de inocencia, lo cual es una tentación cruel para las mismas inocentes, comenzó a reflexionar sobre la manera de salvar el alma de su buen amigo, expresión un poco diferente da la de su bien amado. Como auténticamente era una lady digna y respetable, y como sólo era experimentada en su propia experiencia y no tenía demasiado interés en que Juan encontrara el amor entre sus amigas, reflexionó dos o tres horas sobre el caso y decidió que moralmente, y conforme a las buenas costumbres, el mejor estado del hombre —¡ay, no podría decir lo mismo del de la mujer, aunque no lo supo definir claramente!—es el del matrimonio, por lo cual aconsejó con mucha formalidad a don Juan que se casase. Don Juan, con la deferencia conveniente, aunque sin entenderlo demasiado, la contestó que sentía una especial predilección por el lazo matrimonial, pero que de momento, y en atención a sus ocupaciones, no estaba precisamente en la ocasión de hacer un matrimonio, aparte de que era preciso consultar en tales trances, no sólo a su propio gusto, sino al de las personas a las que podría dirigirse y, sobre todo (no podía decir más), que él se casaría con muchísimo gusto con alguna dama si no fuera porque daba la casualidad de que ya estaba casada. Adelina citó entonces los mejores partidos femeninos de la Gran Bretaña: la discreta miss Reading, o sus semejantes miss Raw, miss Flaw, miss Flowman, miss Knowman o las dos hermosas y ricas heredades (queremos decir, naturalmente, una cualquiera de las dos) Giltbedding. También podía contarse con miss Millpond, apacible como el mar en un hermoso día de verano, aquella maravilla, tantas veces citada, hija única, con espléndida dote, semejante a una crema de dulce mansedumbre, cuando menos en lo exterior, porque en el fondo de la crema había una leche acuosa, teñida de ligeros matices azules; pero esto importa poco, porque el amor es libertino, naturalmente, pero el matrimonio debe ser pacífico y, como se ve con frecuencia atacado de consunción, es recomendable para él la dieta lactanciosa… Estaba también miss Audacia Shoestring, brillante señorita, de estupenda fortuna. Podía también pensarse en…, pero, ¿a qué ir más lejos, a no ser que las señoras gusten de que terminemos la revista de las novias?

Sin embargo, la verdad es que podía todavía pensarse en una belleza no citada por lady Adelina, una belleza deseada por todos, del mejor gusto y la mejor clase: Aurora Raby, astro joven y lindo, alegre sano, hermoso sin disputa, hacia el que no tenemos más remedio que lanzar nuestras alabanzas; admirable criatura apenas formada, capullo de rosa, cuyas hojas más tiernas aún no se habían abierto. Era rica, noble, huérfana, amante de la soledad, joven, soberbia y sublime, melancólica, sin embargo de ello, como los serafines. ¡Y, era, además, triste y grave, como un ángel que se lastimase del ángel caído, arrepentida de un crimen que no había cometido, flor nacida a las puertas del Edén para el gozo de los desgraciados que nunca podrán entrar en él…! Pero, cosa rara, Adelina la había olvidado entre sus candidatas…

Tal omisión, como la del busto de Bruto en la pompa fúnebre de Tiberio, sorprendió a don Juan, y así lo hizo notar con cierta sonrisa. Adelina, con algún desdén, contestó que no se le había ocurrido pensar en una niña afectada, desdeñosa y fría.

No seríamos justos si pensáramos que a lady Adelina la movía la envidia, puesto que sus ideas y su mismo rango y belleza la ponían al abrigo de sospecha semejante. Tampoco era desprecio, puesto que la joven no era despreciable. Tampoco podían ser celos… Mas dejemos este vano intento de explicar lo que fuese. El corazón humano tiene siempre esas sombras, esos secretos… Más fácil es siempre, ¡ay!, decir lo que no era que lo que era…

Para resumir: el congreso habido entre Adelina y Juan acabó como los de nuestros días; es decir, que produjo cierto mal humor entre ellos, porque Adelina era obstinada y aun dudaba de su Waterloo… Pero el sonido de la campana, que llamaba a todos a la mesa, acabó la cuestión muy lindamente.

Por una extraña casualidad, Juan se encontró colocado en la mesa entre lady Adelina y la duquesa, de cuyos ocultos pensamientos ya hemos hablado…, lo cual era una situación realmente muy apurada para un joven que deseaba comer, pero que, sin embargo, tenía corazón y ojos. Por si fuera poco ya esta situación no podía tampoco ostentar siquiera las gracias de su ingenio suelta y gentilmente, porque Adelina, que ni siquiera le dirigía la palabra, llegaba hasta el fondo de su alma con sus penetrantes miradas. Se puede comprender que allí había cierta violencia. Tanta, que Adelina parecía felicitarse —siempre con las miradas— de que la duquesa no demostrara demasiado ingenio; y tanta, al fin, que Juan se vio precisado a dirigirle a ésta ciertas atenciones y galanterías que, al menos, justificaran las sonrisas de ella. Con lo que la comida acabó proporcionando poco gusto a los tres: a la duquesa, a Adelina y a Juan…

* * *

La vida fluctúa entre dos mundos, como el día y la noche, el sol y las estrellas. ¡Cuán poco sabemos lo que somos y cuán menos lo que mañana hemos de ser! El eterno curso del tiempo lleva muy lejos nuestras frágiles existencias. Las olas del Océano de los siglos se suceden unas a otras, en tanto que los más orgullosos monumentos edificados por los más poderosos emperadores sólo viven y triunfan un instante… Los antiguos persas enseñaban tres cosas útiles: tirar al arco, montar a caballo y decir la verdad. La juventud moderna imita a su manera tal ejemplo, adoptando arcos de dos cuerdas, haciendo sudar a su caballo sin piedad y haciendo reverencias que sustituyen gentilmente la sinceridad. De todas las verdades del mundo, la que voy a contar es la más verdadera.

Tras la triste comida celebrada en el castillo, Juan se retiró a su cuarto, sintiéndose escéptico, inquieto, receloso y turbado, pues en la juventud todos estos sentimientos pueden mezclarse. Tenía ante sí los dulces ojos de Aurora Raby, más brillantes de lo que hubiera deseado Adelina (tal es la suerte que siempre espera a los buenos consejos), los pícaros labios de la duquesa y la tierna solicitud y encanto de su huésped. Meditó en todo ello, suspiró, contempló la luna desde su balcón, y, con la idea de pasear un rato por el bello jardín, pues le huía el sueño, salió a la galería. La galería estaba inundada de la azulada luz de la luna. Todo lo que esa luz toca, hombre de mundo, poeta, pastor, amante, aldeano o prestamista, se siente propenso a entregarse a las ideas abstractas. Como existen grandes secretos confiados a su brillante luz obtenemos de ella grandes pensamientos.

Juan permanecía en la galería, meditando en su suerte y su desgracia (ya que de todo hay en esta vida y de todo había o al menos podía haber en el castillo entre los tres encantos de las tres bellas que le seducían), cuando un ruido le sobresaltó. Fue un ruido muy extraño. Parecía el deslizamiento silencioso de un ser humano sobre los enlosados de piedra. Es preciso decir que la galería estaba colgada de retratos antiguos de los barones y las ladies fallecidos, que eran los antecesores de lord Enrique y de lady Adelina, antecesores que alcanzaban a los tiempos más antiguos de Inglaterra, y que tales lienzos, muchos de ellos gastados por los siglos, tenían ese aire y ese sombreado inconfundible que recuerda que sus modelos duermen deshechos en las tumbas… El rumor persistía, y don Juan, que nunca fue cobarde, quedó petrificado al contemplar una extraña figura, envuelta en un a modo de hábito de monje, que pasó ante sus ojos por tres veces, lenta y grave, como si flotara suavemente sobre sus invisibles pies fantasmales. A la tercera vuelta desapareció el fantasma, tras una pausa más o menos larga desde que nuestro héroe dejara de verlo, sin que don Juan fuera capaz de precisar si se había filtrado por los muros de piedra del castillo o había utilizado para su desaparición alguna de las numerosas puertas de la galería. Quedó nuestro joven petrificado, inmóvil, esperando la nueva aparición del fantasma. Más tarde fue recobrando su tranquilidad y hubiera deseado verdaderamente que todo hubiera sido un sueño, pero no tuvo la fortuna de despertar de él. Volvió a su habitación, aún tembloroso, sin saber por qué pensar; se acostó, sin conseguir dormir en toda la noche, y se despertó, sin haber dormido, muy temprano y muy preocupado.

Cuando bajó al salón para el almuerzo, se sentó pensativo junto a su taza de té. Tan distraído se hallaba que todos lo notaron. Adelina, que había, reparado en ello la primera, sin poder adivinar la causa, se acercó a él, aunque para dirigirle unas palabras vanas, sin atreverse a inquirir la manifiesta causa que le desasosegaba. La duquesa, jugando con su velo, fijó también su mirada distraída sobre él aunque sin proferir una sola palabra al respecto. Y la bella Aurora Raby le examinó con sus ojos negros mostrando una especie de sorpresa sosegada.

Adelina, por fin, no pudo contenerse y le preguntó a Juan la causa de su preocupación indiscutible. Juan, al principio, contestó vagamente. Al fin, contó la aparición de la noche pasada. Con sorpresa escuchó algo que no sabía, pero que era de todos conocido, o sea que en el castillo, cosa que es muy frecuente en las casas inglesas, había un fantasma. Mostró entonces don Juan mayor preocupación, y entonces Adelina quiso quitar importancia al asunto y dijo, con aquella gracia casi celestial que la caracterizaba, que sabía una canción muy linda sobre el tema y que iba a cantarla. Entre la alegría, no exenta de temor, si somos sinceros, de todos los invitados, se sentó al piano y cantó lo siguiente:

"Guardaos del sombrío padre, descendiente de los primitivos moradores de este edificio, que vaga por el castillo y ora todas las noches por los que yacen en sus tumbas. Desde que el viejo lord Amundeville arrojó a los frailes de esta casa, ese monje habita las tinieblas del sagrado asilo de la antigua iglesia. En vano vinieron los soldados del rey a amenazar la abadía y vigilarla concienzudamente; el fraile fiel sigue paseando por esta mansión luego que la noche sucede al día. Nadie sabe si es huésped fatal o invitado benéfico. Cuando mueren los lores Amundeville, se posa respetuoso sobre sus tumbas. Cuando les nace un hijo, se queja lastimeramente. Cuando les amenaza una desgracia, ríe sin temor alguno. Los pliegues de su negra capucha ocultan su rostro y sólo dejan ver sus ojos, que brillan con mirada de sombrío presagio ¡Guardaos del monje de Amundeville, el monje negro, heredero del viejo monasterio! Hasta hoy, el lord que lleva el título es el amo del día, pero el monje lo es de la noche y nadie sabe cuándo lo será de todas las horas creadas por los hombres. No maldigáis su presencia cuando sale de las sombras, ni turbéis el silencio de este inmortal habitante del sombrío castillo. Dirigid más bien al Cielo preces por su alma. Sea cual sea ese fraile y sus designios, desead para él el descanso eterno."

Adelina calló. Se habló más tarde de otros temas. Se olvidó por el mismo don Juan la aparición nocturna. Pasó éste su día entre las tres hermosas de sus sueños, admirando determinadas condiciones de marisabidilla de

Adelina, ciertas hermosas cualidades de Aurora y la gracia indudable de Su Gracia la duquesa, cuyos ojos parecían rejuvenecidos. El rostro de esta última era la residencia de su alma —si es que gozaba de ella— y era muy seductor, sin perjuicio de un cierto airecillo maligno y picaresco… Las horas transcurrieron sobre iguales acontecimientos que los días anteriores: cánticos, juegos, caza del zorro, danzas, conversaciones y coqueteos, con y sin secreto. Se oyó, por fin, sonar la campana que congregaba a todos para la comida, viejos y jóvenes, aunque ninguno inocente, y se bendijo, como siempre, la lujosa mesa. He aquí una bendición que debíamos cantar cumplidamente. ***

En la comida de aquel día reinó en cierto sentido, la displicencia. Un vecino de mesa de Juan declaró su deseo de chupar una aleta de pescado. La relación que pudiera haber entre esto y la aparición de la noche anterior no es para comprendida, pero el hecho es que Juan recordó su aventura de ultratumba y que tornó a sentirse incómodo. Turbóse todavía más cuando sorprendió los ojos de miss Aurora fijos en los suyos y cierta cosa en sus labios que no podía ser sino una sonrisa. En cuanto a Adelina, ocupada aquel día por la gloria que aún le duraba a su canción, se ocupaba tan sólo de sus invitados, con manifiesta gracia, pero con cierto olvido de su preconcebida misión custodiadora de las virtudes de don Juan.

Mientras que Adelina prodigaba a todos sus gracias y agasajos, como perfecta castellana de su castillo, la hermosa duquesa de Fitz-Fulke se mostraba muy contenta y satisfecha… Se sirvió el café. Se despidieron los comensales que no vivían en el castillo. Se jugó un poco. Se charló. Llegaron las doce. Y cada huésped se marchó a su cama. Pues aunque hubiera algunos matrimonios, la rígida costumbre del castillo y las exigencias naturales de la caza temprana, reservada a los hombres, determinaban la prudente separación de sexos.

Don Juan, como los otros, fue a su cuarto. Desnudo ya, y envuelto en su bata, dio en pensar que podía volver su fantástico visitador de la noche anterior y se sentó a esperarle, puesto que él, ante todo, y por razones de buena educación y excelente nacimiento, se debía a sí mismo determinadas correcciones, determinadas delicadezas. Quiero decir que resolvió a esperar la llegada del fantasma.

Tantos años después podemos asegurar que no esperó en vano… ¿Qué es eso? Veo, veo… Ah, no, no… Pero…, ¡sí!… ¡Gran Dios!… ¡Él es!… ¡Él es, de nuevo!… Vaya al diablo ese furtivo paso, que lo mismo puede recordar las pisadas de un fantasma que el suave deslizarse de una miss enamorada hacia los brazos de su amante… , encaminándose a una cita amorosa por primera vez y, por ello, sobradamente temerosa de que puedan oírse los ecos de sus zapatitos… El monje estaba allí, el mismo monje de la noche antes, dispuesto a helar la sangre de don Juan en sus venas…

Tras el ruido conocido, vino algo más intenso todavía. La puerta del aposento de don Juan comenzó a abrirse lentamente. Acabó, al fin, por estar abierta ya de par en par, no con temor, sino con la gracia con que se abren las alas de las gaviotas, y luego volvió a cerrarse con el mismo impulso decidido, en tanto que don Juan, desfallecido, tomaba la cosa completamente en serio. En el umbral apareció el monje negro con su capucha… El alma del hombre está llena de temor al ridículo, y don Juan lo temió también aquella noche, puesto que era hombre de mucha alma. Se avergonzó de su actitud y hasta se atrevió a pensar que, aun en el supuesto de que se tratara de un verdadero fantasma, un alma y un cuerpo son más que suficientes para poder entendérselas con un alma sola…

Su primitivo miedo se convirtió en despecho y su despecho en cólera cuando quiso suponer que se trataba de una broma. Se levantó de su asiento, avanzó decidido hacia el fantasma… Pero éste abrió la puerta e intentó huir. Don Juan la cerró de un empujón definitivo. Decidido a saber, contempló cara a cara al monje. Hubo de extrañarse de que sus ojos, que eran lo único visible de su rostro, fueran brillantes y vivos, completamente opuestos a la idea infeliz que podemos tener en este mundo de los ojos de un muerto hace mil años. Y no era sólo esto, porque la tumba aquí había conservado algo muy agradable: el dulzor exquisito de la respiración del muerto. Era un olor encantador, de veras.

Y aún, un suave rizo rubio se escapaba de la capucha. Y todavía la luna, saliendo de una nube, hizo que viera Juan dos blancas y lindas filas de perlas que asomaban a unos bermejos labios, cuando el fantasma pretendía desasirse de sus brazos…

¿Qué podía hacer Juan, lleno de curiosidad verdadera? Alargó un poco más sus fuertes brazos, dominando del todo al viejo monje. Movió sus manos. Y, ¡oh, maravilla!, tocó, sin duda alguna, un duro seno, una turgente gracia terminada en la gloria, que palpitaba alegremente, como si contuviera un joven corazón conmovido… Volvió a tocar, ya sin usar los brazos para ninguna violencia, y comprobó que había dos maravillas como aquélla bajo los negros hábitos del fantasma…

Y muy pronto, lector: una barbilla delicada, un cuello de marfil, un calor suave y tierno, dulce y pecadorzuelo, revelaron a nuestro héroe una existencia demasiado carnal para su fantasma bajo aquellos sayales… Un momento después cayó el disfraz al suelo y… ¡ay!… ¿debemos decirlo?… apareció ante los ojos de don Juan… Digamos de una vez que apareció el voluptuoso cuerpo, nada fantasmal, de Su locuela Gracia la duquesa de Fitz-Fulke, a cuya buena alma debe agradecer nuestro héroe determinadas cosas muy delicadas y poco fáciles de explicar en este poema.

* * *

El mundo está lleno de huérfanos: en primer lugar, los que lo son en el estricto sentido de la palabra, pero muchos son los árboles solitarios que crecen más alto que los apiñados en la maraña del bosque; los siguientes son aquellos que, sin estar condenados a perder a sus amantes padres en la tierna infancia, se ven privados del cariño paternal, con lo cual van a dar en no menos que huérfanos de corazón; otros son los hijos únicos, hoy tan de moda, que no dejan nunca de ser niños, pues, como dicen, un hijo único es un hijo malcriado —su educación, en mi opinión, ya sea benevolente o severa, no debe ir nunca tan lejos que transgreda los límites del amor o el respeto—. Quienes lo padecen —sea en el corazón o el intelecto— sea cual sea la causa, son en la práctica huérfanos.

Pero volviendo a la norma estricta —en tanto las palabras sirvan para dictar normas— la noción más común de huérfano implica a un tiempo la imagen de una escuela parroquial, una criatura hambrienta, un naufragio en el océano de la vida, una mula (como dirían los italianos) humana, objeto de piedad o alguna emoción peor. Incluso, si se piensa un poco, tal vez habría que admitir que los huérfanos ricos son aún más dignos de conmiseración.

Son demasiado pronto sus propios padres. ¿Qué valor tienen los tutores, guardas, etc., comparados con los progenitores naturales? De ese modo el hijo de un canciller, de la Guardería de la Cámara Estrellada (por poner el primer ejemplo que me viene a la mente) es como un patito, criado por Dame Parlett —especialmente si es una niña—, temeroso de echarse al agua de cabeza.

Dice el clamor popular, cuando alguien osa ofrecer una perspectiva nueva: "si usted tiene razón entonces todo el mundo está equivocado". Supongamos el caso contrario: "si usted está equivocado, entonces todo el mundo tiene razón". ¿Alguna vez es alguien tan discreto? Así pues, yo recomendaría libre discusión sobre todos los temas, cualesquiera estos sean, o debidos a quién fuere, porque a medida que unos tiempos van empujando a los otros, el último tiende a acusar al anterior de colocarlo en un colchón de púas, sin importarle los pinchazos porque es demasiado obtuso: lo que era una paradoja deviene una verdad, o algo parecido (Lutero lo atestigua).

Los sacramentos se ven reducidos a dos, y las brujas a una, aunque un poco tarde, ahora que quemar viejas en la hoguera ha sido declarado un acto de inurbanidad (a pesar de lo cual, hay que decir, no faltan en algunas familias quienes merecieran buena reprimenda). Al gran Galileo le fue negado el sol porque lo había arreglado, y para evitar que contara que la tierra rodaba en torno a él, le prohibieron incluso que andara. Cuando estuvo casi muerto y enterrado, algunos hombres comenzaron a pensar que su cabeza no había merecido enmienda; y hoy, por lo visto, resulta que tenía razón. Sin duda será un consuelo para sus cenizas. El hombre sabio sólo está seguro cuando ya no puede compartir su saber; tendrá un firme Post Obit en la posteridad.

Si tal condena espera a cada gigante intelectual, nosotros, gente nimia en nuestro modesto modo, deberíamos, sin duda, soportar mejor los leves quebrantos de la vida, y eso es por una vez lo que voy a hacer yo, tan bien como sepa —ojalá fuera menos impetuoso—. Cuando me propongo, cada mañana, ser un totus teres, estoico, sabio, el viento empieza a soplar y yo vuelo, lleno de rabia. Moderado lo soy —jamás fui temperamental— ; soy modesto —sin ser inseguro—; flexible —aunque en cierto modo idem semper—; paciente —si bien no aficionado a resistir a cualquier precio—; alegre —aunque, a veces, un tanto dado al lloriqueo—; pacífico —pero en ocasiones también una especie de Hercules Jurens—, de tal modo que casi pienso que la misma piel contiene a dos o tres seres distintos.

Dejamos arriba a nuestro héroe en una situación algo delicada, de las que ofrecen al hombre la posibilidad de mostrar su fuerza — física o moral—. En esta ocasión, si venció su virtud o, de llano, su vicio —pues procedía de una nación generosa—, es más de lo que yo deba atreverme a describir, a menos que una beldad me pague con un beso.

Ahí dejo la cuestión: llegó la mañana, y el desayuno, té y tostadas, del que casi todos los hombres toman sin rechistar. La compañía cuyo nacimiento, salud, valor, han costado a mi lira varias cuerdas, se unió a nuestra anfitriona, y mi anfitrión; aparecieron los invitados, el penúltimo, Su Gracia, el último, Juan, con su rostro virginal.

Si es mejor hallar un fantasma o nada, era difícil de determinar. Juan parecía haber combatido con más de uno, y haber sido vencido y agotado. Con unos ojos que apenas arrojaban la escasa luz que traspasa un ventanal gótico, Su Gracia, también, tenía todo el aspecto de haber sufrido escarmiento; se la veía pálida y temblorosa, como si hubiera guardado vigilia, o soñado más que dormido.

FIN

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