Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO PRIMERO » 5.

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5.

Me empujó dentro de un cochecito rojo, anticuado, de buena marca.

—Es el que yo uso. El de mi amo es de más lujo, aunque tan anticuado como este. Un Rolls, ¿sabe?, del año veinticinco. ¡Gran coche! Solemne y respetable como una carroza, con el interior capitoné en seda azul pastel. Las mujeres se sienten más cómodas en él, y, desde luego, mucho más halagadas que en uno de esos coches americanos, ostentosos y sin clase.

Corríamos por la Orilla izquierda. Leporello era un conductor habilísimo que exhibía su destreza con burlas continuadas, no al código de circulación, sino a la prudencia. El automóvil, en sus manos, era, como el bastón y la flor, un instrumento de juego; más todavía, de riesgo; como si se divirtiese con dianas imposibles, con audacias inútiles. Sin embargo, en su manera de conducir el coche no había nada de misterioso, nada de absurdo, como en el manejo del bastón y la flor, sino, quizás, el deseo de amedrentarme. Yo, sin embargo, no tenía miedo: me salía del alma, inexplicable y súbita, una confianza en su pericia que no tenía nada de racional y que, al hacerse consciente, me dio más miedo que los riesgos corridos, como si el verdadero riesgo fuese Leporello, y no sus hazañas callejeras. Cada vez que una de ellas hallaba cabal remate, me miraba como buscando mi aprobación, y se la daba con sonrisa que quería ser serena, que —estoy seguro—, lo era. No sé por qué ni importa ahora.

Nos metimos en la Isla de San Luis y detuvo el automóvil después de haberla rodeado: frente a una casa edificada por alguien del siglo XVII para que alguien del mismo siglo —Intendente, o quizá Magistrado— la habitase. Dijo que habíamos llegado. Pasamos un zaguán, luego un patio interior, y por una escalera oscura y suntuosa, verdadero derroche de roble trabajado, ascendimos al piso. Leporello abrió la puerta y me invitó a pasar.

—Mi amo no está ahora. No venimos a verle, sino a explicarle a usted la razón por la cual…

—… me hacen ustedes el honor…

—Exactamente.

Cerró. El vestíbulo estaba oscuro. Leporello abrió las maderas de una ventana, y tuve la sensación repentina de hallarme en el escenario de un teatro, o en algo que, sin ser teatro, fuese escenario, y que, sin embargo, no era fingido o falso, sino de la más depurada autenticidad. Quizá los descendientes del señor Intendente, o del señor Magistrado, hubiesen conservado intacto el vestíbulo de su casa, aunque parezca imposible; pero no solo los muebles, sino ante todo su disposición, sabían a cosa antigua, auténtica, intocada. Un decorador moderno tiene otro sentido de la composición en el espacio. Y toda la casa, por lo que pude ver, era lo mismo.

Me llevó Leporello a una sala que hacía, al mismo tiempo, de biblioteca.

—Siéntese.

Señalaba un sillón que, por viejo, pudiera ser frágil. Comprendió mi temor de hacerlo añicos con solo apoyarme en él.

—Siéntese —repitió—. Es un honrado y fuerte sillón con mucha historia. Su cuero ha estado en contacto con ilustres posaderas de las que las suyas no podrán avergonzarse.

Seguía invitándome con el gesto y las palabras.

—Siéntese. No se romperá.

Mientras me sentaba, se movió detrás de mí, hacia los anaqueles.

—No me extraña que ande usted un poco estúpido; es, más bien, razonable. Como si caminase por una carretera y se topase, de pronto, con don Quijote.

Yo estaba, efectivamente, atontado, y me sentía estúpido en mi manera de sentarme, y de cerrar los ojos, y de cogerme las sienes con las manos, y de pretender que los ruidos hechos por Leporello detrás de mí me diesen señal verdadera de sus movimientos; me sentía estúpido por el modo que mi cerebro tenía de funcionar, o de no funcionar, así como por la incoherencia e inoportunidad de sus imágenes, sin relación alguna con mi situación, con mi estado, con Leporello ni con don Juan; una canción aprendida bastantes años atrás de una moza chilena que la cantaba con donaire, me sonaba en los oídos:

Agachaté el sombrerito,

y por debajo mirame;

agachaté el sombrerito

y por debajo mirame…

y en la segunda copla habla del Río Magdalena.

—¿Recuerda usted que cierta vez escribió un artículo sobre don Juan?

¡Al diablo la canción!

—Escribí varios artículos sobre ese caballero.

Leporello traía en la mano un recorte de periódico pegado a una hoja grande de papel, con letras azules como siglas.

—Los otros no fueron tan afortunados; pero, en este, hay una frase que nos agradó.

La frase estaba subrayada con lápiz rojo.

—Don Juan le agradeció mucho este cumplido, que es, además, una intuición certera; porque, en efecto, don Juan ha perfumado sus manos en cuerpos vivos de mujeres y las ha sacado traspasadas de olor como si las sacase de un cestillo de rosas.

Se sentó en el borde de la mesa. Yo releía el artículo. Traía mi firma al pie.

—Al leerlo, pensamos escribirle, y quizá visitarle, pero mi amo creyó entonces que a usted le parecería poco respetuoso recibir unas líneas firmadas por Juan Tenorio y Ossorio de Moscoso…

Dio un golpe en la mesa con la mano cerrada, un golpe innecesario, como un ripio.

—Ossorio de Moscoso, ¿sabía usted que este es el segundo apellido de don Juan? Busque, cuando esté en España, su partida de bautismo, busque la de su madre doña Mencía. En los archivos de Sevilla, naturalmente.

—En Sevilla nunca hubo Ossorios de Moscoso.

—Busque, y se apuntará un tanto de erudito; encontrará también la partida matrimonial de dicha dama con don Pedro Tenorio.

—Sabe usted de sobra que los Tenorios de Sevilla son anteriores a los registros parroquiales.

—Entonces, no lo busque.

Recogió el papel que yo le tendía.

—Debo confesarle que le habíamos olvidado; pero, hace días, al oír su nombre en la Embajada de España…

—¿Me vio usted allí?

—Mi amo, sí. Él va a veces por la Embajada, pero nunca se presenta con su verdadero nombre; sería escandaloso. Lo cambia cada diez o doce años, aprovechando cualquier remoción del personal.

—Ahora, ¿cómo se llama?

—No lo recuerdo bien. A lo mejor, Juan Pérez.

Hice ademán de levantarme. Leporello me detuvo.

—¿Qué prisa tiene?

—Los motivos ya están claros, ¿no?

—Solo aparentemente.

—Eso ya no depende de mí.

—Comprendo que don Juan en persona le convencería mejor que yo; pero, lo dije ya, ha salido de casa.

—Es natural en él, supongo.

—Acierta usted. El trabajo lo hace fuera. Se habrá llevado a Sonja a Fontainebleau, o a algún sitio cerca. Sonja —añadió— es la chica de ayer. Una sueca muy bonita, como usted habrá visto. ¿Se fijó en sus…?

Señaló el pecho, abombó sus manos sobre el pecho.

—Una muchacha increíble e inútilmente pura, y disparatadamente enamorada de mi amo. Luego, dicen que las nórdicas son frías. ¡No hay mujeres frías, amigo mío! No hay más que hombres imbéciles, que tienen en sus manos una guitarra y no saben tocarla.

—Su amo debe ser un formidable guitarrista.

—¿Quién lo duda? Pero, entiéndalo bien, solo de una manera instrumental. ¡Oh, no piense que juego con las palabras! Quiero decir que esa melodía que saca de todas las mujeres no ha sido nunca un fin, sino un medio. Y conste que las mujeres, en manos de mi amo, han dado de sí melodías inesperadas. Tiene don Juan muchas virtudes, pero esa de que el instrumento más tosco suene en sus manos divinamente, es la que más admiro.

Se interrumpió.

—Bueno. Hay otra que admiro mucho más, pero hoy no viene al caso.

Me levanté.

—Hasta ahora no me ha dicho usted más que vulgaridades. Le aseguro que esperaba, al menos, divertirme.

—Lo lamento.

Saltó de la mesa y fue hacia la puerta.

—Puede que nos volvamos a ver, puede que no nos veamos jamás. En cualquier caso, ¿quiere beber ahora una copa conmigo? No aquí; a la vuelta, en un bistró vecino. Mi amo le invitaría con más ceremonia y en lugar más elegante, pero yo he sido siempre cliente de figones. Tengo gustos ordinarios.

Se detuvo en el vestíbulo.

—¿Por qué está serio? ¿Por qué sigue enojado? Ni mi amo ni yo hemos esperado jamás que nos creyese, pero teníamos la obligación moral de darle a usted las gracias sin ocultar nuestros nombres. Pero ese empeño en creerse burlado… ¿Es que ha perdido usted, de pronto, el sentido del humor?

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