Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO V » 5.

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5.

Y yo estaba irritado. Mi devoción por el buen teatro me impedía aprobar aquella payasada. De buena gana hubiera subido al escenario y hubiera gritado a los espectadores que no era tolerable tal falta de respeto a uno de los momentos más sublimes de la escena universal. Les hubiera recitado el cuadro quinto de Zorrilla, que, desde el principio, se me recordaba en todas sus palabras, y del que parecía parodia lo que acababa de ver.

«¡Hermosa noche…! ¡Ay de mí!

¡Cuántas como esta tan puras

en infames aventuras

desatinado perdí!

¡Cuántas al mismo fulgor

de esta luna transparente

arranqué a algún inocente

la existencia o el honor…!»

Lo hubiera hecho, quizá, de no tener miedo de Leporello. Pero le temía; temía que, por alguna acción impulsiva o escasamente meditada, pudiera hacerme objeto de una burla en público. Y, así, mientras el teatro permanecía a oscuras, me estuve quietecito en mi butaca. No me atrevía siquiera a mirar a Sonja. Quizá ni haya recordado su proximidad. Nuevas y más graves objeciones críticas bullían en mi cabeza. Hacía de ellas pedestal para sentirme superior al dramaturgo que había escrito aquello. Leporello acaso, acaso el mismo Don Juan.

Reapareció el escenario del primer cuadro. Luz de bujías. La escena, sola. Fuera, sonaron las nueve en un reloj de torre, y, casi en seguida, la música de una charanga de violines llenó los ámbitos del teatro. Al mismo tiempo, se oyeron golpes en la puerta. Atravesó la escena un criado desconocido, y abrió. Entraron, uno a uno, los músicos. Llevaban puestos antifaces y seguían tocando. Eran hasta cinco: primer violín, segundo, violoncelo, viola y contrabajo. Detrás de ellos entró un sexto personaje, también enmascarado, con papeles de música y atriles.

A una señal del primer violín, que gobernaba el cotarro, dejaron de tocar.

—¿Vive aquí Don Juan Tenorio? —preguntó con voz metálica, de tono alto.

—Sí.

—Somos los músicos.

—Ya lo veo, pero no hace falta que grite tanto. Oigo bien.

—Es que yo soy sordo. ¿Vive aquí Don Juan Tenorio?

—¡¡Sí!! —chilló el criado.

—Pues dígale que han llegado los músicos.

—Les estaba esperando. Pueden pasar, y cenen mientras no vienen los invitados.

—¿Dice que pasemos a cenar?

—¡Sí, eso dije!

—¡Ah, bueno!

Se volvió a sus compañeros.

—¡Ya habéis oído, muchachos! Primero, a cenar bien, que es lo importante. Después, el arte. Dejar por ahí los instrumentos. En un rincón, y todos juntos, para que nadie los manosee.

—Yo me quedaré a cuidarlos —dijo el que traía los atriles; y por la voz y el ritmo de las caderas se reconoció a Elvira.

Fueron saliendo, uno a uno, hacia el interior de la casa, y el criado, detrás. Al quedar sola, Elvira se acercó a los laterales, como espiando. Luego, en mitad de la escena, cantó su aria, que parecía un fado.

—¿Por qué me arrastra el Destino? ¿Qué demonio empujó mi corazón hasta la casa de mi enemigo? Y ahora que estoy en ella, ¿por qué me tiemblan las piernas, por qué el miedo me encoge el ánimo resuelto? Quiero vengarme, y mi alma se estremece; quiero morir, y mi espíritu se aterra. Todas las contradicciones de la pasión se revuelven en mi interior y me desgarran. ¿Amo? ¿Odio? ¡Amo y odio a la vez! Deseo besar su boca, morder sus labios, pero también recoger con mis besos su último suspiro. Y morir luego, abrazada a él: que sea mío muerto. Muertos los dos, mía su alma. Y que nos entierren juntos para que mi carne descompuesta se una a la suya en la misma cochambre. ¡Oh, Señor! ¡Desde el horror de mi pecado te pido que me ayudes! Pero ¿cómo vas a ayudarme, Tú, si lo que pienso es pecado? Llamarte es otra contradicción. Es al infierno a quien debe apelar mi corazón apasionado. ¡Ayúdame, Satán! ¡Toma mi alma y déjame vengarme! Pero, antes, dame ocasión de amarle, aunque solo sea una vez…

Quedó con los brazos en alto, como una Ménade, y la luz del escenario enrojeció un poco. Se abrió violentamente la puerta del espejo, y en el hueco vacío apareció la Estatua del Comendador. La luz ponía reflejos rosados en el banco marmóreo. Elvira retrocedió unos pasos, llevó las manos a las mejillas y exclamó:

—¡Dios mío!

El Comendador bajó a la escena. La puerta del espejo se cerró lentamente. Don Gonzalo dio unas zancadas muy aparatosas; hizo visera de la mano y miró al público. Después, descubrió a Elvira, se acercó a ella y le dijo en voz baja:

—¡Que nadie miente a Dios en mi presencia! No estamos en buenos términos. ¿Vive aquí Don Juan Tenorio?

—Esta es su casa, Comendador.

—¿Me reconoces? ¡Cuánto te lo agradezco! No lo esperaba, después de una ausencia tan larga. Dieciséis años, lo menos, o quizá diecisiete. Es mucho tiempo para que el mundo olvidadizo recuerde a un hombre como yo. ¿Eres criado de Don Juan? ¿Estabas aquí para esperarme?

Elvira adelantó unos pasos.

—Soy Elvira de Ulloa, tu hija.

La capa blanca de don Gonzalo trazó en el aire un pesado remolino. Echó atrás una pierna y alzó los brazos.

—¿Cómo? ¿Mi hija Elvira? ¡El infierno te pone en mi camino! No tengo más remedio que matarte, no puedo aplazar tu muerte un día más. Has pisoteado mi honor, has manchado de fango mi nombre inmaculado. ¡Prepárate a morir!

—¿Por qué, señor? Tu honor, por lo que a mí se refiere, está como lo dejaste.

—¡No mientas! Estoy oyendo todavía las palabras de aquel desvergonzado. «¡Esta noche me acostaré con tu hija!», me gritó, o algo parecido. Y, de la misma manera que me mató a mí, se habrá acostado contigo. Es un hombre que hace lo que dice.

—Estás equivocado, padre —le respondió Elvira con voz triste—. Te mató, pero no durmió conmigo.

El Comendador rectificó la postura y contempló a Elvira con respeto.

—¿Fuiste capaz de resistirte? ¿Demostraste al botarate aquel hasta qué punto una Ulloa sabe guardar veneración al nombre de su padre? ¡En ese caso, ven, que te abrace!

—No. Yo le estaba esperando. Llegó a mis brazos, me besó, y huyó luego.

—¿Dices que te besó?

—Sí, en los labios.

—¿Con tu consentimiento?

—Con mi alma puesta en ellos.

—Entonces, no ha sido más que un beso. Pero un beso consentido, aunque no sea caso de muerte, lo es indiscutiblemente de reclusión. Tendrás que encerrarte en un convento lo que te queda de vida.

—¿Para qué, padre? Nadie lo sabe más que nosotros tres. Y, además, ¡ha pasado tanto tiempo!

—¿Qué importa el tiempo? Yo ya no sé qué es eso. Pero hay que guardar las formas. El honor, ya lo sabes, es una cuestión de formas. Según cómo se haga una cosa, deshonra o enaltece.

—Entonces, padre, dime cómo debo matar a Don Juan para no ser deshonrada.

—¿Matarle, dices?

—Para eso he venido a esta casa. Debo matarle si quiero seguir viviendo, y después de matarle, querré morir.

—Eso es un galimatías. Si no te ha deshonrado, ¿por qué quieres matarle? Un solo beso, bien mirado, no constituye deshonra. Con una buena bofetada…

—Le amo y me desprecia.

—Eso puede ser una causa, pero nunca una razón. El honor pide razones, se alimenta de razones, y sin ellas perece. El honor es un sentimiento eminentemente racional y silogístico, que experimentan solo los que tienen la cabeza en su lugar. Vamos, pues, a examinar tu caso a la luz de la razón: si te hubiera abandonado después de violarte —supongamos—, al carecer de padre o hermano que te vengase, podías, y aun debías, matarlo tú. Después, te mataría yo, puesto que la muerte de Don Juan lavaba tu mancha, mas no la mía. Pero como ese no es tu caso…

—Mi caso es el de una mujer abandonada con la miel en los labios, el de la burla más cruel de un burlador sin alma. ¿No te parece razón para matarle? Pues, entonces, reniego de tus razones y me quedo con mis causas. Mataré porque el crimen ha crecido en mi corazón y estoy a punto de parirlo. Mataré porque dentro de unos instantes toda yo será crimen: mis palabras y el aire de mis pulmones. Mataré porque, si no le mato, reviento.

Don Gonzalo la había escuchado con estupor y balanceo de cabeza. Al terminar Elvira, se adelantó al proscenio, a cantar también su aria.

—Mi corazón de padre, aun en el mármol frío, se enternece; pero mi condición de caballero sin tacha… ¡Eso es, sin tacha, aunque sea un ripio!, se ve en el duro trance de ahogar en su cuna la ternura. Sin embargo, no puedo menos de admirar el heroísmo de mi hija, y dar gracias al cielo de que nuestras virtudes de casta las haya recibido en la masa de la sangre. ¡Es una Ulloa! No hay más que verle la cara. Ahora bien: pasado el desahogo sentimental, hay que juzgar fríamente la situación. Elvira mata, o no mata. Si mata, la llevarán presa, porque los jueces no han perdonado jamás el crimen pasional, y aunque quizá la mala reputación de su víctima le sirva de atenuante, nadie le quitará de encima unos años de encierro. ¿Y si no mata? Si no mata, quedará su figura bastante descompuesta, porque un crimen engrandece, pero un amago de crimen le deja a uno en ridículo. Luego, una mujer en sus condiciones debe matar o hace el ridículo. Las cosas, además, tal como van, parecen exigir la muerte de alguien… No se le saca a uno del infierno solo para asistir a una cena de amigos. Mi presencia en esta casa garantiza el desenlace trágico, que es al mismo tiempo el desenlace lógico, porque un tipo como Don Juan no puede acabar sus días tranquilamente en la cama. ¡El que a hierro mata, a hierro muere! Y ojo por ojo, diente por diente, podría yo decir, que soy su primera víctima en el orden cronológico. De modo que aceptemos el hecho inevitable de la muerte, pero saquémosle el mayor partido posible.

Dio unos pasos, con aire meditabundo, y se detuvo en el otro extremo de la escena. Elvira le seguía con la vista, escuchaba sus palabras.

—Don Juan me hizo un encargo, y no pude cumplirlo. Hace media hora que recorro los espacios siderales llamando al cielo, y el cielo no responde. Tendré que confesar que no me han hecho caso, que mis voces se perdieron en los desiertos etéreos, con lo cual mi buena fama quedará malparada. Porque un hombre como yo, que viene del otro mundo, debe traer palabras terribles en los labios, palabras como rayos encendidos. Por ejemplo: «El cielo me encarga de decirte que morirás mañana, Don Juan, inexorablemente». O algo parecido, pero tremendo.

Se llevó, de pronto, las manos a la frente.

—¡Tengo una idea!

Y su dedo de mármol señaló a Elvira.

—¿Estás dispuesta a matarlo?

—¿Cómo lo dudas?

—¿Esta misma noche?

—¡En este mismo instante!

—¡Pues ya está! Le anunciaré su muerte, de parte de los cielos, para esta misma noche, y quedaré como quien soy. ¡Oh! Quedaré, ante Don Juan, como hombre a quien el cielo confía los secretos futuros, como quien está al corriente de las estadísticas celestes. ¡Oye, Elvira! ¿Me das palabra de que tu mano no temblará?

—No lo sé, padre. Quizá, al clavar el puñal, me tiemble un poco.

—¿Me das palabra, al menos, de que, trémula o segura, le clavarás el puñal de todas maneras?

—A no ser que don Juan cambie de idea…

El Comendador se retorció las manos.

—¡Sois desesperantes, las mujeres! ¿Una sonrisa de don Juan lo deja todo en el aire? ¡Necesitaba una respuesta concreta en que confiar!

—Lo es la mía, padre. Si Don Juan no se acuesta conmigo, lo mataré.

—Confiemos en que Don Juan sea hombre de decisiones firmes. Bien. En ese caso, no le clavarás el puñal hasta después de que yo le haya anunciado solemnemente su muerte.

—Bueno.

—Considera que un abogado hábil podría entonces defenderte ante cualquier tribunal, señalándote como instrumento de la venganza divina.

—Confío en mi disfraz para escapar. En Carnaval, un antifaz permite asesinar con menos riesgo.

—¡Asesinar…! No digas esa palabra. La muerte que des a Don Juan Tenorio no será un asesinato, sino un acto de justicia. Vengas con ella la muerte de tu padre.

Elvira negó con la cabeza.

—Tu muerte la he olvidado, y no me produjo gran dolor. ¿No recuerdas, padre, que yo no te quería? El modo que tuviste siempre de acariciar mis brazos me repugnaba.

Don Gonzalo bramó, y sus bramidos hicieron temblar los decorados. Pero se calmó pronto, y como quien no quiere la cosa, preguntó:

—¿Te dabas cuenta?

—Se daba cuenta todo el mundo. Y yo pensaba que si otro hombre me acariciase así, me gustaría.

El Comendador habló a su hija al oído:

—Estaba enamorado de ti, y por eso me mandaron al infierno. No se lo digas a nadie, pero esa fue la verdadera causa. Lo demás me lo hubieran perdonado. ¡Y no sabes, hija mía, cuántos viejos como yo se han condenado por lo mismo! Eso del incesto es más frecuente de lo que se piensa. Hay viejecitos que están en el infierno por el beso que daban a sus hijas detrás de las orejas; y, otros, por mirarlas cómo se vestían por el agujero de la cerradura; y por los pellizcos inocentes que les daban en las nalgas. Pero, sobre todo, están en el infierno los que mataron a los amantes de sus hijas bajo pretexto de honor, cuando la verdad es que los mataron por celos. ¡En el infierno, hija mía, se ven las cosas tan claras!

Echó el brazo por encima del hombro de Elvira y la atrajo al mármol de su pecho.

—¡Me gustaba acariciarte el escote…!

—¡Quieto!

—¡No te asustes ahora! Mis manos son de piedra y ya no sienten… Y tu escote está cubierto… ¡Pero tu rostro es hermoso todavía! En el infierno, cuando mueras, podré amarte impunemente. Allí hay indulgencia para todos los pecados.

—En el infierno, seguiré amando a Don Juan.

—Bien. Eso les pasa a todas, pero se entretienen con quien pueden. Claro que si Don Juan va también al Infierno… ¿Tendré que aguantar como un tormento más el espectáculo de vuestro amor? ¡Confío en que tu Don Juan tampoco te ame en el Infierno! Y, ahora, vayámonos de aquí. Falta aún media hora para la cena.

—Me esconderé en cualquier parte.

—¿Por qué no con tu padre? Durante esa media hora podremos dar un paseo por las estrellas. Es muy distraído. ¿Vienes?

Abrió el espejo y mostró a Elvira el camino del vacío. Elvira vaciló.

—Prefiero enterarme de lo que pasa.

—Este es el mejor escondite —continuó el Comendador—. Podemos ver sin que nos vean.

Elvira se encogió de hombros, y, con pasos lentos, cruzó el umbral del espejo. Don Gonzalo la siguió, y cerró tras sí.

Hubo una pausa. En el reloj de la torre sonó el cuarto.

El escenario recobró la luz natural.

Se abrió la puerta de la izquierda y entró Leporello. Esperó con ella abierta y profundamente inclinado.

Entró también Mariana. Venía envuelta en una capa negra, con el capuchón puesto.

—Hemos llegado.

Mariana miró a su alrededor.

—¡Esta es la casa de don Juan!

—Esta es la casa que usted abandonó para hacer penitencia, pero que sigue siendo suya.

—Me echaron de aquí aquellos demonios… ¿Sabe usted?

—Sí.

—¿Por qué me trae aquí? No me siento tranquila. Juré no volver a esta casa hasta que mi marido estuviese en ella. La veo invadida por la furia de las señoras honradas, que venían a robarme las pobres prostitutas que yo había salvado para el Señor. Si mi marido no está, no habrá quien me defienda.

—Está el mejor amigo de su marido, el que le trae noticias, que la defenderá también. ¿Quiere quitarse la capa? En el espejo podrá ver cómo le sienta el traje.

—No me importa. Solo desearé estar hermosa cuando venga mi marido. Pero, si se retrasa mucho, me encontrará vieja, ¿verdad?

Leporello le retiró suavemente la capa. Mariana venía vestida con un espléndido traje dorado, y el cabello le caía por los hombros.

—Véase al espejo. ¿No recuerda este traje? Es el mismo con que se casó.

Mariana se tapó los ojos con las manos.

—¡Me da miedo!

—No tema. Está usted más hermosa todavía. Espere aquí. Voy a decir que ha llegado.

Mariana se quedó sola, y se acercó también al proscenio, izquierda, para cantar su aria.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Por qué se me despiertan en el alma los temores antiguos? ¿Por qué me canta la canción desgarrada de la angustia?

Pero el aria se redujo a estas palabras: Don Juan acababa de entrar. Mariana oyó sus pasos. Cruzó los brazos y bajó la cabeza.

—¡Señora!

Don Juan le tendía la mano. Tímidamente, Mariana alargó la suya, y don Juan la besó.

—¿Dónde está mi marido? ¿Qué recado trae para mí?

Don Juan retenía la mano de Mariana y la miraba a los ojos.

—Su marido está lejos y la ama.

—¿Por qué no viene?

—Porque el mar se lo impide. Se puebla de monstruos horripilantes cada vez que va a embarcarse.

—¿El mar? ¡Dios mío! —Mariana sollozó—. Si el mar se lo impide, no vendrá nunca. Los monstruos son implacables y no mueren. ¡Necesito que venga!

—Me entregó para usted un mechón de su cabello.

Con la mano libre, Don Juan ofrecía a Mariana un guardapelo. Ella no se atrevía a cogerlo.

—¿Un mechón de su cabello? ¡Un mechón rubio! ¿Era rubio Don Juan? ¡No puedo recordarlo ya! ¡Ha pasado tanto tiempo…!

Repentinamente, Mariana se soltó de Don Juan y cogió el guardapelo.

—¡Su cabello! ¡Me envía su cabello! ¡Como si me enviase su corazón!

—Sí. Pero ¿por qué suelta usted mi mano? ¿Por qué deja de mirarme a los ojos? ¿O es que no encuentra en ellos los ojos de Don Juan?

Mariana ofreció otra vez la mano, y dejó de mirar el guardapelo.

—No. Tome mi mano, si lo desea. Y sus ojos… ¿Por qué me mira así? No me recuerdan los de Don Juan. No me recuerdan nada. Pero… ¿por qué me mira así?

—La miro, simplemente.

—Me gusta que lo haga. Sus ojos son como estrellas. Dos estrellas que he visto alguna vez… Sí, sí… Alguna vez, esas estrellas me han mirado como ahora. ¿Recuerda cuándo?

—No.

—Yo tampoco… A lo mejor es una ilusión. ¡No deje de mirarme! ¡Se está tan bien, mirada por las estrellas…! Es como si me naciera una luz dentro.

—¿Y mis brazos? ¿Le gusta también que la rodeen?

—¿Sus brazos?

Don Juan la abrazó y la apretó contra sí.

—¡Sus brazos…! Sí, también me gusta que me abrace… ¿Por qué?

—Acérquese más. Su boca…

Don Juan la besó. Mariana, desfallecida, quedó colgada de sus hombros, sin apartar la boca del beso. Por el espejo entreabierto asomaba la cara enharinada de don Gonzalo.

El telón cayó rápidamente.

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