Don Juan

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CAPÍTULO II » 3.

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3.

Iba Welcek por el zaguán, cuando le alcanzó el espíritu de Polilla, o, mejor, Polilla mismo, que ya no era más que espíritu.

Se manifestó como soplo siniestro, como viento de hielo que golpea la nuca y hace temblar las pantorrillas.

—Espérate a que salgamos —dijo Welcek en tudesco.

Y el familiar que le acompañaba aseguró después que el padre Welcek hablaba solo, como los trastornados.

Salió a la calle el agustino, y hasta haberse alejado del caserón inquisitorial no dijo mus. Caminaba de prisa hacia un rincón oscuro donde pudiera hablar sin embarazo al diablo urgente, y fue a decidirse por el sombrío torreón de los jesuitas, a aquella hora de espaldas a la luna.

—Ahora puedes decirme qué sucede, y qué te trae.

—Vengo a comunicarte un cambio de destino.

—¡Si no podía ser de otra manera! ¿No saben allá abajo que el padre Téllez morirá de un día a otro?

—En el infierno han perdido, de repente, todo interés por ese fraile, que es pan comido, y han pensado en ti para un honroso trabajo.

—¿Quién se muere?

—No es negocio de muerte, por esta vez, sino de acompañar a un jovencito de familia distinguida.

—No me interesan los mancebos. Saben a pis.

—Este de que se trata parece llamado a un porvenir interesante.

—En lo de dar carrera a los muchachos no tengo práctica.

—La adquirirás.

—Además, hay mucha gente desocupada. ¿Por qué no buscan a otro? Tú, por ejemplo…

—Yo no sirvo.

—No comprendo por qué.

—Soy hugonote, y no creo necesaria nuestra intervención para garantizar a nadie un puesto en el infierno. Los hombres nacen predestinados, ¿comprendes? O, si prefieres otra palabra, nacen escogidos. El Otro dice: «Este, ese y aquel para Mí.» Y nos deja las sobras.

El Garbanzo Negro se estremeció dentro del cuerpo del fraile.

—Es una novedad peligrosa. ¿No comprendes que si fuera cierta nos dejaría cesantes?

—Bueno, ¿y qué?

—Polilla querido, la Creación es un Cosmos, es a saber, un Orden donde cada ser toca su pito, componiendo entre todos la universal armonía. A nosotros nos ha cabido, en el reparto, el papel de tentadores y de atormentadores. Eso lo saben hasta los niños de la escuela.

Si hubiera dispuesto de un cuerpo, Polilla le hubiera mirado con desprecio.

—Estás anticuado. La Creación no es un Cosmos, sino un Capricho. El Otro la ha inventado porque le dio la gana, y está llena de seres gratuitos cuyos pitos disuenan entre los demás pitos componiendo la universal baraúnda. El propio Dios es una disonancia.

—¡Eres un bárbaro!

Permanecieron en silencio.

—¡Bueno! —dijo el Garbanzo después de unos instantes—, ¿quién es el pájaro del que tengo que encargarme?

—Ahora le echaremos un vistazo.

—¿Y he de seguir ejerciendo de padre Welcek?

—No creo que te convenga. Tienes que acompañar a ese sujeto hasta la muerte, enterarte de sus pensamientos y llevar cuenta de sus actos; tienes, sobre todo, que presenciar cómo opera en su alma la Gracia y cómo no puede operar porque no puede dejar de salvarse, y cuando el Otro le abra las puertas del Cielo, gritar un «¡No hay derecho!» con todas las voces del infierno. En resumen, tienes que demostrar que ese hombre no es libre, que está predestinado a la salvación.

—Ya me dirás a qué viene todo eso.

—Se trata de una disputa entre vosotros y nosotros, y a ese hombre le ha tocado servir de prueba.

En aquellos momentos, la úlcera del agustino dolía como una puñalada que atravesase las entrañas, hacia la espalda.

La propuesta de Polilla ofrecía una liberación.

—En medio de todo, es un consuelo el poco trabajo que me dará este caso. ¿Traes instrucciones acerca de lo que he de hacer con este cuerpo de fraile?

—Ninguna.

—En ese caso…

Garbanzo Negro pegó un grito de alegría, y el cuerpo de Welcek cayó sobre las losas, exánime.

—¡A hacer puñetas! —gritó luego, a guisa de despedida.

—Pero ¿vas a dejarlo ahí tirado?

—Y, ¿por qué no?

—No me parece un final propio, ni mucho menos el que estaba previsto.

—Si te doliera el estómago como me dolía a mí…

Polilla contemplaba el cuerpo derribado con algo semejante a la misericordia, aunque de distinta naturaleza: algo así como el sentimiento del que ve cómo una obra de arte, pudiendo ser perfecta, remata en olla por voluntad o estupidez del artista.

—Se ve que eres católico, pero de los que no tiene remedio —dijo luego al Garbanzo—, y que te da lo mismo una muerte que otra, aunque sea una traición metafísica. Pero nosotros, los protestantes, hemos profundizado mucho en eso de la muerte, y andan por ahí varias ideas que germinarán a su debido tiempo y descubrirán a los hombres perspectivas de admirable fertilidad. Por lo pronto, el más grande de nuestros poetas ha inventado ya una máxima que revolucionará la moral. «Sé fiel a ti mismo», dijo. ¿Has oído alguna vez algo más nuevo y alentador? Eso quiere decir: has sido predestinado: sé fiel a la predestinación. O, dicho de otra manera: cuando nace un hombre, en el acto de nacer están contenidos todos los actos de su vida, incluida la muerte. Cierto que cada cual debe ir eligiendo, y hasta puede hacerse la ilusión de que lo hace con libertad, e incluso admito que en ciertos momentos pueda llegar a ser relativamente libre; pero si ha profundizado en sí mismo, elegirá lo que necesariamente le corresponde, como el buen dramaturgo mueve a sus personajes según un principio de necesidad. Y al que elige mal, le sucede lo que al mal poeta: que el resultado, en ese caso la vida, es radicalmente falso. Imagínate un sujeto cuyos instintos le llevasen al asesinato, o a la lujuria, o al robo, y que se empeñase en vivir como un santo de Dios. Su entelequia, como decís vosotros, consistiría en ser un perfecto bandido, o un perfecto fornicador, y, siéndolo, realizaría la fidelidad a sí mismo a que antes me refería: pero si se tropieza en el camino con alguien que le diga: «Ahí está, hijo mío, la ley de Dios. Obedécela», y él se esfuerza por hacerlo, como ser está condenado a la imperfección, que es el más grande de los pecados.

—¿Dicen eso los protestantes? —le preguntó el Garbanzo un poco asombrado.

—Todavía no lo dicen, pero ya lo dirán. Y dirán asimismo que cada hombre lleva consigo su propia muerte, y que morirse de muerte distinta es falsificación, la más grande, por ser definitiva. Por eso me apena ver ese cuerpo caído, cuando tú sabes bien que debía morir de una perforación de estómago, en medio de grandes dolores, y debidamente sacramentado. Todavía estás a tiempo.

—Sí —respondió el Garbanzo sordamente—. Estoy a tiempo todavía.

—Faltan unas horas para la mañana. Es entonces cuando debes buscar a Leporello, incorporarte a él, después de expulsar su alma, y entrar al servicio de Don Juan Tenorio. Con que el padre Welcek se muera hacia las ocho, basta. Tienes ocasión de lucirte haciéndole morir piadosamente; dirán que murió hecho un santo, y hasta puede que lo canonicen algún día.

—Voy a lucirme de otra manera.

—¿Cómo?

—Me has dado una idea, y quiero aprovecharla. Se refiere, naturalmente, a la muerte de Welcek.

Miró con rabia el cuerpo del agustino.

—He pasado ahí dentro veinte años. ¡No sabes lo que he sufrido! Un cuerpo miserable, del que no tuve sino dolores. No me quedó ni el consuelo de utilizar con fruto su cerebro, porque no fue demasiado inteligente. ¡Si supieras, Polilla, cómo hubiera deseado que ese estúpido fraile fuese un hombre genial! Hubiera podido adelantar en el conocimiento, o, por lo menos, me hubiera permitido lucirme en la Universidad como maestro. Pero ni conseguí superar en ciencia al padre Téllez, antes bien, lo que sé lo he oído de sus labios o lo leí en sus libros, ni en la Facultad he podido pasar de simple repetidor, una especie de cotorra despreciada de todos. ¡Dolores en el cuerpo, mi querido Polilla, y enormes humillaciones a mi dignidad personal! Y eso sí que son problemas, y no los galimatías calvinistas con que me vienes ahora. El responsable fue ese fraile. Y quiero vengarme de él, quiero vengarme haciéndole morir de una muerte distinta a esta que le había adjudicado, una muerte que me deje tranquila la conciencia. Si quieres divertirte, sígueme.

Y se coló dentro del cuerpo de Welcek.

—Siempre será monstruoso lo que hagas —respondió Polilla.

Ya el fraile se había levantado, y a través de sus ojos, Garbanzo miraba con furia extraña.

—¿De veras no te interesa?

—No.

—Entonces, hasta la vista.

Pegó un brinco y salió disparado por los aires. Una huella de luz, como de meteoro, quedó tras él y se desvaneció en seguida. Los aficionados a la contemplación nocturna señalaron aquella noche lluvia de estrellas en el cielo salmantino.

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