Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO III » 5.

Página 28 de 56

5.

Fue entonces cuando, por primera vez en las últimas dos horas, me sentí sosegado y relativamente dueño de mis actos, aunque quizá no tanto de mis pensamientos. Dejarme caer en un diván, estirarme cuanto pude, fueron determinaciones libres, y lo fue también, sin duda, el examen inmediato que, sin moverme, hice del salón en que me hallaba, y en seguida, del contiguo. Es ocioso repetir que nada había variado, que era el mismo salón romántico de las otras veces, y que las luces encendidas que lo alumbraban no eran lo más adecuado para la creación de penumbras misteriosas; de modo que lo acontecido entonces no perteneció sino a mí mismo, no sucedió sino en mi intimidad. Es difícil describir lo que fue, y cómo fue; lo que más se le parece, aunque con parecido físico, es el parpadeo de los tubos de neón cuando van a encenderse: así, algo parpadeó en mi interior, parpadeó dos o tres veces, pero se apagó. Todo el mundo ha tenido alguna vez esa clase de experiencias y probablemente en ellas se apoyó Platón para afirmar que nuestras almas emigran. Pero lo que en mí parpadeaba y se extinguía era la conciencia, de no haber estado allí otra vez, sino de haber vivido allí en otro tiempo, quizá remoto; era la conciencia fugaz de un reconocimiento. Lo bastante duradera, sin embargo, para advertir que algunas cosas habían cambiado de lugar, y que las lámparas no eran las mismas, y que la iluminación era excesiva. Percibí asimismo el eco de palabras que Leporello no había pronunciado, retazos demorados de una conversación en la que yo tomaba parte como dueño de la casa. Mis invitados habían sido tres, una mujer entre ellos.

Insisto en que la naturaleza de aquella experiencia pertenecía al orden de lo reminiscente, y su material era el recuerdo, y no, como la habida días atrás, al orden de los contactos místicos. No solo estaban olvidadas ya las mujeres que allí habían amado, sino que habían dejado de estar presentes de la manera esencial que lo habían estado. Más aún: las reminiscencias fugaces se referían a una situación muy anterior en el tiempo al paso de las mujeres por la casa de Don Juan: esto lo supe de modo inmediato e intuitivo, sin ningún dato en que apoyarme.

Me levanté y examiné otra vez la habitación. La examiné enteramente iluminada, y, después, apagué algunas luces y volví a examinarla. A toda luz, en penumbra y aun a oscuras —es decir, al tacto y al olfato— la habitación y lo que en ella había me ofrecían un aspecto hasta entonces desconocido: ni el misterio de la primera visita, ni la enorme vulgaridad de aquella tarde, sino la impresión —más bien la convicción— de que estaba habitada, de que alguien hacía allí su vida cotidiana: alguien de costumbres distintas a las mías y aun a las de mi tiempo, de mentalidad también distinta; alguien, en fin, cuyos hábitos y cuya alma iban bien al romanticismo tardío de los muebles, y para quien las líneas y los colores de los cuadros y dibujos representaban todavía una audacia o una novedad. Esa persona —con la que, durante unos instantes, me había identificado, pero de la que ahora me sentía distinto— recibía la visita de amigos que no bebían whisky, sino champán; que no se derribaban en los sillones, sino que se sentaban con cierta ceremonia; que no hablaban nuestro idioma intelectualizado, sino un francés relampagueante de inteligencia y entusiasmo lírico —una de ellas, la mujer, con acento criollo.

Si el alma puede partirse, la mía se había partido, y la mitad receptiva se empapaba como una esponja seca, se sumía en la experiencia, en tanto que la otra permanecía alerta, examinaba, clasificaba y juzgaba sin contagiarse del temblor, y —¿por qué no?— del suave terror que la otra experimentaba. Esta duplicidad no era nueva; por lo general siempre que algo me ha entusiasmado, he logrado que una parte de mi ser se mantenga aparte del entusiasmo. Gracias a este hábito, que acaso sea también un privilegio, siempre he podido recobrar la calma o regresar a la frialdad en cuanto me pareció oportuno. Abandoné, pues, el examen del salón, y me entregué a las abluciones nocturnas. El cuarto de baño era reciente. Al mirarme al espejo, ninguna imagen romántica se sobrepuso a la mía, tan vulgar y moderna.

Me dormí pronto. Empecé a soñar y el sueño tuvo que ver con el maneje del día. Soñé que en un rincón de mi cerebro metían desde fuera un huevo como de ave, en cuyo interior algo arañaba como hacen los polluelos al salir del cascarón; arañaban con insistencia, con un ruido que se me antojaba estrépito (y que seguramente lo sería en el silencio de mi cabeza), y yo esperaba la aparición de una tierna patita, que, sin embargo, se retrasaba hasta impacientarme. Me di cuenta, de pronto, de que mientras esperaba, el huevo se había convertido en una especie de cilindro hueco como los que usan los ilusionistas para sus escamoteos. Colgaba del techo y estaba vacío. Leporello, de frac y con la vara de las virtudes en la mano me obligaba a comprobar que dentro del cilindro no había nadie: lo tapaba después con dos pedazos de papel que sujetaba a los extremos con aros. Sonaba entonces un redoble remoto, y Don Juan rompía uno de los papeles, saltaba sobre la pista, decía: «¡Hop!» y salía pitando por el foro. Yo me asomaba entonces al interior del cilindro y me hallaba como asomado a una ventana desde la que podía contemplar un panorama de recuerdos que no me pertenecían. «¿Ve usted —dijo entonces Leporello— como cumplo mi promesa? ¡Usted pretendía, en cambio, escurrir el bulto!» Me lo había dicho a mí, pero las palabras formaban parte del número, constituían su final. Leporello saludó, y el público aplaudió con entusiasmo. Mientras Leporello hacía las últimas reverencias, vinieron los servidores de la pista y cambiaron la decoración. Entonces, desperté, y dije:

—Juana dejó la copa en el borde de la mesa, y Lisette, que es una atolondrada, la romperá.

Esto dije, y esto me oí decir. Alargué la mano para encender la luz, pero mi mano no buscaba el conmutador, sino los fósforos: tantearon los dedos el mármol frío hasta encontrarlos, encendí uno, y, con él, la vela del candelabro que había en la mesa de noche. Así alumbrado, fui al salón, a retirar la copa que Juana había dejado en el borde de la mesa, pero en la mesa no había ninguna copa: comprendí entonces que, hasta aquel instante y desde mi despertar, no había vivido en mí. O quizá sea más exacto decir que alguien que había vivido en mí desde mi despertar, y que recordaba el descuido de Juana y el atolondramiento de Lisette, me había abandonado. Sin embargo, un no sé qué me había dejado dentro, relacionado con las reminiscencias entrevistas y los recuerdos que Leporello me había ofrecido, porque abrí la puerta de una vitrina y en su interior hallé la copa cuya rotura había temido, un poco apartada de las restantes copas, y con un fondo de champán. La reconocí inmediatamente.

No tenía sueño. Me senté en la banqueta del piano y apoyé los brazos en el teclado: las teclas, golpeadas, produjeron un sonido extrañamente armónico (¡aquella misma tarde, el piano estaba desafinado!) que llenó aquel ámbito, que me rodeó y me apretó y casi me hizo girar sobre mí mismo; que, desde luego, imprimió a mi alma un movimiento musical cada vez más rápido, casi vertiginoso: duró el tiempo que las inesperadas armonías tardaron en desvanecerse; pero, entonces, yo había cambiado ya.

Yo había perdido el gobernalle de mi voluntad, y el centro invulnerable de mi alma había sido alcanzado. Dulcemente se desvanecía todo intento de excogitación, se extinguía en mí toda potencia reflexiva, y, en su lugar, reminiscencias en tropel me invadían el alma y la llenaban. Primero, confusamente; con cierto orden, en seguida. Al mismo tiempo se me debilitaba la conciencia de mí mismo, quedaba unida a mí por un recuerdo sutil, y si bien no llegué entonces a creer que fuera otra persona, es indudable que me sentía como ocupado por otro de nombre desconocido, de cuya vida unas horas se me recordaban con claridad e insistencia. Simplemente, la totalidad de mis recuerdos era sustituida por los recuerdos de otro. Había sucedido aquella tarde. Yo acababa de llegar de Munich, donde pocos días antes —el diez de julio de 1865— Ricardo Wagner había estrenado «Tristán e Isolda». Tres amigos me visitaban —el buen Charles y Jeanne, su amante, que dejaba la copa siempre en el borde de la mesa; y un tercero, varón, extrañamente encopetado, cuyo nombre no conseguía recordar—. Les había explicado a mi manera la ópera de Wagner. Charles me pidió que le ofreciese una muestra de la música, si podía recordarla, y entonces yo, al piano, reproduje en la medida de lo posible algunos temas: los que cantaba Tristán y los que cantaba Isolda. Entonces, Charles dijo:

Dans la musique de Wagner, «chaque personnage est, pour ainsi dire, blasonné par la mélodie qui répresente son charactère moral et le rôle qu’il est appelé à jouer dans la fable».

Luego, ¿sería usted capaz de averiguar, por estos fragmentos melódicos que acabo de ofrecerle, el modo de amarse Tristán e Isolda?

Naturellement, mon vieux!

El bueno de Charles empezó a hablar del amor, y, mientras hablaba, yo lo examinaba. Había envejecido mucho durante mi ausencia, le temblaban las manos y los párpados, y un no sé qué de ruinoso parecía revelar su próximo desmoronamiento; pero sus ojos claros no habían perdido la desencantada, melancólica agudeza, y sus palabras mostraban que la habitual clarividencia aún no le había abandonado. También Jeanne estaba un poco más vieja, y sus movimientos eran torpones, porque su parálisis no había sido bien curada. Charles, a veces, hacía una pausa en las palabras, y la miraba tiernamente, o le acariciaba la mano oscura. Lo que decía Charles del amor, atribuido a Tristán e Isolda, podía muy bien ser la confesión de su manera de amar a Jeanne; y a mí siempre me había entristecido que un hombre de su inteligencia viviese encadenado a una mujer de espíritu tan poco delicado, aunque de cuerpo extrañamente atractivo. Algunos amigos comunes solían disculparle, como si de aquella sumisión entera sacase Charles la excitación necesaria para que su inteligencia y su sensibilidad se mantuviesen más despiertas que las de ningún hombre del siglo. Yo, sin embargo, nunca lo he creído así, sino que consideraba a Jeanne como algo puesto por Dios al lado de Charles, algo metido en su vida por razones particulares de Dios que a mi no se me alcanzaban. ¡Lo que Charles hubiera descubierto, lo que hubiera escrito, sin la sumisión sexual a Jeanne! Él la describía, trasmudándose en Tristán, como la más honda y radical experiencia de dicha, casi como la dicha demoníaca de Adán y Eva después de aconsejados por la sierpe. Y de esto, yo sabía algo.

Usted no cree en el amor, ¿verdad? —me dijo, interrumpiéndose Charles; y sus pupilas claras parecían querer atravesar las mías, ya entonces tan faltas de brillo como cargadas de vejez.

A mi modo.

¿Solo como placer de los sentidos?

Ante todo, como protesta contra Dios —le respondí, a riesgo de descubrirme; y añadí en seguida—: Es decir, así lo concebía en mi mocedad.

Yo le interrogaba sobre su amor hoy.

Es una costumbre debidamente tecnificada, que sirve, sin embargo, al propósito inicial.

¿Se refiere usted al modo de aumentar el placer?

El placer no me interesa. Me refiero al modo de conquistar a las mujeres.

¡Oh, por favor, explíquelo! —interrumpió Jeanne, con su dulce voz tropical, como si desease ser inmediatamente víctima de mi técnica—. Tiene que ser muy interesante.

Yo no creo llegar a comprenderlo —dijo Charles—. Solo he sido capaz de una técnica en mi vida con una sola mujer: la total entrega. Por eso las demás mujeres me han fallado, o les he fallado yo.

Es que usted ama, y yo, no —le dije.

¿Cómo puede usted vivir así?

Porque he descubierto un sentimiento más hondo que el amor, y un objeto más alto que una mujer.

Pourtant, vous êtes un homme à femmes, mon vieux!

Le aseguro que, en mi vida, las mujeres tienen un papel puramente instrumental.

¿Instrumentos de placer?

No. Nada de eso. ¿No le dije hace un momento que el placer no me interesa?

¿Entonces?

Permítame que guarde el secreto, por ahora.

Siempre sospeché que era usted un personaje misterioso, y ahora estoy seguro de que lo es. ¿Cuál es su verdadero nombre?

¡Oh, Charles querido, qué tonterías se te ocurren! Cállate, y deja que nos explique su técnica. Estoy rabiosa por conocerla.

Charles la miró con ternura. Asintió en seguida. Nos sonreímos. Mi sonrisa quería significar que estábamos de acuerdo. La de él me daba las gracias.

Jeanne tiene razón. Su técnica de conquistador es lo más importante.

… aunque lo sea todavía más mi técnica de burlador.

Aquí se cerró la ventana del recuerdo, aquí las reminiscencias se desvanecieron, aquí mi interior quedó vacío del que lo ocupaba, y regresé a mí mismo, como arrastrado de aquella palabra por la que sentía especial antipatía. Me levanté como el que vuelve del otro mundo, con ojos acostumbrados a maravillas. Todo estaba igual, silencioso; y yo empezaba a tener frío.

—Pero ¿he podido alguna vez tocar «Tristán e Isolda»? —me pregunté—. ¡Tocar al piano la música de Wagner! —añadí con asombro.

Y, antes de acostarme, intenté deletrear los compases, las melodías que Charles había escuchado. En vano. Jamás he recordado la música del «Tristán».

Ir a la siguiente página

Report Page