Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO IV » 4.

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4.

No sé por cuánto tiempo estuve así, con una pierna balanceándose fuera del balcón. Para los relojes, poco; para la experiencia de mi alma, casi una eternidad. Estas operaciones, ya se sabe, son singularmente intensas, de intensidad anormal que sobrepasa la estrecha capacidad humana. Para explicarlas, acudimos a símiles de extensión. Hay una eternidad a lo largo, a lo ancho, a lo alto; pero tiene que haber otra, que solo han conocido los místicos, como la prolongación infinita de un punto en el sentido de la profundidad, de modo que siga siendo punto, ni ancho ni largo, pero inmenso. Un punto así fue el que vivió mi alma mientras mi pierna izquierda se balanceaba; atraída por el alba, arrebatada por ella, me abandoné, y hubiera recorrido el camino desconocido del éxtasis si, en aquel momento, no me hubiesen llamado.

—Don Juan.

No fue Mariana. La pobre seguía quietecita, escuchaba inmóvil su felicidad interior. Tampoco fue Leporello, que dormía la mona en cualquier rincón de la venta. Menos aún el Comendador, que no sé dónde estaba. Reconocí la voz, aquella voz que, cuando niño, con solo nombrarme, resolvía en seguridad mis vacilaciones y mis angustias, fuesen de miedo al coco o al pecado mortal. Era la voz de mi padre, redonda y seca, la que me recordaba, con solo oírla, que un miembro del clan de los Tenorios no puede tener miedo.

—Don Juan.

Venía de lejos, y con ella, una figura de la que todo me había sido familiar, hasta el nombre. Delgada, un poco encorvada ya, pero aplomada todavía. Ponía los pies en el aire del amanecer como antaño en las losas de mi casa, con gallardía, casi con majestad. Conforme se acercaba, el resplandor de la aurora parecía retroceder, borrarse otra vez las cosas, y crearse en el espacio un ámbito tenebroso, en cuyo límite remoto multitud de figuras esperaban.

—Don Juan.

Estaba ya junto a mí. No sonreía. Me ofrecía la mano. Y yo le tendí la mía.

—Ven conmigo.

—¿Estoy muerto?

—No.

—¿Entonces…?

—Ven conmigo.

Mandaba como antaño; pero no sobre mi voluntad, sino sobre mi ser. Porque mi ser le obedeció y se dejó arrastrar por el mandato sin que mi voluntad participase en el movimiento. Ni siquiera mi ser entero, porque, al sentirme arrebatado, volví la vista atrás y pude ver mi cuerpo en la barandilla del balcón, con la pierna izquierda en el vacío. Era el mío un ser sin cuerpo, aunque su igual, pura forma transparente, como la de mi padre. Era mi propio fantasma el que seguía, por el camino del aire, al fantasma de mi padre, llevado de su mano, hacia un lugar donde una muchedumbre de sombras me esperaba.

Los reconocí en seguida y me emocioné. Allí estaban ellos, los Tenorios, en imponente asamblea; y el lugar donde estaban y me esperaban era seguramente su paraíso privado, quizá una parte del infierno. Estaban todos, desde el primero, el labrador gallego que asesinó una noche, en un camino, a un abad de San Benito y le robó el caballo, y después sirvió al rey en la guerra como caballero, ganó tierras y honores, y tomó apellido del lugar donde había nacido. Conservaba el aire de forajido montaraz, las armas de guerra con las que le habían muerto: apoyado en la lanza, me buscaban, inquietos, sus grandes ojos azules, mientras torcía su boca una media sonrisa no sé si de curiosidad o desprecio. Presidía, gigantesco, el cotarro, y a su lado se agrupaban sus descendientes, siete siglos enteros de descendientes, obtenidos por selección cuidadosa, en semicírculo por orden de generaciones. Los había militares, algunos frailes, tres o cuatro doctores en derecho. De los primeros, destacaba el almirante don Jufre, con el pecho atravesado de un venablo, como dicen que murió en el puente de su galera. De los segundos, un par de ellos llevaban roquetes colorados. Había también muchas mujeres, guapas y feas, solteras y casadas, viudas y monjas. Y varias criaturas muertas en edad temprana, pero tan serias como los otros, tan estiradas como ellos. Me río ahora, al recordarlos, pero también me río de mi emoción al hallarme entre ellos. Si Dios me hubiera hecho entonces la merced de rodearme de sus ángeles, no me consideraría tan favorecido: porque, para mi corazón, mis antepasados estaban por encima de los ángeles. No es mía la culpa. Así me lo habían hecho entender desde niño. Y tenía su cólera por más temible que la de Dios. Dios se limita a enviar al infierno a los pecadores, pero la cólera de los Tenorios muertos produce deshonor.

Era curioso. Todos se parecían a aquel bigardo cuya sangre y nombre llevábamos. Pero los mismos rasgos, al pasar de uno a otro, se iban suavizando, embellecidos; los rostros se afilaban, perdían tamaño y espesor las manos, y los cuerpos salidos de aquel orangután se adelgazaban, se alargaban hasta hacerse frágiles y esbeltos. Nuestro común tatarabuelo tenía la cabeza grande, el mentón breve, los arcos superciliares saledizos como tejados de sus ojos; pero los más próximos a mí de sus descendientes mostraban anchas frentes inteligentes, cejas en arco de dibujo escueto, mandíbulas refinadamente poderosas. Variaban, eso sí, las narices, porque nuestro tatarabuelo, que apenas las tenía, poca materia nasal había podido legarnos. Mis antepasados los Tenorios, para distinguirse entre sí, entre tanto rasgo común, acudían a las narices como baluarte extremo de su individualidad; y muchos motes familiares, de la nariz se habían tomado, así don Diego, el Chato, o don Froilán, el Aquilino.

Vi mi figura entre todas, y me pareció el resumen de aquellas distinciones. Terminaba en mí la evolución, el refinamiento se cumplía. A partir de mí, de tener hijos, empezaría la decadencia. Pero yo era una cumbre, y, al comprenderlo, empecé a sentirme seguro de mí mismo, aunque no tanto que no me esperasen aún algunos desfallecimientos.

Mi padre se había detenido en el centro del corro.

—Os presento a don Juan, mi hijo.

Incliné la cabeza, un grado más que si me hallase ante el rey, un grado menos que si me hallase ante Dios, y ellos alzaron la mano diestra. Algo en mi interior temblaba, sin embargo, todavía desconcertado, porque si aquellos hombres eran los jueces infalibles cuya jurisdicción sobre mis actos había siempre reconocido, yo, en cierto modo, estaba por encima de ellos, que habían venido a este mundo para producirme a mí. Si me llamaban, era por ser su representante. Tenía, sí, que acatar su autoridad, pero sin rebajarme; como si les dijera: «Tan importante soy, que hacéis falta todos vosotros para juzgarme». Y esto sería, seguramente, lo que esperaban de mí. A un mozo sumiso y blando, a un mozo temblón, le hubieran desdeñado.

Me volví a mi padre.

—¿Qué es esto, señor? ¿Un juicio de faltas o una presentación en sociedad?

Mi padre no respondió. Soltó mi mano, retrocedió y ocupó su lugar, al lado de una dama que me miraba con ternura y que debía de ser mi madre. Al descubrirla, le dediqué una reverencia particular y una sonrisa. Era hermosa, salía de su persona un no sé qué de fascinante. Identifiqué en seguida su nariz como origen de la mía, lo único, seguramente, que me había legado, porque mi madre no pertenecía a la raza de los Tenorios, no predominaban en su talante el orgullo, la altivez, la energía. Ahora estoy en situación de comprender que fue una de esas mujeres excepcionales que, a fuerza de aristocracia, llegan al desprecio de toda mundanidad y que se quedan, de lo humano, con el espíritu. Me explico que no pudiera parirme fácilmente.

Uno de aquellos abogados salió del semicírculo y quedó cerca de mí. No parecía un tipo para tomarlo a broma. A las cualidades comunes de los otros, unía, indudablemente, una gran astucia y cierto sentido del humor. Todo en su facha era solemne, pero su sonrisa deshacía la solemnidad, como si se burlara de ella; abría una puerta al entendimiento, pero no una puerta fácil. Aquel hombre debía reírse de los torpes y, probablemente, de los solemnes; y desde el primer momento temí que se riera de mí.

—¡Bueno, muchacho, bueno! —me dijo—. Conque, ¿una juerguecita? La primera, naturalmente. Y tú, como cada hijo de vecino después de su primera juerga, te hallas un poco perplejo. No te preocupes. Te hemos traído aquí para ponerte en claro contigo mismo.

Me fastidiaba su aire de superioridad; su sonrisa de zorro me desconcertaba.

—¿Es eso lo acostumbrado? Cada vez que un Tenorio comete su primer pecado, ¿se le llama a capítulo de muertos?

—¡De ninguna manera! Es la primera vez que nos reunimos por una cosa semejante.

—¿Debo entender que me hacen este honor?

—No, no. Nada de eso. Considerado como persona, eres un Tenorio más, pero no más que cualquier otro Tenorio. Para nosotros, vales como descendiente nuestro y en tanto que seas fiel a tu sangre. Lo que en ti puede haber de distinto, ¿cómo te lo diría?, de individual, no nos preocupa.

—¿Entonces?

—Te hemos traído aquí, efectivamente, por tu pecado, pero no en tanto fue pecado contra Dios, que en eso no solemos meternos, sino a causa de ciertas circunstancias que lo convierten en pecado contra nosotros.

Yo no podría sospechar de dónde vendrían los tiros. No sabía cómo debía responderle. Solo por no quedar callado, que sería perder puntos, señalé a mi padre.

—Ahí está don Pedro Tenorio, gracias a quien puedo sentirme miembro legal de tan ilustre compañía. Mi padre me enseñó que mi vida debería regirse por dos leyes: la de Dios y la nuestra. Pues bien: en el código especial tolerado por la Providencia a todos los Tenorios, no figura ningún precepto que me impida acostarme con una prostituta. O, por lo menos, lo desconozco. Ni me lo comunicó mi padre, con quien viví hasta los diez años, ni tampoco el pedagogo en cuyas manos me puso de los diez a los veinte. Si todos estos señores me aseguran bajo palabra que jamás cometieron ese pecado, se lo creeré, aunque me cueste trabajo. Pero, mientras tanto…

Surgió de la presidencia una risa estrangulada, formidable, y mi primer tatarabuelo, riendo de una oreja a la otra, empezó a golpearse el pecho.

—¡Bien, muchacho, bien! ¡Eso es lo cierto! ¡Aquí me tienes a mí, que durante veinte años no me acosté más que con soldaderas! ¿Qué sería sin ellas de los militares?

El abogado dejó de sonreír; se volvió al que reía, se inclinó.

—Gracias, señor, por esa aclaración tan necesaria.

Me hizo frente, con un movimiento rápido, y su mano, extendida hacia mí, apuntaba con un dedo largo.

—No nos importa que te hayas acostado con una prostituta. Todos nosotros lo hemos hecho, si se terció y a nadie acusaron de pecado. Pero, fíjate bien; todos nosotros lo hicimos por nuestra voluntad. En cambio tú…

Se acercó. Su dedo inexorable se metió casi en mis narices.

—… tú te dejaste engañar, te dejaste envolver por el Comendador de Ulloa. Fuiste como un juguete en manos de ese granuja, como un chiquillo con el que alguien se divierte. Mientras tú te enredabas en la aventura con Mariana, él se reía de ti y te consideraba pan comido.

Fue como sentirme insultado. Sentía que la sangre encendía y coloreaba mi rostro. Tenía que notarse.

—Pero ¿por qué? —pregunté anhelante.

—Porque, para el Comendador de Ulloa, no eres más que un pollito adinerado al que pretende desplumar.

Se me ocurrió que un efecto teatral podría restablecer el equilibrio alterado por la acusación. Alcé la mano, agarré la suya, y, con suavidad la aparté de mi rostro.

—Eso ya lo sabía. Para enterarme de los propósitos de don Gonzalo, no valía la pena sacar a tantos muertos de sus tumbas. Lo encuentro exagerado.

—Quizá no comprendas todavía la magnitud de la ofensa. Acaso ignores que los Ulloa son menos que nosotros, simples ballesteros de mesnada cuando nosotros éramos ya caballeros. En cualquier caso habría que lavar con sangre la ofensa, pero, tratándose de un igual (en el caso discutible de que haya alguien que nos iguale), podría llegarse a un arreglo. Con un Ulloa no hay más arreglo que la muerte. Tienes que matar a don Gonzalo.

—¿Matarle?

—Sí. No asesinarle, entiéndelo bien, sino poner en sus manos una espada y matarlo con la tuya. Salvo si él es más hábil, claro está, y te da muerte. Te prevengo que, en ese caso, no serías recibido por nosotros con cohetes, pero tampoco serías mal recibido. Lo esencial quedaría igualmente a salvo.

—Comprendo.

—Naturalmente —continuó— nuestra exigencia no afecta a tu libertad. ¡Sí, querido descendiente! Somos respetuosos con la libertad de cada cual. Pero, bien entendido que si te niegas a matar al Comendador, si rechazas nuestro mandato, dejaremos de considerarte como uno de los nuestros.

Extendió el brazo y señaló el semicírculo de los antepasados.

—Si conocieras uno por uno el número y el nombre de tus ascendientes, verías que algunos faltan. Son pocos, por fortuna. Son los que, por escrúpulo, cobardía o abulia, dejaron de cumplir nuestra ley. Unos están en el infierno, en el cielo otros; pero, aquí, entre nosotros, no está ni estará ninguno. Los rechazamos. Y un Tenorio puede perder su alma, nunca el respeto de sus muertos. Nuestro respeto por ti, el de todos nosotros, es el que en ese momento se juega.

—Pero —le pregunté—, ¿no están un poco anticuadas esas venganzas? Tengo entendido que ahora la gente es más sencilla, y que casos como este se arreglan a bofetadas.

El abogado dejó caer la mano.

—No es mal comienzo. Abofetea al Comendador. La muerte vendrá después.

Se dirigió a los demás.

—Supongo que no habrá inconveniente en que comience la venganza por unas bofetadas.

Respondieron, a coro, que no. El abogado me hizo una reverencia.

—En principio, los detalles del lance no nos importan, con tal de que termine en muerte. Puedes, simplemente, asentir. Puedes decir que no, y razonar tu negativa. No tenemos prisa, y estoy seguro de que estas damas y estos caballeros te escucharán con gusto. Sabemos que eres espabilado, y que hablas con donaire.

—Gracias.

Se retiró a las filas oscuras, se confundió entre ellas. Quedé solo en el espacio vacío y sentí, por un momento, desamparo. Los rostros más cercanos revelaban interés, pero ninguna simpatía, menos aún amor. Tuve en aquel momento la intuición de que los Tenorios no habían amado nunca, de que en la falta de amor se había cimentado su fortaleza. Ni siquiera mi padre me miraba con ternura: aquello parecía un regimiento en el que todos fuesen capitanes y se hubieran juntado para juzgar el desliz del capitán más joven contra las ordenanzas.

Yo les había amado, me había sentido amorosamente solidario de su grandeza y de sus imperfecciones, pero en aquel momento comprendí que el amor estaba de más, y que al amor se debían mis vacilaciones y flaquezas. Hice un esfuerzo para descartar de mi corazón todo sentimiento que no fuese el deber, por obrar ante ellos como si nunca los hubiera amado. Al hacerlo, sentí un gran alivio. Las cosas, sin amor, eran más fáciles.

Les saludé otra vez.

—Quiero anunciaros, ante todo, que mataré al Comendador. Sí, le mataré, probablemente. No sé todavía si con bofetadas o sin ellas, pero le mataré. Sin embargo, se me ocurre algo que me gustaría exponer.

Hice una pausa, busqué el lugar donde los clérigos se habían agrupado.

—A vosotros principalmente me dirijo, porque voy a hablar de Dios, y vosotros seréis aquí sus representantes.

El abogado me interrumpió.

—No es necesario. Nuestra ley no es ley de Dios, sino de sangre. Es una ley mundana.

—Sin embargo, somos cristianos. Yo, al menos, lo soy aún. Y como nunca pensé que la ley de Dios y la mía pudieran entrar en colisión… Porque, si mato al Comendador, cometo pecado de homicidio.

Uno de los obispos asintió a mis palabras, pero me respondió el abogado:

—El pecado se borra con arrepentimiento.

—¿Quiere eso decir que debo matar al Comendador con el propósito de arrepentirme luego?

—Exactamente.

—Y, eso, ¿no es una argucia?

El abogado se encogió de hombros.

—La vida de los cristianos está llena de argucias como esa. Hay muchas cosas que Dios prohíbe y que nos vemos obligados a hacer sin remedio. Pero sabemos que con el arrepentimiento todo se arregla. Dios lo perdona.

—¿Debo pensar que también puedo arrepentirme de no matar al Comendador y ser perdonado por vosotros?

—Nosotros no perdonamos. El perdón… —vaciló, sonrió— es una facultad divina que nos está vedada. Somos inexorables porque somos humanos.

—Yo lo soy también conmigo mismo.

—Nos parece de perlas.

—Por lo tanto, no puedo cometer un homicidio con el propósito de arrepentirme luego. Sería una hipocresía inútil, una trampa. Pero ¿quién será tan imbécil que juegue la partida de Dios con un as en la manga? Dios conoce la verdad de mi corazón. En este momento estoy oyendo su palabra: «Si matas al Comendador, te apartarás de mí».

—¿Y no escuchabas esa misma palabra cuando esta noche te acostaste con una prostituta? Porque también está escrito: No fornicarás.

—Dios, entonces, callaba, o al menos no le oía. Estaba cegado por la sangre.

—Puedes cegar también cuando riñas con el Comendador y lo mates.

—Ya no volveré a cegar.

Lo dije con una especie de dramatismo que me salió espontáneo y que debía causar gran efecto en el auditorio; pero el auditorio no se conmovió ni probablemente percibió el matiz.

—No volveré a cegar —repetí—. Es una de las cosas que mi ley me vetará en el futuro.

—Nosotros no somos tan exigentes. No te prohibimos que te emociones y que pierdas la cabeza. No es malo hacerlo, y, a veces, hasta es conveniente. Ya ves; si esta noche no te hubieras emocionado, nosotros seríamos menos benévolos contigo. La emoción es tu eximente. Estabas tan entusiasmado con tu descubrimiento de placer, que no advertiste que había sido objeto de una burla.

—¿Solo una?

—Que nosotros sepamos… Y nosotros lo sabemos todo.

—Lo que os atañe. Pero no lo que a mí solo me concierne.

—Eso es cosa tuya, evidentemente.

—De acuerdo. Pero todo lo que sucedió esta noche está ligado. Tú puedes discernir, con razones de abogado, lo que os importa de lo que os deja indiferentes. A mí me es imposible separarlos. Si tiro de una cosa, las demás vienen detrás. Escuchadme. El Comendador de Ulloa se burló de mí. El viejo iba a lo suyo; quiere, según vosotros, desplumarme. Pero, además, me ha humillado sin saberlo, porque yo era, hace unas horas, puro, y he dejado de serlo por una prostituta. El Comendador pretende que el placer me distraiga, me debilite o simplemente me entontezca, pero mi humillación interior no puede importarle: esta humillación que siento en soledad solo puede importarle al único Testigo de mi soledad, y Él es el dueño de los destinos; los caminos salen de Él y a Él vuelven. Entonces, tengo que preguntarme: ¿Por qué quiso el Señor mi humillación? Yo era virtuoso, mi cuerpo era puro por la gracia de Dios; pero nunca se me ocurrió ser humilde ni alcanzar la pureza por mi esfuerzo, la verdad es que nunca pensé en la pureza de mi cuerpo, ni siquiera en mi cuerpo. Lo tengo hace veintitrés años, me he servido de él, no me dio placer ni dolor, pero tampoco angustias ni quebrantos. Vivía como si no existiera, iba en carroza camino a la santidad, pero resulta que el cuerpo existe y sirve para algo. Hay que contar con él, por mandato de Dios, que lo tuvo en cuenta siempre, mientras yo lo olvidaba. El Señor necesitaba que lo descubriese, y se valió de don Gonzalo. Fue como decirme: «¡Eh, mocito, que ese cuerpo es tuyo y te lo di para algo!»

Dejé de hablar. Miré a mi alrededor. Una gran carcajada recibió mis palabras. El abogado salió otra vez de las filas y me abrazó.

—¡Bravo muchacho! ¡Eres un gran sofista! ¿Por qué no te dedicas a la abogacía? Harías buena carrera, te lo aseguro.

Le aparté con violencia.

—¿Llamáis sofisma a lo que me atormenta?

—Sofisma por exceso de análisis. Sofisma por unir dos órdenes de hechos que no pueden ser juntados. Sofisma por conceder a una hipótesis jerarquía de verdad. Pero está bien. Demuestra que eres listo, y sobre todo, hablas con patetismo eficaz. Conviene que, ahora, analices tu propio razonamiento y lo destruyas. Así quedarás tranquilo.

—No puedo hacerlo.

—¿Por qué?

—Porque soy honrado, según vosotros me exigís. Mi conclusión honrada es que tengo que matar al Comendador porque se burló de mí, y romper con el Señor, que desde los cielos decretó la burla. O bien arrojarme a tierra, pedir a Dios perdón, aceptar sus decretos y perdonar, por lo tanto, al Comendador. Y no quedarme ahí, sino convertir el resto de mi vida en una penitencia, en una expiación, o bien en un pecado.

El abogado rio otra vez, pero con menos ganas, y me miró sin pizca de burla en sus ojos, sino más bien con un comienzo de respeto.

—Voy comprendiendo que eres uno de esos tipos radicales para quienes solo hay una carta en la mesa y una puesta en la vida.

—Soy como me habéis hecho, y ya no puedo cambiar. Y menos ahora, después de lo pasado.

—Pero, vamos a ver, ¿no eres capaz de hallar un razonamiento que te permita separar una cosa de otra, matar a don Gonzalo y reconciliarte con Dios?

—Sí, pero no creería en él.

—Basta que Dios lo crea.

—¿Me invitas a que esconda el as en la bocamanga? ¿No ves que es estúpido hacer eso con Dios?

El abogado se retorció las manos.

—Eres desesperante.

—Solo consecuente. Esta noche veo excepcionalmente claro, y empiezo a obrar de acuerdo conmigo mismo. Veo más claro y más lejos que vosotros, que nunca os habéis preguntado por qué Dios hizo las cosas como las hizo, pero habéis procurado rehacerlas a vuestro gusto. Pero yo, esta noche, he tenido que preguntármelo. Esta noche…

Me interrumpí.

—Lo que voy a decir es bastante escabroso. ¿Podrían retirarse las señoras?

—Por mí no hay inconveniente —dijo el abogado.

Pero las señoras habían empezado a cuchichear entre sí, y una de ellas, abadesa, adelantó unos pasos, menudos y tímidos, y habló en nombre de todas. Era una dama de gran empaque, y muy bella. Las tocas le sentaban bien, pero se echaba de menos la cabellera rubia que indudablemente había tenido.

Se acercó a mí, se puso a mi lado, e hizo frente al abogado.

—No queremos retirarnos. Nos interesa lo que dice Don Juan. Además, estamos de su parte.

Me miró con sus grandes ojos azules, una mirada larga y sus dedos de aire acariciaron mi barbilla. Luego, se retiró corriendo.

Me estremeció la caricia, como me había estremecido la mirada. Un punto de turbación, rápidamente dominado, detuvo mis palabras.

—Está bien. Con el permiso de las damas.

Pero volví a interrumpirme.

—¿Mi madre, al menos, no podría retirarse? Me da reparo hablar en su presencia.

Nadie me respondió, pero vi cómo el fantasma de mi madre se desvanecía después de enviarme un beso.

—Si esta noche hubierais seguido mi pensamiento en su interior; si hubierais tenido ojos para algo más que para la burla de don Gonzalo, habríais advertido cómo pasé del entusiasmo casi religioso, del deseo de hallar a Dios en el cuerpo de Mariana, a la decepción, a la soledad incomunicable del placer. Ahora me pregunto, delante de vosotros: ¿Por qué no lo hizo Dios de otra manera? ¿Por qué hizo hermosa la carne y atractiva, y dijo luego que la carne es pecado? Se lo pregunto a Dios. Y me atrevo a decirle que está mal hecho.

La rueda de mis fantasmas pareció muy asustada de la blasfemia. El abogado había perdido el sentido del humor.

—Dejemos eso —dijo con desabrimiento—. El mundo es como es y Dios habrá tenido sus buenas razones para hacerlo. No hemos venido aquí a discutir los principios que rigen el Universo.

—Pero vosotros corregís la ley de Dios con vuestra propia ley, porque Dios prohíbe al hombre matar a su hermano, y vosotros me mandáis matar a don Gonzalo. No tenéis la valentía de confesároslo, menos aún la de increpar a Dios y preguntarle la razón de sus razones contrarias a las vuestras.

—Nosotros nos limitamos a lo estrictamente temporal. Las cosas del más allá, allá Dios con ellas.

—Lo temporal no existe si existe Dios. Cuando respiro, respiro delante de Dios. Y si me uno a una mujer, la unión queda escrita en páginas eternas. Solo en nombre de Dios puedo rebelarme contra lo que está mal en este mundo. Pero si Dios no apoya mi rebeldía, es contra Dios contra quien me rebelo. Y si esto es así, ¿por qué no hacerlo sinceramente, a las claras, con las cartas sobre la mesa? Yo no puedo llegar un día delante del Señor, y responder con trampas y evasivas a su acusación: «¡Señor, yo no sabía que obraba contra Ti! ¡Señor, me cegaba la cólera, o la pasión oscurecía mi ánimo! ¡Señor, no entiendo el mundo, y me equivoqué!» Soy franco y valiente, como me habéis enseñado a ser. Responderé a la acusación de Dios: «Lo hice porque me dio la gana y porque no estoy conforme contigo».

Volví la espalda a mi tatarabuelo: a juzgar por sus visajes, no había entendido jota de mis palabras. Caminé hacia el fondo sombrío: en su límite, ya, me volví a la asamblea.

—Ya lo sabéis. Si mato al Comendador, rechazaré la mano que Dios me tiende cada día, y viviré para el pecado.

El abogado corrió detrás de mí.

—De acuerdo. Pero no te disculpes con nosotros. Nosotros no te obligamos a que tomes las cosas por lo tremendo y lo desquicies todo. El mundo es como es; nosotros no queremos cambiarlo: nos contentamos con ser de lo mejor que hay en él. Por eso pedimos a los nuestros que estén a nuestra altura para que no desentonen en esta asamblea. Pedimos, no obligamos. Ya te lo hemos dicho: eres libre, absolutamente libre, de aceptar o no nuestro mandato, como lo eres de hallar por ti mismo la solución que te permita ser perdonado de tu homicidio. Si ponerte de nuestra parte te lleva tan lejos… allá tú. La, responsabilidad es enteramente tuya.

—¿He pretendido en algún momento rechazarla?

—Reconozco que no. Mis objeciones no van por ese lado. Y no son objeciones que te haga en nombre de los demás, sino mías particulares, de hombre experimentado a mozo inmaturo. Te encuentro, además de extremado, extravagante. Te daría un consejo.

—¿Para qué?

—Para que aprendas a vivir tranquilamente.

—No me interesa. Los mejores de vosotros desconocieron la tranquilidad. Me he sentido siempre identificado con ellos, mi alma se ha formado en su admiración, y esperaba el momento de imitarles. Como las guerras de ahora no me gustan, voy a inventar la mía propia y a dedicarme a ella. Si tienes algún consejo bélico que darme…

—En las guerras, hacen falta razones.

—También las tengo.

—Entonces, ¿no hay más que hablar?

Negué con la cabeza. El abogado había perdido su seguridad. Parecía, incluso, menos alto.

—En ese caso… —me tendió la mano—. Hasta la vista.

Se retiró. De nuevo solo, de nuevo en medio del semicírculo, saludé a mis fantasmas y empecé a retirarme. Las mujeres salieron rápidamente del corro y me rodearon. Las feas y las guapas, las solteras y las casadas, las viudas y las monjas.

—¡Pobre chico!

—¡No va a ser muy feliz!

—¡Cómo se nota que no tuvo madre!

Unas, me acariciaban; otras, me abrazaron. Algunas, llegaron a besarme. Y se iban desvaneciendo poco a poco, como si se disolvieran en la luz triunfante de la mañana.

Encontré mi cuerpo donde lo había dejado: dormido, apoyada la cabeza en la pared, la pierna quieta. Me reintegré a él. Al sentirlo, caliente del sol dorado, temblé de gozo y miedo. Y el recuerdo de lo que acababa de pasar me parecía el recuerdo de un sueño.

Salí al zaguán. Desperté a Leporello.

—Nos vamos.

—Ya iba siendo hora, mi amo. Tengo agujetas en todas partes. Un banco no es buena cama.

Se desperezó.

—¿Puedo tomar un trago?

—Sí, pero date prisa. Ten el coche preparado dentro de unos minutos.

Entré en la habitación. Mariana dormía, sonriente. Me senté en la cama, la acaricié. Ella entreabrió los ojos. Al verme, los abrió del todo. Se abrazó a mí.

—¿Ya te vas? —dijo con pena.

—Nos vamos.

—¿Volverás?

—¿Para qué?

—Me gustaría que volvieses. Me gustaría que no te fueras nunca.

—No hace falta quedarse ni volver. Vendrás conmigo.

—¿A tu casa?

—Sí.

—Pero ¡soy una prostituta!

—Vendrás conmigo.

Besé sus ojos, abiertos de sorpresa y alegría.

—Anda. Vístete. Te espero fuera.

Leporello aguardaba ante una copa de aguardiente. Me senté junto a él y pedí otra.

—Es curioso lo que ha pasado —le dije—. ¿Has oído decir alguna vez que un hombre pueda encontrar en un sueño la verdad de su vida?

—Los sueños, mi amo, han tenido siempre excelente reputación, aunque un poco misteriosa. Todavía no se sabe si proceden de Dios o del diablo.

—¿A ti que te parece?

—Nunca he pensado sobre esto, ni hay razón, porque apenas tengo sueños.

—El mío ha sido extraño, pero claro. Tanto, que me he descubierto a mí mismo. He pensado en él cosas que, despierto, no me hubiera atrevido a pensar, y he pronunciado palabras terribles.

—Como el señor sabe, no hay responsabilidad de lo que se sueña. ¡Estábamos arreglados!

—Lo que he soñado me toca tan en lo hondo, lo siento tan mío y verdadero, que si ahora lo rechazase sería como negarme a mí mismo. Por eso te insinué que había hallado en él la verdad de mi vida.

—¿No es eso un poco solemne, señor?

—Quizá sí, pero cierto.

—El señor no me lo contará para que le aconseje.

—No. Pero necesito contarlo.

—Hay gentes de su clase. El Comendador, por ejemplo.

—Las gentes de mi clase no me entenderían, y el Comendador fingiría escandalizarse. Además, presiento que voy a separarme de ellos, que me quedaré solo para siempre, sin más compañía que tú.

—¿Por qué, señor?

—Hay pecadores de los que la gente se aparta como de los leprosos. Fingen asustarse, pero la verdad es que se sienten acusados.

—Señor, si se encuentra en pecado, a confesarse.

—No estoy en pecado; soy pecado.

Leporello me miró, y no entendí su mirada. Muchos años después descubrí la razón por la que me había mirado de aquel modo.

—No te obligo a seguir a mi servicio. Si también tú te asustas…

Leporello me abrazó.

—¡Mi amo! ¿Cómo voy a separarme?

Apareció Mariana. El frío de la mañana la hacía temblar. Le cedí mi capa, la envolví en ella, y subimos al coche.

Al entrar en Sevilla, dije a Leporello:

—Llévala a casa sin que nadie la vea, y que se acueste y duerma. Tú, busca luego a un mercader, y que esta tarde nos muestre los mejores trajes de mujer, los de última moda.

—El señor, ¿se marcha solo?

—Voy a entrar en la iglesia.

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