Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO IV » 8.

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8.

A las diez en punto salí a la calle y esperé junto al quicio de mi puerta, aparentemente solo, porque Leporello había sido instruido de seguirme y no perderme de vista. La dueña se demoró unos instantes y llegó, con pasos cortos y saltones, recatándose en la sombra de los muros. Venía velada, y hubiera sido igual que viniera descubierta, porque del modo de andar quebrado colegí que era una vieja.

—¿Es usted don Juan?

—Sí.

—Venga conmigo, entonces, y no me pregunte nada.

—Nada había preguntado.

—Por si acaso…

Echó a andar y yo detrás. En las calles lunadas había perfume de flores, y suspiros en los rincones y en las rejas. Nunca creí que se amase en Sevilla con tanto gasto de alientos y tanta precaución de sombras: porque ni una sola hallamos sin inquilinos ni ayes placenteros. En una de ellas, la pareja se amaba tan absorta y metida en sí —es un decir— que la vieja tropezó con ellos, y ni apartarse siquiera: quizá un «¡Mi vida!» entrecortado fuese la única respuesta. El silencio de Sevilla, bien escuchado, se poblaba de ayes, de gemidos, de jadeos, todo bien alcahuetado por la luna. La dueña se santiguó, y comentó a media voz la inmoralidad pública y lo perdida que estaba la juventud.

—Tiene usted razón, señora —le dije, por congratularla—; no sé a dónde iremos a parar, con este desenfreno. ¿Está muy lejos eso?

La vieja contestó con un gruñido.

Atravesamos calles y plazas, y entramos en una especie de callejón, que reconocí como lateral de la casa de don Gonzalo ante cuya fachada habíamos pasado. La dueña se detuvo junto a una reja, dijo: «Es aquí», y se metió en las tinieblas. Volví, entonces, la cabeza, y al cabo de la calle, contra un ligero resplandor, descubrí la silueta de Leporello: las piernas separadas, y puesto en jarras, hacia su centinela.

—Don Juan.

La voz salió de entre las flores. Me arrimé. No sabía bien cómo portarme. El recuerdo de lo visto en las comedias llevó mi mano al sombrero, pero tengo la impresión de que, en aquellas penumbras, mi saludo no fue advertido.

—Don Juan. Acérquese.

Mi frente rozó las flores y los hierros. Entonces, sentí en las mejillas el calor de un aliento contenido.

—Acérquese más. No tenga miedo.

—¿Miedo? ¿Por qué?

—Podría asesinarle.

—¿Para qué?

Ella —quien fuese— rio.

—Tiene usted razón. ¿Para qué? Sería absurdo, llamarle para matarle, cuando me es tan necesario.

Aparté las flores y me agarré a los hierros de la reja.

—¿Quién es usted?

—Ya lo sabrá. Ahora quiero decirle, lealmente, que está en peligro. El Comendador deja la casa vigilada. En cualquier momento puede caer sobre usted y apalearle.

—¿Guarda tanto la casa por usted?

—No. Por su hija.

Me pareció entonces como si aquella voz delgada, casi imperceptible, se entristeciera: un solo instante de tristeza, porque continuó en seguida.

—De modo que, si lo prefiere, puede marcharse.

—¿Me ha llamado para eso?

Sentí que unas manos tibias, suaves, se agarraban a las mías; sentí el aliento más cerca aún de mis mejillas.

—No, Don Juan. Le llamé…

—¡Cuidado, mi amo!

Leporello venía corriendo por la calleja, y dos bultos detrás. Por el otro cabo, otros bultos se acercaban. La dama dijo, rápidamente:

—Ya están ahí. Córrase a la derecha, hasta hallar una puerta, y defiéndase hasta que yo pueda abrirle.

Oí sus pasos menudos, veloces, que se alejaban. Leporello estaba ya a mi lado.

—Esto es una encerrona.

—Saca la espada y aguanta. No te preocupes por mí.

Busqué la puerta y me arrimé a ella. En el silencio de la calleja resonó el choque de las espadas; juraría que, además, saltaron chispas. Por delante de mí pasaron dos bultos despavoridos; Leporello fue atacado por la espalda. Iba a saltar en su defensa cuando la puerta se abrió en silencio y alguien tiró de mi capa, hacia dentro. Después, la puerta volvió a cerrarse. Me hallaba en un lugar oscuro, quizá un zaguán, y a mi lado respiraba una mujer.

—Van a matar a mi criado.

—Pero no le matarán a usted.

—Es una deslealtad con Leporello.

—A poco listo que sea…

Al barullo de las espadas se mezcló, súbitamente, un grito. Cesaron los ruidos. Duró el silencio un instante y se oyeron luego pasos que se alejaban, y una voz que gritó: «¡Seguirle, que no se escape!», mezclada a las quejas de un herido. La mujer me tomó de la mano.

—No pase más cuidado, Don Juan. Su criado…

—¿Está segura de que es él quien huye?

—Evidentemente. Venga conmigo.

Me dejé conducir. Puertas, pasillos, estancias asombradas; el patio en que había estado aquella mañana, aromas, músicas de surtidor. El paseo duró un rato. A veces, la claridad que entraba por ventanas sin postigo me permitía adivinar blancas paredes, oscuros fantasmas de armarios, manchas de cuadros. La mujer era de mi estatura y caminaba con seguridad en las tinieblas.

Soltó mi mano y corrió los cerrojos de una puerta.

—Espere.

La oí ir y venir. Relampagueó un pedernal, encendió una vela. Estaba en un rincón, de espaldas, y la luz me reveló su silueta. Parecía vestida de ropa fina y holgada y llevaba el cabello suelto, como si acabara de levantarse de la cama. Cogió la vela, se volvió y vino hacia mí. Cuando estuvo cerca, adelantó la vela y se iluminó el rostro. Podría tener como treinta y cinco años, y era hermosa. Recorrí con la vista su figura: el traje solo dejaba traslucir los bultos de los pechos.

—Soy doña Sol, la mujer de don Gonzalo.

—Pero… ¡Es usted muy joven!

—Soy su segunda mujer.

—Aun así. ¡El Comendador es un carcamal!

Ella sonrió con amargura y dejó la vela sobre una mesa.

—Es algo peor todavía.

Hablaba ya sin la máscara del susurro, a voz llena y con cierto patetismo. Se acercó, cogió mis brazos y me miró a los ojos. Brillaban los suyos con luz apasionada, y le temblaban los labios.

—¿Qué piensa usted de mí?

—Carezco de elementos de juicio.

—Míreme bien, Don Juan. ¿Le gusto?

—Eso, sí.

—¿Se me nota que soy muy desgraciada?

—Más bien un poco melancólica.

—No, no. Desgraciada. La desgracia ha arruinado mi belleza. Cuando me casaron con el Comendador…

Me había parecido oír ruido en la casa, pero, a esta altura del coloquio, el ruido se oyó tan cerca que doña Sol se interrumpió.

—Es mi marido. Han ido a avisarle. Pero no tema. Le importaría poco encontrarle en la alcoba de su mujer.

—Para mí, sin embargo, sería bastante embarazoso —bromeé—. Hasta ahora y en apariencia, somos amigos.

—Le evitaré el embarazo.

Me empujó hacia una puertecilla, la abrió y me metió en un cuarto estrecho, lleno de armarios. La puerta tenía montante de cristales: me encaramé como pude para no perder la escena. Habían sonado golpes en la puerta de la habitación, golpes estruendosos, y, al otro lado, chillaba el vozarrón de don Gonzalo.

—¡Va! En seguida. ¡Ni que ardiera la casa!

Doña Sol se movía tranquilamente. Cogió la vela y abrió la puerta. Don Gonzalo entró como un vendaval. Detrás venía una muchacha joven, un chal encima del camisón. Doña Sol se volvió hacia su marido, de modo que la muchacha quedó en la sombra.

—¡Hay un hombre en la casa!

—¿Y lo busca usted aquí?

—¡Lo buscaré en el fondo del infierno! ¡No pararé hasta darle muerte!

Blandía en la diestra un espadón tremendo, y, en la siniestra, una pistola. Doña Sol no parecía inmutarse.

—Mande que traigan luces, y regístrelo todo.

—¿Aquí? ¿Para qué voy a registrar aquí?

Se volvió a doña Sol y la miró con desprecio.

—A ti nadie vendrá a rondarte.

—Entonces, ¿para qué me ha despertado?

—Para que cuides a mi hija mientras miro la casa.

Le tembló la voz al mentar a Elvira, y su mirada la buscó en la penumbra.

—¿Estás ahí?

La hija adelantó unos pasos, y la luz de la vela la iluminó. Era espigada y linda, y se movía con mucho garbo. El cabello, que le caía por la espalda, era moreno tirando a claro. El chal, puesto al desgaire, dejaba ver unos brazos llenitos, de buen contorno.

Don Gonzalo alargó el brazo armado de la pistola, su brazo formidable, y la rodeó los hombros y la atrajo hacia sí con especial pasión. Ella lo permitió sin mostrar entusiasmo. Don Gonzalo se guardó la pistola y sus dedos acariciaron la carne desnuda de Elvira.

—El honor de mi hija… —empezó a decir don Gonzalo; y apretaba cada vez más el cuerpo de la muchacha.

—Déjelo de mi cuenta, y váyase, no sea que el hombre tenga tiempo de escaparse.

—Tienes razón —Dio unos pasos hacia la puerta, siempre agarrado a su hija—. En cuanto salga, echa los cerrojos.

—Descuide.

—¡Partiré en dos la cabeza del miserable! —bramó don Gonzalo, y soltó a Elvira, no sin antes acariciarla—. ¡Haré escarmiento, enseñaré a los mozos de Sevilla lo que es…!

Doña Sol cortó sus voces de un portazo. La hija se arrimó a la pared.

—Tengo sueño —dijo, con voz de cítara.

—Parece que no da mucha importancia al caso, señorita.

—Le doy la misma que tú. No tengo experiencia en estos asaltos, y no sé si alegrarme o echarme a llorar.

—Pero ¿no le da miedo que un hombre ande escondido por la casa, quizá buscándola?

—¿Cómo va a darme miedo, si jamás hombre alguno me ha buscado? Pero, si fuera así, quizá no me diese miedo. Los hombres no deben de ser tan malos como piensa mi padre, y algunos son hermosos. Me gustaría tener uno junto a mí, tenerlo siempre.

Había una especie de chunga en el tono de su voz, y una sonrisa como de hastío y desencanto coronaba sus labios. Dejó caer el chal y cogió un abanico.

—Hace calor aquí. ¿Por qué no abres los postigos?

—¿Y si alguien pasa por la calle y la ve desnuda?

—Dije de abrir los postigos, no las celosías. Además…

Llevaba el camisón ceñido, y la tela era tan fina que se le transparentaba el cuerpo. Doña Sol apartó la vela, abrió el postigo de la ventana. La hija se acercó. Entonces, doña Sol llevó la luz al rincón más alejado. La hija alzó un brazo por encima de la cabeza, e introdujo los dedos en el dibujo de la celosía.

—Elvira.

—¿Qué?

—Si ahora viniese tu padre…

—Que venga. ¿Hay pecado alguno en respirar el aire de la calle?

—No. No hay pecado.

—¿Y en desear que un hombre que sea mi marido se preocupe de si asaltan o no mi casa?

—Tampoco. Pero no debe decirlo.

—¿Qué más da decirlo o no, si lo pienso? Lo pienso constantemente, lo pienso con rabia, porque tengo casi veinte años y sé que soy bonita.

Se volvió bruscamente.

—Estoy harta del encierro en que papá me tiene. ¡No salgo de casa más que a misa, con velos y vigilancia! Sin embargo, sé que existe otra vida, esa de que gozan mis criadas por las noches en brazos de sus amantes. Lo sé, lo he visto, y lo deseo. Yo también quiero un hombre que me abrace y que me haga feliz. Si no me lo da mi padre, lo buscaré entre los palafreneros y le abriré de noche la puerta de mi alcoba, como una criada.

Se iba acercando a la luz, mientras hablaba. Doña Sol cubrió la vela con su cuerpo, y el de Elvira quedó oscurecido. Elvira se detuvo.

—¿Me dejas dormir aquí, contigo?

Y doña Sol, sobresaltada.

—¿Por qué? ¿Para qué?

—Porque aquí se respira, y no en aquella prisión dorada donde duermo. Me gustaría tener una ventana, como esta tuya, una ventana a la calle, con flores, y ver pasar a los muchachos.

—¡Elvira!

Estaban muy cerca una de otra. Doña Sol adelantó los brazos.

—Se lo diré al señor, y, si acepta, mandaré que pongan aquí otra cama. Se lo diré mañana.

Elvira se dejó abrazar y llevar hasta un sillón arrinconado. Se sentó y dejé de verla; el marco del montante partía sus piernas por las rodillas. Doña Sol, en cuclillas junto a ella, comenzó a hablarle en voz baja.

Empezaba a sentirme incómodo, y, sobre todo, embarullado: no entendía el porqué de aquella diferencia de trato, del respeto casi servil con que doña Sol hablaba a su marido y a Elvira, y de la familiaridad desdeñosa con que le hablaban a ella. Descendí como pude, y esperé. Pasó el tiempo, largo. Llegaba hasta mí el murmullo de una conversación apacible, y, remotos, los ruidos de don Gonzalo registrando la casa: voces, portazos, imprecaciones. Me daba el sueño. Casi estaba dormido cuando don Gonzalo regresó, y, por miedo de hacer ruido, quedé quieto en mi rincón. Don Gonzalo decía que el hombre había escapado, pero que a la mañana siguiente todas las criadas de la casa comparecerían ante el juez, y ya sacaría, a fuerza de tormentos, quién había abierto la puerta, y a quién. Después, se llevó a su hija.

—Dormiré en tu antesala, y el que pretenda llegar a ella pasará por encima de mi cadáver.

—Podía quedar con doña Sol —murmuró Elvira.

—¡Dios te libre! Doña Sol tiene bastante con guardarse a sí misma, si quiere hacerlo. Tú vienes conmigo, que soy tu padre y sé lo que conviene a tu honor. ¡Pues no faltaba más! El padre es el único que debe cuidarse de sus hijas. No hay amor en el mundo como el amor de un padre.

Pasos, portazos, cerrojos. Poco a poco la casa quedó en silencio. Entonces, doña Sol me abrió la puerta.

—¿La ha visto usted?

—¿A quién?

—A Elvira.

—La he oído solamente. Mal podía verla…

—Es muy bonita…

Aquella cosa triste renacía en la voz de doña Sol, y yo andaba buscando parecido en la memoria: hasta que de repente recordé las primeras palabras de Mariana, aquel «don Juan» dramático con que me había saludado. También doña Sol hablaba con voz de cante jondo.

—Quizá se haya usted dado cuenta de que los odio.

Se había arrimado a la pared, y me miraba.

—Odio a todos los de la casa. Calladamente, como una esclava, sin poder decirlo ni expresarlo de ninguna manera. Un odio que se me queda aquí dentro y que me hace daño. Tengo que servir a mi marido y a su hija, y sonreírles.

—¿Por qué?

—Porque, si no lo hiciera, el Comendador me mataría.

Bajó la cabeza, ocultó los ojos.

—Por su mano o por la mano de otro le sería fácil hacerlo, o conseguir que lo hiciesen. Solo con denunciarme a la Inquisición.

Alzó rápidamente la cabeza y me miró resuelta, orgullosa.

—Soy judía. ¿No ve que en mi habitación no hay una sola Cruz? No creo en la Virgen María ni en Jesucristo.

Le hice una reverencia.

—Carezco de prejuicios raciales, y no soy un fanático. Pero ¿cómo es posible que don Gonzalo…?

Nació en sus ojos una luz agradecida y sonrió.

—Tendría que explicarle la historia de un engaño y algunas cosas más. Tengo treinta y cinco años. Me casaron con él, en secreto, a los dieciocho. Yo era una muchacha inocente con una dote apetecible, y mi padre andaba lleno de temores, porque la Inquisición buscaba su dinero. El Comendador le garantizó que, si nos casaba, podría seguir tranquilo. Arreglaron los trámites de un matrimonio secreto, y don Gonzalo trajo a un supuesto cura que me bautizó y nos casó. Yo vivía en casa de mi padre, el Comendador iba a dormir conmigo todas las noches, y los inquisidores nos dejaron en paz. Y así fue durante algún tiempo, hasta que el Comendador se gastó mi dinero. Entonces, un buen día, encerraron a mi padre, y se murió en la cárcel, pero su dinero no lo heredé yo, sino que fue confiscado, contra lo que mi marido esperaba. Los jueces me echaron de mi casa, y tuvo que traerme a la suya y encerrarme aquí, como si no existiera. Para todos, incluso para Elvira, soy como un aya. Desde entonces me desprecia. Pero antes de eso…

Enrojeció y ocultó la cara con el brazo. La oí sollozar. Dejó caer el brazo, y los ojos llorosos miraban al suelo. Dijo, trémula:

—Yo era una muchacha inocente, y él, un degenerado. ¿Lo imagina usted?

—No.

—¡No querrá que le cuente lo que me hacía!

—No, si usted no lo quiere; pero no puedo imaginarlo.

—Me da vergüenza.

Hablaba con acento sincero, y le temblaban los labios.

—Le gustan las muchachitas, y me echó de su cama cuando dejé de serlo. Su hija, entretanto, había crecido. Él no vivía más que para ella. Jamás me compró un vestido: he de ponerme los que Elvira deja. Y no sé de dónde saca el dinero para traerle los más costosos, los más bonitos. De pronto, un día cualquiera, sin avisar, llegan las costureras y se ponen a labrar la seda o el terciopelo. Hacen las pruebas a Elvira con el Comendador delante, y es él quien dice si está bien o mal. Y, cuando el traje está listo, Elvira se lo viste para él, lo luce delante de él, lo pasea ante sus ojos extasiados. Es su único goce.

Volvió a llorar. Yo me preguntaba por qué me contaba aquellas intimidades, y al mismo tiempo, la examinaba. Por segunda vez, una mujer estaba cerca de mí; probablemente acabaríamos acostándonos, y, sin embargo, como con Mariana, podía más en mi ánimo la curiosidad que el deseo. La examinaba ávidamente, la escuchaba como quien espera descubrir el secreto resplandeciente debajo de las palabras oscuras. Y lo que descubrí no sabría entonces definirlo y quizá sea indefinible, quizá le perteneciese en exclusiva; pero esto puedo pensarlo hoy, cuando he conocido ya muchas mujeres y he descubierto y experimentado la singularidad de cada una. Entonces, a doña Sol, lo único que se me ocurría era compararla con Mariana y advertir las diferencias: el modo de mover las manos, la aspereza vibrante de su voz, y aquella vena azul que le temblaba en la garganta.

—Esta mañana, el Comendador vino a este cuarto. Entró sin llamar, corrió cortinas, abrió ventanas. «¡Salta de la cama, perra judía!», me gritó. Yo lo hice temblando. Cuando estuve en medio de la habitación, ahí, junto a esa mesa, y le miraba con miedo, echó la mano al escote de mi camisón y lo rasgó de arriba abajo. Quedé desnuda, quise esconderme. «¡Espera!» Me miraba, daba vueltas alrededor de mí. «¡Todavía estás guapa, todavía puedes encandilar a un muchacho inexperto!» Seguía dando vueltas, me palpaba, me pellizcaba. «Un poco blanda, claro; pero si no has olvidado lo que te enseñé, vales como cualquiera para la cama, mejor que otra. ¡Ya lo creo! Otra podría darme gato por liebre, pero a ti te tengo bien agarrada.» Me arrojó en la cama de un empujón y continuó hablando. «En realidad, no eres mi mujer, sino mi barragana. Cuando me casé contigo, un amigo se disfrazó de cura para echarnos las bendiciones, te lo he dicho muchas veces. De modo que con ir a la Vicaría y confesarlo… No es un matrimonio válido, y, así, tu honor o tu deshonra no me dan frío ni calor. Y como además no te conoce nadie… Porque a ti no te conoce nadie como la esposa del Comendador de Ulloa. ¿Sabes por qué tengo en Sevilla esa fama de celoso? Para no verme en la necesidad de mostrarte a nadie, para que nadie descubra en mi casa una marrana. No estoy casado contigo, y si te mantengo a mi lado es por pura lástima. Por lo mismo no te han quemado ya…»

Quedó unos instantes en silencio. Había dejado de llorar. «El muchacho inexperto es usted», dijo: y quedó otra vez callada. Yo debía de tener cara especialmente bobalicona y sorprendida, porque sonrió en medio de su silencio.

—¿Le sorprende?

—No. Sé a qué atenerme.

—Me explicó, entonces, que yo podría servirle de cimbel y atraerle a usted y desplumarle. No a esta casa, sino a otra que me pondría, con servidumbre nueva y adoctrinada. «Necesito dinero, y el perro de tu padre se marchó al otro mundo dejándome con un palmo de narices. Necesito una punta de doblones para pagar un palio a la Virgen de la Esperanza. Es justo que seas tú quien me los proporcione. Te será fácil sacárselos a don Juan. Y, si lo haces bien, llegaré incluso a repartir contigo.» Yo me había serenado. Escuchaba sus insultos sin inmutarme. Me atreví a decirle: «Pero ¿no se siente deshonrado si su mujer…?» Me interrumpió con violencia, «¡No eres mi mujer, ya te lo expliqué! No hay teólogo en Sevilla que se atreva a sostenerlo. Eres mi barragana, y de lo que haga mi barragana se me da un pimiento.» «¿No serán todo eso argucias para engañarse a sí mismo?» «¿Argucias? ¿Engañarme yo? Soy el tío más listo de Sevilla, eso lo saben los niños de coro; pero dejaría de serlo si el dinero de ese bobo se me escapa de las manos.» Le pregunté cómo era usted, y me dijo: «¡Un chico guapo y honrado! Te gustará, y eso es lo que llevas de ventaja». «¿Y es tan rico?» «¡El más rico de Sevilla!» «¿Noble?» «¡Un godo, como yo!» «En ese caso, ¿no sería más seguro, y más limpio, casarlo con Elvira?» Vino hacia mí con ojos envenenados. «¿Qué dices?» «Casarlo con Elvira. Ella también es…» Me agarró de un brazo, me arrastró fuera de la cama, me zarandeó. «¡Perra judía! ¿Quién te piensas que es Elvira para casarse? ¡El cuerpo de mi hija no servirá nunca para dar gusto a un hombre! ¡Para zorras en mi casa, me basta una!» Estaba furioso. Creí que iba a matarme. «¡Casarse Elvira! ¡No verá más hombres que a mí en su vida!, y, antes de morirme, la dejaré encerrada en un convento. ¡Pues no faltaba más, que mi hija fuese a servir de pasto al placer de don Juan!» Y, de pronto, se marchó.

—Lo encuentro exagerado —interrumpí—.

Por mucho que se quiera a una hija, no es para ponerse así. Ni que fuera un marido celoso.

—Poco después llegó usted.

Aquí, los ojos de doña Sol recobraron la alegría y se borraron de su rostro las huellas de la pena. Se echó a reír, repentinamente.

—¡El barullo que se armó entre las criadas! La que le abrió la puerta, llegó como embrujada, y dijo a las demás que se asomasen a verle. De momento, quedaron turulatas; después, empezaron a cuchichear, a llamarle guapo, a decir que se entregarían a usted. Yo me acerqué también a curiosear…

Me había sentado en el borde de la cama, frente a ella. Doña Sol, juntas las manos, se interrumpió. Poco a poco se le doblaron las rodillas y quedó junto a mis pies.

—¡Don Juan! ¿Es usted un hombre, o el diablo?

Me dio la risa, y al mismo tiempo, sentí hacia ella una gran ternura. Le acaricié las mejillas.

—¡Dios no lo quiera! Ni aun endemoniado estoy, o, al menos, pretendo no estarlo. No me es nada simpático ese sujeto.

—Entonces, ¿por qué…?

Se interrumpió, se abrazó a mis piernas y quedó mirándome, como embobada. Pero lucía en sus ojos una extraña luz.

—¿… por qué, desde que le he visto, he deseado que Dios no exista para no ser más que de usted? ¿Por qué he pasado el día esperándole como se espera al Mesías? ¿Y por qué estoy ahora junto a usted como en el Paraíso? ¡Usted es para mí la Promesa hecha a Abraham! ¡Usted es mi ser, mi dicha y mi triunfo!

Sus manos se movieron, empezó a desabrocharse el camisón, y en unos instantes quedó ante mí, desnuda.

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