Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO IV » 14.

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14.

A las cinco de la tarde, Leporello salió a agenciarse caballos y a arreglar la salida de Sevilla a altas horas de la noche o de la madrugada: apalabró con la guardia de un portillo la apertura clandestina mediante un soborno de dos ducados, y en cuanto a las cabalgaduras, no las había hallado, me dijo, más veloces ni de mejor estampa.

En su ausencia, yo había escrito una carta, la última, a Elvira. Pocas palabras: «Esta noche, después de las doce. Don Juan». Leporello se encargó de tramitar el envío. Le pregunté cómo se las compondría: «Siempre habrá, señor, una criada sensible a las caricias o al dinero».

—Mejor a las dos cosas. Es más seguro. Y si lo consideras necesario, puedes comprometerte con ella para la misma hora. Así, te irás entrenando.

Tuve después una entrevista larga con mi intendente: examiné el estado de mi hacienda, dispuse el envío de dinero a dos o tres lugares por donde pensaba pasar, y le ordené obediencia a Mariana. Me preguntó si iba a ser larga mi ausencia.

—No está en mis manos.

—Siempre que salimos de viaje, señor, el regreso está en las de Dios.

—Pues ahora, en mi caso, lo está especialmente.

Mariana había descubierto, con el placer de rezar, el de coser. Se pasaba el día dale que tienes a la aguja. Era ya atardecido cuando entré a verla. Se había sentado junto al cierro de una reja, y cantaba una canción. Llevaba unos jazmines en el pelo, y, alrededor del cuello, unas esmeraldas que habían sido de mi madre.

Me senté junto a ella; me sonrió, siguió cosiendo y cantando. La contemplé un rato largo. Ella, a veces, suspiraba.

Después saqué unos papeles, y se los entregué.

—Aquí se dice que eres la dueña de toda mi hacienda, y en este otro papel se te concede derecho a obrar con libertad en ausencia de tu marido. Guárdalos bien guardados.

Se le entristeció el rostro al escucharme.

—¿Es que te vas?

—Un asunto de hombres me retendrá fuera algún tiempo.

—Puedo ir contigo.

—Me gustaría llevarte, pero lo que me saca de casa no permite compañías femeninas y como mañana te enterarás de todos modos, quiero que sepas por mí que esta noche tendré que matar a un hombre.

Dio un grito, me miró con espanto, y corrió a abrazarme. Lloraba y me pedía que no lo hiciese.

—Es un hombre que me ofendió gravemente.

—Pero ¿no puedes perdonarle? ¡Debes hacerlo, Juan! ¡El Señor nos manda perdonar!

—Y, ¿si la ofensa hubiera sido a ti?

—¡Yo le perdono!

—Tu corazón es hermoso; pero yo, si no le mato, no podré levantar la cabeza delante de los hombres.

—Y, ¿qué más da? Podrás levantarla, en cambio, delante de Dios.

—Tengo que vivir en el mundo.

—¿Llamas vivir a ser perseguido por el remordimiento?

—Es más seguro que me persigan los alguaciles. Por eso tengo que escapar.

—¡Me moriré sin ti!

—Estaré siempre contigo. Cada noche andaré alrededor de tu corazón, y tú lo sentirás, estoy seguro. Y una noche cualquiera serán mis manos las que te despierten.

Seguía abrazada a mí, y sus labios me besaban. Me daba pena abandonarla. Sentía que la suya era mayor que la mía, y que el llanto, las caricias, las palabras, no bastaban para expresarla. Sin saber por qué, la llevé a la cama, y entonces descubrí que dos seres pueden unirse sin el menor apetito de placer, solo porque están viviendo juntamente algo que no puede decirse con palabras.

Cenamos solos, silenciosos. Me acompañó, después, hasta el zaguán. Escuchó las últimas recomendaciones, y, al despedirnos, lo hizo sin un llanto. Había caído la noche, y la calle estaba oscura.

—Retírate, y reza por mí.

Volví a besarla y cerré el postigo. Leporello esperaba unos pasos adelantado. Escuché, y oí los sollozos de Mariana.

—Si Dios hizo las cosas bien, los hombres las hemos estropeado —le dije a Leporello.

—Esa es mi tesis, señor.

—¿Reclamas su paternidad?

—Sugiero simplemente que estamos de acuerdo. Los hombres somos capaces de pudrir la sal.

—Pero también de purificarla, no lo olvides. Hace unos días, esa mujer vendía su hastío por unas monedas y esperaba la rabia de una muerte amarga. Hoy sufre de amor honrado y es capaz de todas las virtudes. Si un día el Señor me pregunta qué hice de bueno en el mundo, podré presentarle el alma noble, el alma transparente de Mariana.

—Yo no lo aseguraría hasta el final.

—¿Es que dudas?

—Solo por precaución dialéctica, señor. Conviene contar siempre con un margen de error. Por lo demás, estoy seguro de que usted ha transformado a Mariana, no hay más que verlo. Pero no olvide que, además, la ha dejado usted, como quien dice, heredada. La virtud, con dinero, le resultará más llevadera.

No supe qué contestarle. Seguimos en silencio hasta la tasca donde el Comendador, a cencerros tapados, me esperaba.

—Síguenos cuando salgamos. Donde nos veas entrar, esperas. Y, cuando veas que he terminado, vas por los caballos y te apuestas con ellos frente a la casa del Comendador.

Don Gonzalo, en un rincón oscuro de la tasca, paladeaba un vino frío. Me tendió las manos con alborozo excesivo, extemporáneo, y me hizo sentar a su lado. Pidió vino para mí.

—En estos casos, conviene alegrarse un poco. No tanto que se pierda la cabeza, pero sí lo suficiente para que el ánimo esté lanzado y no se asuste del riesgo. ¿Traes dinero?

Hice sonar una bolsa de ducados.

—¡Oro! ¿Es oro lo que traes?

—Me pareció más cortés que traer plata. En la del metal va la calidad de la persona.

—A ver. Déjame que lo tiente.

Vació la bolsa encima de la mesa, y sus manos hurgaron en los ducados como si fueran las carnes de una mujer. Y sus ojos miraban con mirada desvanecida.

—¿Te queda mucho más? —me preguntó.

—Un arca llena.

—¡Tienes para comprar España entera! ¿Cómo es posible, muchacho, que te hayas casado? ¡Con tu dinero podrías acostarte con la mujer más bonita de Sevilla! Tal como van las cosas, todo se compra y todo se vende, y el que puede comprar hembras, ¿para qué va a casarse? El matrimonio es para los pobres.

—¿Qué más da, si puedo hacer vida de soltero? Mi mujer no me ha impedido salir de casa.

—¡Pues no faltaba más! Espero que no hayas comprometido tu libertad.

—Puede usted contar conmigo todas las noches que quiera.

Hice ademán de recoger el dinero, pero me suplicó que le permitiera guardarlo. Metió en la bolsa las monedas, una a una, palpándolas bien, como si quisiera reconocer por el tacto la cara del rey allí grabada. Contó hasta cien, cerró la bolsa, y me la dio.

—Ahora, prudencia, ¿eh?, y no perder los estribos si la suerte se da mal. Con los novatos, es caprichosa, y hay que adivinarle el aire y esperar a que se abra de piernas. Nada de genialidades: puestecitas medianas, pasar mucho, y esperar a que el toro esté cuadrado para agarrarlo por los cuernos. Y si esta noche no se da bien, paciencia, y esperar a mañana. Cien ducados se pierden en un par de horas.

Salimos. Al pasar, Leporello metió algo en mi mano. Lo apreté, y sentí que era una moneda, quizá el real de plata con que habíamos jugado aquella misma mañana, a cara o cruz, la dirección de mi destino. Lo había olvidado.

Don Gonzalo me llevó por unas calles en que empezaba a sombrear la luna, hasta una casa de buen aspecto a cuya puerta llamó con golpes quedos y espaciados, como una contraseña. Nos abrieron. Un hombre con un candil alumbró la cara del Comendador, y, después, la mía.

—Es el nuevo —dijo don Gonzalo y me indicó, al oído, que diese propina al portero.

Bajamos a los sótanos. Nuevas precauciones ante una puertecilla. «Es por la justicia» —me explicó el Comendador. Nos dejaron, por fin, entrar a un salón abovedado y, al primer golpe de vista, tenebroso. Don Gonzalo saludó a la gente que jugaba en las mesas. Iba de una en otra, daba palmadas a este, un pescozón a aquel; con unos habló en voz baja; con otros, bromeó casi gritando. Yo había quedado junto a la puerta, la capa al brazo y el sombrero en la mano. La fuerza de las luces no llegaba hasta mí; caían, verticales, sobre las mesas, e iluminaban los tapetes verdes, las manos nerviosas que manejaban naipes y dinero. Desde donde yo estaba, aquello parecía cónclave de fantasmas. Pero, al fondo, un poco elevado sobre el nivel del sótano, había una especie de estrado con más luz, y allí, ante una mesa, se sentaba un hombre de gran facha, muy bien vestido, que parecía dirigir el cotarro solo con su sonrisa y el movimiento suave de sus manos. Don Gonzalo se acercó a él. Hablaron de mí, y don Gonzalo me señaló. El caballero sorteó mesas y jugadores, y se llegó hasta mí corriendo. Traía en los labios una sonrisa de azúcar.

Al estar cerca, tendió los brazos.

—¡Don Juan Tenorio! ¡Cómo me gusta verle por mi casa! Solo usted faltaba a nuestra compañía. Porque esos que ahí ve, son de las mejores familias sevillanas: futuros Grandes de España, títulos de Castilla y Maestrantes. Hoy toca turno de muchachos. Los miércoles y los viernes les cerramos las puertas, para que sus padres puedan también tener unas horas de esparcimiento.

—¿Fue mi padre su cliente de miércoles y viernes?

—Su padre, no. Hombre severo, según tengo entendido, muy chapado a la antigua. Pero hoy las cosas han cambiado, y las personas de edad reconocen el cambio y se acomodan a él. Únicamente por guardar las formas y las distancias…

Recogió mi sombrero.

—Si le estorba la espada…

—Es mero adorno.

—Algunos suelen dejarla en el perchero. De esta manera, si disputan, arreglan a sopapos lo que las espadas estropearían.

—No disputo jamás. ¿Para qué? Soy hombre de buena pasta.

El Comendador se había acercado también. Empezaron a aconsejarme; que si no debía apresurarme a jugar, que si primero debía dar una vueltecita y mirar como jugaban los otros…

—No hace falta gran ciencia, pero sí presencia de ánimo. Ande, brujulee por ahí, y si quiere beber algo, no tiene más que pedirlo. La casa convida.

Me palmoteó la espalda y me empujó hacia las mesas. Le vi, después, charlando con el Comendador, como si yo no existiese.

Jugaban en cuatro o cinco mesas, a los naipes y a los dados. Abundaban los mirones. Me acerqué. En una mesa, uno con cara de raposo repartía el naipe, esperaba las apuestas, volvía a tirar, y recogía el dinero. Lo observé con cuidado, y vi que hacia trampa.

Me colé en un hueco, y, sin sentarme, pregunté:

—De modo que si mi carta es igual a la de usted, usted gana.

—Eso es.

—Y si usted saca siete y media, gana siempre.

—Exacto.

—¿Me permite pedir carta?

El banquero me miró con sorna; los puntos sonrieron; los mirones rieron a carcajadas.

—¡Pues no faltaba más! ¿Trae dinero?

—Naturalmente.

Barajó. Me sentía mirado, estudiado, despreciado. Puse la mano encima de mi carta, y, en la mano, la puesta.

—¿Cuánto juega?

Destapé el ducado.

—¿Va todo?

—¿Qué más da?

Tembló la codicia en los ojos del banquero. Los demás miraban la moneda, fijamente, como si no pudieran ya mirar otra cosa en el mundo; con más hambre que a una mujer.

—Vea su carta y pida.

—¿Y si no la miro?

—Puede jugar una ciega.

—Juego una ciega.

—Eso es tirar los cuartos.

—Me da gusto tirarlos.

El banquero ya no reía. Sacó un seis. Recogió tres puestas fuertes y pagó una floja.

—A ver su carta.

—Destápela usted mismo.

Alargó la zarpa temblorosa; la detuvo. Me miró.

—Destápela. ¿O está mal lo que hice?

—No. No está mal.

Dio la vuelta a la carta. Era un siete. Sentí un escalofrío.

—Gano, ¿verdad?

—Sí, gana —me respondió con un ronquido.

Reunía monedas de plata hasta juntar la equivalencia de un ducado.

—¿Es que no tiene oro?

—No. Pero es igual.

—Entonces, guárdelo. La plata me da asco.

Recogí mi puesta y me alejé de la mesa. El banquero, los puntos, los mirones me siguieron con la mirada. Alguien dijo:

—Es uno que viene del Perú.

Me senté en un rincón, y a un criado que pasaba pedí un vaso de vino. Simulaba distracción, pero observaba las idas y venidas de unos y otros. Uno de los mirones se había acercado al Comendador y al hombre bien vestido, les hablaba con grandes manoteos, y me miraba. El Comendador parecía tranquilizarle. El hombre bien vestido escuchaba con cara de estar por encima de cualquier circunstancia. Después que el mirón se fue, le habló al Comendador, y don Gonzalo, remoleando, vino hacia mí.

—¿Qué? ¿Te aburres?

—Espero.

—¿Esperas qué?

—A que llegue gente seria. Esos muchachos no tienen dinero bastante para jugar conmigo.

Se sentó a mi lado.

—Son hijos de familia y juegan lo que tienen. No todos están heredados como tú.

Se acercó más y me dijo al oído:

—Se marcharán pronto, y quedaremos los puntos fuertes. Entonces, si quieres…

—Claro que quiero.

—Yo pensé, sin embargo, que convendría entrenarte.

—Señor Comendador, jugarme a una sota seis reales de plata no me emociona. Para eso no he dejado a mi mujer abandonada.

Se levantó.

—Allá tú. Pero, si pierdes luego, no te quejes.

—¿Me ha visto usted quejarme alguna vez?

Me palmoteo el hombro izquierdo.

—¡Estos jóvenes de ahora…! En mis tiempos, éramos más circunspectos.

Volví a quedarme solo. Metí la mano, sin querer, en el bolsillo, y mis dedos tropezaron con una moneda. La saqué y vi que era el real de plata de Leporello. Se me recordó inmediatamente su consejo de aquella mañana de que lo guardase como amuleto, y el interés que había tenido en que lo llevase conmigo. ¿Sería, de verdad, un talismán? Por si lo era, no debía conservarlo en mi poder, al menos mientras la cuestión con el Comendador no se hubiese dirimido. Lo escondí en una rendija de la mesa, y pareció quitárseme un peso de encima, el peso de una suerte que no era mía.

Las mesas empezaban a quedar vacías de jugadores. Habían entrado nuevos puntos que permanecían en las penumbras, como esperando. En poco tiempo se remudó la clientela. Entonces, dos criados juntaron unas mesas. Se acercaron todos. El Comendador echó una bolsa de dinero y dijo:

—¡Tallo!

Y se sentó. Trajeron barajas. La gente se fue acomodando en las sillas. Cada cual sacaba sus cuartos y los ponía delante, en un montoncito. Elegí asiento frente al Comendador y saqué mis ducados. Al verlos, al oírlos, se hizo el silencio, un silencio vacío como el silencio de un peligro. Todos miraron al dinero; después, a mí. Oí que alguien preguntaba en voz baja:

—¿Quién es este pipiolo?

—Te conviene cambiar algunas de esas monedas —me indicó el Comendador—, porque todas tus puestas no serán de a ducado.

Al mismo tiempo me alargaba un montón de dinero. Hicimos el trueque. Mi oro destacaba por su fulgor entre la sucia chatarra de la banca. Don Gonzalo lo puso aparte, como niños rubios y delicados a los que se separa de la golfería.

Repartió cartas. Me vino un cinco. Hice una apuesta pequeña. Pedí otra carta y me llegó un caballo. Me planté. Otros habían jugado más fuerte. El Comendador sumó cinco. Pagó las flojas y cobró las gordas. Al pagarme, me envió una sonrisa.

Adorné con un ducado reluciente la primera sota que me salió. Hubo más sotas, y puestas altas. Un sujeto de rostro pálido, huidizo, con dientes de lobo, se levantó con siete y media. Siete la banca. Mi ducado pasó al de los dientes caninos. Yo había seguido los movimientos del Comendador y había descubierto que sacaba una carta del pecho, justo debajo de la cruz. Eché otro ducado sobre la mesa, a lo que saliese.

Así seguimos, silenciosos. Yo ganaba las puestas pequeñas y perdía las grandes, más o menos como los demás puntos, salvo el tío de los dientes, que iba amontonando mis ducados. Tenía ya diez ante sí, muy bien colocaditos.

El caballero bien vestido estaba detrás de él, cerca también de mí. Veía mis cartas y las del lobo. Una vez se me acercó y me dijo:

—Tenga cuidado. La carta no se mira de esta manera. Hay que hacerlo con cuidado, ¿me comprende? Sacarla por la pinta.

Y me explicó lo que era la pinta. Pero yo ya había advertido que entre el Comendador y él se cruzaban miradas y guiños.

Deduje que el ganador de mis ducados jugaba por la casa, y que el caballero bien vestido actuaba de semáforo. Los demás jugadores no le importaban, sino solo mi montón de ducados.

Me dieron carta. Sin mirarla, arriesgué cinco monedas del más atractivo color. El caballero bien vestido me dijo: «No haga eso», pero simulé no oírle y pedí carta. Me dieron, descubierto, el rey de oros.

—Siete y media la banca —exclamó el Comendador.

Se llevó mi dinero. Entonces, le pregunté:

—¿Puedo ser yo el banquero?

Hubo risas, codazos, miradas. Pero el Comendador me respondió muy serio:

—Naturalmente, muchacho, aunque lo considero peligroso. No estás avezado todavía, y perderás.

—¿No estoy perdiendo también así?

—¿Supongo que no será una queja?

—¡Dios me libre! Tengo el mayor respeto por mi suerte, pero presiento que va a cambiar si me hago cargo de la banca.

El Comendador empujó hacia mí la baraja.

—Ahí la tienes. Con tu pan te lo comas.

Recogí el naipe, lo barajé, lo coloqué ante mí. El Comendador hacía montoncitos de su dinero.

—Pero ¿no me da más que esto?

Me miró con extrañeza.

—No querrás el dinero también.

—No. Me basta con el mío, supongo. Pero esas cartas que guarda en la bocamanga, y debajo de la mesa, y en el pecho, ¿no me corresponden?

Puse mi cara más inocente. Mi mano señaló la cruz del Comendador. Sentí detrás de mí, más cerca, el cuerpo del caballero bien vestido. Mis palabras habían paralizado los movimientos de los jugadores. Se habían vuelto todos hacia el Comendador, y uno de ellos gritaba:

—¡Explíquese, don Gonzalo!

Don Gonzalo se había echado atrás, había derribado la silla, tenía la mano en la espada.

—¿Qué estás diciendo, muchacho? ¿Me acusas de tramposo?

Me miraba con fiereza; inclinado, como si fuera a abrasarme la furia de sus ojos.

—Don Juan Tenorio bromea —dijo el caballero bien vestido; sus manos se colocaron encima de mis hombros, suavemente—. Le pedirá perdón en seguida, estoy seguro. ¿Qué dirían, si no, estos caballeros?

Los puntos se habían levantado, protestaban, exigían que el Comendador se quedase en mangas de camisa. El de los dientes de lobo recogía su ganancia y pretendía escurrirse. De alguna parte oscura habían surgido dos mocetones armados que venían hacia mí. Don Gonzalo seguía vociferando, insultándome. Comprendí que en dos segundos me habrían aniquilado si no obraba a tiempo. Las manos del caballero bien vestido aumentaban su presión sobre mis hombros, como queriendo sujetarme a la silla. Los bravos estaban ya a su lado. Me escurrí debajo de la mesa, la sacudí con los hombros: cayeron al suelo mis ducados mezclados con la plata del Comendador. Con el dinero, los candelabros. Se armó un bochinche de gritos y blasfemias. Todos querían el dinero y rodaban por el suelo para recogerlo. El caballero bien vestido gritaba: «¡Que no se escape!», y los bravos corrieron a interceptar el paso hasta la puerta. Pude zafarme del tumulto, coger un candelabro del suelo, encenderlo. Cuando empezaron a levantarse, las manos más o menos pingües de mis ducados, yo me hallaba en la parte alta de la habitación, con la espada en la mano y las luces levantadas por encima de mi cabeza.

—El Comendador es un tramposo —dije—. Quiero mis cien ducados.

Sonriente, el caballero bien vestido salió del grupo.

—Señor Tenorio, estoy dispuesto a perdonarle sus muchas impertinencias en atención a su impericia, y quizá también a la estupidez inevitable de sus pocos años. Coja el sombrero y váyase.

—Mis cien ducados. Y esos caballeros deben reclamar también lo suyo. A todos los ha engañado, menos al de los dientes largos.

Los puntos murmuraban entre sí, se agitaban. Don Gonzalo seguía chillando, amenazando. El caballero bien vestido se puso serio.

—No sea imbécil, don Juan, y váyase, si no quiere que mande a mis criados echarle a puntapiés.

—Antes tengo que batirme con el Comendador.

La respuesta de don Gonzalo estalló en medio de los murmullos, retumbó bajo las bóvedas del sótano. Fue una de sus mejores carcajadas; gigantesca, ilimitada.

—¿Batirme yo contigo? ¡Mi espada no se cruza más que con caballeros cabales, jamás con un cabrón! Porque sépanlo, señores: Don Juan Tenorio se ha casado ayer con una prostituta. ¡Y tuvo la avilantez de pedirme que le sirviera de testigo!

—Escúcheme, Comendador.

No sé por qué, la voz me salió redonda, imperativa. No solo me escuchó don Gonzalo, sino todo el cotarro, incluso el bien vestido caballero.

—Escuche lo que voy a decirle. Estando usted delante, no hay que mentar a los cabrones, porque usted lo es también. Esa mujer que guarda usted en su casa, esa judía con la que está casado en secreto, durmió conmigo hace dos noches. Y en cuanto a su hija…

Pegó un grito furibundo, un grito sincero, y se plantó de un salto en la mitad del corro, con la espada en la mano.

—¡Mi hija no la nombres, si no quieres…!

—… en cuanto a esa hija de la que usted está enamorado, pienso acostarme esta noche con ella, después de matarle a usted. Tengo la llave.

Bramaba, hacía remolinos con la espada, se tiraba a matar. La máscara de su rostro se había descompuesto, y su voz tremolaba, aullaba, repetía: «¡Mi hija!» en todos los tonos de la tragedia.

—¡Te atravesaré como a un pellejo! ¡Estos caballeros son testigos de cómo me has insultado! ¡Has dicho de mi hija…!

Dejé el candelabro y descendí a las losas del sótano.

—Quítese la ropilla, Comendador. Le va a estorbar.

—¡Para matarte a ti no necesito…!

Al verme junto a él, cambió el estilo. Se reía, hacía fintas al aire, saltaba ágilmente sobre sus piernas enormes. Yo parecía, a su lado, Pulgarcito a los pies del gigante.

—¡Vamos! ¡En guardia! ¡Ya tengo prisa por taladrarte!

Las manos en alto, el caballero bien vestido se interpuso.

—Vamos a ver si esto tiene arreglo. El Comendador ha sido ofendido doblemente y tiene de su parte la razón. Pero todos sabemos que es la mejor espada de Sevilla. Le va a matar a usted, don Juan, y será una pena que muera tan joven, aunque convengo en que su impertinencia merece, al menos, una paliza. Propongo, sin embargo, que le pida perdón, y que deje a su favor los cien ducados, como compensación económica. Si así lo hace, rogaré al Comendador que le disculpe y podrá usted marchar en paz. Aunque para no volver a esta casa, claro.

—¡Cien ducados! ¿Quién piensa que vendo mi honor por esa suma miserable? ¡Sangre es lo que necesito!

—Pongamos doscientos, Comendador, Don Juan Tenorio nos firmará un papel, y fiaremos de su firma.

Se volvió hacia mí.

—¿Está usted conforme en los doscientos?

—No.

Entonces, se me acercó tranquilamente, con mirada despreciativa, y me dio un pequeño empujón.

—Pero ¿qué es lo que quiere entonces, pedazo de memo?

—Si no le importa, batirme con usted cuando acabe con el Comendador.

Se encogió de hombros. Se volvió a los presentes.

—Ustedes son testigos de cómo he intentado disuadirle, y convendrán conmigo en que las condiciones para evitar el lance eran muy llevaderas. Yo me lavo las manos de su muerte.

El Comendador seguía pegando cabriolas, meneando la espada por encima de mi cabeza y gritándome:

—¡En guardia! ¡Al matadero los cabrones!

Nos dejaron un gran espacio. Al lado de la puerta quedaban los gerifaltes, puestas las manos en las espadas. Me dirigí al dueño de la casa.

—Tengo derecho a exigir que esté la puerta libre.

Me sonrió.

—¡Como quiera! Total, va a salir usted por ella con los pies por delante…

—¡Vamos, muchacho! ¡Menos preámbulos!

—Quítese la ropilla, se lo aconsejo.

Cruzamos las espadas. Don Gonzalo atacaba con fuerza, y me mantuve a la defensiva durante tres o cuatro asaltos. Bastaron para comprobar, al mismo tiempo que su agilidad y su fuerza, la limitación de sus tretas. Intentó, primero, la estocada al cuello: la desvié por el hombro. Después, la estocada al pecho: me pasó por el sobaco. Por último, la estocada al vientre, que se perdió por el hueco de la entrepierna. Entonces, la fuerza de don Gonzalo empezó a flaquear, y sus ojos me miraban con extrañeza. Seguía vociferando, amenazando; pero se le escapaban gallos, y, sin que yo atacase, se defendía.

El cotarro había seguido los asaltos con el aliento contenido, y había coreado con desilusión las estocadas fallidas. Pude mirarlos, y tuve la sensación de peligro. Uno de los valentones escondía el puñal en la bocamanga. El caballero bien vestido había sacado un pañizuelo de encaje, y su mano, enjoyada de esmeraldas, jugueteaba con él. «Cuando lo suelte, me asesinarán», pensé. Podía suceder en el segundo siguiente, y yo tenía el pecho al descubierto.

Desarmé a don Gonzalo de un golpe violento, y su espada fue a caer junto a la puerta. Todas las miradas la siguieron. Mientras, agarré una banqueta con la mano izquierda. Don Gonzalo había caído de rodillas. Estaba desinflado, y con una voz pequeña, gemebunda, como el aire que escapa de un globo, suplicaba:

—¡Va a asesinarme! ¡Socorro! ¡A mí los míos! ¡Va a asesinarme!

El caballero bien vestido dejó caer el pañuelo, y el puñal buscó en el aire mi corazón. Halló el asiento de la banqueta, donde quedó clavado, tembloroso. Lo arranqué, lo miré, lo lancé súbitamente contra el cuello del bravucón. Allí se hundió. Se oyó un graznido como un estertor, y el cuerpo del gerifalte se derrumbó. Don Gonzalo seguía suplicando con palabras ya incoherentes. Nadie se había movido a recoger el cuerpo.

El caballero bien vestido alzó una mano.

—¡Ya está bien, don Juan! Recobre sus ducados, y asunto concluido.

—Después de muerto el Comendador.

Puse el pie en la cruz de su pecho —sin ánimo sacrílego, esta es la verdad— y derribé a don Gonzalo de un empellón.

—Recoja la espada, y beba, si le hace falta. En el infierno no hay refrescos.

El caballero bien vestido intentó aproximarse. Ahora alzaba las dos manos.

—Pero ¿no le parece bastante? Ha matado ya a un hombre y ha humillado al Comendador. Sabemos, además, que es usted un excelente espadachín. ¿Qué quiere ahora?

—Necesito matarlo —silabeé—. Me da asco. Es un viejo sucio que no debe vivir entre los hombres de bien, aunque a ustedes les resulte irreprochable. Lo es como tramposo, no lo dudo, y con su muerte, el garito perderá un excelente colaborador. Pero a mí no me importa el interés de ustedes.

—Como comprenderá, Don Juan, de esto se dará parte a la justicia.

—Y, a mí, ¿qué? Estaré lejos.

—Si escapa usted, es porque tiene miedo.

—Si escapo, es porque no puedo defenderme de la justicia del rey, a la que niego toda autoridad sobre mí.

Dejó caer las manos, desalentado.

—¿Qué clase de hombre es usted, Don Juan?

—Cualquier cosa menos el memo, el estúpido, el imbécil que usted pensaba.

El caballero bien vestido sonrió e inclinó la cabeza.

—Le pido mil perdones, pero me habían informado mal.

—Ese error le costará batirse conmigo cuando haya acabado con don Gonzalo.

—¿No le bastan mis disculpas?

—Quiso usted asesinarme.

Sonrió otra vez; pero en su sonrisa había ahora un elemento nuevo, triunfal acaso. Miraba detrás de mí, miró un segundo más de lo debido, y me alarmó. Volví la cabeza, y vi al Comendador escabullirse por la puerta del sótano.

—¡Quédense con mis ducados! —grité: y corrí detrás. Me llevaba ventaja, y cuando le abrieron la puerta de la calle, llegaba yo al zaguán, perseguido por las voces y los pasos de los tahúres. El portero se quiso interponer, y lo mandé contra la pared. Asomé a la calle oscura, ya desierta. Miré a un lado y a otro.

—Por la derecha, mi amo, de prisa.

La sombra de Leporello oscurecía la cal de la pared frontera.

—¡Cuídate de los caballos!

Eché a correr. Doblé la esquina y descubrí a don Gonzalo, casi al cabo de la calle, corriendo, corriendo. Le grité: «¡Ya estoy aquí!», y el grito le paralizó. Cuando llegué junto a él se había arrimado al quicio de una puerta y me pedía perdón. Le obligué a sacar la espada y a batirse otra vez. Me costó trabajo matarlo, porque, súbitamente, mi corazón se inundó de piedad, y tuve que pelear con mis propios sentimientos más que con el brazo de don Gonzalo. La espada debió de entrarle a la altura del cuarto espacio intercostal izquierdo. Dio un gemido, resbaló, pataleó, y quedó quieto, como una gran estatua derribada.

Sus amigos entraban ya en la calle. Traían antorchas encendidas y clamaban a la justicia.

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