Don Juan

Don Juan


I DON JUAN

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I

DON JUAN

Don Juan es un hombre como todos los hombres. No es alto ni bajo; ni delgado ni grueso. Trae una barbita, en punta, corta. Su pelo está cortado casi al rape. No dicen nada sus ojos claros y vivos: miran como iodos los ojos. La ropa que viste es pulcra, rica; pero sin apariencias fastuosas. No hay una mácula en su traje ni una sombra en su camisa. Cuando nos separamos de él, no podemos decir de qué manera iba vestido: si vestía con negligencia o con exceso de atuendo. No usa joyas ni olores. No desborda en palabras corteses ni toca en zahareño. Habla con sencillez. Ofrece y cumple. Jamás alude a su persona. Sabe escuchar. A su interlocutor le interroga benévolo sobre lo que al interlocutor interesa. Sigue atento, en silencio, las respuestas. No presume de dadivoso; pero los necesitados que él conoce no se ven en el trance de tener que pedirle nada; él, sencillamente, con gesto de bondad, se adelanta a sus deseos. Muchas veces se ingenia para que el socorrido no sepa que es él quien le socorre. Pone la amistad —flor suprema de la civilización— por encima de todo. Le llegan al alma las infidencias del amigo; pero sabe perdonar al desleal que declara noblemente su falta. ¿Hay, a veces, un arrebol de melancolía en su cara? ¿Matiza sus ojos, de cuando en cuando, la tristeza? Sobre sus pesares íntimos coloca, en bien del prójimo, la máscara del contento. No se queja del hombre, ni —lo que fuera locura— del destino. Acepta la flaqueza eterna humana y tiene para los desvaríos ajenos una sonrisa de piedad.

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