Don Juan

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XV LA CASA DE GIL

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XV

LA CASA DE GIL

En el pueblo, don Juan y el doctor Quijano han ido a pasar la noche a casa de un labrador amigo. La cocina es negra. La luz tremulante de un candil apenas la alumbra, arden gruesos troncos en la chimenea. Gil es un hombre recio y curtido. Con la mirada fija en los tueros, Gil permanece largos ratos inmóvil.

—¿Cómo cultiva usted sus tierras? —pregunta don Juan al labrador.

—Yo hago con mis tierras tres suertes u hojas —dice Gil—. De estas tres hojas, siembro nada más que una.

—¿Cómo llama usted a las demás? —torna a preguntar don Juan.

—Una de las suertes la siembro —repite Gil—; de las otras dos, una la labro, pero no la siembro, y se llama barbecho; otra, no la siembro ni la labro, y se llama eriazo.

—¿Se necesitará mucha tierra para coger alguna cosecha? —observa don Juan.

—Se necesita mucha tierra —replica el labrador—. El que más, cultiva aquí las tierras de año y vez; algunos las dejan descansar cuatro, seis y aun ocho años.

Don Juan iba preguntando por los nombres de todos los utensilios y trebejos de la cocina. Aquí, ante este fuego, en medio de esta primitiva simplicidad, rodeado de esta áspera pobreza, se le antojaba hallarse, no sólo tres o cuatro siglos atrás, sino lejos de España, entre los lapones, como Regnard, en 1681, o en la Groenlandia, o en algunos de los países imaginarios pintados en el Persiles.

Iba pasando el tiempo. Parecía que eran las dos de la madrugada, y eran las nueve de la noche. La cámara a que Gil ha conducido a don Juan tenía el techo en pendiente y sostenido por troncos, retorcidos, de pino. El piso era de yeso blanco. Se veían dos grandes arcaces de roble, toscamente fallados; los cubrían tapetes a listas de vivos colores rojos, verdes y azules. En las paredes había colgados hacecillos de hierbas aromáticas: romero, tomillo, salvia, orégano, cantueso: En un rincón descansaba una escopeta vieja, y al pie había dos caretas de castrar colmenas. La cama la formaban seis colchones altísimos.

La noche ha sido interminable. A la madrugada, don Juan se ha levantado un momento y ha abierto un ventanillo. Brillaba con un fulgor intenso la estrella matutina. En el silencio denso, profundo, el parpadeo, henchido de misterio del lucero, ha puesto en el espíritu de don Juan una sensación in. definible de infinidad e idealidad.

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