Don Juan

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XXIII LA TÍA

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XXIII

LA TÍA

La tía vivió antaño en la Cuesta del Río, junto a las Tenerías, en una casilla medio caída. Un día ocurrió allí un suceso terrible; resultaba comprometido un señorito de la ciudad. Procesaron a la tía, pero la tía calló. Nadie pudo sacarla de su mutismo. Aquel silencio valió a la tía una larga, constante y misteriosa protección. De la Cuesta del Río se mudó la tía a una casa de la calle de Cereros. La calle estaba siempre desierta. En la casa de la tía estaban siempre cerradas las puertas y las ventanas. De tarde en tarde, al anochecer, durante la noche, se escurría una sombra por la calleja; llegaba a la puerta y tiraba del cabo de una cuerda. Dentro sonaba una campanilla.

A las ventanas no se asomaba nunca nadie. A veces se oían voces iracundas, lamentaciones, ruido de muebles golpeados. La tía era una mujer alfa, fuerte; tenía la tez pálida, terrosa; en los dedos de las manos lucían apretadas sortijas y tumbagas. Silenciosamente, en los momentos de ira, esos dedos cogían un brazo e iban apretándolo como unas tenazas hasta dejar una honda huella amoratada. Y de pronto, ante los gritos de la víctima, la tía, con los ojos relampagueantes, comenzaba a vociferar también, daba tremendos porrazos, lanzaba por el aire los muebles.

Don Juan pasaba alguna vez por la calleja. No había entrado nunca en la casa. Una tarde, al asomar por la calle, vio que se abría la puerta. Salió de la casa una muchacha. Estaba pálida, exangüe; tenía los ojos hinchados, con anchas,,ojeras. Había en toda su persona un profundo dolor. La muchacha llevaba una maleta y una jaula con un pájaro. Dos pasos más allá de la puerta se sentó en la maleta, puso los codos en los muslos, apoyó la cabeza en las manos y comenzó a llorar.

Don Juan la veía llorar desde lejos. Se fué acercando despacio. Dejó caer en su falda unos papelitos azules y se alejó de prisa.

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