Don Juan

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ACTO TERCERO » Escena I

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DON JUAN, vestido de campo y SGANARELLE de médico

SGANARELLE: A fe mía, señor, confesad que tuve razón, y henos a uno y otro disfrazados a maravilla. Vuestro primer proyecto no era nada adecuado, y esto nos encubre mucho mejor que todo lo que pensabais hacer.

DON JUAN: Realmente estás bien; y no sé de dónde has podido sacar esas prendas ridículas.

SGANARELLE: ¿Sí? Es el indumento de un viejo galeno, dejado en prenda en el sitio donde lo he cogido; y me ha costado dinero adquirirlo. Mas ¿sabéis, señor, que este traje me presta ya tal valía que me saludan las gentes con quiénes me encuentro y vienen a consultarme como a hombre docto?

DON JUAN: ¿Cómo así?

SGANARELLE: Cinco o seis aldeanos y aldeanas, al verme pasar, han venido a pedirme dictamen sobre diferentes dolencias.

DON JUAN: ¿Y les has respondido que tú no entiendes nada de esas cuestiones?

SGANARELLE: ¿Yo? En modo alguno. He querido mantener el honor de mi traje, he razonado sobre la dolencia y les he prescrito a cada uno de ellos su remedio.

DON JUAN: ¿Y qué remedios les has prescrito?

SGANARELLE: A fe mía, señor, lo he tomado por donde he podido: he prescrito mis remedios a la ventura, y sería una cosa divertida que los enfermos se curasen y vinieran a darme las gracias.

DON JUAN: ¿Y por qué no? ¿Por qué razón no gozarías tú de los mismos privilegios que los otros médicos? No tienen mayor aporte que tú en las curaciones de los enfermos, y todo su arte es pura mueca. No hacen más que recoger la gloria de los éxitos felices, y tú puedes aprovecharte, como ellos, de la felicidad del enfermo, y ver cómo atribuyen a tus remedios todo cuanto puede provenir de los favores del azar y de las fuerzas de la Naturaleza.

SGANARELLE: ¡Cómo, señor! ¿Tan descreído sois en medicina?

DON JUAN: Es uno de los grandes errores que hay entre los hombres.

SGANARELLE: ¡Cómo! ¿No creéis en el sen, ni en la cañafístula, ni en el vino emético?

DON JUAN: ¿Y por qué quieres que crea en eso?

SGANARELLE: Tenéis un alma muy incrédula. Y sin embargo, ya veis; desde hace tiempo el vino emético hace mucho ruido. Sus milagros han convertido a los más descreídos espíritus, y no hace aún tres semanas que he visto yo, yo que estoy hablando, sus efectos maravillosos.

DON JUAN: ¿Cuáles?

SGANARELLE: Había un hombre que desde hacía seis días estaba agonizando; no sabían qué recetarle, y todos los remedios eran ineficaces; y al final pensaron en darle el vino emético.

DON JUAN: ¿Y se salvó?

SGANARELLE: No; murió.

DON JUAN: ¡Admirable gesto!

SGANARELLE: ¡Cómo! Hacía seis días enteros que no le era posible fallecer, y eso le hizo morir en el acto. ¿Queréis algo más eficaz?

DON JUAN: Tenéis razón.

SGANARELLE: Mas dejemos la medicina, en la que no creéis y hablemos de otras cosas, porque este traje me da talento y me siento en vena de discutir con vos. Ya sabéis que me permitís discutir y que sólo me tenéis prohibidas las amonestaciones.

DON JUAN: Bueno, ¿y qué?

SGANARELLE: Quisiera conocer vuestros pensamientos a fondo. ¿Es posible que no creáis en absoluto en el Cielo?

DON JUAN: Dejemos eso.

SGANARELLE: Es decir, que no creéis. ¿Y en el Infierno?

DON JUAN: ¡Eh!

SGANARELLE: Lo mismo. ¿Y en el diablo, si os place?

DON JUAN: Sí, sí.

SGANARELLE: Muy poco. ¿No creéis en la otra vida?

DON JUAN: ¡Ja, ja, ja!

SGANARELLE: He aquí un hombre al que me costará trabajo convertir. Y decidme: ¿Qué pensáis del coco, eh?

DON JUAN: ¡Mal haya sea el fatuo!

SGANARELLE: Esto es lo que no puedo soportar, pues no hay nada más real que el coco, y yo me dejaría ahorcar por él. Mas es preciso creer en algo. ¿En qué creéis, pues?

DON JUAN: ¿En qué creo?

SGANARELLE: Sí.

DON JUAN: Creo que dos y dos son cuatro, Sganarelle, y que cuatro y cuatro son ocho.

SGANARELLE: ¡Buena creencia y bellos artículos de fe! ¿Vuestra religión, es por lo que veo, la aritmética? Hay que confesar que se les meten extrañas locuras en la cabeza a los hombres y que, aun habiendo estudiado mucho, es uno mucho menos sabio, con frecuencia. Por mi parte, señor, no he estudiado como vos, a Dios gracias, y nadie podría alabarme de haber enseñado nada; mas, con mi humilde sentido y mi escaso juicio, veo las cosas mejor que todos los libros, y comprendo muy bien que este mundo que vemos no es un hongo que haya nacido espontáneamente en una noche. Quisiera realmente preguntaros quién ha hecho esos árboles, esas peñas, esa tierra y ese cielo de ahí arriba, y si todo se ha hecho por sí solo. Héteos a vos, por ejemplo, aquí. ¿Os habéis creado vos mismo y no ha sido necesario que vuestro padre haya preñado a vuestra madre para que nacieseis? ¿Podéis ver todas las invenciones de que se compone la máquina humana sin admirar el modo con que está ajustado todo? Esos nervios, esos huesos, esas venas, estas arterias, estos…, este pulmón, este corazón, este hígado y todo estos otros ingredientes que hay aquí y que… ¡Oh, pardiez, interrumpidme si queréis! No sé discutir si no me interrumpen. Os calláis a propósito y me dejáis hablar por fina malicia.

DON JUAN: Espero a que hayas concluido tu razonamiento.

SGANARELLE: Mi razonamiento es que hay algo admirable en el hombre, digáis lo que queráis, que todos los sabios no podrían explicar. ¿No es maravilloso que esté yo aquí y que tenga algo en la cabeza que piensa cien cosas diferentes en un instante y hace de mi cuerpo cuanto quiere? Quiero aplaudir con las manos, levantar el brazo, alzar los ojos al cielo, bajar la cabeza, mover los pies; ir a la derecha, a la izquierda, hacia adelante, hacia atrás, volverme… (

Cae al suelo al volverse).

DON JUAN: ¡Bien! Ahí tienes tu razonamiento con las narices rotas.

SGANARELLE: ¡Pardiez! Bien necio soy entreteniéndome en razonar con vos; creed lo que queráis: ¡Qué se me importa que os condenéis!

DON JUAN: pero mientras razonábamos nos hemos extraviado. Llama a aquel hombre para preguntarle el camino

SGANARELLE: ¡Hola! ¡Eh, compadre! ¡Eh, amigo! Unas palabritas, por favor.

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