Don Juan

Don Juan


PRIMERA PARTE

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YO, que soy el autor de este poema, ando buscando un héroe; es cosa extraordinaria que no pueda encontrarlo, cuando casi todos los días se nos presenta uno a quien las gacetas y las plumas sirven de trompetas de la gloria, hasta que al fin el tiempo descubre que tal héroe no es el verdadero. Pero yo no quiero cantar a gentes de esa especie, a héroes falsos; quiero celebrar a nuestro antiguo amigo don Juan, hijo de doña Inés, a quien todos hemos visto en el teatro bajar a los infiernos un poco antes de tiempo.

Vernon, el carnicero de Cumberland. Wolfie, Hawke, el príncipe Fernando Gramby, Burgoyne, Keppel, Howe, pícaros y hombres honrados, todos han tenido su parte en el universal elogio, y han servido de muestra, como en nuestros días Wellesley; cada uno de ellos, a su vez, han desfilado ante vuestra simpatía como los reyes de Banque, corriendo hacia la gloria, todos hijos de la misma madre. Francia ha conocido también a Bonaparte y a Dumoirier, y los ha visto llenar las páginas de sus "Debats" y su "Moniteur".

Barnave, Brissot, Candercet, Marat Petion, Cloetz, Danton, Mirabeau, La Fayette, han sido, también, según se sabe, muy famosos en Francia. Y aún hay muchos que no están olvidados, como Joubert, Hoche, Marceau, Lannes Desaix, Moreau, y otros mil guerreros inscritos honrosamente en el templo de la Memoria; pero sus nombres tampoco podrían tener un lugar en mi poema.

Nelson, hasta hace poco tiempo, era el dios Marte de la Gran Bretaña; todavía podría seguir siéndolo si las cosas no hubieran cambiado; pero ya no se habla de Trafalgar y este nombre duerme silenciosamente en la cruz de Nelson. Actualmente el ejército está en boga y nuestros marinos parecen olvidados. Nuestro príncipe sólo presta atención a los soldados, olvidando a Dulea, Neeson, Howe y Jervis.

Antes de Agamón existían, sin duda, hombres de mérito; después de él la Humanidad ha contemplado a más de un valiente capitán y un sabio ilustre digno de su admiración. ¡Cuántos ha habido que valían tanto como el Rey Micenas y que, sin embargo, en nada se parecían a él! Pero todos ellos no han brillado en los libros de los poetas y están hoy olvidados. No trato yo de proscribir a nadie, pero no puedo encontrar en todo nuestro siglo a un solo hombre que merezca este poema, y por eso he escogido a mi amigo don Juan.

La mayor parte de los autores escriben de este modo sus poemas: empezando in media res, el héroe relata su epopeya, cuando le place, en forma de episodio. Para ello se sienta cómodamente, después de comer bien, al lado de su linda amante, en algún paraje delicioso, en un palacio, un jardín, o tal vez en una gruta que sirve maravillosamente de refugio a la pareja afortunada.

Este es, sin embargo, el método vulgar, y no será el mío; yo prefiero comenzar por el principio. La regularidad y el rigor de mi plan me prohíben toda digresión como una falta imperdonable. Entraré, pues, en materia inmediatamente, comenzando por contaros, si me lo permitís, algo sobre el padre y la madre de don Juan.

Don Juan nació en Sevilla, ciudad hermosa de España, célebre por sus mujeres. Creedme que es digno de lástima aquél que no la ha visitado nunca. Así lo dice el proverbio, y yo soy de ese dictamen: entre todas las ciudades españolas no hay ninguna más bonita, ni más gentil. Quizá Cádiz… Pero esto lo podréis decidir vosotros mismos muy pronto, yendo a España.

Su padre se llamaba José, es decir, don José, y era un verdadero hidalgo. La noble sangre que corría por sus venas estaba limpia de toda mezcla de sangre mora e israelita, y descendía de los hidalgos más godos de España. ¡Nunca se había puesto a caballo un más noble caballero, o bien, una vez montado, nunca se había apeado! Tal era el don José que engendró a nuestro héroe, que engendró… Pero, un poco de paciencia, porque esto se dirá más adelante.

Su madre era una señora instruida, iniciada en todas las ciencias dignas de estimación en los pueblos cristianos; su alma reunía todas las virtudes y sus talentos disminuían el valor de las personas más hábiles; hasta las gentes mejores y de más dulce corazón experimentaban cierta secreta envidia al verse sobrepujadas en todas las perfecciones posibles por esta devota dama española.

La tal dama poseía una memoria que era como una mina inagotable; se acordaba con exactitud de todas las obras de Calderón y de Lope de Vega, y si algún cómico que les representase hubiera titubeado en su papel, ella, sin necesidad de recurrir al texto, hubiera hecho a maravilla el oficio de apuntador.

Las matemáticas eran su ciencia favorita; la magnanimidad, su más noble virtud; su espíritu (un espíritu superior casi siempre) era enteramente ático; sus conversaciones, profundas hasta tocar en lo sublime. Su traje de mañana era de bombasí y el de tarde de seda. Y en verano de muselina, de limón, o de otras telas igualmente discretas, con cuyos nombres no quiero embarazar mi narración. Dominaba el latín; conocía el griego o al menos, estoy seguro de ello, el alfabeto helénico. Leía de cuando en cuando tal cual novela francesa, pero no hablaba con pureza esa lengua de "simples literatos". En cuanto al español, lo descuidaba mucho; su conversación era más bien oscura; sus pensamientos secos como teoremas, y todos sus problemas se deshacían en palabras, como si ella creyese que hacer a éstas misteriosas las ennoblecía tanto como la esposa de don José podía merecerlo. Gustaba del inglés y del hebreo, y hasta sostenía que ambas lenguas se parecían mucho, probándolo con la cita de algunos pasajes de los libros Santos; yo dejo estas pruebas para que las analicen los demás; pero he oído decir, piénsese de ello lo que quiera, he oído decir a nuestra querida doña Inés que la palabra hebrea que significa "yo soy" expresa siempre, y ello es bien singular, "condenado" en inglés.

En una palabra, la madre de don Juan era una enciclopedia andando. Las novelas de Miss Edgeworth, los libros de Miss Trimmer sobre la educación o la esposa de nuestro viejo amigo Coeleps corriendo en busca de su querido amante, son menos ejemplares que lo era doña Inés. Representaba la moral personificada y la envidia no hubiera hallado ni la más pequeña mancha censurable en aquel limpio diamante de su alma. Dejaba para todas las demás mujeres los errores y las debilidades de su sexo, para ella las virtudes. En una palabra: no tenía defectos… Lo que es peor que tenerlos todos.

Era tan superior a todas las tentaciones pérfidas del Infierno, que el Ángel de su guarda, aburrido, abandonó su alma, porque era inútil su custodia. Los movimientos espirituales de esta santa mujer estaban arreglados con tanta exactitud como los del mejor reloj fabricado por Harrison… Pero como la perfección resulta bastante insípida en este mundo corrompido, en el que nuestros primeros padres no aprendieron a acariciarse hasta después de haberse hecho desterrar de su Paraíso, por mucho que en su hogar respirase la paz, la inocencia y la felicidad (¿cómo diablos se pasarían los días?), nuestro buen don

José, esposo de la perfecta doña Inés, descendiente de Eva en línea recta, iba de acá para allá muy a menudo para coger los diversos frutos de la vida sin el permiso de su dulce esposa.

Era el tal don José un hombre descuidado, de muy poco gusto por las ciencias y la sabiduría. Solía ir fácilmente a lugares más gratos y se inquietaba muy poco por lo que pudiese pensar su mujer. Así el mundo, que, según costumbre, encuentra un maligno placer en turbar la paz de los reinos y de las familias, murmuraba en voz baja que don José tenía una buena moza por amante; algunos hasta le suponían dos. Pero la verdad es que una sola basta para encender la guerra en un honesto matrimonio.

Como doña Inés, a pesar de todos sus méritos, tenía en alta estima las cualidades de su marido, hemos de convenir nuevamente en que era una santa, puesto que es preciso serlo para sobrellevar pacientemente el desprecio de su esposo. De todos modos y a pesar de su santidad, en su noble cabeza se mezclaban a menudo las realidades con los sueños, y a veces de tal mezcla resultaban ideas diabólicas. ¿No es ciertamente una idea de esas aquélla que la aconsejaba a doña Inés perder en muy pocas ocasiones la posibilidad de hacer caer a su querido esposo en algún lazo? Por lo demás, ello era cosa fácil con un hombre que tan frecuentemente se descaminaba y que jamás tenía cuidado de sí mismo. Aun los hombres más prudentes tienen momentos en los cuales un simple golpe de abanico de mujer bastaría para derribarles. Pero a veces ¿quién no ha visto cambiarse los dulces abanicos en mazas contundentes manejadas por las blancas manos de una hermosa mujer…?

Gran pecado es casar a las doncellas sabias con hombres sin educación o con señores que sin mengua de ser bien nacidos y estar bien educados se fastidian de las conversaciones eruditas… No quiero hablar más sobre esta materia tan delicada; soy un hombre de bien que vive en el celibato. Pero, decidnos la verdad, ¿no es cierto que ellas son las que llevan puestos los pantalones?

En fin, tras tanto análisis, una verdad: Don José y su mujer riñeron. ¿Por qué? Esto es lo que nadie ha podido adivinar y, sin embargo, mil personas oficiosas intentaron mezclarse en este particular, sin perjuicio de que tal negocio no era suyo, como tampoco es mío. Odioso es el vicio innoble de la curiosidad, y por eso lo tengo por despreciable; pero si hay algo, preciso es ser sincero, en lo que sobresalga, es justamente en querer arreglar los asuntos de mis amigos, sin perjuicio de no tener ningún cuidado de mi propia casa. Quise, pues, mezclarme en las querellas de don José y de su esposa, con las mejores intenciones del mundo, pero fui recibido muy desdeñosamente. Jamás pude encontrarlos en su casa. Lo único cierto fue, a la vez que lo peor para mí, que un día Juanito, capullo entonces del don Juan de este poema, me regó la cabeza con el contenido de una bacineta, que no era agua de rosas precisamente.

Juanito era muchacho travieso y alegre; tenía rizado el suave y brillante cabello, y desde su nacimiento manifestó ligereza y malignidad extraordinarias. La verdad es que sus padres sólo supieron ponerse de acuerdo para mimar en él al más turbulento de todos los pillos. Sí ambos hubiesen tenido un poco de sentido común, en lugar de reñir entre sí habrían enviado a la escuela al tal bribonzuelo y le habrían zurrado como era conveniente a fin de enseñarle a vivir con dignidad cristiana. Pero don José y doña Inés, durante mucho tiempo, habían vivido dentro de su propia desgracia no el divorcio, sino la propia muerte afectiva sea de uno o de otro. Aunque en apariencia se comportaban como marido y mujer de una manera decente, ello era por disciplinar su conducta conforme a la de las gentes honradas que jamás demuestran cosa alguna respecto a sus disgustos domésticos; pero, al fin, el fuego escondido hacía ya mucho tiempo se convirtió en hoguera, y ya no quedó ninguna duda sobre el odio que se profesaban los esposos.

Doña Inés reunió una mañana un cónclave de boticarios y de médicos para probar que su marido estaba loco; mas como él tenía muy a menudo sobrada lucidez, hubo de contentarse con declarar más tarde que si bien su cabeza estaba buena tenía mal corazón. Sin embargo, cuando se le exigieron pruebas de ello, no pudo ofrecerlas; gritaba y protestaba únicamente afirmando que sus deberes hacia el Altísimo y hacia su prójimo la obligaban a desear separarse de aquel hombre. Llevaba un diario en el que había escrito meticulosamente todas las faltas de don José. Por él, por determinados libros pecaminosos y por algunas cartas que podían leerse en caso necesario, le sería muy fácil condenar a su esposo; además contaba como testigos a favor suyo con todos los habitantes de la ciudad, y también —y ello especialmente tierno— con su vieja y amadísima abuela, que ya chocheaba la pobre… Los que oyeron estas razones de doña Inés las repitieron por todas partes, se convirtieron en sus defensores más exaltados, como inquisidores o jueces de una sola de las partes, los unos para entretenerse y los otros para satisfacer antiguas enemistades con aquél. Y doña Inés, modelo de dulzura y de bondad, hubo de soportar aquellas penas y estas compasiones con la calma con que las damas espartanas, al saber la muerte de sus esposos, tomaban la resolución de no volver a hablar de ellos en adelante. Escuchó con toda tranquilidad los relatos de la calumnia dirigida contra don José y vivió su aflicción con entereza tan sublime que todo el mundo que la contemplaba hubo de exclamar: "¡Qué magnanimidad!"

Los amigos de los dos esposos intentaron reconciliarlos; sus parientes desearon en seguida mezclarse en sus asuntos, con lo que, claro está, se aumentaron las dificultades para su solución. Los abogados hicieron cuanto pudieron a fin de conseguir un pleito de divorcio y, en fin, cada uno a su manera practicaron su juego, su gusto, o su codicia. Pero todos, desgraciadamente, fueron burlados por la vida. Don José murió cuando los primeros estaban empezando a divertirse y antes de que los leguleyos hubieran recibido la más pequeña suma a cuenta de los gastos de las primeras diligencias. Murió —ya he dicho que fue una desgracia, porque su muerte privó al Foro de un proceso admirable y a sus amigos y parientes de un entretenimiento— y con él se fueron al sepulcro los provechos de los abogados y la curiosidad y el interés de sus conciudadanos. Su casa fue vendida, sus criados despedidos, un judío tomó sobre su corazón y su bolsillo a una de sus queridas, un militar a la otra, y todo terminó. Yo pregunté a su médico la causa de la muerte, pero, como es muy lógico, no supo explicármela.

Don José era un hombre honrado, y yo que le conocía bien que me precio de ser veraz quiero hacerlo constar en este poema. No buscaré más faltas a su vida, y hasta estoy seguro de que no podría encontrarlas aunque las buscase. Si sus pasiones le arrastraban muchas veces más lejos de los límites de lo que se ha convenido en tener por discreto, y no eran tan dignamente moderadas como las de Numa, llamado también Pompilio, puede decirse, para justificarle, que don José había sido mal educado. Y hasta es justo decir que padecía del hígado. Pero, cualquiera que sean sus méritos o sus faltas, ese pobre hombre también tuvo su parte de contrariedades, especialmente cuando se halló solo y abandonado en su casa vacía, contemplando las ruinas de sus dioses domésticos. Su pena fue tan grande que tomó el triste partido de morirse.

Como murió sin haber hecho testamento, Juan, nuestro héroe, fue el único heredero de un terrible pleito pendiente ante la Audiencia acerca de sus casas y sus tierras. Sin perjuicio de él, una larga minoría y una administración razonable prometían a Juan para un día lejano una buena fortuna. Doña Inés fue su sola tutora, título al que tenía perfecto derecho por la ley, y que la Naturaleza concede justamente a favor de una madre. Ya se sabe que un niño educado por una honesta viuda está siempre más sabiamente dirigido que ningún otro.

Doña Inés, la más prudente de las esposas y también de las viudas, resolvió hacer de Juan un completo caballero, digno de merecer su noble origen. Deseaba que poseyera, cuando fuera un hombre, todas las nobles habilidades que los hidalgos ponen a su servicio cuando los reyes nuestros señores desean hacer las guerras. Y así, Juanito aprendió a montar y a manejar las armas, y se le enseñó concienzudamente el mejor modo de escalar una ciudadela. Pero había una cosa especialmente atendida por el amor materno en la educación de nuestro héroe, algo que doña Inés vigilaba todos los días antes de la llegada de los maestros que pagaba para su hijo. Ella quería que su educación fuese estrictamente moral. Antes de que Juanito tomara los libros se informaba de todo lo que ellos le hacían estudiar, y las lecciones habían de ser previamente aprobadas por ella. En consecuencia, todo se enseñaba a este mancebo: artes, ciencias, etcétera; todo excepto Historia natural, tan peligrosa. Se le descubrían los secretos de las ciencias más abstractas, de las artes menos comunes, pero temiendo que Juan se hiciese vicioso, no se ponía nunca en sus manos ninguna obra literaria que a doña Inés pudiera parecerle atrevida. Sus estudios clásicos se realizaron, por lo tanto, con algún embarazo a causa de los conocidos e indecentes amores de los dioses y las diosas que se producían tan a menudo en las primeras edades del mundo, amores tanto más inconvenientes cuanto que dichas diosas nunca llevaron refajo ni corpiños. Los sabios pedagogos que eran sus maestros hubieron de recibir, a pesar de su cuidado, muchas reconvenciones, y se vieron obligados a hacer una extraña versión de sus Eneidas, sus Ilíadas y sus Odiseas… Doña Inés temía con razón la mitología.

Juanito se perfeccionaba en la devoción y en la gracia. A los seis años era un muchacho muy lindo y a los once prometía ya, para un día no lejano, una arrogante figura y ser tan buen mozo como pudo haberlo sido cualquier otro hombre entre los hombres. Estudiaba con celo, progresaba en cualquier disciplina y, para mayor gozo de su madre, parecía caminar sobre la verdadera senda del cielo, ya que pasaba en la iglesia la mitad del, día y la otra mitad con sus maestros, su confesor y su querida madre.

A los doce años era nuestro héroe un hermoso joven que unía su agradable apariencia a su admirable discreción; si había sido un poco picarillo en su niñez, la santa sociedad en que ahora vivía atemperaba aquella viveza censurable. No fue inútil la lucha para domar su carácter naturalmente travieso, y su madre gozaba repitiendo en todas partes los elogios más encendidos a la prudencia, tranquilidad y aplicación del joven filósofo que era su hijo… En cuanto a mi opinión, si el lector me la pide, yo, ya en aquellos días, había concebido ciertas dudas, que aún hoy no he abandonado. No soy mal pensado, pero he conocido al padre de don Juan y me engaño pocas veces cuando formo juicio. Sin embargo no es justo juzgar al hijo por el padre. Su mujer y él no estaban en demasiada buena armonía. Pero protesto contra toda maligna interpretación, aunque se haga en tono de chanza.

Cuando Juan cumplió los dieciséis años era un mozo alto, hermoso, un poco femenil acaso, vivo, fuerte, bien formado y arrogante; alegre y desenvuelto como un pájaro. Cuantos le veían, excepto su madre, le miraban ya como se mira a un hombre, pero si alguno lo hacía notar así doña Inés se encolerizaba y se mordía los labios nerviosa, muerta de miedo, porque el hecho de que Juan representase tan gentilmente y de manera tan precoz la hombría, resultaba ser para ella la cosa más criminal del mundo.

Entre los muchos conocimientos y amistades de don Juan, todos ellos escogidos por la prudencia y la devoción cuidadosa de su madre, destacaba una linda doña Julia, a la que llamar hermosa es leve justicia. Sus mil encantos eran tan naturales en ella como lo es el aroma y el suave tacto en las flores, la sal en el Océano, el conjunto de la belleza de Venus y el arco amoroso en el dios Cupido. El color de ébano de sus ojos orientales acreditaba el origen moro de su sangre. Cuando la fiera ciudad de Granada fue tomada y Boabdil, obligado a huir, derramó sus famosas lágrimas, varios de los antepasados de doña Julia se retiraron a África, en tanto otros se quedaban en España. Su bisabuela y su abuela fueron de estos últimos, y de ahí que nuestra linda Julia naciera en España, pero su sangre no era puramente española. Se había casado aquella bisabuela—por más que no haya olvidado un poco su genealogía—con un hidalgo que transmitió a sus herederos una sangre menos noble que la que corría por sus venas, a consecuencia del desgraciado e incómodo enlace matrimonial, que hizo sufrir mucho a la familia, en la cual los matrimonios se celebraban entre sí, primos, tíos y sobrinos, los unos con los otros; mala costumbre que hace degenerar la especie. Pero el pagano y amoroso casamiento renovó la raza de aquella hidalga familia. Si dañó su nobleza, al menos hermoseó la carne de tal modo que de la estirpe más espantosa de la España antigua brotó una rama tan hermosa como fresca. Los varones dejaron de ser enanos y las hembras de ser amarillas, chatas y sarmentosas. Aunque corrían rumores, que yo desearía silenciar, sobre si la abuela de Julia dio o no a su marido más herederos bastardos que descendientes legítimos, lo cierto es que, sea como fuere, esta noble raza continuó produciéndose y perfeccionándose hasta reducirse a un último y único heredero varón, que no dejó sobre la tierra sino una sola hija: Julia.

Doña Julia, de la que tendremos mucho que hablar, era hermosa, sana, casta. Contaba veintitrés años de edad y estaba casada. Sus ojos eran rasgados y negros, bellísimos, pero no manifestaban sino sólo una parte de su fuego hasta que ella hablaba. Entonces, a pesar de su reserva dulce, dejaba brillar en sus miradas una linda expresión, más bien arrogante que enfadosa, que servía para probar que el amor reinaba en aquel cuerpo y en aquella alma con más decisión que ningún otro sentimiento. A tales ojos seguramente se les vería el deseo si no fuera porque la voluntad de doña Julia les imponía silencio con firmeza. Sus cabellos negros se rizaban con gracia sobre una frente cuya dulzura no tenía igual, animada por el noble reflejo de la inteligencia. Las cejas formaban una dulce curva, semejante al arco iris, bajo tan linda frente; las mejillas, sonrosadas con el encarnado de la juventud y de la vida, tenían a veces como una aureola transparente, como si un fuego repentino y secreto circulara por sus venas.

En una palabra, Julia se hallaba dotada de un rostro encantador y de una gracia femenina superior a todas las expresiones posibles. Era, además, alta y arrogante. Ni yo, ni el lector, seguramente, gustamos de las mujeres pequeñitas.

Estaba casada hacía ya algún tiempo con un hombre de cincuenta años. Los maridos de esa especie son abundantes en todas las épocas. Yo creo, no obstante, que en lugar de un hombre de esa edad sería mucho mejor poseer dos de veinticinco años, particularmente en los países en que el sol se aproxima más a la tierra. Damas severas y virtuosas me dan la razón, puesto que todas prefieren los maridos de menos de treinta años. Triste cosa, preciso es confesarlo, que la culpa de todo la tenga ese pícaro sol, que no deja tranquila nuestra pobre máquina humana, que nos calienta, tuesta y asa de tal manera que, a pesar de sudar y aunque ayunemos mucho, nos extravía la carne débil. Todo eso que los hombres llaman galantería y los severos dioses adulterio, resulta mucho más común y corriente en los climas del Mediodía que entre nuestras tinieblas. ¡Dichosas las naciones del clima moral del septentrión! Allí reina por todas partes la virtud, y la estación del invierno castiga al pecado, que huye tiritando para cubrirse con cualquier andrajo. (La nieve es la que hizo prudente a San Antonio.) ¡Dichosas las naciones en las que los jurados definen la calidad de la honestidad femenina, con sus valiosos votos, fijando la multa que estiman conveniente contra los galanes, que así quedan libres por la gracia de sus dineros! En ellas es donde la dulce concupiscencia viene a transformarse en un vicio dignísimo que se vende en las plazas.

El marido de doña Julia, don Alfonso, era hombre bien parecido para su edad, y si su esposa no le amaba mucho tampoco le odiaba; vivían juntos como la mayor parte de los matrimonios, sufriendo con un acuerdo mutuo bien conllevado las recíprocas debilidades. No eran precisamente ni una ni dos. El esposo, sin embargo, era naturalmente celoso, pero no lo demostraba, porque los celos son un sentimiento que no debe ser confiado a la curiosidad pública.

Nunca he podido adivinar por qué Julia, tan distinta de ella, podía estar tan unida a doña Inés. Existían muy pocas simpatías entre sus gustos. Julia, en contraposición con la sapiencia de su amiga, no había tomado una pluma en la mano durante toda su vida. Por otra parte… Algunos dicen en voz baja… Pero mienten, seguramente; ya sabemos que las malas lenguas inventan crímenes por todas partes… Dicen que antes que don Alfonso fuese casado, o sea antes de que se uniera a la linda Julia, doña Inés había olvidado con él su superior prudencia… Cultivando siempre, según parece, esta antigua amistad, que el tiempo hizo al fin más casta, había tomado doña Inés mucha afición a doña Julia; puesto que esta solución es, muchas veces, en casos parecidos, la mejor que pueda tomar una antigua amante. Concedía la primera a la segunda el lisonjero título de protegida suya, y felicitaba a don Alfonso, siempre que había ocasión, sobre su buen gusto. Por tal medio, si bien no pudo imponer un silencio completo a las desatadas malas lenguas, disminuyó al menos doña Inés la materia sobre la que podían ejercer aquéllas su malignidad.

Yo no puedo decir si Julia vio la cosa como los demás la veían; cierto es, sin embargo, que si descubrió algo no lo demostró, y que todos lo ignoran. Puede ser que, en efecto, no supiese nada, o que le importase muy poco lo que sucedía, bien por indiferencia, bien por costumbre. Estoy verdaderamente perplejo y no puedo opinar con sinceridad sobre este punto, puesto que ella supo disimular maravillosamente sus pensamientos.

Julia conoció a Juan casi niño aún y le tomó gran cariño, acariciándole frecuentemente con gusto, como a un muchachito bello y amable. Ciertamente que en estas caricias no había ningún mal; nada podía ser más inocente, ya que ella no contaba entonces sino poco más de veinte años y Juan acababa de cumplir los trece; pero a fe mía que yo no hubiera podido menos de reírme ante tales caricias cuando Juan hubo llegado a los dieciséis años y la hermosa Julia a los veintitrés. Estos pocos años más son suficientes para dar ocasión a grandes cambios. Y vuelvo a recordar el ardiente sol de los pueblos del Mediodía.

Sea como fuere, el hecho es que Juan y Julia se volvieron otros. Julia se manifestó más reservada, y el joven más tímido; los dos tenían los ojos bajos con frecuencia; sus saludos eran trémulos balbuceos, y todo manifestaba un enorme embarazo, tanto en sus miradas como en sus gestos y palabras. Estoy muy seguro que algún lector no dudará de que a doña Julia no podía escapársele el conocimiento de la razón del cambio; pero, por lo que respecta a Juan no conocía nada, lo mismo exactamente qué sucede a quien no habiendo visto nunca el Océano es completamente incapaz de formarse una idea aproximada de él… Sin embargo, de su preocupación, alguna bondad latía entre las frialdades de que doña Julia hacía en su trato con don Juan tras el cambio de actitud aludido; su mano, sí es cierto que se alejaba temblando de la de su joven amigo, también lo es que sólo lo hacía tras haber apretado aquélla suavemente. Este suave contacto era tan tierno y tan ligero al mismo tiempo que dejaba dudosa el alma de don Juan: la varita de virtudes de Armida no ha operado jamás un cambio semejante al que experimentó el corazón de don Juan de resultas de estos dulcísimos apretones de mano.

Cuando encontraba a Julia ya no se sonreían ambos candorosamente como en los días de su conocimiento, pero sus miradas melancólicas tenían, si cabe, mayores hechizos que aquellas antiguas sonrisas, como si su corazón abrasado encerrase dentro de sí pensamientos secretos, imposibles de descubrir, por lo que resultaban ser más apreciables. Hasta la inocencia tiene sus ardides y no se atreve siempre a entregarse a la franqueza: el dulce amor desde que nace se ve precisado a ser hipócrita. Mas en vano es que la pasión se disimule: la obscuridad de que voluntariamente se rodea la hace plena traición del mismo modo que el cielo más negro anuncia los fulgores de la tempestad más terrible. Y así los mismos ojos de doña Julia la vendían. Cualquiera máscara con la que intentara cubrir sus sentimientos era igualmente inútil para disimular la misma hipocresía. Indiferencia, cólera, odio o desprecio, siempre era demasiado tarde para recurrir al torpe disimulo.

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