Don Juan

Don Juan


PRIMERA PARTE

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En seguida vinieron los suspiros, que se ocultaban muy mal cuando quería ahogárseles; después las miradas al descuido, que ese mismo descuido hace más dulces; llegó al fin ese tiempo en el que al verse los amantes que todavía no lo son salen siempre los colores a su rostro, aunque aún no puedan considerarse culpables. Temblaban cuando se encontraban frente a frente y se entristecían en el momento de las despedidas. Tales son los pequeños preludios que anuncian que la pasión conducirá más tarde a sus tiernos favores. ¡Ay! No sirven para otra cosa sino para probar cuánto embaraza un amor tímido cuando se apodera de un alma novicia.

El corazón de la linda Julia se hallaba en una triste situación: conocía bien que se le escapaba el alma hacia don Juan y se proponía hacer los más nobles esfuerzos para evitarlo por sí misma y por consideraciones a su noble esposo; llamaba en su socorro al honor, al orgullo, a la religión y a la virtud; sus resoluciones eran ciertamente dignas de todo elogio y hubieran hecho dudar a un Tarquino. Imploró la protección de los dioses morales como los mejores jueces de sus penas. Pero una noche, cuando formulaba su más firme voto de no volver a ver a don Juan, comprendió doña Julia que en el mismo fervor de su propósito estaba la ardiente realidad de su deseo. Comprendió entonces que, si bien una mujer virtuosa debe vencer y dominar las tentaciones del amor, huir es una cobardía indigna. Más honra existe en sostener la batalla saliendo vencedora de la prueba; y, en fin, si el diablo no empujaba las cosas con exceso, siempre podría esa mujer virtuosa apartar al momento sus deseos y salir libre de la corta lucha contra su cuerpo y su corazón.

Un amor como el de doña Julia es un amor inocente, puede existir sin peligro entre dos personas jóvenes; al principio, se puede besar una mano y después un carrillo. Esto es todo, puesto que no debe pasarse más allá. Armada con estas piadosas intenciones y defendida por la pureza de su alma, Julia cesó de imponerse una inoportuna violencia. Creía su plan practicable e inocente. Un caballero de dieciséis años, pensaba ella, no puede dar motivo a las murmuraciones de las gentes malvadas por su amistad con una joven casada sensible y linda. Y así, Julia se sentía satisfecha y su corazón no experimentaba ninguna inquietud. ¡Una buena conciencia, nos hace sentirnos tan tranquilos! Los mártires cristianos han llegado al extremo de quemarse unos a otros cuando estaban persuadidos de que los Apóstoles hubieran obrado como ellos.

Y si su marido muriese en el intervalo… ¡Dios nos libre de que este pensamiento manche, ni aún en sueños, el alma de la hermosa Julia! Ella no podría sobrevivir a una pérdida semejante, y tal idea hacía salir de su pecho oprimido hondos suspiros. Pero supongamos solamente que se produjera un hecho semejante. Juan, siendo ya entonces un hombre hecho y derecho, sería un buen partido para una viuda de condición, y hay que reconocer que, aunque pasasen algunos años en este intervalo, la felicidad no llegaría demasiado tarde. Aparte de que (para seguir fielmente las ideas de nuestra hermosa pensativa) no habría acaso gran mal en anticipar un poquito las cosas, haciendo que don Juan supiese de antemano de su boca… En fin…, que aprendiese a tiempo los principios del amor… Entiéndase: de aquel amor seráfico, que puede mostrarse como ejemplo de espiritualidad y pureza…

En cuanto a don Juan, buscaba el modo de definirse a sí mismo aquel sentimiento que le parecía nuevo y extraño, y que le obligaba a andar silencioso y pensativo, distraído y agitado, hacía ya muchos días. Salía con frecuencia de su casa, y gustaba de extraviarse, a pasos lentos, en un cercano bosque solitario. El mal desconocido que le atormentaba le empujaba hacia la soledad, como todas las penas profundas. Vagaba por las márgenes floridas del río; se tendía sobre el césped, a la sombra de los árboles: meditaba, sufría. Hasta que, a fuerza de pensar en una misma cosa siempre, consiguió aliviar parte de su mal, ya que no todo, haciendo cuanto pudo por adueñarse de sus propias ideas. Con lo que consiguió hallarse, poco a poco, tan metafísico como Coleridge.

Meditaba sobre sí mismo y sobre el Universo entero. Admiraba al hombre, maravillosa creación, y después a las estrellas, preguntándose quién las había colocado en la inmensidad del firmamento. Meditaba sobre el secreto de los terremotos, la crueldad de las batallas, las posibles dimensiones de la luna, el misterio que empujaba hacia arriba a los globos aerostáticos, y sobre las dificultades que se oponen al perfecto conocimiento de la infinitud de los cielos; finalmente, pensaba en los hermosísimos ojos de doña Julia.

En medio de este caos de pensamientos, la sabiduría puede distinguir deseos sublimes, inspiraciones generosas cuyo germen, desde que nacen, reciben los hombres, y por los cuales la mayor parte de ellos se atormentan innecesariamente, sin saber por qué. Es cosa singular que un hombre, aún tan niño, se inquietase tanto por el orden y el secreto del Universo. Y si vosotros no veis en esto sino la prueba de la filosofía, yo, modestamente, pienso que es la época crítica de la pubertad la que tiene la culpa… Juan meditaba sobre las hojas y sobre las flores; oía una voz única en todos los vientos; soñaba con las invisibles ninfas de los bosques y las florestas inmortales en las que las diosas antiguas se aparecían a los hombres en los más hermosos tiempos del mundo… Se extraviaba en sus paseos, olvidaba la hora, y cuando miraba su reloj, percibía con dolor la rápida huida de ese viejo barbudo que simboliza el tiempo. A la vez que advertía que también había olvidado su comida.

A veces, interrumpía sus desvaríos leyendo en voz alta pasajes de Boscán o de Garcilaso… Del mismo modo que el céfiro viene a agitar repentina y suavemente la hoja trémula, así el delirio poético de su alma aumentaba su excitación al contacto de los hermosos versos ajenos… De este modo corrían sus horas solitarias. Juan conocía que le faltaba alguna cosa, pero ignoraba lo que era. Sus delirios misteriosos, los versos de los poetas, el susurro de las arboledas, los hermosos paisajes, la silenciosa noche…, ninguna cosa podía dar a su espíritu lo que deseaba anhelante. ¿Qué necesitaba el alma de Juan? Un pecho sobre el cual pudiese apoyar su ardiente cabeza, sintiendo los latidos de un corazón, que respondiese al suyo con tierna correspondencia. Necesitaba… todavía algunas otras cosas que yo olvido, o que, por lo menos, no tengo precisión de mencionar aquí.

Los paseos solitarios y los delirios, tan largos tiempos continuados no se escaparon a la observación de la tierna Julia… Vio que Juan estaba descontento, pero lo qué particularmente le extrañó fue que doña Inés no importunase en modo alguno a su hijo por medio de preguntas. ¿Es que no veía ella la actitud de Juan? Parece extraña, y es, sin embargo, frecuente esta falta de perspicacia de las madres. Recuerda ésta la de ciertos esposos, cuyas mujeres se permiten olvidar los deberes impuestos por la vida. Un verdadero marido vive a menudo desconfiado, pero sus sospechas no dejan de resultar casi siempre equivocadas y así está celoso regularmente del único que no piensa para nada en su mujer. Algunas veces, la ceguera del celoso es tan absoluta, que él mismo prepara su desgracia albergando en su casa a un tierno amigo, poseedor de todos los vicios, que, naturalmente, no deja perder la ocasión; y después, cuando la mujer y él se han puesto ya en amable correspondencia, el crédulo esposo suele admirarse de la perfidia de ambos, y no de la tontería que él mismo cometió. Del mismo modo, los padres tienen algunas veces la vista muy corta, y por más que espían a sus hijos con la agudeza de un lince, no pueden descrubir lo que, riéndose, ve todo el mundo. Un dichoso día, el joven M. Hopeful sedujo a su querida Miss Franny, esposa joven de un señor maduro, y desapareció con su amante, desvaneciendo así los hermosos proyectos meditados durante largos años por aquel respetable caballero… La historia se repite con frecuencia.

Pero doña Inés era tan suspicaz, que el hecho de que no pareciera preocuparse por la actitud de don Juan hace suponer que existía algún motivo secreto para que prefiriera abandonarlo en brazos de la tentación que le embargaba. Acaso deseaba concluir con esta última asignatura la perfecta educación de su hijo; acaso quería abrir los ojos a don Alfonso, que estaba persuadido de que su esposa, Julia, era un tesoro inapreciable.

Un día de verano, estación peligrosa es el verano (también la primavera, en especial hacia fines de mayo, y la culpa está, ciertamente, en el Sol), exactamente el 6 de junio, a las seis y media o siete de la tarde, la linda Julia se hallaba sentada bajo unos árboles, cuyas ramas entrelazadas formaban una fresca bóveda sobre su cabeza, como las que cubren a las huríes en el paraíso pagano descrito por Mahoma. Julia no estaba sola. Don Juan, el don Juan de los dieciséis años, se hallaba frente a ella. Cuando dos rostros como los suyos se miran tan cercanos en una disposición semejante, sería prudente, pero es muy difícil, que los ojos se cierren al placer de la contemplación. ¡Qué hermosa estaba Julia! La agitación ardiente de su corazón se manifestaba irresistible en los vivos colores de sus mejillas. ¡Oh, amor! Altivamente hermosa, Julia se hallaba a la orilla de un precipicio inmenso, pero la confianza que tenía en su virtud era más inmensa todavía. Pensaba en su fuerza y en la juventud de Juan; en la locura de los temores de la prudencia; en la virtud triunfante; en la fe conyugal; en fin…, en los cincuenta años de don Alfonso… Yo hubiera deseado que no se le hubiese presentado a Julia este último pensamiento, porque, en verdad, cincuenta años son una cifra que inspira difícilmente afectos. En todos los climas, lo mismo los que calienta el sol que los que cubren las nieves y las nieblas, tal número de años suena mal en amor, aunque no sea lo mismo en el manejo de la hacienda.

Julia tenía hondísima afición a admirar el honor y la virtud; amaba a don Alfonso, le era fiel, y en voz baja, aquella tarde, estaba jurándose a sí misma no hacer ninguna afrenta al anillo conyugal que llevaba en su dedo, no permitirse ningún deseo que la prudencia pudiera desaprobar. Mientras se formulaba este juramento, su mano descuidada se acercaba a la mano de don Juan, creyendo, acaso, acariciar una de las suyas… Esa mano de Julia advirtió, poco a poco, a la de don Juan de su proximidad dulcísima, por medio de una presión casi insensible, que parecía decirle: "Tenme si quieres". Sin embargo, no podemos dudar que tuvo simplemente la intención de oprimir los dedos de su joven amigo de una manera puramente platónica; ella se hubiera separado con espanto de él, como si se le hubiese acercado una avispa o un reptil venenoso, sí hubiera podido imaginar siquiera que con aquel amable juego arriesgaba la excitación de un sentimiento capaz de turbar la paz de una esposa prudente.

Yo no sé bien qué es lo que pensó Juan, pero lo que hizo, vosotros lo hubierais hecho del mismo modo que él. Sus labios de carmín fueron, agradecidos, a aquella mano hermosa, y lo manifestaron por medio de un tierno beso. Pero en el mismo instante, entre la confusión de su dicha, don Juan se retiró desesperado, temiendo haberse hecho culpable de un espantoso atrevimiento. ¡El amor es tan tímido en un corazón novicio! Julia se puso colorada, pero no se enfadó; ensayó a hablar con volubilidad de cualquier tema, pero hubo de callar inmediatamente al observar la emocionada debilidad temblorosa de su propia voz…

El sol se ocultó y la luna vino a reemplazarle, envolviendo todo bajo sus pálidos rayos… Yo creo que el diablo, para nuestra desgracia, está alojado en la luna. Se equivocan, se engañan, los que la llaman casta. No hay ningún día (ni siquiera el más largo del año, que es el 25 de junio) que sea testigo de tantos pecados como los que presencia la noche, alumbrada por la luna, sólo durante tres horas de su vida… Y, no obstante, se cantan su modesto aspecto y su supuesta castidad mientras recorre bellamente los cielos…El sol se ocultó y la luna vino a reemplazarle. Reinaba, por añadidura, un peligroso silencio. El alma se entregaba a la necesidad de descubrirse toda entera, y bien pronto no pudo hacerse dueña de sí misma ya. La azulada luz, que da un encanto tan poderoso a los árboles de los bosques, que acompaña con tan insólita ternura el arrullo de la tortolilla solitaria, que hermosea toda la naturaleza con sus reflejos plateados, esa luz penetró también dentro del corazón y derramó en él una amorosa languidez inexpresable…

Julia estaba, pues, sentada al lado de don Juan, y, un poco más tarde, tras corta resistencia, se encontraba estrechada por un brazo que temblaba, lo mismo que toda ella. Julia debió pensar que la tal posición era todavía inocente porque, de otro modo, la hubiera sido fácil separarse; pero esta situación tenía algún hechizo… Un poco más tarde… En fin, Dios sabe lo que sucedió. Dios lo sabe. Yo no puedo continuar, y hasta casi siento haber empezado…

Julia perdió la voz: no podía explicar sus pensamientos sino por medio de suspiros. ¡Se acabaron los lindos proyectos de inútiles e inocentes entretenimientos; sus hermosos ojos derramaban copiosas lágrimas, y aunque los remordimientos no se olvidaron de hacer acto de presencia contra la tentación, aunque resistió todavía un momento, aunque lloró su imprudencia e intentó de nuevo resistir, diciendo en voz baja que no consentiría jamás…, así fue cómo ella consintió!

Se dice que Jerjes ofreció una recompensa al que pudiera inventarle un nuevo placer. A fe mía, Su Majestad pedía una cosa bastante difícil y que le hubiera costado el sacrificio de un tesoro inmenso porque el placer merece más respetos. ¡Oh, placer, cosa verdaderamente muy dulce, aunque por tu causa, un día, seamos condenados sin remisión! Todas las primaveras hacemos un proyecto de reforma de nuestras vidas, que olvidamos al siguiente mes. Aunque hayamos violado con frecuencia los castos votos, ha sido siempre con la confianza de que los cumpliríamos, y, en verdad, es la buena fe la que nos empuja en nuestros propósitos de ser más prudentes en el próximo invierno.

Hay licencias poéticas. Mi licencia consiste en tomar de la mano al lector y conducirle desde el día 6 de junio, en que fue testigo del primer encuentro de doña Julia y de don Juan, hasta un día cualquiera del mes de noviembre… Es muy placentero a media noche sobre los llanos azulados de las ondas creadas por la luna, oír los suaves y compasados movimientos de los remos en el agua y los cantos lejanos y lentos de los gondoleros del Adriático. Es inexpresablemente agradable contemplar el nacimiento de las estrellas en la noche; percibir el suave rumor del cierzo que resbala sobre las hojas trémulas de la arboleda; oír el zumbido de las abejas, el canto de los pájaros; ser despertado por los jóvenes gritos de las golondrinas; dormirse al arrullo del agua de los riachuelos; ver los racimos verdes de las uvas maduras derramar arroyos de púrpura sobre la tierra, y también lo es huir de las ciudades tumultuosas para disfrutar en paz la alegría de las silenciosas campiñas. Al avaro le place contar su oro. Para un padre, nada es comparable al nacimiento de hijo primogénito, su tartamudez infantil y sus primeras balbuceadas palabras. Es dulce también la venganza… particularmente entre las mujeres. El pillaje es amable para los soldados y para los piratas… Pero cien veces más dulce, mil veces más dulce es nuestro primer amor; de tal modo, que para nosotros lo pasado es como la memoria que conservaba Adán de su caída. El árbol de la ciencia ha sido ya despojado de su fruto—todo nos es ya conocido—, y la vida no nos ofrece nada que sea digno del pecado cosa tan dulce como la ambrosía. Sin duda hace alusión a él la fábula de aquel juego divino que Prometeo fue a robar a los cielos, crimen que los dioses jamás le perdonaron.

Volvamos a nuestra historia. Estábamos en el mes de noviembre, cuando los días hermosos son muy raros y las montañas blanquean a lo lejos como si cubriesen con una inmensa capa blanca sus pardos vestidos; el mar empuja sus olas espumosas contra las rocas, y el sol, haciéndose prudente, se retira a las cinco de la tarde… Era una noche nublada, sin luna, sin estrellas; el viento no se oía o soplaba a intervalos; algunas chimeneas brillaban alegradas por las llamas, y en ellas la leña chisporroteaba feliz, contemplando las honestas familias reunidas a su alrededor. Hay siempre un encanto profundo en la claridad de un hogar encendido, y junto a él la vida parece tan agradable como lo es un hermoso día de verano. Yo gusto del fuego, de los crujidos de la leña, de la ensalada de langosta, del champaña y de la buena conversación…

Era medianoche… Doña Julia, tan hermosa, descansaba en su cama, y, probablemente, dormía… Inesperadamente, se oyó en su puerta un ruido capaz de interrumpir los sueños de los muertos. Una mano vigorosa la empujaba con violencia, y una voz gritaba:

—¡Señora! ¡Señora! ¡Respondedme!

La misma voz seguía clamando:

—¡En nombre del cielo, señora mía!, ved a mi amo que se acerca con la mitad de sus criados tras de él! ¿Se ha oído hablar jamás de una desgracia semejante? ¡Oh, no es falta mía, yo vigilaba…, pero… por Dios, señora, descorred el cerrojo más aprisa…! ¡Están ya al pie de la escalera!… ¡Ya llegan!… Puede ser que todavía tenga tiempo de huir… A Dios gracias, las ventanas no son muy altas… Señora, señora.

Don Alfonso había llegado ya con sus amigos y los criados, todos portando hachas encendidas. Ya la mayoría de ellos habían humillado su noble cabeza bajo el dulce yugo del himeneo…, pero no se hacían rogar para venir a turbar el sueño de una mala mujer, que se atrevía tan desconsideradamente a adornar en secreto la respetable frente de su marido. Bien es cierto que los ejemplos de esa naturaleza son muy contagiosos, y que si de cuando en cuando, no se castigase con severidad a una delincuente semejante, todas las mujeres tomarían el gusto a tales desórdenes.

No puedo decir por qué, ni cómo, ni qué sospechas se habían introducido en la cabeza de don Alfonso; pero para un caballero de su condición, representaba ciertamente muy poca educación venir sin ningún aviso ni antecedentes a sitiar de aquel modo el lecho de una dama, convocando a sus lacayos, armados de espadas y de hachas, a ser testigos de aquello ante lo que él sentía tanto horror.

¡Pobre doña Julia! Fue despertada por toda aquella baraúnda (reparad bien que no digo que no aseguro que estuviese dormida), y empezó desde el momento mismo a dar gritos, a afligirse y a derramar lágrimas. Su fiel criada Antonia, que gozaba de toda su confianza, aquélla que la había avisado un momento antes, se apresuró a poner el lecho en disposición de que pudiese verse que su ama había dormido y terminaba de salir de él. Pero, por si acaso, Julia y Antonia se presentaron ante los invasores como dos pobres mujeres inocentes, que, temiendo a los muertos aparecidos, y aún más a los vivos, en la soledad oscura de la noche, habían imaginado encontrarse mejor si dormían juntas, ya que igual un fantasma que un don Juan atrevido serían más fácilmente rechazado por dos mujeres que por una. He aquí por qué las dos se habían acostado tranquilamente en la misma cama, lado a lado, esperando que el señor volviese, hasta el momento en que, habiendo llegado el amado esposo, éste se presentara diciendo tiernamente: "Mí querida amiga, vedme aquí." Explicación clarísima, dulce y convincente.

Doña Julia recuperó al fin su voz, y exclamó entre suspiros:

—En nombre del cielo, don Alfonso, ¿qué es lo que esto significa? ¿Estáis loco?… ¡Que no me hubiera muerto antes de haber sido la víctima de semejante suceso! ¿Qué quiere decir esta violencia nocturna? ¿Es acaso efecto de la embriaguez, o sentís unos curiosos celos increíbles? Este pensamiento, don Alfonso, bastaría para darme la muerte… ¡Vamos!… ¡Veamos y busquemos por todas partes!

—Esto es lo que yo quiero hacer— respondió testarudo, don Alfonso…

Y vedlos ocupados en buscar él y los que le acompañaban; registran todos los rincones, los gabinetes, los retretes, los armarios, los huecos de las ventanas. Encontraron, es cierto, muchos lienzos, encajes, medias, chinelas, cepillos, peines y todas las cosas que se encuentran en la habitación de una señora que gusta de las modas y adornarse y presentarse lindamente aseada. Punzan las tapicerías y los; cortinajes con las hirientes puntas de sus espadas y hasta rompen algunos tableros de los armarios y de las ventanas, y más de una mesa del mejor estilo… Buscan bajo la cama y encuentran… algo que ciertamente no era lo que buscaban. Abren las ventanas y observan si en el suelo se aprecian las huellas de los pies de un hombre fugitivo, pero no ven ninguna; y entonces optan por mirarse unos a otros con aire de sorpresa y desencanto. Es singular, sin embargo, que a ninguno de tantos buscadores se le ocurriese mirar bajo las ropas de la cama, revueltas en montón, como lo habían hecho debajo de ella… Ciertamente que ello fue un gran descuido…

Durante tal registro, la dulce lengua de doña Julia no descansaba, naturalmente:

—Sí, sí; buscad, buscad bien, acumulad ultraje tras ultraje, afrenta tras afrenta; ved para qué me he entregado fielmente a un esposo que supuse noble; ved para lo que he sufrido tan largo tiempo a mi lado a un hombre tal como don Alfonso. Pero yo no puedo aguantarlo más tiempo, ni permanecer un instante más en esta casa, y saldré de ella si es que aún, hay leyes y abogados en España. Sí, don Alfonso, ¡desde este momento dejáis de ser mi esposo! ¿Habéis merecido alguna vez este título? ¿Lo que habéis hecho es propio de vuestra edad? ¿No sois un sesentón? ¿Es prudente, ni siquiera discreto, hallar de esta manera, sin motivo alguno, el modo de ultrajar la virtud de una mujer digna de estimación? ¡Ingrato, pérfido, bárbaro don Alfonso! ¿Cómo os atrevéis a pensar que vuestra mujer sea capaz de olvidar sus deberes de un modo semejante? ¿Será porque he descuidado el uso de los privilegios de mi sexo? ¿Porque he escogido un confesor de amores tan viejo y sordo como vos, que hubiera resultado insoportable a cualquier otra mujer menos resignada? ¡Ay! ¿Habéis tenido nunca de qué reprenderme? Mi inocencia os embaraza de tal manera, que casi dudo de haber sido casada. ¿Es acaso todo esto porque todavía no he aceptado un cortejo entre todos los jóvenes de Sevilla? ¿Porque no voy a ninguna parte, excepto a algunas corridas de toros, a misa, a la comedia y a la tertulia? ¿Es porque cualesquiera que hayan sido mis adoradores, no he favorecido a ninguno, y hasta he sido sobradamente desdeñosa con ellos? ¿Es porque el general conde de O’Reilli, que tomó Argel, repite en todas partes que le he maltratado cruelmente? El músico italiano Gazzani, ¿no me ha cantado inútilmente su amor durante seis meses consecutivos? Su compatriota, el conde Comiani, ¿no me ha proclamado la única mujer virtuosa de toda España? ¿A cuántos rusos e ingleses no he desdeñado? ¿No he desesperado al conde Strongstorganoff y al lord Mout-Coffechoose, el par de Irlanda, que el año pasado se ha dado la muerte por mi amor (a fuerza de beber)? ¿No he tenido a dos obispos arrodillados a mis pies, el duque de Icard y don Fernando Núñez? ¿Es este el modo cómo tratáis a una mujer fiel? ¿En qué cuarto de luna estamos, don Alfonso? Todavía os encuentro muy moderado cuando no me dais de palos en una ocasión que se os presenta favorable. ¡Oh, héroe valiente! ¡Con todas vuestras pistolas preparadas y vuestras espadas fuera de la vaina, creedme: hacéis un papel admirable!… Ved, pues, por qué habéis hecho este viaje bajo el pretexto de un negocio indispensable y en compañía de vuestro tunante procurador, al que veo allí plantado como un badulaque, que se muerde los labios por efecto de su propia tontería. Os desprecio a los dos, pero a él más aún, puesto que su conducta no tiene disculpa, ya que sólo es el cebo de una vil ganancia lo que le hace obrar de esta manera. Si viene aquí para formar un testimonio, veamos el modo de que tal caballero haga su oficio. Aquí tenéis tinta y pluma; escribid, señor. Yo no quisiera que hubieran de pagaros para no hacer nada. Pero como mi criada está casi enteramente desnuda, hacer salir a vuestros alguaciles, os lo suplico… Ved el gabinete, ved el tocador, ved la antesala; buscad de arriba abajo; mirad el sofá, el sillón, la chimenea, que, en efecto, podían servirme para ocultar algún amante; vedlos. Mas, como yo quiero dormir, daos prisa, y no hagáis tanto ruido hasta que hayáis sacado de su nido al escondido caballero. Cuando le hayáis encontrado, os suplico que me lo presentéis, porque tengo curiosidad por conocerle. Y mientras tanto, caballero, puesto que habéis ultrajado a vuestra mujer por medio de infames sospechas, y puesto que vuestros amigos todos se hallan abochornados de vuestro fracaso y vuestra mofa, os suplico que tengáis la bondad de hacerme saber el nombre de la persona que buscabais. ¿Cómo se llama? ¿Cuál es su rango? ¡Que yo le vea! Supongo que será joven y buen mozo. ¿Es alto, bello, arrogante? Vamos, hablad… y estad seguro que, puesto que habéis manchado mi honor y mi inocencia con una afrenta semejante, no será en vano… A lo menos, mi supuesto amante no será un hombre de sesenta años; a tal edad sería ya demasiado viejo para querer tomarse el trabajo de jugarse la vida dando celos a un marido tan joven como vos… (Antonia, dadme un vaso de agua…) Estoy avergonzada de derramar lágrimas, que son indignas de la hija de mi padre. Mi pobre madre no se engañaba al suponer que pudiera un día estar en manos de un monstruo como vos… Puede ser que estéis celoso de Antonia, mi doncella, ya que la habéis encontrado durmiendo a mi lado, cuando habéis venido a sorprenderme en unión de vuestros acompañantes… Mirad por todas partes, caballero, pues no tenemos nada que esconder. Y espero que otra vez me lo avisaréis con tiempo, o, al menos, que os detendréis un momento a mi puerta, para que tengamos lugar a cubrir nuestra desnudez… a fin de recibir tan buena compañía… Y concluyo de hablar, caballero. Lo poco que os he dicho podrá servir para probaros que un corazón inocente sabe devorar en silencio afrentas que sería demasiado bajo repetir de palabra… Os entrego a vuestra conciencia. Ella os preguntará algún día por qué me habéis tratado de esta manera. ¡Quiera Dios que entonces no sintáis el punzante dolor de una pena más amarga!… Antonia, ¿dónde está mi pañuelo?"

Al decir estas palabras, con las que terminaba sus brevísimas quejas, doña Julia se echó sobre su almohada. Sus negrísimos y bellos ojos, brillantes a través del cristal de las lágrimas, recordaban el cielo que nos envía al mismo tiempo la lluvia y los relámpagos. Las admirables ondas de su negra cabellera sombreaban como un velo sus mejillas húmedas y pálidas; se extendían atrayentes sobre ella; pero sus largos y brillantes rizos no podían, sin embargo, ocultar del todo el gracioso contorno de su bella espalda, blanca como la nieve. Sus dulces labios temblaban de agitación; su hermosísimo pecho ondulaba alterado, y, bajo él, su tierno corazón latía con violencia.

El señor don Alfonso se hallaba muy confuso. La doncella iba de una parte a otra del cuarto, en el que todo aparecía revuelto, con las narices levantadas con un manifiesto aire de provocación, dirigiendo impertinentes miradas a su señor y a los monicacos que le acompañaban. Sólo el procurador, como Acate, fiel hasta el sepulcro, se manifestaba tranquilo y satisfecho del incidente y la disputa, ya que sabía muy bien que siempre es preciso hacer uso de las leyes para poner de acuerdo a los disputadores. Inmóvil, y con el entrecejo arrugado, seguía con sus pequeños ojos de lince todos los movimientos de Antonia. Sus actitudes indicaban la sospecha; a él le importaban poco las reputaciones, con tal de que le proporcionasen la ocasión de un pleito o de un testimonio, y no tenía ninguna compasión por la juventud ni por la hermosura; jamás daba crédito a las respuestas negativas, en tanto que no le hubieran sido corroboradas por dos buenos testigos falsos.

En cuanto a don Alfonso, permanecía con los ojos bajos, y es preciso confesar que hacía una fea figura. ¿Qué había conseguido después del escándalo y del ultraje a una mujer joven? Nada, sino las reconvenciones que a sí mismo se hacía, añadidas a las que su mujer le había prodigado con tanta liberalidad durante una media hora, las cuales habían caído sobre él como el granizo de un día de tempestad sobre los campos. Intentó al principio disculparse, tartamudeando; no se le respondió sino con lágrimas, sollozos y síntomas de desmayo, cuyos preludios son siempre ciertos gemidos, ciertas palpitaciones, ciertas sacudidas nerviosas, determinados suspiros, y, en fin, todo lo que place a la parte querellante… El buen don Alfonso miraba a su mujer y pensaba en la de Job. Intentó hablar, pero la advertida Antonia le cortó la palabra:

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