Don Juan

Don Juan


PRIMERA PARTE

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—Señor—le dijo—¡salid de aquí y no tratéis de añadir una palabra, o bien mi pobre señora va a perder la vida!

El buen don Alfonso echó a su alrededor una o dos miradas amenazadoras, sin duda para que le vieran cuantos le habían acompañado, y obedeció casi sin saber lo que hacía. Con él se retiró todo el coro; el procurador fue el último que abandonó la estancia a pasos lentos, y deteniéndose en el umbral de la puerta, hasta que Antonia tuvo que empujarle hacia fuera.

Apenas hubo corrido el cerrojo, cuando inmediatamente… ¡Oh, vergüenza! ¡Qué desengaños y dolores ha de proporcionarnos siempre el sexo femenino!… Don Juan, medio ahogado, saltó de repente fuera de la cama. No pretendo explicar, ni menos describir, dónde había estado escondido, ni de qué manera. Joven, delgado y ágil, ocupaba, sin duda alguna, muy pequeño espacio. Es cierto que pudo morir ahogado, pero si hubiese muerto por una tan hermosa mujer, ¿podría tenérsele lástima? No podemos. Mejor es morir así, por tan dulce ahogo, que no rebosante de malvasía, como el ebrio de Clarencia.

¿Tenía necesidad don Juan de cometer un pecado que el cielo nos veda y por el que las leyes humanas suelen imponer multas? Preciso es convenir, cuando menos, que él empezaba muy temprano, y aquí está la razón más justa para perdonarle, puesto que a los dieciséis años es rara la conciencia que nos reprende con la misma fuerza que a los sesenta, ya que entonces recapacitamos nuestros yerros, y, después de haber hecho la cuenta, encontramos que el diablo reclama con bastante derecho la mayor parte de nuestras acciones. Por mi parte, no parece necesario que haya de ocuparme de cambiar la posición de nuestro héroe, la cual viene a ser idéntica a aquélla, maravillosamente descrita, de la crónica hebrea, que nos relata el modo cómo determinados médicos, despreciando brebajes y píldoras, ordenaron al viejo rey David, cuya sangre se hallaba ya algo entorpecida, que se aplicase sobre el estómago, en forma de cataplasma, una hermosa muchacha. ¡Adorable receta, que tuvo un éxito cumplido! Aunque puede ser muy bien que la misma que sirvió para conservar la vida de David, faltara poco para que hiciese perder la suya, tantos años después, a nuestro don Juan.

¿Qué podían hacer los tres personajes? Don Alfonso regresaría al punto, en el instante en que hubiese despedido a su consejo de majaderos, y la situación volvería a ser gravísima. Doña Julia suplica a Antonia que busque en su maliciosa imaginación algún ardid que pueda sacar del paso a los dos amantes, pero ella, por más que da palmadas sobre su frente, no encuentra ninguna. ¿Cómo se sostendrá el nuevo ataque que va inmediatamente a comenzar? Por si fuera poco, de aquí a algunas horas va a amanecer, y ello aumenta el peligro. Antonia no sabe qué decir. Doña Julia calla, pero acerca sus labios descoloridos a las mejillas de don Juan. Entonces, los labios de él van a buscar los de ella, y ésta aparta dulcemente con su mano los bucles de sus cabellos que caían en desorden sobre su frente de alabastro. Ninguno de los dos saben contener enteramente la fuerza alegre de su amor, y casi se olvidan ambos por completo del peligro. La fiel Antonia, en tal trance, pierde la paciencia:

—Vamos, vamos, ¿es ahora el momento de juguetear? Es preciso encerrar al señorito en el gabinete. ¿Es este tiempo de hacerse carantoñas? ¿No sabéis qué todo puede concluir trágicamente? Si vosotros perdéis la vida, yo perderé mi plaza. ¡Y todo por esa cara de señorita! Si al menos hubiera sido por un hermoso caballero de veinticinco o treinta años; vamos, señor, despáchese usted; pero por un niño… Estoy verdaderamente admirada del gusto de mi señora… ¡Vamos, caballero, entrad aquí!…

Y don Juan hubo de colarse en el gabinete. La llegada de don Alfonso, que esta vez venía solo, hizo salir a Antonia de la alcoba. Después de mirar alternativamente a su amo y a su ama, la fiel sirvienta espabiló la vela, hizo una cortesía y partió. Don Alfonso guardó silencio durante un minuto. Inició después unas excusas tímidas, explicando el escándalo de aquella noche.

No trató totalmente de disculparse, pues aunque se había conducido como un caballero mal educado, tenía razones muy poderosas para hacer lo que hizo. Su discurso fue un trozo de retórica, de esos que los catedráticos llaman "consonantes". Por su parte, Julia no hablaba una palabra, sin perjuicio de que su entendimiento la sugiriera a cada frase de él una de esas respuestas que están siempre a flor de labios en boca de las señoras que conocen las debilidades de sus maridos, puesto que cuando un esposo reprende a su mujer por causa de un amante, entonces la mujer riñe a él por tres queridas… En realidad, Julia habría sabido muy bien dónde hallar pruebas suficientes, ya que los amores de don Alfonso y doña Inés eran, más o menos, cosa pública, pero no lo hizo, y es razonable suponer que fue por delicadeza hacia don Juan, que la oía desde el gabinete, y que era muy celoso de la honesta reputación de su madre. En los asuntos delicados, la más pequeña cosa es suficiente para despertar las sospechas. Lo discreto es callar, y elogiaremos siempre ese exquisito tacto de algunas mujeres que saben mantenerse lejos de la verdad de las cuestiones enojosas, y que mienten, ¡Dios mío!, con tanta gracia, que no hay nada que las haga tan interesantes como la mentira. Se ponen coloradas, y nosotros las creemos. Es inútil, en todos los casos, iniciar siquiera una vana réplica ante sus embustes, porque ello no sirve sino para dar a su elocuencia la ocasión de mostrarse todavía más abundantemente… Se muestran fatigadas, suspiran, bajan los ojos entristecidos, dejan caer una o dos lágrimas…, y he aquí que quedamos rendidos. Después…, después…, bien, sí…; después se sienta uno a la mesa y cena tranquilamente.

Don Alfonso concluyó su peroración e imploró de la linda Julia un perdón medio negado y medio concedido. Ella entonces impuso condiciones, que él se vio precisado a hallar muy duras, especialmente porque le negaban con toda firmeza ciertos pequeños favores que él, tras el arrepentimiento, exigía de la hermosa, en la misma esto se debatía; de pronto, los admirados ojos de don Alfonso advirtieron debajo de la cama un par de zapatos. Poca cosa, realmente, significan un par de zapatos cuando corresponden al pequeño pie de una señora, pero aquellos zapatos, en verdad, ¡siento una gran pena teniendo que decirlo!, eran los zapatos de un hombre. Verlos y lanzarse sobre ellos, fue para don Alfonso una misma cosa. Los examinó un instante, como si realmente fuesen un objeto extraño, y después, se entregó a un furor espantoso. Y como una fiera, salió en busca de su espada.

Julia, entonces, corre al gabinete:

—¡Huid, Juan, huid, por amor del cielo! La puerta está abierta. Conocéis el pasillo. Tomad la llave del jardín. ¡Adiós, adiós!

¡Huid! ¡Oigo venir a Alfonso! ¡Daos prisa! Aún no ha empezado el día. La calle estará desierta…

Es verdad que todo ello era un buen consejo, pero lo sensible es que fue seguido por don Juan demasiado tarde. Aunque de un simple salto había corrido hasta la puerta e iniciado la huida, lo cierto es que en el pasillo se encontró a don Alfonso imponente dentro de su bata, se vio amenazado con la muerte, y no pudo elegir. El combate fue terrible, y hubo de desarrollarse en plena oscuridad, porque alguien había apagado la luz a tiempo. Entre los gritos de Julia y Antonia, don Alfonso fue aporreado muy lindamente mientras juraba que se vengaría antes de la mañana. Juan gritaba en tono más alto; su sangre hervía. Sin perjuicio de ser joven, era ya un poco demonio, y por ello no se sentía dispuesto a morir mártir. Por fortuna, la espada de don Alfonso había caído al suelo de sus manos antes de que él pudiera desenvainarla, y en la oscuridad, los ojos de don Juan no advirtieron el hierro homicida, puesto que, de no ser así, don Alfonso no hubiera vivido mucho tiempo… ¡Oh, esposas criminales, que así ponéis en peligro la vida de vuestros amantes y vuestros maridos, provocando continuamente con ello la venganza que merece una desgracia doble!

Cuando, al fin, llegaron los criados y la luz, todos quedaron sorprendidos del espectáculo que se presentó ante sus ojos: Antonia sufría un ataque de nervios, doña Julia aparecía desmayada sobre la alfombra, don Alfonso se encontraba derribado en el suelo, cerca de la puerta, casi sin respiración, y los jirones de los vestidos de don Juan, a los que el viejo se había agarrado desesperadamente, se mostraban esparcidos por el suelo.

Don Juan pudo escapar por el jardín, pero, ¿tengo necesidad de decir cómo llegó a salvarse en una desnudez casi completa, a favor de las sombras de la noche, que protegen muy a menudo a los malvados? ¿Cómo entró en su casa con tan extraña vestidura? El escándalo que circuló al día siguiente, los chismes que siguieron al acontecimiento, la petición de divorcio que don Alfonso hubo de formular, todo ello, con perfecto detalle, se publicó en las gacetas inglesas, sin omitir cosa alguna. Y así, si tenéis curiosidad de conocer este asunto y las declaraciones de todos los testigos con sus nombres, las defensas de los abogados, las consultas de los jurisconsultos, en favor o en contra de cualquiera de los personajes, podéis satisfacerla porque existen numerosas ediciones impresas todas ellas con pormenores muy variados y picantes. Os recomiendo particularmente la edición de Gusney que hizo expresamente un viaje a España para recoger todos los documentos de este pleito.

La buena doña Inés, madre del mancebo que se vio precisado a recorrer media Sevilla poco menos que desnudo, a fin de distraer los comentarios de un acontecimiento que vino a resultar el más escandaloso en muchos siglos, tras hacer arder por su cuenta muchos quilos de cirios en la capilla de los santos de su devoción, se decidió a enviar a su hijo a Cádiz, para que allí embarcase, siguiendo el consejo de dignísimas señoras de edad, amigas suyas. Deseaban todas ellas que don Juan viajase por tierra y por mar, a través de Europa, a fin de que se olvidase el horroroso incidente, y para que él se corrigiese de sus defectos, haciendo progresos en la práctica de la virtud y fortificándose en los principios de la buena moral, en las escuelas de Francia y de Italia. A lo menos allí es donde suelen ir a estudiar las más sabias disciplinas la mayor parte de los jóvenes descarriados.

En cuanto a doña Julia, tan linda dama fue encerrada en un convento sombrío. Entró en él, como es natural, con mucha pena, y la carta siguiente servirá para que el lector conozca mejor, que a través de mis palabras, sus sentimientos más secretos. La dirigió a don Juan:

"Me han dicho que partís, y no puedo negar que haciéndolo así obráis prudentemente. Ello no deja de ser penoso para mí, sin embargo. En adelante, no ostento ningún derecho sobre vuestro corazón, y el mío es solamente la víctima. He amado demasiado. He aquí el único artificio de que he hecho uso. Os escribo a toda prisa. Si alguna mancha ensucia este papel, no es, don Juan; lo que parece. Mis ojos están llenos de fuego y no brota de ellos lágrima alguna."

"Yo amaba. Amo todavía; he sacrificado a este amor mi rango, mi dicha, el favor del cielo, el aprecio del mundo, mi mismo aprecio… Sin embargo, no siento la pérdida de todo ello, ya que es tan dulce para mí la memoria del sueño de mi corazón… Si os hablo aquí de mis faltas, don Juan, no es, de ningún modo, para alabarme de ellas, puesto que nadie puede juzgarme tan severamente como yo misma lo hago. Os escribo tan sólo porque el reposo huye de mí. Pero no tengo nada que reprenderos, ni nada que pediros.

El amor es un episodio en la vida del hombre, y, sin embargo, es toda la existencia de la mujer. Las dignidades de la Corte y de la Iglesia, los laureles de la guerra o de la gloria, los dones todos de la fortuna son el patrimonio del hombre, y le ofrecen el bello y fuerte licor con que llenar el vaso vacío de su corazón, y así, son muy pocos los hombres que no se dejan seducir por todo ello. En cambio, nuestro sexo sólo tiene un néctar dulcísimo con que colmar su copa; amar… , amar siempre y perderse."

"Vos, don Juan, seguiréis la carrera de los honores y de los placeres, seréis amado y amaréis muchas nuevas hermosuras; para mí todo ha concluido en la tierra, excepto la triste andadura de unos años, durante los cuales voy a esconder en el fondo de mi corazón mis dolores y mi vergüenza. Podré soportarlo todo, pero no puedo desterrar la fatal pasión cuyo fuego me consume como antes… ¡Adiós, pues! Perdóname. Ámame…, aunque esta palabra es ya inútil ahora… Pero, amado mío, no puedo borrarla"…

"Mi corazón ha sido todo debilidad. Todavía lo es, aunque deseo reunir dentro de él y contra ella todas las fuerzas de mi alma. Siento circular mi sangre briosamente, y ello hace renacer mi valor; del modo mismo como corren las ondas pacíficas cuando los vientos quedan en calma. Mi corazón es el de una mujer tímida, que no puede olvidar, sin embargo. Es ciego para todo, excepto para una sola imagen. Lo mismo que la aguja que se vuelve siempre señalando el Polo, mi corazón, prendado, está fijo en una idea querida… No tengo más que decir, y, sin embargo, no puedo dejar la pluma; no me atrevo a estampar sobre el papel la inicial de mi firma… ¿Qué tengo que temer, ni qué esperar?… Y, sin embargo, no puedo terminar. Mi desgracia no puede aumentarse. Moriré; pero temo que la muerte rehúye a los desgraciados que corren tras ella. ¡Si las penas acabasen nuestra vida!… Estoy condenada a sobrevivir a esta despedida y a soportar la vida para amaros y rogar por vos."

Esta carta se escribió sobre papel dorado, con una pequeña y linda pluma nueva. La blanquísima mano de Julia apenas podía acercarse a la llama de su bujía para ablandar el lacre que había de cerrarla, y nuestra tierna amiga se mostraba trémula como una aguja que se aproxima a la piedra imán. Sin embargo, no dejó caer una sola lágrima, y pudo al fin lacrarla y grabar sobre el lacre su sello. Un sello que tenía un girasol en el centro, sobre una cornerina blanca, y en el que se leía este lema: "Os sigo a todas partes"… El lacre era muy fino y del más hermoso bermellón. Esta que he transcrito fue la primera travesura de don Juan. Si me concedéis vuestro favor, que es como la hermosa pluma que el autor pone en su sombrero, continuaré la relación de sus aventuras. Es una epopeya lo que compongo. La dividiré en doce libros. Cada uno de ellos comprenderá incontables poemas de amor y de guerra: viajaremos por mar; poseeremos una inmensa lista de navíos, de sus capitanes y de los monarcas que los llaman suyos. Emplearé una nuevo mitología, una ficción de original estilo, y situaciones y escenas extraordinarias. Acudiré a la historia, a la tradición y a los hechos; a los diarios, cuya veracidad es conocida, a las comedias en cinco actos y a las óperas en tres. Debo advertir, para total confianza del que lee, que yo mismo y varios testigos todavía existentes en Sevilla hemos presenciado con nuestros propios ojos el último rapto de don Juan, verificado por el diablo…

Si alguien tuviese el atrevimiento de decir que esta historia no es moral, le pido respetuosamente que no lance la queja antes de sentirse herido. Que me lea una segunda vez y que pruebe a decir todavía que mi poema es inmoral, porque es alegre. ¿Quién cometerá tal impertinencia? Además, yo haré ver en mi libro duodécimo, al final, el lugar horrible al que van a parar siempre todos los malvados.

Espero, pues, en calma vuestro aplauso, por más que la gloria no sirva para nada distinto al magno empeño de llenar cuartillas y cuartillas de papel, a fin de definirla inciertamente. Algunos la comparan a una alta colina, cuya cumbre se oculta entre las nubes. ¿Por qué escriben los hombres, por qué hablan y por qué predican? ¿Por qué los héroes degüellan a sus semejantes? ¿Por qué los poetas consumen febrilmente en su trabajo el noble aceite de sus lámparas? Para obtener, cuando ellos mismos sean ya polvo, un mal retrato, un busto todavía peor y un pequeño nombre… Un rey del antiguo Egipto, llamado Keops, hizo elevar la primera y mayor de las pirámides, creyendo que bastaba un monumento semejante para conservar entera su momia y su memoria. Y un día, un viajero, excavando el interior de ella, se entretuvo en romper la caja que guardaba el cadáver del monarca. Por consiguiente, ¿qué monumento podrá conservarnos cuando no queda ni la huella de las pobres cenizas de

Keops? Por eso yo, apasionado de la verdadera filosofía, me digo muy a menudo:

"Todo cuanto ha sido creado, debe acabar. El hombre al que la muerte siega con su guadaña, exactamente lo mismo que la hierba de los prados. He pasado mi juventud bastante agradablemente, y si pudiese volver a empezar…, haría lo mismo. Doy, pues, gracias a mi estrella, que no me hizo ser más desgraciado; leo la Biblia, y tengo buen cuidado de mi bolsillo."

* * *

Y ahora, amable lector, quiero, con tu permiso, estrechar cordialmente tu mano, llamarme tu más humilde servidor, y darte después los buenos días. Volveremos a vernos si nos entendemos… y tú quieres. En el caso contrario, no cansaré más tiempo tu paciencia. ¡Qué dichosos seríamos si todos los autores siguiesen este ejemplo! ¡Oh, vosotros que educáis a la juventud de las naciones, pedagogos de la Holanda, la Francia, la Inglaterra, la Alemania o la España, sed duros con ella! ¿Acaso las ternuras de una madre y el mejor de los sistemas educativos han podido servir de algo a don Juan, al cual hemos visto olvidar de repente la modestia y la inocencia de los pocos años? Si le hubieran puesto en un colegio, ocupando su imaginación en cierta clase de meditaciones las obligaciones diarias hubieran impedido que se descarriase. ¡Si a lo menos hubiera vivido en un país del Norte! Pero el ardiente clima español nos ofreció el triste espectáculo de un bello joven de dieciséis años, entregado a la nada edificante tarea de organizar un divorcio, lo cual fue cosa tan terrible para los dómines… Mas, si observamos bien, cabe hallar justificación al mozo. ¿A quién estaba entregado? A una madre enamorada de las matemáticas, y… diremos más, a un preceptor que era, al fin y al cabo, un simple asno, a una señora joven (muy bonita, y sin esta circunstancia hubiera sido muy difícil un acontecimiento semejante) y, en fin, a un marido de más de cincuenta años… En último caso, ¿por qué hemos de aumentar la verdadera importancia de los actos humanos? Preciso es que la bola del Mundo gire incesantemente sobre su eje, y que todo el género humano dé con ella constantes volteretas. Es necesario vivir y morir, hacer el amor, pagar nuestras contribuciones y dirigir nuestras velas según el capricho del viento. Los reyes nos gobiernan, los médicos nos asisten con su charlatanería, los sacerdotes nos adoctrinan y nuestra pobre vida se pasa poco a poco. He aquí un soplo, una huella de amor, una gota de vino, una leve sombra de ambición, un ensueño de gloria, de combate, de devoción y, en fin, de polvo…

Don Juan fue enviado a Cádiz, ciudad, hermosa, que el que ve una vez no olvida nunca. Puerto y mercado de todo el comercio de las colonias de Ultramar, Cádiz cruje y ríe, llena de vida. Hay allí unas muchachas tan dulces, quiero decir, unas señoras tan amables y graciosas, que sólo el aire que las envuelve hace palpitar el corazón más viejo. ¿A qué compararlas? No he visto cosa alguna en la tierra que se las parezca. Un caballo árabe, un ciervo ágil, un pájaro imposible, un leopardo ondulante, una tierna gacela… todo ello unido, es inferior a ellas. Y su vestido, su mantilla, su corpiño, su falda, sus suaves pies diminutos, sus lindos tobillos, guardados en la seda de las medias… ¡Ay! Sería preciso un libro entero para poder haceros la pintura de tan bellas Evas. ¡Qué admirable cuadro presentan estas vírgenes de España, cuando separan un momento su mantilla con mano delicada y lanzan una mirada que hace perder el color al rostro e inflama el corazón! Mas don Juan no llegó a Cádiz, sino para embarcar. Los proyectos de su madre no eran otros que éstos. Era preciso que don Juan emprendiese un largo viaje por mar, que debía durar cuatro largos años. Y así a poco de llegar, don Juan embarcó, y ahora le vemos sobre la cubierta contemplando la tierra que se aleja, haciendo quizá su última despedida a España.

El navío en que viajaba nuestro héroe hacía vela para el puerto de Leghorn, lugar en el que la familia española de Moncada se había establecido mucho tiempo antes de haber nacido el padre de don Juan. Esta familia estaba unida a la suya por muchos lazos de parentesco, y Juan llevaba una carta de recomendación para ella. Su séquito se componía de tres criados y de un preceptor, el licenciado Pedrillo. Este sabio pedagogo hablaba varias lenguas, pero en aquel momento el mareo le atormentaba de tal manera, que no hablaba ninguna. Había perdido la palabra, y tendido sobre una hamaca, se dolía de haber abandonado la tierra firme.

Los hechos vinieron al fin a confirmar sus lamentaciones. A la una de la madrugada una tempestad envolvió el barco, y el navío, empujado violentamente por las olas y el viento, comenzó a dar horrorosos tumbos sobre el agua, y como era viejo, se le abrió una ancha brecha en un costado. Los marineros hubieron de echar mano de las bombas para achicar el agua que invadía las bodegas. Fue una noche espantosa de trabajo y peligro. Al rayar el día pareció que la tempestad amainaba, cuando de pronto el buque se volvió de repente sobre la proa y quedó inmóvil en esa posición. El agua de las bodegas cayó impetuosamente sobre los puentes, arrancando los masteleros, y el palo de mesana y el mayor cayeron al agua. A fin de conseguir que el barco recobrase el equilibrio, fue cortado el mastelero del bauprés, pero el buque no pareció volver a su posición verdadera.

No es agradable para nadie encontrarse en presencia de la muerte, y así, tanto los marineros como el pasaje, se dedicaron a desvanecer sus temores, unos bebiendo y otros rezando a gritos y pidiendo al cielo benevolencia. El viento no cesaba de silbar, y las olas, embravecidas, mezclaban su trágica y ronca armonía a las tristes súplicas de los que rezaban. El miedo puso término repentino a las angustias de los que se sentían marcados, y los gemidos, las blasfemias, las piadosas exclamaciones, resonaban en medio del Océano. Acaso el único que supo manifestar una presencia de espíritu, superior a su edad, fue nuestro héroe. Armado de un par de pistolas, corrió decidido a ponerse delante de la puerta del cuarto en el que se guardaban las bebidas, consiguiendo con ello que toda la marinería conservase, en cierto modo, la calma… ¡Conforme avanzaba el día, parecía calmarse la tormenta. Es cierto que el barco se hallaba sin arboladura; que la entrada del agua en la sentina aumentaba gradualmente; que bajos peligrosos roncaban la embarcación, y que ninguna costa se descubría próxima. Pero, al fin y al cabo, el buque aún se sostenía sobre las aguas. Durante unos momentos, la esperanza renació entre los desdichados viajeros, pero la verdad es que el navío flotaba a la deriva, sin que fuera posible gobernarlo.

Luchando con los elementos y la desesperación, los pobres mortales que ocupaban la destrozada nave vivieron tremendos días y horrorosas noches entre la tormenta, hasta que el viejo carpintero del buque, que había viajado mucho y que supo mantener la serenidad hasta el postrer instante, hubo de venir a decir al capitán que todo estaba perdido. El desorden fue entonces completo entre los tripulantes; no existía distinción alguna de grados ni de rangos; los unos redoblaban sus ruegos y lamentaciones, prometiendo cirios a los santos de sus devociones; los otros, situados en la proa del navío, avizoraban angustiosamente el horizonte; los de más allá izaban las chalupas; éstos y aquéllos, abandonados a la desesperación, aparecían tendidos y como sin sentido sobre la cubierta. Algunos habían enloquecido, se mecían en las hamacas sonrientes, los otros se ponían sus mejores vestidos, como si se tratara de acudir a una fiesta. Aquél maldecía el día que vino al mundo, rechinaba los dientes y se arrancaba los cabellos, dando tremendos aullidos; aquel otro se reunía con los que se ocupaban de preparar las chalupas, convencidos de que una lancha bien gobernada es capaz de resistir los embates de una mar tormentosa. Pero lo que era acaso peor en tan triste situación es que los víveres se habían concluido y que el mal tiempo había estropeado los únicos que quedaban. Dos toneles de bizcochos y un barril de manteca eran todo lo que todavía restaba para satisfacer las necesidades de todos. El agua se había concluido. Por fin, tras larga busca y trabajos inmensos, todo cuanto pudieron llevar a la lancha se redujo a algunas libras de pan enmohecido, mojado por el agua del mar, dos azumbres de agua potable, seis botellas de vino, un cuarterón de vaca salada y un mal jamón que no podía durarles mucho tiempo, así como tres litros de ron, milagrosamente salvados de la voracidad de los marineros.

Al comenzar la noche del duodécimo día de naufragio, el navío se inclinó y se sumergió en las aguas rápidamente. Entonces se elevó hasta los cielos el terrible grito humano del último adiós. Voces tímidas hicieron oír sus quejas lastimosas, mientras los más valerosos guardaban un triste silencio. Muchos se precipitaron en las aguas, profiriendo espantosos gritos. El mar se abrió, como una infernal caverna, y el navío arrastró con él una ola devoradora, del mismo modo que si su misma fuerza y vitalidad hallaran alegría en aquella tragedia… Casi todos los viajeros perecieron, salvándose tan sólo unos pocos de ellos, a los que la energía, la habilidad o la suerte concedieron un lugar en el bote o en la lancha. Cuando todo hubo terminado y el barco reposaba en el fondo del mar, los supervivientes hicieron un recuento. Nueve personas ocupaban el bote y treinta la lancha. Juan había sabido colocarse en ésta, y hasta consiguió llevar consigo al licenciado Pedrillo. Parecía que uno y otro hubieran cambiado sus papeles en la vida puesto que Juan tenía aquel aire de autoridad que da el valor y la decisión, en tanto que los ojos del pobre licenciado se hallaban anegados por las lágrimas que produce el miedo. Los criados de don Juan habían perdido la vida, sin duda por hallarse a la hora de peligro más repletos de ron de lo que era conveniente, pero a nuestro héroe le quedaba, sin duda, el consuelo inocente de haber podido salvar de la muerte a su viejo perrillo faldero. Este animalucho, que había pertenecido a don José y que don Juan amaba profundamente, fue lanzado por él sobre la lancha antes de que el navío se sumergiera.

Don Juan había llenado sus faltriqueras y las de Pedrillo con todo el dinero que pudo caber en ellas y, convencido de que al fin acabarían salvándose del naufragio, se sentía satisfecho de su previsión y relativamente feliz de haber podido salvar a su preceptor y a su perro.

* * *

La noche era espantosa y la situación de los náufragos realmente desesperada. Entre las olas embravecidas, al poco tiempo, desapareció el pequeño bote, y con él se hundieron los nueve hombres que lo ocupaban. La lancha siguió flotando todavía. Salió el sol entre nubes rojizas, y entonces fueron distribuidos unos tragos de ron y de vino entre los desdichados supervivientes. Todos estaban reducidos a una escasísima ración de pan mohoso y, entre la tormenta, sus pobres cuerpos no tenían para cubrirse otra cosa que unos miserables andrajos calados de agua. Eran treinta, y todos ellos, amontonados en el corto espacio de una lancha que apenas les permitía realizar el menor movimiento. Ensayaron cuanto les fue posible para aliviar y hacer más cómoda su posición, y así la mitad de ellos se tendieron en los bancos, mientras la otra mitad se mantenía en pie y se repartía el trabajo de la guardia. De esta manera, temblando de fiebre, de frío y de terror, hacinados en su barquichuela, sin otro abrigo que la capa del cielo y las rabiosas olas del mar, permanecían los pobres náufragos.

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