Don Juan

Don Juan


PRIMERA PARTE

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Es constante realidad humana la de que el deseo de vivir alarga la vida, y tengo a cientos experiencias que citar sobre ello. Hay enfermos que saben que no pueden escapar a la muerte y que se sostienen tiempo y tiempo, sin embargo, sólo con la ilusión de vivir, con tal que su buena esposa no venga a matarlos manifestándoles su dolor, ya que es más fácil lisonjearse de una dichosa cura, aunque imposible, deseada, que no dedicarse a imaginar que se tiene delante la horrorosa guadaña que acaba con nosotros. Se pretende también que una renta vitalicia, puesta sobre la cabeza de un viejo, es para él la mejor garantía de una vida larga… Lo mismo sucedía a nuestros náufragos que se hallaban abandonados en la débil lancha sobre la inmensa y tormentosa mar; vivían con el amor de la vida y eran capaces de soportar más desgracias de las que puedan creerse. Tan duros como rocas, resistían todos los embates. Pero… el hombre es un animal carnívoro y es necesario que coma, a lo menos una vez al día, puesto que no puede vivir del aire. Así pensaban nuestros pobres náufragos.

* * *

Al tercer día sobrevino una dulce calma sobre el mar, lo que renovó sus fuerzas y derramó un bálsamo reparador sobre sus miembros fatigados. Pudieron disfrutar de algunas horas de sueño, pero cuando despertaron, se sintieron invadidos de un exceso de voracidad, y luego de economizar sus víveres prudentemente, devoraron muy pronto todo lo que les restaba. Así, cuando amaneció el cuarto día, en medio de una admirable calma; cuando amaneció el quinto, sobre la misma paz de los elementos; cuando llegó el sexto… , don Juan hubo de ceder y su amado perrillo faldero fue sacrificado. Al séptimo día, la piel del animal constituyó el último recurso. Al llegar el día octavo, ¡preciso es que quien me lea comprenda la terrible situación de aquellos hombres! Al llegar el día octavo se dejó oír un murmullo espantoso, voz siniestra de la desesperación, en el que cada uno reconocía sus propias palabras en las palabras de su camarada. Tales palabras hablaban de carne y sangre humanas, y se preguntaban quién de entre ellos serviría para mantener a los demás. Más como ninguno estaba dispuesto a sacrificarse fue preciso recurrir a la suerte. Se escribieron los nombres de todos en unos pequeños trozos de papel y mi pobre musa se estremece al tener que confesar que por falta de material fue preciso hacer pedazos la carta que la hermosa doña Julia había escrito a don Juan bajo los dulces cielos de Sevilla… La triste suerte designó como víctima al preceptor de Juan.

El infeliz licenciado Pedrillo, luego de gemir lastimosamente, suplicó como gracia que le sangrasen. El cirujano del navío poseía sus instrumentos, y abrió las venas del desgraciado preceptor, el cual expiró de modo tan tranquilo y dulce, que apenas podía conocerse que ya no vivía. Murió noblemente, como había vivido; tal es, al fin y al cabo, lo que hace generalmente la mayor parte de los hombres. Besó con devoción un pequeño crucifijo, estrechó la mano de don Juan y después entregó, con verdadera gracia, su garganta y su muñeca a la lanceta del médico. Este fue menos digno, puesto que reclamó por su trabajo el mejor trozo del cadáver; pero, instado por una sed ardiente, prefirió saciarse con la sangre aun caliente que brotaba de las venas del pobre licenciado. Todos, después, consumieron con furiosa rabia el cuerpo del pobre hombre, exceptuando a don Juan, que, habiéndose negado el día antes a alimentarse con la carne de su perro, pensó aun menos en su hambre en tan terribles circunstancias. ¿Cómo hubiera podido, fuese cual fuese la necesidad en que se hallara, clavar sus dientes sacrílegos en el cadáver de un honrado maestro que había sido en vida su capellán y su amigo?

La carne del licenciado Pedrillo parece ser que no se hallaba en buenas condiciones, puesto que la mayoría de los que se dieron un banquete con ella experimentaron pocas horas después terribles accesos de fiebre, y muchos de ellos murieron entregados a la desesperación, rechinando los dientes, aullando y en medio de los accesos de una risa feroz. El número de los náufragos quedó muy reducido por este castigo del cielo; entre los que sobrevivieron, unos perdieron de repente la memoria, otros enflaquecieron de modo increíble, otros sufrieron violentos ataques de locura. Pero también los hubo capaces de unirse para organizar un segundo asesinato, no encontrándose suficientemente advertidos por el espectáculo espantoso de la agonía de sus camaradas. Los tales pusieron sus miradas en el contramaestre, como él más gordo de todos los que supervivían; mas aparte de su firme y propia repugnancia a sufrir un destino semejante, contribuyeron a salvar a este honrado navegante ciertas razones particulares, pues fue recordado que había estado recientemente enfermo de fiebres malignas, y, aún más, que poseía un gracioso regalo, al que en verdad debía la vida, que le habían hecho en secreto ciertas damas de Cádiz, quién sabe si por suscripción general, poco tiempo antes de su partida.

Aún existían algunos restos del pobre licenciado Pedrillo, que se consumieron con economía. Si alguno sentía miedo e imponía silencio a su apetito, otros, aunque poco a poco y de tiempo en tiempo, consumían pequeños pedazos de aquella carne; tan sólo Juan se abstuvo siempre de probarla y engañaba su hambre masticando un pedazo de suela que había conservado… Si la suerte de Pedrillo causa horror, preciso es recordar al noble conde Ugolín, que devoraba las cabezas de sus enemigos después de referir su historia muy gentilmente… La suerte, al fin, favoreció, aunque muy avaramente, a los náufragos. Pudieron pescar algunos raros peces, con los que se alimentaron algunos días, y, para mayor alegría y esperanza, una mañana hallaron dormida sobre un trozo de madera una especie de tortolilla de blanca pluma y pico de gavilán, a la que pudieron acercarse poco a poco y con infinitas precauciones, hasta cazarla. La tortolilla satisfizo su hambre un día más, pero, sobre todo, les dio nuevo calor y nueva esperanza, puesto que el hecho de su presencia en el mar indicaba, indudablemente, la proximidad de la tierra.

Fue al amanecer del día siguiente cuando hallaron sus ojos, en la lejanía, el perfil de unas costas, que se hacían más fáciles dé distinguir a medida que se iban acercando. ¡Vedlos a todos sobre la cubierta de su débil lancha, perdidos en conjeturas, sonrientes, ansiosos, ignorando en qué lugar del globo se encontraban! Los unos decían que las costas pertenecían a la isla de Gandía, los otros hablaban de Chipre o de Rodas, uno afirmaba que se trataba del Monte Etna… La corriente los empujaba siempre hacia la costa consoladora. La lancha, semejante a la barca de Carón para cualquiera que hubiera podido contemplar los descarnados y pálidos espectros que transportaba, estaba ya sólo ocupada por cuatro hombres, y de tal modo la sed, el hambre, la fatiga, la desesperación los había extenuado y desfigurado, que una madre no hubiera podido distinguir a su propio hijo entre aquellos cuatro esqueletos vivientes… Conforme se acercaban hallaban más salvaje y aparentemente inhabitada aquella tierra; pero tenían tal ansia de ella que continuaron durante el día abandonándose a la corriente. Al anochecer llegaron ante unos duros rompientes de rocas oscuras, con las que chocó violentamente la lancha. Don Juan, hábil nadador desde su infancia, hubo de recurrir a todas sus energías para llegar a la playa antes de que la noche cerrase por completo, y con horrible amargura presenció cómo un tiburón que les seguía terminó con la vida de uno de sus compañeros; los otros dos se ahogaron faltos de fuerzas. Y así don Juan fue el único que consiguió llegar a la plaza.

Quedó tendido a la entrada de una gruta abierta en las rocas, exhausto e infinitamente triste, pues conservaba bastante vida aún para comprender sus males y darse cuenta de que quizá sería en vano haber podido escapar del naufragio… Ensayó a alzarse en pie, por medio de un largo y penoso esfuerzo, pero llegó a doblarse sobre sus rodillas ensangrentadas y sus destrozadas manos; sus ojos se turbaron, un vértigo se apoderó de su cerebro, y cayó sobre la arena cuan largo era. Parecido a una marchita flor de lis, su joven cuerpo, destrozado y pálido, conservaba aún emocionantes huellas de su hermosura y de la armoniosa y agradable línea de sus formas.

* * *

Juan no podrá nunca saber cuánto tiempo duró su desmayo. Cuando abrió los ojos y, poco a poco, fue tornando a sentirse vivo, su vista, atravesando densas y movibles nubes que la oscurecían, contempló junto a él la hermosa figura de una joven desconocida. Aquella joven se hallaba inclinada sobre él, y parecía como si su jugosa y encendida boca quisiera averiguar, juntándose con la suya, si don Juan respiraba todavía. El calor suave de una de las manos de ella acabó de probar a nuestro héroe que aún estaba vivo. La hermosa joven humedecía sus sienes y las frotaba suavemente para provocar la circulación de la sangre en sus venas, cuando un débil suspiro de don Juan la hizo conocer, al fin, el buen resultado de sus cuidados y de su tierna solicitud.

Auxiliado por otra joven, aunque menos hermosa que ella y de facciones no tan delicadas, la primera transportó a don Juan al interior de la gruta y encendió fuego. Cuando las llamas extendieron una brillante claridad bajo las bóvedas desconocidas por los rayos del sol, la primera de aquellas muchachas se manifestó en todo el noble y hermoso resplandor de su belleza. Su estatura era más bien alta para una mujer, y en su fisonomía y actitudes se advertía un cierto aire de autoridad incomparable. Su frente estaba adornada con alhajas de oro que brillaban sobre el ébano de su cabellera, la cual descendía en suaves bucles casi hasta sus pies. Sus ojos, todavía más negros que sus cabellos, parecían ocultarse tras la sombra de largas y hermosísimas pestañas. He aquí los ojos que causan las heridas más profundas; las miradas repentinas que dejan escapar atraviesan nuestro corazón más fácilmente que una flecha arrojada por una diestra mano. Del mismo modo, una serpiente extiende de repente sus largos anillos, escondida bajo la hierba, y nos hace sentir a un mismo tiempo su fuerza y su veneno. La frente de la joven tenía la blancura de la nieve, y los colores de sus mejillas recordaban esas luces de la tarde que el sol, al desaparecer en horizonte, tiñe de un dulce tono rosa. Sus labios de coral… ¡labios hechiceros que nos costáis tantos suspiros…! hubieran podido servir de modelo entre todos los labios de mujer de la tierra… Tal era la "señora de la gruta". Sus vestidos estaban hechos de un finísimo tejido y el oro y las piedras preciosas brillaban con profusión en sus manos, entre los encajes, en su cintura. Sus piernas se lucían desnudas y sus pequeños pies, blancos como la nieve, se hallaban encerrados en unos zapatos de linda piel salpicada de diamantes…

Tan hermosa joven no era una princesa disfrazada, sino la hija única de un viejo que habitaba la isla. Este hombre había sido pescador en su juventud, pero al presente otras atenciones le atraían a recorrer los mares: especulaciones ciertamente menos honrosas que la pesca. El contrabando y la piratería le habían hecho propietario de un millón de duros, bastante mal adquiridos por cierto. Y la hermosísima muchacha era por ello la más rica heredera de todas las islas. Tales islas eran las Cicladas, en una de las cuales se hallaba ahora nuestro héroe. En ella había construido el padre de la hermosa Haida una suntuosa casa y en ella vivía en una dichosa comodidad. ¡Dios sabe el oro que habría robado y la sangre que habría derramado! Era griego de origen, de bastante edad, y poseía un carácter triste y fuerte. Su rica casa era un edificio espacioso y claro, lleno de esculturas, de cuadros y de dorados, al gusto oriental.

Haida era tan hermosa que toda su dote carecía de valor en comparación con su sonrisa. Se criaba en su casa como una hermosa planta en su jardín; a los dieciséis años ya se había negado a varios amantes, mostrando de esta manera la firme voluntad de su alma hacia el verdadero amor. Paseando por la playa a la puesta del sol, había encontrado a don Juan sobre la arena, sin movimiento y casi muerto de hambre y fatiga. Compadecida de su estado y su belleza, se decidió a salvarle; pero, para evitar que el alma codiciosa de su padre quisiera comerciar con el náufrago curándole las heridas y vendiéndole después como esclavo, concibió la idea de depositar por el momento a don Juan en el interior de la gruta. El bien produce placer siempre al que lo ejecuta, y Haida hubo de alegrarse mucho de su decisión de salvar al extranjero desconocido cuando éste abrió los ojos al volver a la vida. Esos ojos negros aumentaron de tal modo su compasión que, si la cosa la fuera hacedera, habría abierto a don Juan las puertas del paraíso.

Haida, ayudada por su fiel sirviente Zoé, colocó a don Juan sobre una cama de pieles y lo cubrió con su propio capote bordado, rogándole que descansara tranquilamente y prometiéndole visitarle al rayar el día próximo para llevarle alimentos.

Cuando llegó la mañana, Haida, que había pasado muy intranquila la noche, bajó a la gruta: el sol recién nacido la envolvía con sus rosados fuegos y la amable aurora, teniéndola por una hermana suya, derramaba su dulce rocío sobre sus hermosos labios. Entró en la gruta, tímida y apresurada a un mismo tiempo; vio que Juan dormía pacíficamente, como un niño; se detuvo absorta de admiración ante él, y, luego, se adelantó de puntillas y cubrió cuidadosamente su cuerpo, temiendo que el aire frío del amanecer helase sus adormecidos miembros. Silenciosa e inmóvil se inclinó sobre su rostro y lo contempló lentamente aspirando el suave aliento que se escapaba de sus labios.

Al fin, tras largo rato de contemplación y espera, don Juan abrió sus grandes ojos sorprendidos, hallando frente a él el hermoso rostro de Haida. Entonces se incorporó sobre uno de sus brazos y miró lentamente a la bella joven, sobre cuyas mejillas se disputaban la preferencia el carmín de la rosa y la limpia palidez del lirio. Haida, en ese momento, habló a don Juan, y sus palabras no fueron más elocuentes que el fuego de sus ojos. Le explicó en griego las peripecias de su salvación y le rogó cariñosamente que tomara algún alimento.

Don Juan no pudo comprender una sola palabra de su discurso, pero la voz de Haida parecía el gorjeo de un pájaro, tan tierno, delicado y sencillo, que él nunca había escuchado una música tan dulce y patética. Contemplaba a la joven como aquél que ha soñado el lejano sonido de un órgano y que duda al despertar si todavía sueña… Salió por fin de su éxtasis, gracias a su apetito. Los amables olores del almuerzo preparado por Zoé obraron seguramente sobre sus sentidos, así como la vista de la llama ante la que guisaba la sirviente… Después de comer, don Juan arrojó al fuego sus ropas destrozadas y se vistió un traje completo de griego que las dos jóvenes habían llevado a la gruta. Haida se puso entonces a parlotear. Juan no comprendía una palabra, pero escuchaba atentamente. Cuando Haida comprendió que don Juan no la entendía, recurrió a los gestos, a las señas, a las sonrisas, leyendo en el rostro de él la respuesta que deseaba… Y en verdad que es delicioso aprender una lengua extraña a través de los ojos y los labios de una mujer hermosa. Entendámonos: en verdad que lo es cuando maestra y discípulo son jóvenes y bellos. Una linda mujer os sonríe tan tiernamente cuando decís una palabra bien dicha, o cuando la decís mal, que nada es comparable a sus lecciones. A ellas sigue un dulce apretón de manos, y quizá hasta un casto beso, algunas veces… Lo poco que yo sé de algunas lenguas extranjeras se lo debo a ese método… Ved a don Juan adelantar en el conocimiento del griego y ved cómo, al mismo tiempo, conoce que se halla invadido por un sentimiento tan universal como el sol y tan imposible de esconder en la intimidad secreta del corazón como la misma alegría… Se sintió enamorado de Haida… Confesad que a vosotros os hubiera ocurrido exactamente igual… El amor le entró a Juan como le entra a todo el mundo.

Todos los días, al rayar la aurora, lo cual parecía excesivamente madrugador para Juan, que gustaba de dormir hasta avanzada la mañana, Haida iba a la gruta, pero era solamente por contemplar el sueño de su amigo. Levantaba los bucles de sus cabellos con una mano tan cuidadosa que no le despertaba, y su cabeza permanecía silenciosamente inclinada sobre las mejillas de Juan, semejante a un céfiro que se detiene sobre un lecho de rosas.

Cada día, el rostro de don Juan demostraba más claramente el restablecimiento de su salud, primera necesidad del hombre y esencia misma del verdadero amor. La salud y la ociosidad son para la pasión lo que el aceite y la pólvora para el fuego, y por ellas, así como por Ceres y Baco, el amor vive. Venus dejaría muy pronto de parecer bella y terrible sin todos esos elementos. Pero, en tanto las cosas sean como son en este pícaro mundo, mientras la tal Venus ocupa nuestro corazón, Ceres nos ofrece una excelente sopa, puesto que un amante de carne y hueso tiene necesidad de reponerse, y Baco derrama los chorros de su divino néctar sobre nuestra mesa. Una buena jalea de huevos y una copiosa ración de ostras son cosas muy favorables a los que se ocupan en los dulces juegos de Citera. Pan y Neptuno son, allá arriba, los proveedores de los dioses.

Cuando Juan se despertaba hallaba siempre prontos muy buenos manjares. Tomaba un baño, se desayunaba, y admiraba los hermosos ojos que habían hecho nacer el amor en su corazón. Haida era tan inocente, y ambos tan jóvenes, que el baño no tenía para ninguno de los dos reparo alguno que le privase de gracia. Juan era, a los ojos de la joven griega, aquel ser que sus deseos esperaban hacía ya algún tiempo, y que se le había aparecido en sueños. Un mortal que ella había de hacer dichoso, destinado a su amor y a crear con ella la mutua felicidad de ambos… Aquel que quiera conocer los verdaderos placeres es necesario que tome parte decidida en ellos, y así, la dicha debería estar representada por dos gemelos… ¡Era tan dulce para Haida la sola contemplación de Juan! Se doblaba, y aun se multiplicaba el encanto de la existencia, la contemplación de la naturaleza, cuando se sentía temblar bajo su mirada, o cuando contemplaba su sueño… Vivir para siempre con él le parecía a ella una felicidad tan perfecta, que casi no se atrevía a esperarla, y la idea de una separación la hacía temblar… Juan era su tesoro, salvado del Océano y arrojado a la playa como el rico despojo de un naufragio… Era su primero y último amor.

* * *

Un mes transcurrió de esta manera. La hermosa Haida visitaba todos los días a su amigo, tomando precauciones tan severas para ello, que éste permaneció ignorado de todos en su gruta de las rocas. Como el padre de Haida se hallaba viajando, la hermosa joven podía disponer de su libertad enteramente… Yo la comparo a las señoras casadas de nuestros cristianos países conocidos que, como se sabe, no están vigiladas jamás… Haida aprovechó su libertad, como es natural, para prolongar sus visitas y sus conversaciones con don Juan. Pasaban juntos horas enteras y solían dar largos paseos al anochecer, en ese inexpresable instante de absoluta belleza en que la isla se sumergía en dos aureolas de luz diferentes: la del sol, que se hundía en el mar por Poniente, y la de la luna, que se elevaba del lado contrario sobre las aguas.

Junto a Haida, don Juan se sentía feliz. Contemplaban ambos la espuma que las olas abandonaban sobre la arena al retirarse. Una espuma semejante a la que corona una copa de champaña llena hasta los bordes…

¡Lluvia benéfica que reanimas nuestros sentidos, pocas cosas son superiores a ti, vino maravilloso! Que se predique todo lo que se quiera, puesto que se predica inútilmente. Honremos a Baco, al amor y a la alegría, y mañana iremos al sermón y a la casa del señor boticario. Puesto que el hombre es razonable, necesario resulta que se embriague, ya que los momentos de la embriaguez son los mejores de la vida. La gloria, el vino, el amor y el dinero: he ahí los gozos en los que se congregan las esperanzas de todos los hombres y de todos los pueblos. Mirad el jugo del árbol de la vida; sin él, sus ramas, tan fértiles algunas veces, aparecerían pocas y marchitas. Pero, os lo repito, bebed hasta embriagaros, que, si luego despertáis con dolor de cabeza, fácil es saber lo que debéis hacer… Tirad de la campanilla, decid a vuestro ayuda de cámara que vaya a buscar vino del Rhin y agua de soda. Experimentaréis un placer digno de Jerjes, aquel gran rey. Ni el sorbete exquisito, ni la espuma del vino de los postres, ni el vino de Borgoña, con su chorro purpúreo, tras las fatigas de un viaje, la breve angustia del fastidio, el cansancio del amor, pueden compararse a la bebida del vino del Rhin y el agua de soda…

* * *

La orilla del mar… Yo creo que la arena ondularía suavemente; que las olas dulces y tranquilas se acostarían sobre ella; que un profundo silencio reinaría a lo lejos, interrumpido solamente por el agudo grito de un pájaro nocturno, el salto de un delfín en el agua o el rumor de una ola deseosa de liberarse de la prisión de una roca… Juan y su amiga andarían errantes sobre la playa. Sería la hora más dulce del día y de la noche, cuando el disco del sol se sumerge en las azuladas colinas del mar y la luna naciente parece la única diadema de la obscuridad. Los dos amantes andarían, cogidos de la mano, a lo largo de las abiertas playas de la isla. Hallarían una gruta de inexpresable belleza y misterio. Descansarían en ella, muy juntos, contemplando el admirable cuadro del crepúsculo

Sí; admiraron el cielo suspendido sobre sus cabezas y el inmenso mar ondulante; escucharon el murmullo del agua y los suspiros de la brisa de la noche. De improviso, sus ojos se encontraron, sus labios se acercaron, y se reunieron por medio de un beso. Fue un beso prolongado lleno del ardor de los primeros fuegos de la juventud y del amor; un beso que sólo pertenece a los primeros días de nuestras nacientes agitaciones, cuando la sangre circula como la lava devoradora en el interior de nuestras venas y cuando el contacto de los labios con los del objeto amado conmueve el corazón y lo arrebata en un largo éxtasis.

Estaban solos, pero no como aquéllos que se encierran en una habitación y se imaginan hallarse en soledad. El mar, el cielo, el crepúsculo, las mudas rocas, todo cuanto les rodeaba, venía a asegurarles que estaban solos en el mundo, que eran los únicos seres vivientes de la tierra. Sobre la muda playa solitaria, eran, el uno para el otro, todo el Universo. Su conversación se formaba, temblorosa, con frases cortadas, incompletas; pero ellos adivinaban todo lo que no se decían. Aquello, inmenso e incomparable, que inspira la pasión, lo manifestaban los dos por medio de un suspiro, el más seguro intérprete del anhelo amoroso, felicidad única que ha dejado a sus hijas la primera Eva culpable y desheredada.

Haida no hablaba nunca de ningún escrúpulo; no hacía ningún juramento ni exigía ninguno. Jamás había oído hablar de promesas que fueran incumplidas ni de los peligros a los que se expone una amante crédula, e ignoraba la perfidia de los hombres; en su sencillez, se entregaba sin sombra de temor a su amigo como una paloma inocente; y, no habiendo pensado nunca en la infidelidad, no pronunciaba jamás la palabra constancia. Amaba y era amada; adoraba y era adorada. Conforme a las leyes de la naturaleza, sus dos almas se confundían. Haida, sintiendo latir el corazón de Juan contra el suyo, soñó que esto habría de suceder eternamente. ¡Ay! Eran tan jóvenes, tan hermosos, tan tiernos, y estaban tan solos, que puede decirse que después de nuestros primeros padres jamás una pareja tan perfecta ha corrido el riesgo de la condenación por el amor. Haida, tan devota como bella, había oído hablar sin duda del Purgatorio y aun del Infierno…, pero se olvidó de cuanto le había sido dicho sobre la materia…, en el momento mismo en que más hubiera debido recordarlo.

Entre miradas llenas de fuego, el brazo de Haida rodea la cabeza de Juan; el de Juan se pierde entre los rizos innumerables de los cabellos de su amiga; ella se sienta sobre las rodillas de él; ambos aspiran recíprocamente sus suspiros, y, en esta posición, inmejorable, los dos forman el antiguo y eterno grupo de dos amantes medio desnudos reunidos por el amor y la naturaleza… Cuando pasaron estos momentos de delirio, Juan se quedó dormido sobre el pecho de su tierna amiga y ella vigiló dulcemente su sueño, pensando, sin temor y sin tristeza, en todo cuanto acababa de conceder y en todo lo que concedería todavía.

Un niño que admira la luz o que toma el pecho de su madre; un fanático a la vista de un enemigo vencido; un árabe ofreciendo hospitalidad a un extranjero; un navegante pirata apoderándose de una rica presa; un avaro llenando su arca, experimentan alegría, pero nada hay comparable a la dicha de aquéllos que contemplan el plácido sueño de la persona que aman. La soledad, la noche, el mar, el estrellado cielo transido de luna, el amor, llenaban el alma de Haida de un sentimiento que no puede explicarse. Allí, en medio de la arenosa playa, junto a las áridas rocas oscuras, se sentía dichosa de haber creado por sí misma, en unión de su amante, un verdadero Edén, en el que nada podía venir a turbar su ternura y cuyos solos testigos eran las estrellas del alto firmamento… He aquí la noble y bella historia: una gruta fue su cama nupcial, el dios de la soledad consagró su encuentro, el mar fue su testigo, y fueron esposos; ¡dichosos sin duda, ya que cada uno era el ángel del otro y aquella playa su Paraíso!

Pero, Juan, ¿olvidaría también? Había olvidado, ya una vez, a Julia. ¿Debió olvidarla tan pronto? La pregunta me embaraza y entristece, lo confieso. Es, sin duda, doloroso reconocer que somos demasiado sensibles a los atractivos de todos los nuevos rostros que llegan a tentarnos.

¡Amor!, tú, cuyo favorito fue el gran César; Tito, el señor; Antonio, el esclavo; Horacio y Cátulo, los discípulos; Ovidio, el preceptor, y Safo… ¿qué diré de Safo?; que todos aquellos que quieran concluir su vida se arrojen en tu tumba.

Tú eres el dios del mal, porque, después de todo, no podemos llamarte diablo. Tú te complaces en hacer precario el casto lazo del matrimonio, y tú ultrajas, riéndote, la noble frente de los más ilustres mortales. César y Pompeyo, Belisario y Mahoma, han dado una musa propia a la historia humana; su vida y sus aventuras no se parecen mucho, y jamás se ofrecerán a la admiración de la posteridad nombres semejantes…, pero estos cuatro grandes hombres tuvieron la particularidad de ser los cuatro héroes, conquistadores y cornudos. Tú haces de los filósofos verdaderos materialistas, como Epicuro y Arístipo, como aquel sabio rey Sardanápalo, para quien toda verdad estaba en este lema: "Come, bebe y haz el amor; ¿qué importa todo lo demás?"

¡Ay!, el amor es para las mujeres una cosa deliciosa y temible al mismo tiempo, porque juegan a este dado engañoso todo lo que tienen, y, si se vuelve contra ellas, la vida ya no tiene que ofrecerles sino la memoria cruel de su pasado… Pero su venganza, entonces, es como la del tigre: pronta, mortal y sin remedio. Hábiles en el disimulo, sus corazones desolados, tras echar de menos al ídolo querido, buscan un rico voluptuoso que las compre a título de esposas, y así resulta que su vida acaba transformándose en todo lo que sigue: un amante infiel, un marido nada grato, otro amante sólo elegido para el placer de la venganza, la distracción de los adornos, la calidad de madre, acaso, la devoción cuando ya son viejas y…, todo queda concluido… Esta toma nuevo amante, aquélla prefiere una botella, la de más allá corre tras disipaciones del gran mundo. Y hasta las hay que se van con un nuevo seductor, con lo que no hacen sino cambiar de penas y perder todas las ventajas de la virtud disimulada. En fin, para dar total idea de sus variables tipos, yo diré que he conocido más de una, sumamente traviesa dentro de su casa, que en seguida se ponía tristona y escribía una novela sentimental.

El corazón es, como el horizonte, una parte del cielo; pero, como el horizonte, cambia igualmente noche y día. Tan pronto las nubes y los truenos lo recorren, la destrucción y las tinieblas se apoderan de él; pero cuando los fuegos de la tempestad lo han surcado y abierto, se pierde en lluvias. De tal modo es como los ojos derraman la sangre del corazón cambiada en lágrimas. Al fin y al cabo, esto es lo que hace el clima inglés de nuestras vidas.

Sin extenderse más sobre esta anatomía, suelto mi pluma, hago al buen lector una cortesía, y dejo a don Juan y Haida el cuidado de pleitear, por ellos y por mí, acerca de sus propios sentimientos.

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