Don Juan

Don Juan


SEGUNDA PARTE

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La linda compañera de don Juan era la de la Romaña, aunque había sido educada en las cercanías de la antigua Arcona; entre otros atributos, lucía la bella-donna unos ojos que penetraban el alma, más negros y ardientes que el carbón. Su pálida y gentil fisonomía expresaba constantemente el deseo de agradar, cosa muy atractiva, especialmente cuando acompaña a la belleza. Mas todas aquellas gracias pasaban para nuestro héroe, pues sólo el dolor y el pesar dominaban sus sentidos. En vano los ojos de la italiana trataban de encontrarse con los de don Juan. Este permanecía insensible, aunque, encadenados como estaban, estuviesen unidas mutuamente sus manos. Ni la suave piel de la hermosa, ni la proximidad de sus atrayentes prendas corporales pudieron agitar el pulso de Juan ni alegrar su fiel corazón. El recuerdo de Haida y quizá también la debilidad que le habían producido sus heridas contribuían a ello. Ningún caballero hubiera podido sentirse más fiel, ni ninguna dama hubiera podido desear una más firme constancia. Dícese que una persona no puede permanecer con un carbón encendido en la mano y pensar a la vez en el frío de los hielos del Cáucaso, y yo creo firmemente que muy pocos podrían hacerlo. Pero la prueba de Juan fue aún más victoriosa. Podría empezar aquí una casta descripción detallada del trance y de la firmeza demostrada por nuestro héroe, mas conozco que se me vitupera por haber sido demasiado franco en mis dos libros anteriores, y me ahorro el riesgo, procurando que don Juan deje pronto el navío, ya que mi editor piensa que es más fácil hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, que conseguir que mis dos cantos primeros entren en ciertas casas.

En realidad, el aplauso público me es indiferente. Los grandes nombres no son más que nombres, y el amor de la existencia de Troya. Las edades venideras discutirán si hubo una vez o no hubo una ciudad llamada Roma. Las generaciones de los muertos quedarán borradas. Las tumbas son las herederas de las tumbas, pero un día la memoria de los siglos se acaba y desaparece bajo las ruinas de los que los siguen. ¿Dónde están aquellos epitafios que leían nuestros padres? Apenas quedan unos pocos salvados de la inmensa noche sepulcral, en la que millares y millares de muertos han perdido su nombre en la universal muerte. Todas las tardes gusto de pasear a caballo junto al sitio donde pereció, en medio de su gloria aquel héroe que vivió demasiado para los héroes y demasiado poco para la vanidad humana, el joven Gastón de Foix. Una corona, esculpida con arte, pero cruelmente abandonada a la mano destructora del tiempo, cuenta la carnicería de Ravena, y la base de esa corona está cubierta de espinas e inmundicias. Todos los días paso junto al mausoleo del Dante: una pequeña cúpula, más sencilla que majestuosa, protege sus cenizas, y si bien, de vez en cuando, la tumba del poeta luce unas flores, recibiendo con ello un homenaje rehusado a la del guerrero, no obstante llegará un tiempo en que, igualmente olvidado el trofeo del capitán y el libro del poeta, tendrán la misma suerte que los versos y las hazañas que precedieron a la muerte del hijo de Peleo y al nacimiento del divino Homero… Con todo, siempre habrá poetas; aunque la gloria no sea más que humo, porque ese humo es incienso para el hombre. El sentimiento inquieto que inventó los primeros versos buscará siempre lo que buscaba antaño. Así como las olas se convierten en espuma sobre las playas, las pasiones, alcanzando sus últimos límites, se hacen poesía. La poesía no es más que la pasión o, por lo menos, tal fue hasta que llegó a convertirse en una moda…

Volvamos a nuestro poema, injustamente abandonado. Ved el navío cargado de esclavos anclado en el puerto de Constantinopla, junto a los muros del serrallo del sultán. Su cargamento humano ha sido trasladado al mercado y ofrecido a la venta pública.

Algunos de aquellos desdichados se vendieron caros. Se dieron hasta 1500 dólares por una linda circasiana, la cual fue garantizada como virgen y cuya tez, casi bermeja, daba a su dueña una expresión del todo celeste. Doce negras de la Nubia fueron tasadas a un precio que hubiera asustado en cualquier mercado americano, aunque Wilberforoe haya hecho duplicar aquél con la abolición del tráfico, lo cual, sin embargo, no nos sorprende, porque el vicio es más pródigo y magnífico que un rey. Las virtudes son económicas, aun la más desinteresada de todas, que es la caridad; pero el vicio no ahorra nada para procurarse un deseo.

En cuanto al destino de nuestra compañía de cantantes, los unos fueron comprados por bajáes y los otros por judíos, al paso que las mujeres, elegidas una por una, aguardaban su suerte esperando no caer en manos de algún viejo visir que hiciese de ellas una querida, una cuarta mujer o una víctima. Don Juan, joven, animoso, lleno de esperanza y salud, aparecía sin embargo, algo triste, y, a veces, asomaba a hurtadillas una lágrima en sus ojos. Atraía sobre él todas las miradas por su hermosura. Por su parte, contemplaba, como la tabla de un juego de chapete, la plaza abigarrada de gentes, que contemplaban a los desdichados puestos en venta. Entre estos desdichados destacaba otro hombre, de unos treinta años, lozano y robusto, cuyos ojos garzos manifestaban un corazón resuelto. Tenía trazas de inglés, es decir, hombros cuadrados y tez blanca y rojiza, hermosos dientes, cabellos rizados, y, sea por efecto de los pesares y fatigas o de los estudios, su ancha frente aparecía surcada de arrugas. Llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo y manifestaba una sangre fría tal, que un simple espectador no hubiera mostrado menos inquietud que él.

Acercándose a don Juan, cuyo aspecto revelaba un corazón elevado, aunque entonces se hallase abatido por su destino, el hombre aquel le dijo con amabilidad y ternura: —Hijo mío, entre esta mezcla de seres con la que nos confunde la casualidad, veo que no hay más personas decentes que vos y yo, y ello me hace desear que, como es de razón, hagamos conocimiento. Os suplico me digáis de qué nación sois. Juan respondió: — Soy español.

—Bien creía yo —replicó el otro— que no podíais ser griego, pues nadie entre todos ellos tiene una mirada tan entera como la vuestra. La fortuna, sin duda, os ha jugado una mala partida, pero, tarde o temprano, hace eso siempre con los hombres, sin duda, para probarlos. No paséis cuidado por ello, pues os servirá mejor para el futuro.

—Caballero dijo Juan—, ¿puedo tomarme la libertad de preguntaros quién os ha conducido aquí?

—¡Oh!, nada más extraordinario: seis tártaros y una cadena.

—Pero el objeto de mi pregunta, si puedo repetirla sin ser indiscreto, es el de conocer la causa de vuestra desgracia…

—He servido algún tiempo en el ejército ruso, y estando últimamente encargado de tomar una plaza por orden del general Sugarow, he sido cogido yo mismo en lugar de coger la ciudad que deseaba.

—¿No tenéis amigos?

—Los tenía; pero, a Dios gracias, apenas me han importunado en estos últimos tiempos… ¿Por qué os afligís?

—No me aflijo por mi suerte actual, sino por la pasada. Amaba a una joven…

—Ya adivinaba yo que había alguna dama metida en la aventura, pues eso es una cosa que exige tiernas lágrimas. Yo lloré cuando murió mi primera esposa, y volví a llorar cuando me dejó la segunda. Mi tercera…

—¿Vuestra tercera? ¿Apenas contáis treinta años y tenéis tres mujeres?

—No, ahora sólo tengo dos en tierra. Por cierto, joven, que no es nada extraño ver a un hombre enredado tres veces en los sagrados lazos del matrimonio.

—Y ¿qué hizo vuestra tercera mujer? ¿Os dejó como la segunda?

—No, a fe.

—¿Entonces…?

—Soy yo quien huyo de ella.

—Tomáis las cosas con sangre fría, caballero.

—¿Qué otra cosa puede hacer un hombre?… Vos tenéis todavía más de un arco iris en vuestro firmamento, pero todos los míos han desaparecido… Empezamos nuestra primera juventud entre sentimientos ardientes y elevadas esperanzas, mas el tiempo destruye el color de todas nuestras ilusiones y cada año nos despoja de nuestros errores, como a las serpientes de su brillante piel. Verdad es que algunas veces ello es únicamente para volver a cubrirnos con otra más hermosa, pero de todos modos resulta que al fin del año este último ropaje sigue la misma suerte que el primero. El amor es la mentira que más pronto nos tiende sus pérfidas redes. Tras él vienen la ambición, la avaricia, la venganza, la gloria, que preparan sus brillantes anzuelos en torno de los cuales nos pasamos la vida revoloteando en busca de dinero o alabanzas…

—He aquí cosas muy bellas, y quizá muy ciertas, pero os confieso que no sé en qué pueda mejorar nuestro presente el hablar de ellas.

—Sin duda que no, mas convendréis conmigo en que, poniendo las cosas bajo su verdadero punto de vista, se adquiere, por lo menos, experiencia. Por ejemplo, ya sabemos ahora lo que es la esclavitud, y nuestras desgracias nos enseñarán a portarnos mejor con aquellos cuyos amos seamos algún día… Aparte de ello, ¿cuál es nuestro estado presente? Es triste, lo cual quiere decir que puede ser mejorado, y tal es la mejor suerte de todo el género humano. Además, casi todos los hombres son esclavos, y nadie lo es más que los grandes y poderosos, que lo son de sus caprichos, de sus pasiones y no sé de cuántas mil cosas más. La misma sociedad, que debería inspirar la benevolencia mutua, destruye la poca que llevamos en el corazón…

En aquel momento, un viejo personaje, a primera vista digno de ser clasificado en el tercer sexo, se adelantó, mirando a los cautivos, en los que parecía estudiar detenidamente la apostura, la edad, la belleza y la capacidad, como para ver si eran dignos de la jaula que se les destinaba. Jamás fue ojeada una dama por su amante, un caballo por el chalán, un paño por el sastre, el dinero por un abogado, un ladrón por el carcelero, como lo es un esclavo por aquél que quiere comprarle. Cosa chistosa es, desde luego comprar a nuestros semejantes. Estos se venden y se compran siempre, sin embargo, aunque no se trate del mercado de Constantinopla. Se venden y se compran los rostros bonitos, los empleos, los sentimientos, las pasiones.

Todo tiene su tarifa, desde ricos escudos a tristes puntapiés, conforme a las virtudes y los vicios.

Habiendo observado el eunuco a los dos cautivos con atención, se volvió hacia el vendedor y comenzó su trato sobre uno y otro; le contestó aquél, disputaron, juraron como si estuvieran en una feria cristiana ajustando un buey; de manera que la compra de aquel ganado humano causó toda la algarabía de una batalla. Terminaron, por fin, comprador y vendedor, por murmurar entre dientes; sacó su bolsillo el eunuco, entregó la suma correspondiente al otro, la examinó cuidadosamente, firmó los recibos, y, satisfecho, comenzó a pensar en secreto en su comida.

Si os sorprende que tuviera aquel rufián buen apetito, tenéis el mismo criterio que yo. De todos modos, Voltaire pretende que Cándido consideraba más tolerable la existencia mientras hacía sus digestiones, y así el vendedor de nuestra historia se consolaría con un buen almuerzo de su triste comercio. Yo no le aplaudo el gusto. Pienso, como Alejandro, que el acto de comer, con otros dos o tres más de la vida, nos hace conocer dolorosamente lo que hay de mortal en nuestra naturaleza. Si un asado, un guisado, un pez y una sopa pueden procurarnos daño o placer, ¿quién puede tener la vanidad de poseer una inteligencia que de tal manera depende de los jugos gástricos? Esta es la desolada conclusión que alcanzamos. La otra tarde (el viernes pasado), y ello es un hecho, no una fábula poética, acababa de embozarme en mi capa y tomaba mi sombrero y mis guantes de sobre la mesa, cuando oí un tiro. Salí a la calle y hallé tendido en ella a un bravo militar, que apenas respiraba. Por alguna razón, que no conozco, le habían traspasado de un balazo. Hice que lo llevaran a mi casa, a fin de curarle; pero no hubo remedio, porque cuando llegó había muerto ya. Me puse a contemplarle apenado. He visto más de un cadáver, y por ello mantuve con facilidad la sangre fría ante aquel testimonio de la muerte. ¿Quién poseía momentos antes una energía mayor que la de aquel hombre? Mil guerreros respetaban y obedecían sus menores órdenes. La trompeta y las armas permanecían mudas hasta que él hablaba. Junto a su herida reciente mostraba su cuerpo, sano y fuerte, las honrosas cicatrices que hicieron su gloria… Tal debía ser, pues, el fin del que tantas veces había arrostrado los peligros y puesto en fuga a los enemigos en las batallas…

El comprador de Juan y su compañero los condujo a un barco dorado, en el cual se embarcó con ellos, navegando rápidamente, a golpe de remos, hasta llegar a anclar junto a una muralla dominada por las copas de unos sombríos cipreses. Descendieron, y su conductor golpeó el postigo de una puertecilla de hierro, que se abrió al momento, entrando los tres en una alameda sombreada. Mientras avanzaban, don Juan comunicó a su compañero en voz baja sus pensamientos:

—Me parece que no sería un gran pecado intentar conseguir nuestra libertad. Matemos a este viejo negro y huyamos. Antes podríamos hacerlo que decirlo.

—Sí —replicó el otro—, pero, ¿qué haremos después? ¿Cómo saldremos de aquí? Aun cuando consiguiéramos salir, mañana nos veríamos en otro atolladero y en peor disposición, tras la muerte del viejo, de la que estamos ahora. Por otra parte, tengo hambre y, como Esaú, cambiaría de buena gana mi derecho de huir por un razonable bistec.

Llegaron a un vasto edificio; a todas luces, un hermoso palacio. Según las costumbres turcas, su fachada dorada se hallaba cubierta por pinturas de variados colores, de positivo mal gusto, y que recordaban la decoración de un teatro o el biombo pintado de una entretenida europea. Pero, corroborando los secretos proyectos del compañero de Juan, al acercarse a la casa, llegó hasta ellos el aroma de ciertos manjares, asados, guisados, fritos y otros platos que halagan el gusto de todo hombre hambriento, lo cual venció las últimas intenciones belicosas de Juan, el que, abandonando al momento sus ideas, siguió pacientemente al guía, deseoso ya tan sólo de una buena cena.

Entraron los tres en un salón magnífico y muy amplio, contemplando toda la pompa asiática de que sabe rodearse el orgullo otomano. De un extremo a otro de aquel aposento discurrían o formaban grupos multitud de personas, todas altivas y lujosamente vestidas que ni siquiera pararon atención en el eunuco y los dos cautivos. Atravesaron los tres la vasta sala, y a continuación de ella, sin detenerse, una fila de aposentos lujosamente decorados, en los que reinaban la soledad y el silencio. Llegaron a una habitación redonda, en el centro de la cual una hermosa fuente lanzaba sin cesar un rumoroso chorro de agua. Al fondo de ella se veía una puerta amplísima, cerrada por una reja, y, a través de sus barrotes, pudieron contemplar los hermosos ojos de un grupo de mujeres, cuyo rostro permanecía cubierto por un blanco velo, las cuales mostraban una intensa curiosidad por los cautivos. Siguieron después hasta un aposento, en el que se admiraban profusión de objetos que parecían inútiles, puesto que sólo constituían un halago para la mirada. Parecía el tal aposento el vestíbulo de otra serie de cuartos, por los que se iría Dios sabe a dónde. Los muebles eran de un lujo extraordinario, y simplemente tenderse en los magníficos y lujosos sofás debía de constituir un pecado. El trabajo y colorido de los tapices era tan admirable y precioso, que hacía nacer en el que los contemplaba el deseo de deslizarse sobre ellos acariciándolos.

El eunuco, sin dignarse apenas dirigir una mirada a las bellezas que tanto admiraban los cautivos, se acercó a una especie de armario o guardarropa, oculto en un rincón, lo abrió y sacó de él unos vestidos dignos de adornar el cuerpo del más distinguido musulmán. El traje escogido para el compañero de Juan se componía de una capa que descendía hasta las rodillas, un ancho pantalón otomano, un chal de cachemira, unas chinelas amarillas, una daga de riquísima empuñadura y, en una palabra, de todo lo que constituye el tocado de un petrimetre turco.

Mientras el compañero de Juan se vestía aquellas ropas, el eunuco, cuyo nombre era Baba, explicaba a los dos cristianos las inmensas ventajas que podrían lograr sólo con seguir el sendero que la fortuna abría ante ellos, alabando incesantemente la suerte de los dos cautivos, siempre que supieran conducirse con inteligencia ante los hechos y sucedidos que les esperaban.

Cuando el inglés se hubo convertido en un elegante ciudadano de Constantinopla, Baba se volvió hacia Juan, rogándole que se vistiera el otro traje, con el cual se hubiera ataviado magníficamente y con gusto una princesa. Juan permanecía mudo e inmóvil; su humor no estaba propicio a los disfraces, y rechazó aquellos vestidos con la punta de su pie cristiano, diciendo:

—Anciano, yo no soy una mujer.

La discusión que se sostuvo al respecto fue larga y hasta violenta, pero Baba la terminó concisamente, asegurando a don Juan que si no accedía a cubrirse con aquellos vestidos, a él le sería muy fácil acabar la cuestión llamando a alguien que en un momento le resolvería, dejando a don Juan al margen de uno u otro sexo.

Jurando y perjurando, hubo, pues, nuestro héroe de meterse en aquellas ropas, que no eran otras sino un precioso pantalón de seda color carne, una túnica de gasa blanca y un simple cinturón que le ceñía el talle. Como sus cabellos no eran muy largos, Baba unió a ellos unas trenzas postizas, cubriendo luego su cabeza conforme a la moda entonces usada en Turquía. Finalmente, perfumó a don Juan con las más amables esencias.

Equipado así del todo como una mujer, gracias a las ropas, los postizos, las tenacillas, los afeites y los perfumes, diestramente manejados por Baba, nuestro héroe parecía una muchacha joven y hermosa, hasta el punto de que el eunuco se mostró inconcebiblemente encantado de contemplarla. Llamó a unos enanos y ante ellos y los cautivos, con una risible solemnidad, dijo lo siguiente:

—Vos, —señor— dirigiéndose al compañero de Juan—, no tendréis inconvenientemente en ir a cenar con estos señores—y señalaba a los enanos—. En cuanto a vos—se dirigía a Juan—, respetable monja cristiana, me seguiréis. Pocas chanzas, caballero, porque cuando digo una cosa debe hacerse. ¿Qué teméis? ¿Tomáis este sitio por la cueva de un león? Es un palacio donde los verdaderos sabios ganan anticipadamente el paraíso del Profeta, y donde, a veces, hasta lo gozan.

Y como don Juan protestara, añadió:

—Vamos, locuela, os digo que nadie os hará mal.

Don Juan se volvió hacia su compañero, el cual, aunque algo triste, no pudo contener una sonrisa ante la metamorfosis de que era testigo:

—Adiós—dijo don Juan.

—Adiós—replicó el otro—. Conservad vuestro honor, aunque la misma Eva haya sido la primera que nos mostró el camino del pecado.

Y don Juan, con orgullo, aseguró:

—Estad tranquilo. Ni el mismo sultán me poseerá, a no ser que su Alteza me dé palabra formal de casamiento.

Con esto, que indica un cierto buen humor, se separaron ambos, tomando cada uno distinto rumbo. Baba condujo a Juan, de aposento en aposento, atravesando suntuosas galerías, hasta llegar a una ancha puerta de mármol que se distinguía a lo lejos entre las tinieblas. Los vapores de un rico perfume les envolvían a los dos y parecía que se acercaban a un templo, porque todo cuanto les rodeaba era vasto, silencioso, odorífico y divino. La gigantesca puerta de mármol se hallaba recamada de bronces dorados, cincelados con exquisito talento. Cerraba la entrada de una extensa sala. Antes de entrar, Baba se detuvo para dar a Juan, como fiel guía de su conducta, algunos sanos consejos:

—Si pudierais probar, tan solo, a modificar vuestro paso, realmente majestuoso, pero demasiado varonil, todo iría mejor. Deberíais balancearos un poco de uno a otro costado, cosa que os comunicaría una gracia encantadora. Sería también conveniente que tomaseis un aire más modestito. Lo digo porque los guardianes de esa puerta podrían ver a través de vuestras ropas, y si llegase a descubrirse vuestro disfraz, lo mismo vos que yo, dormiríamos esta noche en el Bósforo dentro de un saco, modo de navegar, en realidad, un poco difícil.

Después de haber animado así a nuestro héroe, Baba introdujo a Juan en una sala más esplendorosa aún que la última de que hemos hablado. Un confuso montón de riquezas deslumbraba la vista del que penetraba en ella. En aquel aposento maravilloso, bajo un dosel de las más ricas telas imaginables, se extendía un amplísimo lecho, cubierto de pieles y de sedas, en el que se hallaba recostada una dama, con el aire de bienestar y abandono de una reina. Baba se paró y, doblando la rodilla, hizo una seña a Juan, que, poco acostumbrado a rezar, se arrodilló también por instinto, ignorando lo que esto podía significar, en tanto el eunuco continuaba sus zalemas hasta el fin de la ceremonia. La dama, levantándose con gracia singular, con la gracia de la misma Venus Afrodita saliendo de las ondas, fijó sobre los dos sus ojos voluptuosos, como los de una gacela, que eclipsaron toda la pedrería que la cercaban, y, levantando un brazo, tan blanco como un rayo de luna, hizo una seña a Baba, el cual, después de haber besado sus sandalias de púrpura, la habló en voz baja, mostrándole a Juan.

Todo en la dama era tan noble como su mismo rango y su belleza. Tenía ese encanto omnipotente que una descripción literaria debilitaría. Prefiero abandonarla a vuestra imaginación que perjudicarla con mis palabras, ya que quedaríais deslumbrados totalmente si fuera posible que os describiera y detallara sus atractivos, ajustándome a la realidad verdadera. Debo decir, sin embargo, que tan hermosa mujer había pasado ya la primera juventud y podría tener de veinticinco a veintiséis primaveras. Pero hay bellezas en las que el tiempo no deja la menor huella; tal fue María Estuardo, porque aunque el amor y las lágrimas perjudiquen la belleza y el dolor marchite sus encantos, es cierto que hay hermosas que nunca pierden la belleza. Tal fue también, y el ejemplo es todavía más justo, Ninón de l’Enclós.

La dama dijo algunas palabras a las doncellas que formaban un grupo de 10 ó 12 jovenzuelas e iban uniformemente vestidas con la misma ropa que don Juan. Parecían todas verdaderas ninfas, y hubieran podido tratar como hermanas a aquellas doncellas de Diana que el tiempo no olvida. Claro está que esta doncellez comparativa era sólo exterior y que yo no puedo, por mucho que lo quiera, ofrecer garantía de lo demás… Hicieron todas ellas un saludo respetuoso y se retiraron. Luego que hubieron salido, Baba hizo una seña a Juan para que se acercara y después para que se arrodillase y besase los dos lindos pies de la hermosa dama. Juan se hizo repetir esta invitación, haciendo notar a Baba que lo sentía mucho, pero que él no podía besar ningún zapato, excepto el del Papa.

Indignado Baba con aquella orgullosa contestación, le amenazó en voz baja, hablándole del Bósforo. Al fin, hubo un arreglo, que consistió en que Juan, ya que no quería besar el pie, besase la linda mano de la dama. Así lo hizo, y preciso es convenir que si el estado de su alma, fiel a la memoria de la dulce Haida, hubiera sido otro, acaso no se hubiese limitado a aquella fórmula de cortesía, cuanto que en manos como aquélla que besaba se detiene la boca con amor, y daría muy gustosa dos besos en vez de uno.

Miró la dama a Juan de pies a cabeza y ordenó a Baba que se marchase, lo cual hizo éste al momento Después que el guía salió, se produjo en la dama, que hasta entonces había permanecido solemne y desdeñosa, un cambio repentino. Su frente dejó ver una extraña conmoción y sus mejillas se cubrieron de un rubor semejante al de las nubes que recorren el cielo en el estío a la hora de la puesta del sol. Mezclábanse en sus ojos las variadas luces que indican el orgullo y el deleite. Su belleza tenía en tal actitud todas las gracias de su sexo, y sus facciones poseían el aire seductor del demonio cuando tomó la forma de un querubín para engañar a Eva y abrirnos, Dios sabe cómo, la senda del mal. Iguales defectos hubieran podido encontrarse en el sol que en ella. Le faltaba, sin embargo, algo, como sí pareciese más propia a mandar que a conceder. Su sonrisa era altiva, aunque muy dulce. Sus movimientos, soberanos e imperiosos. Había orgullo hasta en las uñas de sus lindos pies pequeñitos, como si ellas también hubiesen comprendido su rango. Parecía caminar sobre cabezas humilladas. Para acabar plenamente su descripción entera en alma y cuerpo, diremos que un puñal, con la empuñadura cargada de pedrería, adornaba su cintura admirable. Señal que indicaba, además de las condiciones de su carácter, que era la esposa del Sultán.

Todo merece ser explicado en un poema. La verdad es que don Juan, el último de los caprichos de esta hermosa Sultana, la había seducido con su sola presencia cuando ella pasó entre sus esclavos delante del mercado. Mandó al instante que se lo comprasen, y Baba, que jamás había rehusado su ministerio para ninguna mala jugada, recibió sus instrucciones para obrar. Si ella no tenía prudencia, el eunuco suplía esa falta, y ello explica el traje que don Juan se había visto obligado a vestirse tan a pesar suyo. La juventud y las facciones de nuestro héroe favorececieron el disfraz, y esto fue todo. Si vosotros me preguntáis cómo se aventuraba la esposa de un Sultán a satisfacer semejantes caprichos, he ahí un punto cuya contestación dejo al arbitrio de las propias Sultanas. Los emperadores más poderosos y exigentes no son sino maridos a los ojos de sus mujeres, maridos simplemente, con idéntica facultad en sus frentes, y los reyes, como las reinas, son engañados muchas veces, cosa que la experiencia y la tradición atestiguan.

La Sultana creía haber zanjado ya todas las dificultades. Estimando a Juan de su absoluta propiedad, le dirigió una tierna mirada amorosa, no exenta de autoridad, y le dijo, sin preámbulo alguno, persuadida de que su frase sería más que suficiente para abrir-le las puertas a su deseo:

—Cristiano ¿sabes amar?

Hubiera sido suficiente aquello, en tiempo y lugar oportunos, pero Juan, cuya alma estaba llena aún del recuerdo de Haida, sintió retroceder hasta el corazón la sangre que coloreaba su rostro, cambiándose el encarnado que lo cubría en una palidez extrema. La pregunta de la hermosa mujer penetró en él como una lanza, le emocionó profundamente, trajo a su memoria el dulcísimo recuerdo de otras horas, y su tierna juventud se deshizo en llanto. Chocó esto a la Sultana, no por las lágrimas, que las mujeres usan con tanta frecuencia, sino porque siempre hay algo desagradable en los ojos húmedos de un hombre. Un momento, Gulbeyaz, que así se llamaba la hermosa, tuvo el impulso de consolar a Juan, pero no supo cómo hacerlo, puesto que conocía escasamente la manera de dirigirse de igual a igual a un semejante. No pudo, pues, intervenir, y las lágrimas de don Juan hubieron de cesar solas. En ello se perdió un tiempo que Gulbeyaz consideraba muy valioso, ya que, arriesgando como arriesgaba, dado el carácter del Sultán, su vida en aquella agradable lección de amor que había proyectado, era para ella un verdadero martirio perder la hora de que podía disponer, y de la cual se había pasado ya una parte considerable, viendo verter lágrimas al varonil objeto de sus caprichos.

He de afirmar que la bella Sultana tenía razón y tengo que aconsejar a los que se encuentren en iguales circunstancias que ella que aprovechen su tiempo, sobre todo, si viven en un país meridional, puesto que, entre nosotros, en general, hay menos prisa para eso. Pero en los climas del mediodía, toda dilación es un crimen. Como mucho favor no se conceden más que dos minutos o tres para preparar el asunto, y la tardanza de un momento más menoscaba la buena fama de cualquiera.

La reputación de Juan como amador era bastante buena y aún, dada su juventud, hubiera podido mejorarse, pero se le había metido Haida en la cabeza, y por extraño que fuera frente a una mujer como Gulbeyaz, no podría olvidarla, lo que le hacía parecer muy mal educado. La Sultana, que lo consideraba como deudor suyo por haberlo traído a su palacio, empezó a ruborizarse hasta el blanco de los ojos, empalideció después rápida e intensamente, volvió a ruborizarse, tornó a ponerse pálida, y luego se ruborizó de nuevo. Finalmente, colocó sus manos entre las de él y le dirigió una tierna mirada, con ojos que no necesitaban nada para persuadir al menos propicio, buscando el amor en los suyos; pero no lo encontró. Su frente se obscureció entonces, pero se abstuvo de toda amenaza, porque esto es lo último que hace una mujer verdaderamente altiva. Se separó de Juan y fue a reclinarse sobre su lecho.

Don Juan, entonces, conociendo lo embarazoso de la prueba por la que pasaba, para la que le servían de coraza el dolor, la cólera y el orgullo, pero deseoso de salvar la opinión que de él pudiera haber Gulbeyaz, se acercó a ella y, altivamente, dijo:

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