Don Juan

Don Juan


SEGUNDA PARTE

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—El águila rehúsa anidar; yo rehusó también servir los sensuales caprichos de una Sultana. ¿Me preguntas si sé amar? Con no amarte a ti, te pruebo cuánto he amado. Bajo este vil disfraz, más que el amor me convendrían el huso y la rueca. El amor pertenece a los corazones libres. No me fascinan ni tu poderío ni la belleza de estos espléndidos artesonados. Cualquiera que sea tu poder, que tan grande parece, las frentes se humillan ante él, las rodillas se doblan, los ojos velan, los brazos obedecen; pero aún nos pertenecen nuestros corazones.

Eran estas de don Juan unas verdades muy comunes entre nosotros, los europeos, mas Gulbeyaz no había oído jamás palabras semejantes. Creía que el menor de sus mandatos constituía un placer para aquél que lo recibía, e imaginábase que la tierra entera no había sido creada sino para los Sultanes y las Sultanas. Apenas sabía si el corazón estaba a la derecha o a la izquierda. Por otra parte, era tan hermosa, que, en una situación mucho más humilde que la suya, hubiera podido ser reina o turbar un reino. Jamás sus atractivos habían sido desdeñados por nadie. Por consiguiente… Recordad vosotros lo que sucedió cuando conservasteis vuestra castidad juvenil contra los propósitos de amor de una viuda desesperada y dolida por vuestro desdén en la canícula; recordad su rabia y todo cuanto se ha dicho y escrito sobre el tema, y en seguida tendréis una idea aproximada de la figura que hacía la bella Sultana en el mismo caso. Suponed… la esposa de Putifar, lady Boody, Fedra y todos los buenos ejemplos que la historia nos ha dejado, y después suponed que aún os halláis lejos de concebir el furor de Gulbeyaz.

Su rabia no duró más que un minuto, lo cual fue una felicidad, porque un momento más la hubiera hecho morir. Fue como un relámpago, y pasó sin palabras. En realidad, Gulbeyaz no podía hablar, puesto que la vergüenza natural en su sexo, por débil que hubiese sido en ella hasta entonces, se manifestó de repente, humillándola dolorosamente. Su primer pensamiento fue mandar que cortaran la cabeza de Juan…; el, segundo despedirle… ; el tercero, preguntarle dónde había recibido su educación… ; el cuarto, excitar su arrepentimiento… ; el quinto, llamar a sus doncellas y echarse a dormir… ; el sexto (lo cual indica que la ira intentó retornar), darse de puñaladas a sí misma… ; el séptimo, mandar azotar al pobre Baba… Pero, al fin, se sentó de nuevo en el borde de su lecho y… se puso a llorar.

Enternecióse Juan al verla; mas era tanto su heroísmo, que se hubiera dejado empalar, descuartizar, degollar en medio de los mayores tormentos, arrojar a los leones, o servir de cebo a los peces, antes que consentir en el pecado, excepto cuando ello le conviniese. De todos modos, su virtud vaciló ante aquel tierno espectáculo. En un momento se asombró de haber rehusado las proposiciones de la Sultana y hasta soñó que aún podía volver a entablar negociaciones, concluyendo por acusar a su salvaje virtud lo mismo que el monje acusa al voto que ha contraído o la mujer al juramento que ha prestado, de lo que resulta con frecuencia que una y otro violen su juramento y quebranten su voto… Empezó, pues, Juan, a tartamudear algunas excusas, pero las palabras no bastan en semejante negocio. Sin embargo, en el momento en que una lánguida sonrisa de Gulbeyaz le traía la esperanza de hacer las paces, entró de repente, sin aviso, y con una expresión de terror en los ojos saltones, el viejo Baba. Se arrojó a los pies de la Sultana y exclamó, sin aliento:

—Esposa del Sol y hermana de la Luna, Emperatriz de la tierra, vuestro esclavo os trae…, esperando que no sea demasiado pronto… , noticias dignas de vuestra sublime atención: El Sultán llega. El mismo Sol me ha enviado a anunciaros su venida…

—Bien quisiera yo—dijo Gulbeyaz—que no brillase hasta por la mañana… , pero decid a mis doncellas que formen la vía láctea… , y tú, cristiano, mézclate entre ellas como puedas, si quieres que te perdone tus desdenes.

Así conoció don Juan al poderoso Sultán de Turquía. Mezclado con el tropel encantador de las doncellas de Gulbeyaz vio llegar a sus eunucos blancos y negros, los soldados de su guardia y sus esclavos indios. Detrás venía su Majestad con un turbante colado hasta la nariz y una hermosa barba que cubría su rostro hasta los ojos. Sacado de una cárcel para presidir su corte y gobernar su reino, debía el trono al cordón con el que hacía poco había ahorcado a su hermano. Su Majestad paseó en su derredor su mirada y viendo a Juan, disfrazado, entre las doncellas, dijo a la Sultana:

—Ya veo que habéis comprado otra muchacha. Lástima es que una simple cristiana sea tan hermosa.

Este requiebro hizo temblar y sonrojarse a la virgen recién comprada, en tanto que sus compañeras la miraban entre mohines y cuchicheos que la etiqueta contenía. La envidia no es sólo patrimonio de nuestras damas europeas. ***

Pero nuestro poema bien merece que hagamos una pausa, examinando determinados hechos. Hemos dejado a nuestro héroe y a nuestra tercera heroína en una situación que, aunque embarazosa, no es de las más extraordinarias, puesto que los hombres se ven muchas veces obligados a exponer su vida por dar en la triste tentación de conquistar una mujer cuyos amores les están vedados. Los Sultanes aborrecen extraordinariamente estos pecadillos, no siendo, por cierto, del parecer del sabio romano, (el heroico, el estoico, el sentencioso, el amable Catón, que prestaba su mujer a su amigo Hortensio… Ya sé que Gulbeyaz no obraba con razón, y así lo confieso, lo deploro y lo vitupero, pero, como detesto toda mentira, aunque sea en poesía, tengo que hacer constar que la razón de la Sultana era más débil que sus pasiones. Así, ella pensaba que no le bastaba el corazón de su esposo, aun suponiendo que le perteneciese por entero, lo que, en verdad, era cosa dudosa, considerando que el Emperador contaba cincuenta, y nueve años de edad y tenía mil quinientas concubinas. No soy "aritmético" como Cacio, pero, si calculamos con exactitud, tal como hacen nuestras lindas mujercitas con sus cuentas, el cálculo nos demostrará que la imposibilidad en que se encontraba el barbudo Sultán de cumplir por entero sus deberes conyugales, era lo que hacía pecar a la Sultana, pues si aquél era equitativo, no podía ésta reclamar para sí más que el insignificante mil quinientosavo de su corazón, víscera turca que debería estar entregada a su monopolio, conforme a la verdadera justicia amorosa… Se ha observado que las mujeres litigan sobre toda clase de posesiones, y si esto sucede en los países cristianos como lo prueban sendas sesiones de los tribunales en el instante en que ellas sospechan que otra tiene parte en lo que la Ley les concede para su goce exclusivo, también las damas paganas están dispuestas a reclamar lo suyo. Hacen, pues, valer sus derechos matrimoniales todas las hijas de Eva, lo mismo en los países bañados por el Tigris que en los que riega el Támesis. Gulbeyaz, pues, tenía algún motivo para sentirse caprichosa…

Y volvamos al poema. La Sultana debió llevar bastante hábilmente su papel, puesto que, a pesar del requiebro dedicado por su esposo a nuestro héroe, es lo cierto que unas horas después los dos soberanos turcos dormían plácidamente en su lecho, o cuando menos uno de ellos. ¡Cuán penosa es la noche que pasa junto a su celoso la mala mujer que, amando a algún mozalbete, suspira por el alba y espía en vano su llegada, no osando moverse, ni dar vueltas, ni dormir, ni respirar siquiera, por temor a despertar a su demasiado legítimo compañero de cama!

En cuanto a don Juan, disfrazado con sus vestidos de doncella, hubo de no olvidarse de tal disfraz entre sus compañeras, a las que, sin embargo, no pudo menos de admirar a cada instante, contemplando a conciencia sus encantos, desde la garganta hasta las uñas de los piececitos. Confundido con ellas, fue trasladado al dormitorio de aquellas hermosas jóvenes y, después de un agradable rato dedicado a la conversación, el juego, la danza y el canto, se encontró convertido en la mejor "amiga" de tres de aquellas muchachas, llamadas Lolah, Katinka y Dudú. Lolah era morena, fuerte y flexible, como una indiana; Katinka, que había nacido en Georgia, blanca y sonrosada, con grandes ojos azules, bonitos brazos, lindas manos y unos pies tan pequeños que no parecían hechos para andar, sino para deslizarse suavemente sobre la tierra; al paso que Dudú, bellísima y muy joven, parecía estar hecha para vivir siempre en la cama, porque era más bien algo gordita, lánguida e indolente, y con un atractivo singular que hacía perder la cabeza a cualquiera. Se hallaban las cuatro amigas en la más amable y cariñosa conversación posible cuando la encargada de las doncellas se acercó y dijo:

—Ya es tiempo de acostarse. No sé qué hacer de vos, querida niña—añadió, dirigiéndose a don Juan—. Vuestra llegada no estaba prevista, y todas las camas están ocupadas. Habréis de partir conmigo la mía. Mañana por la mañana arreglaremos el asunto.

Al oír estas palabras, Lolah se apresuró a intervenir:

—Vuestro sueño es ligero, querida dueña, y no puedo sufrir que nadie lo turbe. Me llevaré a Juana. No nos molestaremos nada la una a la otra, pues entre las dos somos la mitad de delgadas que vos. Os respondo de cuidar bien a la joven extranjera.

Pero fue interrumpida por Katinka, la cual manifestó que sentía también compasión por su amiga y poseía igualmente una cama, añadiendo:

—Además, odio el dormir sin compañía.

—¿Por qué?—replicó la matrona, frunciendo las cejas.

—¡Oh! —dijo Katinka—. Por miedo a los duendes.

—Os advierto a las dos —replicó la matrona—que debéis continuar durmiendo solas, en tanto el Sultán no opine de otro modo. Confiaré a Juana a Dudú que es tranquila, inofensiva, silenciosa y tímida, y que no se mueve, ni charla, ni ríe, ni molesta en toda la noche. ¿Qué os parece, hija mía?

Dudú no respondió nada, porque era de un carácter bastante silencioso; pero se levantó para besar a la matrona en los ojos y a Katinka y a Lolah en las mejillas y, después, con un ligero movimiento de cabeza, tomó a Juana de la mano para conducirla a su habitación y a su lecho.

Tal habitación era el dormitorio común de todas aquellas ninfas, y Juan fue conducido por Dudú por aquel laberinto de mujeres, escuchando las explicaciones de la dulce niña sobre las costumbres de Oriente y las leyes castas y púdicas, gracias a las cuales, cuanto más se puebla un harén, más estrictas se van haciendo, por necesidad, las virtudes virginales de cada belleza supernumeraria.

Después de todo esto, la dulce Dudú dio a quien ella tenía por Juanita un casto beso, pues estaba loca por dar besos, lo que nadie, estoy seguro, tomará a mal, ya que se trata de algo muy grato que, además, no significa nada entre mujeres. Se fue quitando después, inocentemente, sus vestidos, lo que no le costó mucho trabajo, porque, como hija de la naturaleza que era, se adornaba con muy pocos velos. Las diferentes prendas de su traje fueron puestas a un lado, una después de otra, aunque no sin que Dudú hubiera ofrecido primero su ayuda para desvestirse a la hermosa Juana, si bien la excesiva modestia de ésta le hizo rehusar la complaciente oferta. Después ambas se metieron en la cama, en la mutua actitud de ignorancia y sobresalto que el lector puede suponer.

Reinaba un profundo silencio en el dormitorio; las lámparas no iluminaban sino débilmente la estancia, y en cada lecho se cernía el sueño sobre las bellas que los ocupaban. Eran todas ellas semejantes a flores diferentes entre sí por sus colores, su clima, la arrogancia y flexibilidad de sus talles. La una con la cabellera de ébano, enlazada con desaliño, y la hermosa frente suavemente reclinada en la almohada, como una fruta pendiente de su rama, dormitaba con tranquila respiración, dejando ver por sus entreabiertos labios una doble fila de perlas. Otra apoyaba su sonrosada mejilla sobre un brazo de resplandeciente blancura, y numerosos rizos de oro coronaban su frente. Entregada a un sueño grato, y suponemos que ardoroso, se sonreía de un modo encantador y, semejante a la luna que penetra a través de una nube, descubría a medias sus más secretos atractivos, agitándose blandamente entre las blancas sábanas de su lecho, como si se aprovechara de las discretas horas nocturnas para sacarlos sin rubor a la luz. Las facciones pálidas de una tercera recordaban el dolor e indicaban que soñaba en unas playas lejanas y queridas, de las que había sido arrancada cruelmente; bajo las sombrías pestañas de sus párpados corrían con suavidad algunas lágrimas, semejantes a las gotas de rocío que brillan en la negra rama de un ciprés.

Otra había inmóvil, como una estatua de mármol, sumergida en un sueño silencioso y apacible: blanca, fría y pura y extraordinariamente hermosa.

¿Cómo dormía o ensoñaba la dulce Dudú, mientras tanto? Nunca ha podido saberse. Mas lo cierto es que la noche no habría llegado aún a la mitad de su camino, cuando, de repente, Dudú lanzó un grito tan agudo que despertó a todas sus compañeras, produciendo una conmoción general. Las doncellas saltaron de sus lechos y acudieron asombradas. Dudú, que se había despertado también con su propio grito, hubo de contestar a las agitadas preguntas de las bellas que rodeaban su cama, envueltas en flotantes velos, los cabellos en desorden, los pechos, los brazos y las piernas desnudos y la vista ansiosa. Sólo una, y ello es asombroso, permanecía dormida en la habitación, y era Juana, precisamente acostada al lado de Dudú. Ningún clamor fue bastante a interrumpir su sueño, y hasta que la sacudieron sus compañeras no abrió los ojos, bostezando.

Estrechada a preguntas, confesó Dudú que había soñado que se paseaba por un bosque obscuro, lleno, sin embargo, de frutas agradables. En medio del bosque, pendiente de la rama de un árbol, se veía una hermosa manzana que Dudú hubiera querido probar. Como la fruta se hallaba muy alta, fuera del alcance de sus manos, arrojó piedras y cuanto pudo encontrar, contra ella, a fin de desprenderla del árbol y conseguir que cayera a sus plantas. De repente, en el momento que más desesperada se hallaba, la manzana cayó por sí misma a sus pies, y entonces su primer movimiento fue el de tomarla entre sus manos y morderla con ansia hasta el corazón. Sus labios bermejos iban a abrirse sobre la fruta de oro de su sueño, cuando salió de ella una abeja zumbadora que clavó a Dudú su aguijón hasta el fondo del alma. Ello fue lo que la hizo despertarse con espanto y lanzar su queja.

Las doncellas del harén, al escuchar el relato de su compañera, comenzaron a murmurar, considerando que Dudú las había despertado sin motivo. La matrona se incomodó también, riñendo a la pobre Dudú, que no hizo más que suspirar, sintiendo haber gritado.

—He oído hablar de historias de gallos y de toros —dijo la matrona—, pero arrancarnos de nuestro reposo por bobos ensueños sobre una manzana y una abeja y turbar a todas las odaliscas en su cama a las tres y media de la madrugada, eso es inconcebible. Mañana veremos lo que dice el médico sobre vuestro histerismo… ¡Y la pobre Juanita, verse incomodada de este modo la primera noche que pasa entre nosotros! Muy cuerda andaba yo cuando pensaba que la joven extranjera no podía dormir sola, pero que necesitaba una compañera tranquila. Creí que vos hubierais podido proporcionarla un buen reposo, pero ahora veo que será preciso que la confíe a los buenos cuidados de Lolah, aunque su cama no sea tan ancha como la vuestra.

Al oír esto, brillaron los ojos de Lolah; pero la pobre Dudú, entre lágrimas, imploró el perdón por su culpa y añadió, con tono tierno y afectuoso, que suplicaba no la quitasen a Juana y que en adelante procuraría reprimir sus ensueños. La misma Juana se interpuso cariñosamente diciendo que se encontraba muy bien al lado de Dudú, como lo atestiguaba su profundo sueño, y que no tenía deseo de abandonar a su buena compañera de lecho. Mientras así hablaba nuestro héroe, convertido en heroína, Dudú escondía su cabeza en el seno de aquélla, no dejando visible sino una parte de su lindo cuello del color de las rosas a punto de abrirse. Ignoro por qué se ruborizaba, y no podría explicaros el misterio de su grito y de su ensueño interrumpido, pero puedo aseguraros que cuanto os relato es absolutamente verdadero…

* * *

Mientras sucedía lo que queda relatado, los tímidos rayos de la nueva aurora envolvían tiernamente el palacio del Sultán de Turquía. La bella Gulbeyaz, abandonando su lecho, en el cual sólo había hallado insomnios, un lecho magnífico y más blando que el de aquel sibarita que gritaba de dolor cuando encontraba en su cama una hoja de rosa, se cubrió con una capa de gasa y se adornó con algunas joyas. Era tan hermosa que el arte de tocador no hacía sino destacar levemente sus propios atractivos. En aquel momento se hallaba tan agitada que ni siquiera pensó contemplarse en cualquier espejo, por lo que perdió una ocasión de sentirse orgullosa de sí misma, puesto que su palidez y sus ojeras, consecuencia de la mala noche que había pasado en lucha entre el amor y el orgullo, la hacían aún más bella.

Casi al mismo tiempo, o quizá un poco más tarde, se levantaba también el Sultán, dueño sublime de treinta reinos y de una mujer que, sin embargo, lo aborrecía. Cuando el Sultán abandonó el palacio, Gulbeyaz se retiró a su gabinete e hizo llamar a Baba. Le preguntó por Juan y se informó de lo que había pasado desde que los esclavos se retiraron. ¿Qué había hecho Baba de ellos? ¿Había salido todo a la medida de su deseo? ¿Había sido conocido el disfraz? Pero, sobre todo, ¿cómo había pasado Juan la noche y en qué sitio? ¡Oh!, la Sultana estaba impaciente por saberlo…

Baba parecía preocupado, perplejo, y como si quisiera ocultar algo. Gulbeyaz, que amaba ante todo la obediencia rápida en sus súbditos, multiplicó sus preguntas; pero las respuestas eran cada vez más vagas, de manera que el semblante de la Sultana comenzó a dar señaladas muestras de disgusto. Con ello, Baba hubo de ser relativamente sincero, y explicó a su dueña que don Juan había sido confiado a Dudú y se había visto obligado a pasar la noche con ella en un mismo lecho. De todos modos, él estaba seguro de que Juan no había dejado conocer su verdadero sexo… Buen cuidado tuvo Baba de olvidar en su relato el extraño sueño sufrido por Dudú.

Aunque Gulbeyaz no era una mujer débil y propicia al desmayo, como lo son las damas cristianas, aunque no lo sean, el hecho es que pareció próxima a desmayarse. Postrada lentamente en un sillón apoyó su hermosa cabeza entre las manos, reclinando los brazos sobre las trémulas rodillas. Una sombría desesperación elevaba y oprimía su seno encantador, y su larga cabellera caía sobre su rostro ocultando casi sus hermosas facciones y sus exquisitas manos pálidas… Baba, que sabía por experiencia cuándo debe hablarse y cuándo no, contuvo su lengua hasta que hubo pasado aquella tempestad… Por fin, la Sultana se dirigió al eunuco y le dijo:

—Baba, trae a los dos esclavos.

Baba se estremeció y pareció dudar un momento, pidió perdón después y, al fin, acabó por suplicar respetuosamente a su ama que se sirviera decirle con exactitud a qué esclavos se refería.

—La georgiana y su amante—replicó Gulbeyaz, y luego añadió—: Que esté pronta la barca al pie de la puerta secreta; lo demás ya lo sabes.

Baba suplicó a la Sultana que revocase la orden que acababa de oír.

—Oír es obedecer —dijo—, pero pensad en las consecuencias. No es que no esté pronto a obedeceros, pero una precipitación puede constituir un grave riesgo, señora mía.

Pienso en vuestra sensibilidad, en el caso que se produjera un descubrimiento inesperado. Aun oculto por las olas más profundas de todos los mares vuestro esclavo, ya le amáis, señora, y si recurrís a un medio violento y lo hacéis perecer, no os curaréis por ello.

—¿Qué entiendes tú de amor, miserable? ¡Vete! ¡Vete y ejecuta mi voluntad!

Baba desapareció, porque sabía muy bien que si llevaba adelante sus razonamientos, se hubiera visto expuesto a seguir la misma suerte de don Juan, y, por más que deseaba acabar el asunto sin hacer mal al prójimo, prefería su cabeza a la de otro cualquiera. Marchó, pues, a ejecutar su comisión, si bien refunfuñando contra las mujeres, en especial cuando son Sultanas. Llamó en su auxilio a dos compañeros, enviando a uno de éstos para que advirtiera a la joven pareja que se ataviase sin tardanza y se presentase a la soberana, la cual se había informado de Dudú y Juana con la más tierna solicitud. Al oír tal mensaje, una y otra parecieron sorprendidas, pero hubieron de obedecer de buen o mal grado. Dejémoslas ahora que se preparen para asistir a la audiencia imperial. ¿En ella Gulbeyaz se compadeció de nuestro héroe y de la tierna niña, libertando a una y otro, como hubieran hecho tantas mujeres de su especie, o no lo hizo? He aquí algo que conviene saber más adelante.

Ahora es preciso que nuestro poema cambie de escenario. Esperando que la dulce Juana y su compañera, o nuestro hermoso héroe y su reciente esposa, porque ya casi no sabemos lo que en verdad era don Juan, se libraran de ser pasto de los peces, utilizamos el incontenible vuelo de la fantasía para iniciar el canto de sucesos y personas distintos…

Cantemos los amores feroces y los combates infieles. Cantemos las hazañas y los cañonazos que hicieron famoso el sitio de una fortaleza llamada Ismail, sitio que fue sostenido, al frente de sus ejércitos, por el bravo general Suvaroff, guerrero, aficionado a la sangre, como los alemanes a la cerveza. La fortaleza lo era de primer orden y guarnecía todo un arrabal de la ciudad. Su foso era profundo, como el mar mismo, y sus murallas se elevaban a una altura, de la cual no quisierais por cierto veros ahorcados.

La mañana de nuestro relato, los ejércitos rusos se hallaban dispuestos para el asalto de la ciudadela. ¡Ay! ¿Qué he de hacer para poder citar los gloriosos nombres de sus generales, todos a las órdenes del inmarcesible Suvaroff? ¿Qué ortografía y qué esfuerzo no serán necesarios para introducir sus inmortales nombres en mis versos? Sin embargo, he de citar algunos. Strongenoff, Strokonoff, Meknoff, Sergio Loff, Arsnieuw, de la Grecia moderna; Tchitsshakoff, Rokenoff, Chokenoff y otros de doce consonantes para una vocal, de los cuales harían mención, si pudiera sacarlos del olvido. Entre todos ellos había también extranjeros ilustres, voluntarios que combatían contra el turco; ingleses inmortales, de los cuales dieciséis se llaman Thompson y diecinueve se llamaban Smith; franceses valientes, jóvenes y alegres; españoles, alemanes, y diversas mezclas de europeos.

La batalla comenzó casi de madrugada, y durante mucho tiempo las baterías rusas bombardearon la ciudad y la fortaleza. Más tarde, los barcos sitiadores avanzaron en orden de combate acercándose a la ciudad y comenzando un feroz cañoneo contra ella. Entonces los barcos turcos contestaron el fuego, y durante seis horas hubieron de sufrir las naves rusas la horrible lluvia de proyectiles de la armada turca. En tales juegos, unos y otros perdieron muchos buques, a la vez que veían morir a miles los bravos soldados de su infantería. Entre todos éstos se destacaba especialmente un verdadero hércules, llamado Potemkin, gran personaje de los ejércitos rusos, muy destacado en los tiempos en que el homicidio y la prostitución podían servir para hacer una grandeza.

Fue este Potemkin quien tuvo la fortuna, en medio del combate, al realizar un valeroso avance sobre el terreno enemigo, a fin de averiguar el emplazamiento de su artillería, de encontrar al anochecer una banda desconocida de turcos, uno de los cuales hablaba su lengua bien, o mal, y traerlos prisioneros ante el gran Suvaroff. Suvaroff, en aquel momento, en mangas de camisa, arengaba a una compañía de cosacos, intentando convencerles de la enorme belleza que anida en la noble ciencia de matar, pues, considerando la naturaleza humana como barro vil, aquel gran filósofo proclamaba sus preceptos, a fin de probar a las inteligencias marciales que, en una batalla, la muerte equivale a una buena pensión para las viudas. Viendo Suvaroff que Potemkin se acercaba con aquella tropa de prisioneros, le preguntó:

—¿De dónde vienen esos hombres?

—De Constantinopla, señor. Somos cautivos escapados del serrallo— dijo uno de los prisioneros.

—¿Quiénes sois?

—Los que veis.

—¿Vuestros nombres?

—Jhonson es el mío. Juan, el de mi compañero.

Los otros dos son mujeres. El quinto no es ni mujer ni hombre.

—He oído ya vuestros nombres; el vuestro no es nuevo para mí. En cuanto a esa quinta persona… En fin… Bien, ya veremos… Digo que creo haber oído vuestro nombre en el regimiento Nikolaiew.

—Precisamente.

—¿Servíais en Midis?

—Sí.

—Conducíais el ataque?

—Sí.

—¿Qué ha sido de vos después?

—Un tiro me derribó y me hicieron prisionero.

—Seréis vengado… ¿Dónde queréis servir?

—Donde queráis.

—Y ese joven, ¿qué puede hacer?

—A fe, general, que si es tan bueno en la guerra como en el amor, podía ser puesto a la cabeza de los encargados del asalto.

—Se le pondrá, si se atreve a ello.

A estas palabras, nuestro héroe, que no era otro el desconocido, se inclinó con el respeto que merecía el cumplido de su amigo y se cuadró marcialmente ante el general. Este prosiguió:

—Una providencia especial ha querido que vuestro antiguo regimiento sea el señalado para el asalto. He jurado a más de un santo que entraremos en la fortaleza, quieran o no quieran… ¡Así, pues, hijos míos, a la gloria!… Vos, Jhonson, volveréis a incorporaros al mando de vuestro regimiento. El joven extranjero se quedará entre los bravos que me rodean. En cuanto a las mujeres, y a ese otro que pertenece a una clase especial, irán con sus bagajes a las tiendas de los heridos.

Pero aquí tuvo principio una verdadera escena. Las damas, que por cierto no habían sido educadas de modo que se pudiera disponer de ellas de tal manera, a pesar de su educación de harén, levantaron la cabeza y, con los ojos inflamados y arrasados en llanto, extendieron sus brazos y se agarraron firmemente a Jhonson y a don Juan. Entonces Suvaroff, que tenía poco miramiento ante las lágrimas y poca simpatía hacía las lamentaciones, creyó ver, sin embargo, cierta emocionada simpatía en aquellos ademanes femeninos, y dijo a Jhonson con el más blando acento que le fue posible usar:

—Pero, Jhonson… ¿en qué diantre pensáis trayendo aquí a mujeres? Se les tendrán todas las consideraciones que sean precisas, pero habrán de ser conducidas, para su propia seguridad, al hospital de sangre. Hubierais debido comprender que este equipaje femenino no es cómodo en una batalla. No me gustan los reclutas casados, y tengo muy buenos motivos para sostener esta opinión.

—No se disguste vuestra excelencia — replicó nuestro inglés—, pues son las mujeres de otro y no las nuestras. Soy antiguo en el servicio y estoy al corriente de las costumbres militares. Estas no son sino dos damas turcas que de consuno, con su guardián, han favorecido nuestra fuga y nos han acompañado por entre mil riesgos bajo este peligroso disfraz. Comprended que para ellas, pobres mujeres, el que han dado es un primer paso algo penoso. Os ruego por ello que sean tratadas con todo miramiento.

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