Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO III » 2.

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Leporello advirtió a Sonja de que mi llegada se retrasaría en una media hora. Me dejó el taxi unas manzanas más abajo de su casa, y subí la calle remoloneando, porque mis propósitos no estaban claros, ni tampoco mis deseos.

Pretendía, sin conseguirlo, averiguar el juego de Leporello, adivinar qué se escondía tras apariencias tan disparatadas.

Pero, como esto se plantearía en la conversación con Sonja, mi impotencia para sacar algo en limpio se disimuló ante mí mismo con un aplazamiento.

La cuestión inmediata, la que me hizo detener en una esquina, en un escaparate, junto a la verja de un jardinillo y en un par de sitios más, era Sonja misma. Me gustaba: negármelo hubiera sido estúpido. Esto admitido, no podía esclarecer la naturaleza del gusto, ni tampoco a dónde podía llevarme: si a una aventura pasajera o a un amor hondo. En aquellos momentos, la aventura me tentaba, el amor me daba miedo. Pero también me atemorizaba la aventura, porque detrás podía esperarme el amor.

Llegué al portal de Sonja, pasé de largo, y antes de decidirme, encendí un cigarrillo. A la mitad, me había determinado a telefonearle y disculparme por no acudir a la cita. Cuando arrojé la colilla mi ánimo había cambiado, me sentía más seguro, e intentaba convencerme de que obtener una victoria sobre el recuerdo de Don Juan era como obtenerla sobre el propio Burlador.

Un minuto después, cuando ascendía al piso, mi presunción bajó de tono, y llegué a avergonzarme, ya que no era al Burlador, sino a un disparatado sucedáneo, a un loco acaso, a quien desbancaría. Pero la vergüenza obedecía, sobre todo, a la insistencia con que mi ánimo tomaba por auténtico al sucedáneo de Don Juan; a la reiteración con que mi mente le nombraba por ese nombre. Como si, en el fondo, y contra toda razón, estuviese convencido de que era el verdadero Burlador, y de que el llamado Leporello era de verdad un diablo.

Sonja acudió en seguida. Quizá me esperase en el vestíbulo, porque abrió apenas tocado el timbre. Estaba despeinada, ojerosa; vestía una bata larga, puesta sobre el pijama, y tenía en la mano un cigarrillo a medio quemar.

—Es usted malo —me dijo.

No me tendió la mano. Cerró la puerta y me empujó hacia el cuarto de estar. Por el pasillo, atropellada, me disparó seis o siete preguntas. No respondí a ninguna.

La habitación, tan pulcramente ordenada, de la noche anterior, parecía una leonera. La cama, en un rincón, con las ropas revueltas; sobre la mesa, una bandeja con varias tazas y platos, y en ellos restos del desayuno y del almuerzo. Colillas en todos los ceniceros, libros tirados, unos zapatos sobre la alfombra, unas medias en el respaldo de una silla, la falda gris y el jersey sobre el sofá. Algo más había, blanco, menudo y delicado, que Sonja se apresuró a recoger.

—Ahora le daré café.

Mientras lo preparaba sin mirarme, siguió preguntando —en realidad repitiendo las preguntas hechas a mi llegada, con el mismo atropello. Esperé a que callase, y entonces le respondí. Le dije, en sustancia, que, salvo el nombre, sabía de Don Juan menos que ella.

—Mais, c’est stupide, cet affaire-là!

Me encogí de hombros.

—De acuerdo.

No me respondió. Sirvió el café en silencio, bebió su taza sin sentarse. Yo pensaba que la situación, más que dramática, era cómica, y que Sonja acabaría por darse cuenta y mandarme a paseo, o bien decirme: «En vista de eso, vámonos a bailar a cualquier parte, si le parece». Estos pensamientos, sin embargo, solo sirvieron para probarme una vez más mi absoluto desconocimiento de las mujeres y la escasa coincidencia de mi pensamiento con la realidad.

—¿Y eso es todo lo que se le ocurre?

Lo dijo con tal tono despectivo, con tal desdén en la mirada, que me sentí enrojecer.

—Antes necesito saber qué pretende usted de mí, para qué me ha llamado, en qué puedo servirla.

—En nada. Perdóneme. He cometido un error. Si usted no sabe quién es Don Juan ni por qué se hace llamar así, tendré que preguntárselo a él mismo.

—¿Cree que podrá hacerlo? Me inclino a pensar que no volverá usted a verle.

—¿Tengo, pues, que resignarme a la burla?

—Yo no la llamaría así.

—Yo la llamo por su nombre.

—Está usted enojada y alterada. Cuando se haya calmado, verá las cosas de otra manera. ¿Por qué no se viste y da un paseo? Es un recurso vulgar que a veces sirve.

—¿Con usted?

—Si no tiene a mano nada mejor, puedo valerle como distracción. Lo importante es que sosiegue el corazón y la cabeza.

—Tengo miedo a sosegarme. Tengo miedo a lo que me pasará cuando el enojo se haya calmado.

—¿Tiene usted miedo a reconocerse enamorada de Don Juan?

—Exactamente.

—Entonces, será mejor que lo acepte cuanto antes.

Se sentó frente a mí, en el rincón del suelo que formaban el sofá y una butaca; apoyó los brazos sobre las rodillas y escondió la cabeza.

—Estoy ya frenéticamente enamorada y desesperada —dijo.

Me enterneció la melancolía de sus palabras, me sacudió el corazón su ingenua sencillez. Pero no me moví por no saber lo que debía hacer o lo que debía decirle. Esperé unos instantes a que se moviese, a que me mirase, pero no lo hizo. Entonces me levanté y me senté en el sofá cerca de ella.

—Mire, señorita, no soy el hombre de quien puede usted echar mano en este momento. Ignoro qué palabras debo decir, ni lo que debo hacer para sacarla del apuro. Yo soy un intelectual; mi experiencia de mujeres es poca. Usted necesita consuelo; no sé cómo consolarla. Y necesita consejo: no sé qué aconsejarle. Me fue más fácil escucharla ayer, y entender lo que le había pasado, que socorrerla hoy. Lo de ayer era bastante más sencillo para mí: Don Juan la ha hecho víctima de una experiencia literaria, y la literatura es mi terreno; pero el llanto de una mujer enamorada es demasiado real para que yo lo entienda. Perdóneme.

Levanté la mano para acariciarle la cabeza, pero no me atreví. Quedó la mano en el aire, y, detrás de la mano, un hombre que se odiaba a sí mismo, que se determinaba a coger el tren aquella misma noche y no volver a París.

—Perdóneme —repetí; y me puse en pie.

Ella, entonces, me miró.

—¿Qué va a hacer?

—Marcharme.

—Espere, se lo ruego. ¿No ve usted que, a pesar de todo, es la única persona con la que cuento?

Mi sonrisa tuvo que ser estúpida, y, sin embargo, ella me miró dulcemente, y me tendió la mano para que la ayudase. Sus párpados habían enrojecido —lo único que no me gustaba de su cara, lo único a que no me acostumbraba—. Pensé, entonces, que unas pestañas postizas lo arreglarían. Y si le hubiese dicho en aquel momento: «Dígame, Sonja, ¿por qué no se pone unas pestañas postizas?», ¿qué hubiera sucedido? Quizá dicho, no tan bruscamente, sino con habilidad. «Se está usted estropeando los ojos de llorar, etc.» Unas pestañas rubias y largas.

—Voy a vestirme.

Recogió sus ropas dispersas y salió de la habitación. Yo me acerqué a la ventana con intención reflexiva. Estaba descontento, pero no por mi torpeza, sino porque las cosas no parecían tomar la dirección que me hubiese apetecido. Para comienzo de una aventura galante, faltaba frivolidad a la situación; para comienzo de una pasión, le faltaba tragedia. Aun sin la esperanza de un gran amor, un poco de tragedia la hubiese hecho más atractiva, y, sobre todo, más fácil para mí. Las grandes palabras mágicas, rebeldes a mi deseo la noche anterior, acudían ahora a mis labios; ahora, cuando estaban de más, cuando no había a quién decirlas.

Volví a sentirme en ridículo, y hallé que lo era por apartarme de mi modo habitual de comportamiento. A mí, eso de enternecerme no me iba. Yo soy un intelectual, de la especie de los sofistas. Ante una situación real, me esfuerzo por entenderla y por reducirla a fórmulas lógicas, lo más claras posible; pero, si no la entiendo, construyo del mismo modo fórmulas lógicas y claras, sin preocuparme de que sean o no legítimas y verdaderas. Jamás, hasta el tropiezo con Sonja, había prescindido de mi procedimiento, y si bien es cierto que no he sido nunca muy afortunado con las mujeres, las tres o cuatro que de veras conquisté lo fueron a punta de dialéctica impecable. Cada uno se vale de lo que tiene a mano, y yo, palabra, nunca he tenido más que labia, aunque de una especie un tanto arisca.

Sentía a Sonja moverse en la habitación de al lado. Abrió un momento la puerta y me dijo que esperase, que se iba a duchar. No pude menos de imaginarla desnuda bajo el agua fría, templando sus nervios alterados, y la imaginación me trastornó durante unos segundos. Me sobrepuse pronto. Quería acordar un plan de conducta y comprometerme ante mí mismo. El plan suponía, ante todo, el dominio de mis sentimientos y de mis deseos, el aplazamiento del estallido. Un beso es más efectivo, por inesperado, detrás de una larga perorata lo más intelectual posible, que como coronación de una declaración apasionada.

Cuando Sonja regresó, me vi precisado a poner en práctica mis decisiones, porque el traje que se había puesto la hacía más atractiva que nunca.

—¿Vamos? —me dijo.

—¿A dónde?

—Si es usted tan amable que quiera acompañarme, me gustaría visitar el piso de soltero de Don Juan.

—¿Conmigo? —pregunté extrañado.

—Usted me ayudará a mantenerme tranquila. Después de lo pasado ayer, temo que al estar allí me emocione más de lo conveniente.

Salimos. El cochecito biplaza pintado de rojo y negro era suyo. Ella condujo. Durante el trayecto le pregunté cómo íbamos a entrar; me respondió que tenía llave.

—Recuerde que he ido allí muchas veces sola y con entera libertad.

La llave le temblaba en los dedos al meterla en la cerradura. Tuve que abrir yo. La dejé pasar y me quedé en la puerta, pero ella me invitó con la mirada a seguirla. El piso estaba a oscuras y en silencio. Sonja adelantaba sus pasos respetuosamente, como en una iglesia. Se apartó de mí para abrir una ventana. Un sol pálido cayó sobre la tapa del piano abierto. Nada había sido tocado, nada había cambiado. La mancha de sangre de la alfombra era solo una seca mancha oscura. Sonja, sin embargo, no la miró. Desparramó la mirada por la habitación, medio sorprendida, medio disgustada.

—¡Dios mío! —dijo.

Corrió a la habitación vecina; la sentí abrir otra ventana y andar de un extremo a otro. Repitió un par de veces: «¡Dios mío!»

Entretanto, yo miraba también. El día anterior había estado más de dos horas entre aquellas paredes y aquellos objetos; su encanto, o su magia, me habían penetrado, me habían poseído. Algo así como el alma de varias mujeres se me habían revelado en misteriosa operación, y, en el recuerdo, aquellas habitaciones me parecían el templo donde un dios había habitado. Ahora tenía ante mis ojos una habitación vulgar, de muy buen gusto y pureza. Nada había sido tocado, pero algo se había evadido, algo que quizá no había estado nunca allí. Sentí rabia en el corazón, me dio por golpear las teclas del piano, y sonaron endemoniadamente, como destempladas. Sonja dio un grito. Apareció, agitada.

—¿Le sucede lo que a mí? —me preguntó con voz temblorosa.

—Sí. Creo que sí.

—Pero ¿cómo es posible?

Se acercó —anhelantes, tendidas, las manos enguantadas.

—¿Cómo es posible? —repitió—. Todo está igual, y, sin embargo…

Se llevó las manos al rostro, se tapó los ojos.

—¡Oh!

La hice sentar y me cuidé de sosegarla. Me ayudó un cigarrillo.

—Me inclino a creer que tanto usted como yo hemos sido víctimas de un embrujo, y que ahora el embrujo ya ha desaparecido.

—¿Y no es ahora cuando estamos embrujados?

—He dicho embrujo por mi tendencia natural a exagerar las cosas, pero, como usted comprenderá, no creo en brujerías. Lo sucedido tiene explicación sin necesidad de acudir a lo extraordinario. Usted la conoce. Usted conoce, probablemente, más explicaciones que yo.

—Sí, sí…

—Aceptemos la que nos parezca más oportuna. La mía, desde luego, se refiere a Leporello. Con su Don Juan no he tenido el honor de cruzar una sola palabra ni una sola mirada.

—¡Don Juan! —dijo ella, con un principio de sollozo.

—No vuelva a emocionarse. Considere la necesidad de un corazón frío, no solo de una mente fría.

Me levanté.

—¿Quiere que examinemos su altar de cerca?

—¿Mi altar?

Señalé la puerta cerrada de la alcoba. Ella se echó atrás en el diván.

—¡Oh, no, por favor!

—Sea valiente.

La empujé hacia la puertecilla, pero me adelanté para abrirla. Encendí la luz y entré.

—Una cama que no ha sido jamás usada, pero eso ya lo había visto ayer. Ahora bien…

Movido por una intuición momentánea, di un tirón a la colcha, y quedó al descubierto un colchón colorado, de franjas amarillentas.

—… una cama que jamás se ha pensado en usar. Una cama de truco. La parte emocionante de una cama, lo que le da intimidad y calor humano, son sus sábanas. Vea usted: esta no las tiene.

También la almohada carecía de funda. Era, eso sí, una almohada española, y no el «oreiller» francés que tan malas noches me daba.

—En resumen, una habitación fría, vulgar, donde jamás ha palpitado de amor un corazón humano.

—Olvida el mío.

—¿Está usted segura de haber estado aquí alguna vez?

Sonja sonrió y bajó los ojos.

—Sí, muchas veces.

—¿Aquí? ¿Es esto lo que usted ha mirado, lo que ha adorado como un tabernáculo?

No me respondió. Salió de la alcoba, y, ya fuera, me dijo:

—Vámonos.

No dijo nada mientras bajábamos las escaleras, ni ya en el coche, durante algunos minutos. Cuando ya nos habíamos alejado bastante, preguntó sin mirarme:

—¿Sabe usted dónde vive Don Juan?

—Aproximadamente.

Se lo dije.

—Quiero ir allá. Le ruego que me acompañe.

—No deseo ver a Don Juan, y menos en compañía de usted.

—No es eso lo que le pido. Solo enseñarme la casa.

Hay, en aquella parte de la Isla de San Luis que mira a la orilla derecha, un cierto número, bastante crecido, de

hoteles construidos en el siglo XVII para habitación de magistrados, consejeros, intendentes y otros burgueses opulentos de los que acompañaban al Rey en sus «Lits de justice». Creí reconocer, en uno de ellos, aquel al que me había llevado Leporello. Conduje a Sonja hasta el patio, pero no pude indicarle la escalera, por la sencilla razón de que no había escalera alguna. Me disculpé. Entramos en el hotel de al lado, y en el otro, y en el otro. Así en cuatro o cinco. Y al convencerme de que lo había olvidado, dimos en preguntar. Pero nadie conocía a Don Juan como habitante de aquella calle, ni menos a Leporello.

—Es una persona inconfundible: de unos cuarenta años, vestido…

Por si yo me expresaba mal —desde luego me expresaba en el peor francés posible— fue Sonja la que hizo las interrogaciones. Recorrimos la calle entera, preguntamos a todo bicho viviente.

—¡Un caballero de unos cuarenta años, de pelo gris y gafas oscuras! ¡Un criado…!

Al último a quien preguntamos, Sonja le describió a Don Juan con palabras tan encendidas, que el preguntado se le rio en la cara. Le dijo que aquel hombre por el que preguntaba no parecía de verdad, sino galán de cine; Sonja quedó corrida de vergüenza. Pero su disgusto lo pagué yo, porque me llenó de recriminaciones por mi falta de memoria (o quizá por lo que ya empezaba a tomar por burla). Se decidió, por fin, a telefonear, y entró en un café. Yo la esperé en el coche. Si afectaba tranquilidad, y aun divertimiento, no estaba divertido ni tranquilo, porque indudablemente Leporello me había llevado cierta tarde a uno de aquellos hoteles, tan historiados y bonitos. Me sentía molesto y, una vez más, burlado.

Sonja tardó en salir del café. La vi acercarse al coche, cabizbaja.

—He llamado cien veces a este teléfono, pero, según acaban de informarme, es un teléfono que no existe en París.

Se sentó, apoyó los brazos en el volante, la cabeza en los brazos, y empezó a llorar.

Era hermosa la curva de su cabeza.

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