Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO V » 6.

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—Estás equivocado —le respondió don Pedro con voz solemne y un poco hueca—. No volveremos a vemos. El clan de los Tenorios me comisiona para ponerlo en tu conocimiento.

Don Juan retrocedió.

—¿Cómo? —le preguntó—. ¿No estoy muerto? ¿No eres mi padre? ¿No hay a tu lado un sitio para mí?

—Lo hay efectivamente; pero quedará vacío eternamente. Hemos decidido por unanimidad excluirte de nuestra compañía.

—¡Muy bien, muy bien! —interrumpió don Gonzalo— Así se portan las familias verdaderamente nobles.

—He cumplido vuestra ley, no me he apartado de ella un solo instante. Por haber dado muerte a don Gonzalo me encuentro aquí.

—Lo reconozco, y te aseguro que por ello hemos recibido una gran satisfacción.

—Entonces, ¿cuál es la causa…?

—No causa, sino causas, pequeñas causas. Sobre todo, el qué dirán. Que no guardases a Dios el respeto debido, podía perdonársete y de hecho te lo hemos perdonado. Muchos de entre nosotros tampoco se lo han guardado, y ahí están, junto a mí, tan satisfechos. Pero faltaste al respeto al mundo y eso es imperdonable. ¿Piensas en el escándalo que se armaría si nosotros, los Tenorios, la gente más respetable de Sevilla, acogiésemos benévolos, para toda la eternidad, a quien se burló de toda conveniencia? Sería interpretado como un acto de solidaridad, y nosotros no podemos solidarizarnos con lo que hay en ti de zascandil. ¡Sí, no te sorprendas, de zascandil, aunque sea un zascandil grandioso! ¿Quién no ha seducido doncellas? ¿Quién no ha engañado maridos? ¡Ah! Pero siempre respetando los principios. Y los principios, en este caso, ya se sabe cuáles son: el seductor apasionado reconoce al padre y al marido derecho a castigar a la hija y a la esposa, respectivamente. Pero tú, como seductor, jamás fuiste apasionado, sino frío; y al meter a Dios en tus conquistas, las hiciste tan sublimes, que los derechos del padre y el marido resultaban faltos de la debida proporción. ¡No fue a ellos a quienes disputaste las mujeres sino al Señor! ¡No era la ofensa de ellos lo que buscabas, sino la de Dios! Y, entonces, dime: ¿qué papel les quedaba a los padres y maridos? ¿Con qué cara iban a castigar a la seducida, si no iba nada contra ellos? ¡Juan, hijo mío, no tengo más remedio que hacerme cargo de esos derechos maltratados! Los personajes trágicos resultáis peligrosos para el orden público, y hay que desacreditaros. En nombre de los padres y maridos que dejaste en ridículo, te rechazo. Vete.

Había hablado con toda la gravedad posible, y, mientras lo hacía, el clan de los Tenorios se había ido acercando, de modo que al terminar el viejo, le rodeaban, y al señalar don Pedro con la mano extendida el fondo del teatro, multitud de manos pálidas salieron de la sombra y lo señalaron también.

Don Juan parecía perplejo. No respondía. Permanecía inmóvil, con la cabeza alzada y el rostro iluminado por un foco de luz.

De pronto, se encogió, llevó las manos a los ijares, y rompió a reír. Una especie de oleaje conmovió el clan de los Tenorios.

—¿Y por respeto a estos imbéciles me he enemistado para siempre con Dios? —clamó don Juan.

Sacó la espada y acuchilló las sombras.

—¡Fuera! ¡Iros a vuestro infierno y dejarme con el mío, que me basta! ¡Reniego de vosotros! ¡No me llamo Tenorio, me llamo solamente Juan!

Las sombras se atropellaron. Del tumulto salían gritos de asombro y condenación. Volvieron las espaldas y corrieron hasta el fondo del oscuro. Los tres demonios rojos y los tres negros se apelotonaron ante la puerta del espejo, cubriéndola con sus cuerpos. Don Gonzalo, solo en la presidencia, no sabía qué hacer: buscaba la campanilla para imponer el orden en la sala.

Don Juan les increpó:

—No os molestéis. A mi infierno no se va por esa puerta. ¡Dame la capa, Leporello!

Leporello surgió de su rincón con la capa en la mano.

—Aquí está, mi amo.

Don Juan la recogió en el brazo. Se puso el sombrero. Miró a un lado y a otro. Don Gonzalo, de pie, parecía dispuesto a dictar la sentencia.

—Y, ahora, Comendador, a ser yo mismo para siempre.

Dio un brinco y cayó al pasillo del patio de butacas que, de repente, se iluminó. Con paso recio adelantó por él, hacia la puerta del fondo, también iluminada.

Leporello, en mitad de la escena, gritaba:

—¡Espere, mi amo! ¡No me abandone! ¡Lléveme consigo! ¡Si usted es su propio infierno, un demonio inconformista puede hacerle compañía por toda la eternidad!

Saltó también, y corrió por el pasillo. Al pasar cerca de mí, vi su rostro maquillado, sudoroso; los ojos brillantes de colirio; el traje ajado, de guardarropía, y la peluca que se le había torcido. Y en aquel instante, solo en aquel instante, comprendí que Don Juan y él no eran más que unos actores.

Me volví a Sonja, para comunicárselo, y hallé el asiento vacío. Al mirar a la puerta, vi su figura correr detrás de don Juan.

—¡Bueno! Ella será también actriz, supongo.

En el escenario, reaparecían algunos de los intérpretes: Mariana en camisa, Elvira vestida de hombre. El Comendador se las compuso para quedar en el centro, y saludar más ostensiblemente que los otros.

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