Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO IV » 3.

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No dijimos palabra. Yo me sentía inquieto, y, a la vez, turbado. Miraba a través de la ventanilla los árboles, los viñedos, los cortijos blancos, envueltos en la luz del crepúsculo. El Comendador respiraba fuerte. Al final del viaje, cuando ya se veían algunas luces, me dijo:

—Existe una responsabilidad moral que declino. En estas cosas hay que andar con pies de plomo, aunque, bien mirado, no debe extrañar a nadie que un caballero sediento trate de refrescarse.

Se detuvo el carruaje. Acudieron unos mozos sentados bajo la parra de la Venta, y, cuando vieron nuestro talante, nos hicieron muchas reverencias. El Comendador les encargó que previniesen al Ventero, que no tardó en llegar. Hablaron entre sí, y yo era el tema de sus palabras, porque vi la cara del Ventero examinarme desde lejos y asentir. Se acercó a mí, intentó besarme la mano, y celebró mi llegada por ser el hijo de quien era.

—Ni un solo viaje hizo a su finca el difunto don Pedro, que en gloria esté, sin pararse en la venta, a la ida o a la vuelta. Y muchas veces se distrajo aquí de sus melancolías, que debían de ser muchas a juzgar por lo poco que hablaba.

Bueno. Aquellas zalemas acabaron por conducirme a una puerta y a una escalerilla hurtadas a la vista de todos, y a una sala con balcón abierto sobre el jardín y el río. Estaba Sevilla enfrente, un poco alejada, y un ancho cielo en medio, clareado por la luna. Me asomé al balcón y quedé mirando. Mientras, el Comendador disponía el refresco. Se me acercó con una copa en la mano.

—Un trago de jerez.

—No tengo sed.

—Es que, ¿solo se hizo el vino para la sed?

—Es que… no suelo beber vino.

—Échate este al coleto de un solo trago, y asiste luego a las nupcias de tu cuerpo con una de las pocas cosas que valen la pena en este mundo. Comprenderás en seguida que aunque no te hubieras dado cuenta, tenías sed, una sed bastante antigua.

Bajo su mirada terrible, tomé un sorbito y lo paladeé.

—Está bueno.

—Bébelo todo.

Fue como un fuego súbito, como una alegría que me naciese en las entrañas. Tendí al Comendador la copa vacía, pero él se limitó a cogerla y llevársela. No me convenía beber más hasta haber comido algo, y por eso él salía a encargar unas magras.

Colgaban del balcón macetas con claveles. Arranqué uno y lo olí. Me pareció que su olor formaba parte de aquel aroma que me había penetrado, una hora antes, junto al río. Pero en el río me envolvía el silencio, y aquí en el balcón, me llegaban voces apagadas, de hombres y mujeres que charlaban en el jardín. Más allá sonaba una guitarra. Alguien cantó una copla. Estaba el aire espeso de esencias, la noche tibia, y de la tierra regada subía un vaho fuerte. El vino desparramaba sus fuerzas por mis venas y calentaba mi cabeza. Todo era hermoso y excitante, todo se transformaba, porque yo, nuevamente, empezaba a sentir que la vida se me iba hacia las cosas y se quería meter en ellas y fundirse. En un árbol vecino cantó un ave, y el cantar me rozó la piel hasta el dolor. De la garganta me subió un sollozo…

El tiempo dejó de fluir, como si todo se hubiera cuajado en un cristal inmóvil en que la luna, el ave y yo estuviésemos inmersos. Hasta que alguien golpeó la puerta y desbarató el hechizo. Respondí «¡Adelante!» con disgusto, porque me habían arrebatado la felicidad. Vi entrar a una moza que empujaba la puerta con el hombro, porque traía las manos ocupadas en una bandeja. La dejó en la mesa, miró alrededor, me vio y se acercó.

—Don Juan.

Le salió una voz desgarrada, de cante jondo, que me golpeó, casi me arañó los oídos; como si en vez de decir «¡don Juan!» me hubiera dicho: «¡Quiero morirme!»

—¿Qué sucede?

—Yo soy lo que usted espera.

—¡Ah, sí! Las magras de jamón. Póngalas en cualquier parte.

No se movió. Estaba de espaldas a la luz, y yo no podía ver más que la silueta de su cuerpo.

—¿Desea algo?

—Yo, no. Usted. Ese hombre me dijo…

—¿Quién?

—El viejo, el de la cruz.

—¡Ah! Te envía el Comendador.

—Vino a donde yo estaba, me hurgó en los pechos y en las piernas, y me encaminó hacia usted, para que le sirviera.

Yo no podía comprender en qué podía servirme aquella moza. Dejé el balcón y salí a la parte alumbrada del cuarto. Ella vino detrás.

—¿Sabes tocar la guitarra? —le dije.

—¿Para qué, señor?

—Acabo de oír esa que tocan en el jardín y me apetece tocada para mí solo.

—Mande que venga el guitarrista, y ya está —dijo ella con desabrimiento.

—¿Usted no puede hacerlo?

—Yo no estoy para eso. Soy una prostituta.

Se me debió notar en la cara la sorpresa, porque añadió en seguida:

—¿No sabe lo que es?

—Sí. Tengo una idea…

Me adelanté hacia ella. Me miraba con tranquilidad profesional, me recorría con la mirada tranquila, como si me evaluase. Seguramente así consideraba el Comendador un mueble o un cuadro antes de calcular su precio en oro.

—Le ruego que se siente, señorita.

—Mire, señor, déjese de cumplidos. A mí me llaman de tú y por mi nombre. Para hacerme sentar, me pegan un empellón, y a otra cosa.

—¿Cómo te llamas?

—Mariana.

—Es bonito. Y tú también lo eres.

Lo era, efectivamente, como las prostitutas de los altares. De una belleza dramática, con un rictus tedioso en los labios, y en los ojos una desesperada luz trémula.

La empujé suavemente, hasta sentarla.

—¿Has venido de grado?

—Vengo porque es mi modo de ganar la vida. Un modo perro. ¡Hay que aguantar unas cosas y unos tipos! Ese de Calatrava, para ver si tenía los muslos duros, me golpeó con la espada.

—¿Es que no ejerces tu oficio por voluntad?

Mariana se encogió de hombros.

—Estoy metida en esto desde siempre, y tenía que acabar así. Nadie me dio a escoger otra cosa.

—¿Y qué te gustaría hacer, si no fueras prostituta?

Se le iluminó el rostro; pero fue solo un relámpago.

—Vender flores en Triana.

—Si te diera dinero, ¿lo harías?

—Mire, señor; las mujeres de este trato, o nos morimos en él, o nos meten en las Arrepentidas. Es por la gente, ¿sabe?

—¿Quieres decir que tu oficio carece de atractivos, y que solo puedes salir de él para meterte monja?

—Así es, señor.

—Sin embargo, tienes el placer al alcance de la mano.

—El placer es para ellos. Una aguanta como un pedazo de carne muerta.

Mi inexperiencia y mi curiosidad hacían la escena bastante monótona. Y, sin embargo, algo ocurrió sin que yo lo advirtiese. Le gusté a aquella moza de partido. Le nació el gusto, probablemente, en las partes oscuras del alma, mientras me respondía, mientras me escuchaba. Y yo, venga a preguntarle bobadas, y ella, a responderme. Hasta que, súbitamente, saltó de su asiento y lo buscó en mis rodillas.

Como después asistí muchas veces a operaciones semejantes, aunque buscadas por mí, aunque provocadas, estoy en condiciones de imaginar lo que le sucedió a Mariana. Pero, entonces, no podía sospecharlo. Mis oídos no escuchaban. Me subió una oleada de sangre, como un vértigo, y me dejé arrastrar. Pero no venía de fuera, sino que los labios de Mariana lo despertaron dentro de mí. Era como un deseo vehemente de unirme a ella; más que unirme, de fundirme. Se repitió el anhelo de aquella tarde en el río, se repitió la sensación de poco antes, cuando estaba en el balcón. Esperaba perderme en ella, y, a través de ella, en el mundo de las cosas, de todo lo que aquella tarde había estado presente e incitante, el aire, la luna, el perfume de las flores, las músicas y la noche. Abrazándola, quería con mis brazos abarcarlo todo: eran como árboles, cuyas ramas innumerables fuesen a hundirse en las entrañas de la vida. ¡Qué enorme júbilo sintió mi corazón ante aquel cuerpo desnudo! Como si en él la Creación entera se hubiese resumido, como si el cuerpo de Mariana fuese instrumento de Dios.

Mariana, los ojos entornados y los labios entreabiertos, cubierta a medias, estaba silenciosa y vuelta hacia sí, como si se escuchase. Antes había estado activa, me había acariciado, y cada caricia me había despertado el cuerpo —los brazos, las manos, las mejillas—, como si hasta entonces hubiera dormido y las manos de Mariana lo levantasen de un sueño profundo; y yo había asistido estupefacto a mi propio despertar. Cada nueva vibración era desconocida, y mi ser carnal también lo era. Tenía cuerpo y me servía para vivir. Tímidamente la había, a mi vez, acariciado, y el roce de mis dedos en su frente, en sus párpados, en su cuello, me iba revelando poco a poco la verdad de un cuerpo ajeno, suave, cálido, viviente. Todo lo que mis dedos descubrían era distinto y nuevo, atractivo y turbador. No era lo mismo una mujer tocada que una mujer vista; era otra cosa, no sé si hermosa o buena, o simplemente terrible. Al verla y al sentirla, antes de haberse cegado mi conciencia, en el instante lúcido en que comprendí lo que buscaba en el cuerpo de Mariana, un relámpago de espanto me estremeció, porque nada de aquello había sido previsto, ni tampoco descrito de modo que la realidad entera del instante, con todo su terror, cupiera en las palabras.

No creo que haya en el mundo nada en que un hombre pueda poner más esperanza, ni que le cause decepción mayor. Porque nunca me he sentido más yo mismo, más encerrado en los límites de mi cuerpo, que en aquellos momentos culminantes. Tenía entre mis brazos a una mujer gimiendo de felicidad, pero de la suya, como yo de la mía. El latigazo del placer nos había encerrado en nosotros mismos. Sin aquella inmensa comunicación apetecida y no alcanzada, mis brazos terminaban en su cuerpo impenetrable. Estábamos cerrados y distantes. Afortunadamente, fue rápido. Me sentí engañado y triste, y me vinieron de repente ganas de arrojarla de la cama a puntapiés. No lo hice porque ella no tenía la culpa, y porque soy un caballero.

Entonces sucedió que Mariana, poco a poco, regresó de su paraíso particular, se arrimó a mí y empezó a hablarme con entusiasmo. Antes no había dicho más que vulgaridades. Consiguió ahora devolverme el ánimo, meterme otra vez en el vértigo, hacerme esperar de nuevo lo que antes había esperado; entró en mi corazón el deseo de eternidad, y se llenó mi espíritu del ansia de trasponer mis límites y perderme en Mariana. Quería sentir su goce y hacerlo uno con el mío; quería que su sangre y la mía fuesen la misma sangre. Y nada de esto era capricho, sino que estaba en la raíz de mis anhelos, surgía de ellos como una cosa espontánea.

Volví a decepcionarme, pero, esta vez, sin furia. No sé por qué, me cogió apacible el desencanto, quizá porque no lo fuese del todo, quizá porque en medio de la decepción algo nuevo me enriquecía. Me acerqué al balcón. Un pedazo de luna grande bailaba en el horizonte, y, hacia el otro lado, el alba clareaba sobre las aguas del río. Sevilla dormía en la sombra. Un fuerte olor trascendía de la tierra. Lo sorbí ávidamente, con ganas de meterlo en mi sangre y sentirlo también en ella. Quizá fuese el perfume el alma de la tierra, pero, en todo caso, era un alma impenetrable.

Me senté en el barandal de hierro, un poco a horcajadas, y desparramé la mirada sobre las cosas, que, con la luz, reaparecían: las lejanas y las próximas, y mostraban sus contornos temblorosos: las del cielo y también las de la tierra, las visibles y también las presentidas. Había permanecido indiferente a ellas muchos años y ahora estaban ahí y me atraían. ¡Qué hermoso era el amanecer! Como el cuerpo dorado de Mariana, ahora sosegada, silenciosa, los labios entreabiertos y sonriente. En algún lugar de mi alma algo se preguntaba por el significado de un cuerpo de mujer, y en ese mismo lugar, viva como una brasa, permanecía la huella de un misterio aquella noche rozado.

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