Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO IV » 12.

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A las nueve y media de la noche no las tenía todas conmigo. Me acosaba, sin razón aparente, súbito como un estornudo, el temor de estar equivocado, de haberme embarcado en una aventura estúpida y sin salida airosa. Recordaba el pasado inmediato, desde el momento aquel en que mi brazo desnudo se había hundido en las aguas del río, y se me antojaba fantástico, no con la fantasía del ensueño, sino con el de la farsa: como si todo hubiera transcurrido en un escenario dispuesto especialmente para mí, en un teatro cuyos actores supiesen su papel y el mío: personajes todos de una comedia en que me hubieran repartido el papel de incauto. Estuve a punto de claudicar. Voces interiores me llamaban imbécil y me aconsejaban mandarlo todo a paseo, aprovechar la visita del Comendador, y pedirle la mano de su hija para casarme con ella como Dios manda: fue tal la fuerza con que estas imaginaciones se presentaban a mi espíritu, que hube de preguntarme si Dios, en un último, amoroso esfuerzo, me las enviaba. Y no dejaba de halagarme aquella deferencia, aquella predilección del Creador por su humilde y blasfema criatura. Pero me pregunté también, por precaución dialéctica, si sería el diablo el que las suscitaba, y eso me salvó, porque comprendí en seguida que Dios jamás me hubiera aconsejado el matrimonio con Elvira, criatura poco apropiada para llevar a nadie por el buen camino. Me irritó entonces el fraude diabólico, la sucia tentación con la virtud, el señuelo de una vida aparentemente cristiana, aunque entreverada de esas menudencias en cúmulo que le llevan a uno al infierno sin gloria ni grandeza. Ahora estoy seguro de que los pecadores como yo resultamos molestos al diablo, porque le damos mucho trabajo, porque le traemos siempre sobresaltado, porque tipos como nosotros podemos en cualquier momento dar la vuelta a las cosas y caer en los brazos del Señor; por eso, el diablo ha preferido siempre el pecado mediocre de los que se creen lo bastante buenos como para tener el Paraíso garantizado y se pasan la vida haciendo sufrir a los demás con su intolerable bondad. En aquel momento de duda no lo sabía aún, pero lo presentía. De mejor ganas me hubiera ido a hacer penitencia que a casarme con Elvira como Dios manda. Es posible que, así, al menos ella haya salvado su alma; casándose conmigo, hubiéramos ido juntos al infierno.

Y todo esto lo pensaba esperando al Comendador, en una noche cálida y profunda, en una noche perfumada en que el roce de la brisa sobre la piel era como caricias de mujer. ¡Cómo entraba en mi cuerpo la noche sevillana! ¡Cómo me lo transía, me lo dulcificaba, me hacía apetecer la vida! De mi cuerpo sensual tuve que defenderme siempre, como los santos se defendieron del suyo. Mi cuerpo me hubiera llevado al matrimonio, acaso al Purgatorio, que es el remedio ofrecido por Dios a los mediocres.

El Comendador llegó como un turbión.

—¿Te pasa algo?

Estábamos en el patio. Solo el rincón en donde le esperaba se hallaba iluminado. Un pedazo de luna caía sobre la cal de la pared y alumbraba las copas puntiagudas de los cipreses. Más abajo, oscurecían los naranjos y las flores.

—Me ha asustado tu carta —dijo.

—Tranquilícese. Le mandé venir porque es mi amigo, y en un trance inmediato le necesito. Voy a casarme.

Se quedó de una pieza. Nunca como en aquel instante me pareció su cara de cartón-piedra, pintada con los pinceles gruesos de un pintor de gigantes y cabezudos.

—¿Qué dices? —tembló su voz.

—Que me voy a casar dentro de media hora, y le requiero como testigo.

La mano de don Gonzalo tentó en el aire y se agarró con fuerza al respaldo de una silla. La otra mano limpió el sudor de la frente.

—Vas a casarte —rompió—. Pero ¿con quién? Porque no conoces a nadie en Sevilla.

—Voy a casarme con Mariana.

Don Gonzalo se sentó. Arrugó la epidermis de su ceño, y se alzaron sus grandes cejas.

—No la conozco.

—Sí. La prostituta de la otra noche, en la Venta Eritaña.

—¿La prost…?

Le dio la risa, una risa profunda como un trueno, prolongada como el rumor de las aguas del río. Reía con todo el cuerpo, con el bandullo enorme, con las manos inmensas. Reía como la tierra cuando la rompe un terremoto, y él mismo parecía ir a quebrarse con la risa. Me dieron ganas de caer sobre él y aporrearle hasta hundirle las narices, y meterle luego debajo de la fuente, a ver qué quedaba de él, desinflado y mojado.

—¿De qué se ríe, Comendador? —pregunté con mi voz más suave.

Don Gonzalo empezó a sosegarse. Le temblaban aún las sotabarbas y el pestorejo, pero sus palabras se entendieron claramente.

—¿Te encuentras bien de la cabeza? ¿No te habrá tomado el sol demasiado fuerte y se te habrán calentado los cascos? ¡Dicen que el de Sevilla…!

—Estoy perfectamente cuerdo.

—Entonces, no te entiendo. Cuando estuviste en mi casa, ayer, parecías un muchacho razonable, y nadie hubiera colegido de tus palabras que fueras a hacer semejante disparate. Más aún: habíamos quedado en que una noche de estas…

—Dejemos eso aparte, para luego. Es cierto que anteayer no pensaba casarme, pero es cierto también que vino a verme don Miguel Mañara, un varón santo que usted debe de conocer.

—¿Y fue don Miguel quien te convenció de que te casaras con esa…?

—Don Miguel no la conoce. Don Miguel ignora incluso que haya perdido mi inocencia en brazos de Mariana. A don Miguel le dijeron que yo andaba en pecado, y vino a convertirme. Lo consiguió. ¡No sabe usted con qué elocuencia habla, de qué manera sensible le pone a uno delante de los tormentos del infierno! Sus manos, sobre todo… ¡Cómo las mueve! ¡Parecen los hierros del demonio que van a clavarse ya en las carnes del pobre pecador!

El Comendador resollaba, me miraba con sorna, sonreía.

—Me llegó al corazón, ¿comprende? —continué—. Me dio un miedo tremendo. Y desde entonces ando dando vueltas al modo de reconciliarme con el Señor.

—Pero, muchacho, eso, con una confesión, se arregla. ¡Apañados estábamos, si cada vez que…!

—¿Quién lo duda? Ya me he confesado; pero, además, desnudé mi alma delante del Señor, la humillé, y le pedí inspiración para recobrar el buen camino y perseverar en él. Entonces, el Señor me dijo claramente…

—¿El Señor? ¿Lo has oído? —Su cara fue más elocuente que sus palabras: me revelaba que no creía en milagros.

—Como se oyen esas cosas: como si me brotase dentro del espíritu una idea que, de otro modo, no se me hubiera ocurrido nunca. Una idea, por otra parte, lógica; una idea de acuerdo con lo que yo mismo, por mis medios, hubiera podido alcanzar de tener la mente clara. Porque a cualquiera que no esté ofuscado se le ocurre, Comendador…

Se echó hacia atrás en la silla y me miró con curiosidad.

—¿A cualquiera? ¡Explica, explica!

Se frotaba las manos.

—Veamos, si no. Es muy fácil: basta dar la vuelta a la situación como quien da la vuelta a un silogismo para probarlo. Supongamos que un hombre muy corrido seduce a una muchacha virgen. ¿No está obligado, según la moral y las costumbres, a casarse con ella?

El Comendador se agarró el vientre con los brazos como si de aquel saco estuvieran a punto de salir nuevas carcajadas.

—Claro. Esa es la obligación de un caballero.

—Supongamos más aún, Comendador. Que usted tuviera una hija y que yo la hubiera seducido. ¿No me exigiría usted…?

Se le ensombreció el rostro, le apuntó a los ojos la ira. Soltó la tripa, alargó los brazos, metió los puños en mi cara.

—Es una suposición que no puedo tolerar, porque a una hija mía…

—¿No se le ocurre que mi padre, que en gloria esté, podría decir de mí lo mismo?

—Si tu padre estuviera en mi lugar, ya te habría dado unas buenas bofetadas. ¡Un hombre de honor como él, tener por nuera una prostituta! ¡Sus huesos se estarán estremeciendo de horror!

—Por el contrario, pienso que mi padre se alegrará de mi determinación. Él ya conoce la Verdad, y sabe, como me decía Mañara, que cada vez que un hombre y una mujer se unen, el Corazón del Señor se entristece o se alegra, según que pequen o no. Mi padre sabe ya que la unión de hombre y mujer queda sellada eternamente; ya sabe, pues, que al unirme a Mariana la otra noche fue como si nos hubiésemos casado. Al contraer matrimonio con ella no haré más que sancionar lo que ya estaba hecho.

Los ojos del Comendador se contrajeron en un punto.

—Y, así, recobras el honor perdido, ¿verdad?, el que perdiste en brazos de esa zorra.

—Exactamente.

—Y tu cabeza se poblará de cuernos, enormes como catedrales, y de lo más variado: cuernos de toro, de ciervo, de gacela; cuernos de caracol, cuernos de la abundancia. ¡Todos los cuernos del mundo en la cabeza de don Juan Tenorio, del linaje más puro de Sevilla… si no es el mío!

—Es usted demasiado frívolo, Comendador. ¿Cree en Dios?

Se puso de pie de un salto.

—¿Cómo te atreves a dudarlo?

—Es que no habla usted como cristiano. ¿Qué importa el pasado de Mariana, si sus pecados los ha borrado la confesión?

—¿También borra el recuerdo de su cuerpo a los que con ella han dormido? ¿Cuántos muchachos de Sevilla, al verte pasar con ella, la señalarán, diciendo: «Con esa me he acostado yo»?

—De esos desdichados no tengo por qué acordarme. Que se cuiden de sus propios pecados. El hecho es que Mariana, por la virtud del sacramento, se ha purificado, y es para mí como una imagen. En cuanto a su honor… le bastará con el que yo le dé. Porque yo tengo honor de sobra para honrar a un regimiento de prostitutas.

Se quedo mirándome; después, se encogió de hombros y se levantó.

—Bien, hijo. Pues con tu pan te lo comas. Pero no esperes que nadie te salude en Sevilla. Conmigo, desde luego, no cuentes para nada.

—¿Ni para una de esas partidas de juego de que me habló la otra mañana?

Me había vuelto ya la espalda. Había empezado a caminar. Se detuvo y se acercó calmosamente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Usted me habló de ciertas juergas… Me gustaría asistir a ellas, cuando no haya mujeres, claro, porque no pienso engañar a la mía, pero con dados, y naipes, y todo eso… Echar una partida no es pecado, que yo sepa.

—¡No, hijo mío, no, ni tampoco casarse con una prostituta! Es solo una cosa mal vista, y, en tu caso, una solemne estupidez. Pero, tal y como lo has explicado, comprendo que no podré disuadirte. Muera el cuento. Respecto a esas parrandas nocturnas…

Le interrumpí.

—No esta noche, claro. Estaría mal que abandonase a mi mujer la noche de bodas. Pero mañana, por ejemplo…

—¿Tan pronto?

—¿Por qué no? Aunque soy muy rico, como pienso tener una docena de hijos, me hará falta más dinero. Vamos, eso pienso yo. Jugando, se ganará fácilmente.

—¡Claro, hombre, claro! ¿Cómo no? Eres un hombre de suerte, y ganarás, ya lo creo. Y si un día pierdes, al otro te recobras. Y si viene una racha mala, aguantar. En el juego es donde se templan los ánimos. Aunque a ti te será más fácil. ¡Eres tan rico! Con la reserva de tus bienes puedes perder un año entero.

Se le había dulcificado la voz, había recobrado la sonrisa raposa. Llegó a echarme la mano por encima de los hombros.

—Pero te aconsejo que no cuentes a nadie que te has casado, menos aún con quién. La gente tiene muchos prejuicios, y, de saberse, estorbaría tu amistad con otros caballeros… Mantenlo en secreto, al menos, de momento, ¿eh? Más adelante, ya se hallará un medio…

—¡No sabe usted cómo se lo agradezco!

Quedamos citados para la noche siguiente, a las diez y media. Le acompañé al zaguán, porque no conseguí convencerle de que me sirviese de testigo: sus principios fundamentales se lo impedían. Le vi marchar, la calle para él, a grandes pasos. Sus carcajadas despertaban a las golondrinas de los aleros.

—No me gustaría enviarlo al infierno, Señor. Un tipo como este hace feo en todas partes. Te pido que le des tiempo a arrepentirse de su mucha estupidez.

Le dije a Leporello:

—Ahora, voy a meterme en la cama. Que me traigan mantas y un caldo muy caliente. Cuando me veas sudar como si fuera a morirme, vas a buscar al cura y le dices que venga corriendo, a casar a una pareja

in artículo mortis.

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