Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO IV » 15.

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El camino hasta la casa del difunto comenzó siendo penoso, porque de repente, cayeron sobre mi alma, y la abrumaron, las aflicciones, los remordimientos, la duda incluso de si había obrado bien. Dos hombres muertos de mi mano en escasos minutos, dos hombres que ya estaban en el infierno: mi rapidez no les había dado tiempo a arrepentirse. Ninguno de ellos había dicho: «¡Jesús!», quizá porque no creyeran en Él. Se habían ido al otro mundo como eran, con toda su vileza y toda su cobardía. El gerifalte y el Comendador.

Aquello no constaba en mi programa. Cierto es que el Señor dispone de mil medios para el ejercicio de su Misericordia, pero, a juzgar por las apariencias, mis muertos se habían ido sin ella al otro mundo, y esto, indudablemente, causaría un dolor a Dios que no estaba en mi ánimo infligirle. Comprendí, sin embargo, que aunque en mis propósitos no figurase el homicidio sino como excepción —la muerte prevista del Comendador no formaba parte del programa, sino que era más bien su condición, su punto de partida—, resultaría a veces inevitable, como el del bravucón, y que en casos semejantes no tenía más remedio que apencar con las consecuencias, así jurídicas como morales. Esto me tranquilizó un poco. Tiempo después pude comprobar por mi propia experiencia que nada acalla más una conciencia escrupulosa como aceptar la responsabilidad de los propios actos, incluidos los inconscientes. ¡Qué enriquecimiento, qué sensibilidad exquisita adquiere el alma en tal trance!

Me había perdido en las calles sevillanas. Aquello, blanco de cal y luna, tan silencioso, parecía un cementerio, y yo una sombra que vagase entre las tumbas. Perdido anduve, hasta que las doce de la noche dadas en la Giralda me permitieron orientarme. Desde la Catedral no fue difícil llegar a la casa de don Gonzalo. Ante ella, en un rincón de la plazuela, vi el bulto de dos caballos. Me acerqué a ellos.

—¿Todo va bien, mi amo?

—Hasta ahora, sí.

—¿Ha muerto el viejo?

—Camino del infierno lo he dejado.

—A saber si lo querrán allá.

—Todo depende de las tragaderas que tengan para la cobardía.

—Pues, ahora, suerte.

—Gracias. ¿Y tú?

—No se arregló nada amoroso con la criada mensajera, y tengo que esperar pensando en ella como consuelo.

—No te vayas a dormir.

Era el mismo portón por el que doña Sol me había metido unas noches antes. La cerradura abrió suavemente, y el postigo quedó franco. Al fondo, clareaba un poco el patio. Cerré y esperé. Poco a poco, el silencio se fue poblando de rumores lejanos, menudos. Descalzo, los zapatos en la mano, adelanté unos pasos hasta las primeras columnas. Aquello trascendía de aromas, el fuerte aroma de flores y primavera que me perseguía en Sevilla, que me excitaba la sangre, que me hacía otra vez concebir, contra mi voluntad, contra mi experiencia, exageradas esperanzas en lo que da la carne. Tuve que respirar fuerte. La sangre me hormigueaba en la espalda, y las piernas, un instante, me flaquearon. ¡Cómo me lastimaba en la piel el rumor de la fuente!

Tenía que subir una escalera, recorrer la galería alta, entrar por un pasillo, contar las puertas… Me asomé al patio, levanté la mirada, recorrí las ventanas. Me pareció ver, alumbrado por la luna, el cuerpo de una muchacha. ¿Si Elvira habría salido a esperarme? No contaba con semejante cortesía, con tan anticipada decisión, sino con algo de lucha, con las últimas protestas del miedo, del pudor y de la honestidad.

Sin embargo, allí, muy cerca de la esquina, en la galería del piso, una figura blanca y morena recibía en el rostro el luar plateado.

Yo permanecía arrimado a la columna. Pero sentí que un tirón violento me apartaba de ella, me arrastraba, como si mi cintura estuviese amarrada a una soga, y, desde arriba, Elvira la fuese cobrando. Pasito a pasito, silencioso: el patio, la escalera, por la luna o por las sombras. Llevaba el temor de que mi corazón alborotado despertase a las aves.

Llegué a la galería. El suelo de madera crujió bajo mi peso. Un ratoncillo correteó delante de mis pies y se escondió en su rincón. Tenía que llegar hasta la esquina, y doblarla. Me detuve, y acaricié la arista. Asomé la cabeza. Evidentemente, Elvira me esperaba junto al resplandor de la luna.

Me calcé los zapatos y avancé. Elvira se movió, se apartó de la ventana. Me pareció que mis pasos retumbaban y que la casa entera se estremecía. Elvira se adelantó también. Estábamos muy cerca, nos mirábamos. Alargué los brazos, y cayó en ellos.

—Como el agua del río va a la mar, así he venido hasta ti.

La frase será todo lo literaria que se quiera. El amor se hace con literatura. Otras palabras me hubieran, quizá, llevado por distinto camino, pero en aquellas se expresaba la realidad más honda del instante y de los que lo habían precedido: «Como las aguas del río hacia la mar», es decir, sin libertad. Necesariamente, inevitablemente. Elvira, entre mis brazos, respiraba con angustia y no sabía si esconderse en mi pecho u ofrecerme los labios. Pero yo ya no pensaba en su boca, ni en el cuerpo palpitante, ni en el corazón que latía junto al mío, sino en la soga amarrada a mi cintura, en la fuerza que arrastra al mar el caudal de los ríos, y en la que, ciegamente, me había arrebatado. No era mi voluntad la que movía mis pasos, la que apretaba mis brazos alrededor de los hombros de Elvira, sino la vida y la sangre, las mismas que arrancaban a las flores su perfume sin contar con su voluntad. Me sentí prisionero, abrazado por unos brazos inmensamente más fuertes que los míos; sentí que tampoco la voluntad de Elvira me había recibido, o, al menos, su voluntad soberana, sino la voluntad sumisa al imperativo oscuro de su sangre. No me importaba, sin embargo, lo que hubiera movido a Elvira a esperarme arropada en luz de luna, lo que hacía un solo ruido acordado el de nuestros corazones. Comprendí que había caído en la trampa, que no era libre, y una vez más se sublevó mi corazón.

Con un esfuerzo aparté a Elvira.

—Pero las aguas del río no pueden detenerse y volver atrás, y yo, sí.

Me miró sin entenderme. Pero algo vio en mis ojos, en mi gesto, que se llevó las manos a la boca, y una luz aterrada brilló en sus ojos.

—¡Juan!

¡Otra vez el cante jondo, otra vez mi nombre pronunciado ásperamente! Me reí.

—¿Qué vas a hacer?

—Quizá vuelva algún día. Ahora, adiós.

—¡¡Juan!!

Quiso seguirme, pero yo me alejé, sin cuidarme ya de que el ruido despertase a la casa. Recorrí la galería, y empezaba a bajar las escaleras, cuando se oyó la voz de Elvira, desgañitada, clamando en la ventana:

—¡Socorro! ¡Un hombre! ¡Hay un hombre en la casa! ¡Quiere violarme! ¡Socorro! ¡Padre!

Salté de dos en dos los escalones, alcancé el patio. Arriba se abrieron puertas. Gritos, preguntas, carreras, alborotaron la galería. Salí a la calle, apreté el paso hasta llegar a la plazuela donde esperaban los caballos.

—¿Ya ha acabado, señor?

Leporello salió de las sombras y acudió a tenerme el estribo.

—Vámonos ya.

—¿Se ha acostado con Elvira en tan poco tiempo? —insistió.

—Virtualmente, sí.

Se rio de mí. Me hubiera gustado ver la risa bailando en sus ojos desvergonzados.

—¿Es una nueva manera de acostarse con las mujeres, mi amo?

No pude responderle: un resplandor, acompañado de voces, asomó por una de las calles que daban a la plazuela. El mismo Leporello volvió la cabeza.

—Será mejor que nos vayamos.

—Espera.

Nos acogimos, con los caballos, a la esquina más próxima. En la plazuela entraron unos hombres portadores de antorchas, y otros que llevaban a un muerto en unas parigüelas.

—¿Será el Comendador?

—Llégate a ver qué cuentan.

Leporello descabalgó. El cortejo se movió con lentitud de procesión, con solemnidad de entierro. Rezaban la recomendación de las almas. Yo veía desde lejos el rostro enorme de don Gonzalo palidecer a la luz cambiante de las antorchas. Le habían compuesto la figura, le habían cruzado las manos sobre el pecho y puesto encima la espada. La pluma del sombrero, colgado a un lado, rozaba los guijarros de la calle.

Atravesaron la plazuela, se detuvieron ante el portón de columnas estremecidas, de adornos violentos. En el silencio se escucharon los golpes de la aldaba. Aparecieron luces en las ventanas, una se abrió. Los de abajo explicaron cómo traían muerto a don Gonzalo. Gritos y llantos. Una voz de mujer empezó a pedir justicia. Se abrió el portón, y las antorchas, las parigüelas y el muerto entraron en el zaguán.

Por encima de las voces quedas, de los ayes conmovidos, de los denuestos amenazadores, se oía mi nombre, y me llamaron asesino.

Leporello se acercó, súbito como un duende.

—Será mejor que nos vayamos, señor, no sea que le descubran.

—¿Qué te han contado?

—Piropos para usted. Lo menos que le llaman es demonio.

—Ya ves lo que son las cosas, y como se cimentan las injustas reputaciones.

—Lo que ha pasado, no lo sé; pero también le cuelgan la violación de Elvira.

—¡Eso no es cierto!

—Vaya usted a desmentirlo.

—Pero ella puede decir…

Nos habíamos alejado de la plazuela, y por las calles desiertas, los cascos de los caballos resonaban. Oíamos, detrás de una reja humilde, el llanto de un niño y la nana que su madre le cantaba.

—Ella no dirá nada, ni que la ha violado, ni que no. Dejará que corra la leyenda, porque a las mujeres, mi amo, por encima de todo, les molesta ser vírgenes. Por eso no perdonan al hombre que se raje y salga pitando. Las mujeres son insensibles a su propio misterio, y están deseando librarse de él.

—No me rajé.

—Lo creo, y usted también. Usted se justifica con mil razones, pero la verdad es que dio la espantada, como otros muchos, como la dan todos los hombres, se note o no, ante una virgen. Es uno de los casos en que el Señor al crear el mundo, se ha divertido más. Porque todo lo que el Señor puso en la tierra y en el cielo es útil y necesario, menos eso. Se lo dio a las mujeres y a las hembras de las especies superiores como detalle de lujo. Y a los hombres nos dice: «¡Anda, búscale explicación satisfactoria, tú, que le encuentras explicación a todo!» Y nosotros, al no hallarla, sentimos miedo. ¿No ha pensado alguna vez a cuántas cosas dio lugar la famosa virginidad de las mujeres? Si la pierden de solteras, los padres se alborotan como si les hubieran arrojado a la cara todas las inmundicias de este mundo. Mueren o matan, y se creen haberlo hecho por la causa más sagrada. En cuanto a los maridos, hable por ellos la muchedumbre de emparedadas que pagaron con esa muerte el no llegar intactas a la boda. Hay hombres que se preocupan de eso más que de su hacienda y muchísimo más que de la salvación de su alma. Ya ve: según se cuenta, a España la ganaron los moros por la virginidad de una mujer.

Habíamos llegado al portillo. Estaba junto al río, y el rumor de las aguas me entretuvo mientras Leporello se entendió con los guardianes. Una linterna se meneaba en el aire; tintinearon las monedas, y, después, los goznes de la puerta rechinaron.

—¡Vamos, mi amo!

Salimos de Sevilla, y caminamos por la margen del río.

—¿Tú crees, Leporello, en el misterio de las mujeres?

—No sé si creo o no, pero procuro no tenerlo en cuenta. Sin embargo, he oído decir que a las vírgenes las cobijan las alas de un arcángel.

—Quizá esta noche fuera el arcángel quien cobijase a Elvira, pero yo tomé su resplandor por la luz de la luna, y no le hice el debido caso.

—Sin embargo, el arcángel logró su propósito.

—Por pura casualidad. El razonamiento que me apartó de allí no tenía nada que ver con la mujer y su misterio.

—Pero ¿fue un razonamiento? —preguntó Leporello, con una sonora carcajada—. Yo pensé que era miedo. Y no por eso le tuve en menos, entiéndalo bien. Acabo de explicárselo.

—Y te agradezco la explicación, porque me ha puesto en claro algunas cosas. Fue como si, de pronto, una luz alumbrase el camino en tinieblas, el camino por donde iba a meterme sin saber bien a dónde iba. Me hiciste recordar lo que me ha estado rodeando, lo que ha estado incluso dejado de mí, durante estos días últimos, sin que yo le prestase suficiente atención. ¿No encuentras sospechoso el papel que ha correspondido a las mujeres en los últimos acontecimientos? Mariana, doña Sol, ahora Elvira…

—Solo he pensado que fueron muchas para tan poco tiempo, aunque quizá el destino haya querido compensarle en cantidad por lo muy apartado que, hasta ahora, estuvo de ellas.

—Lo veo de otra manera. Yo pienso simplemente que el Señor, para darme facilidades, ha querido mostrarme el terreno en que más apropiadamente puede ejercitarse mi enemistad. Porque he descubierto que las mujeres en mis brazos, son felices. Lo son, quizá, demasiado; lo son como solo podrían serlo en el Paraíso. Entonces, al darles semejante felicidad, arrebato a Dios lo que es suyo, lo que solo Él debe dar.

—Me parece una curiosa teología, señor, al mismo tiempo que un divertido intríngulis intelectual. Pero le hago la misma pregunta que el otro día. ¿Por qué no deja a Dios en paz? ¿No le parece que se preocupa de Él más que una monja carmelita?

—La monja y yo estamos en lo cierto.

—Sin embargo, en este momento, hallaría más práctico saber a dónde vamos.

—Me es igual a dónde lleve el camino, porque en él encontraré mujeres.

—¿Les ha tomado el gusto?

—Es algo más complejo. Las he elegido como instrumentos de mi enemistad con Dios.

—Un instrumento muy atractivo, no cabe duda. Y si se le dan bien…

Habíamos llegado a un repecho. Desde lo alto veíamos las luces de las murallas y las de los barcos anclados en el río.

—Por aquí, vamos a Cádiz, señor…

No le respondí. Una ráfaga violenta de primavera, de olor a tierra, la humedad del río, el canto de los grillos en el campo, la luz inmaculada de la luna, me habían sacudido y me paralizaban. Con su complicidad, probablemente, había obrado aquellos cuatro días. Ahora quería decir adiós, porque renunciaba a la primavera, porque me había impuesto como obligación lo que la primavera me había dado como placer. Me sentía capaz de dominar la carne, y de dirigirla, como un asceta triunfante. Necesitaba ejercer el dominio sobre ella como sobre un caballo poderoso, porque la carne iba a ser para mí como el caballo para el jinete en las carreras, y no podía aflojar las riendas, no podía abandonarme a sus ímpetus, si no quería perder mi libertad en la trampa amorosa, en la primavera apresada por los brazos de cualquier mujer.

Hice un esfuerzo, y el olor de la tierra, la humedad de las aguas, la luna, los aromas del campo y el cantar de los grillos dejaron de turbarme.

—¿A Cádiz, dices? Bien. Vamos a Cádiz. Allí hallaremos un barco que nos lleve.

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