Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO V » 1.

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»Allá nos fuimos. Estaba de bote en bote, como siempre, y el fraile empezó su plática. Don Juan le escuchó con la mayor atención. De vez en cuando, asentía. “Ya ves, si a este hombre lo hubiera oído yo a los veinte años, las cosas habrían sido de otro modo. Pero ahora ya es tarde.” También me dijo que era el mejor teólogo que había escuchado nunca. “Su único error ha sido escoger entre mujeres lo más selecto de su clientela. Las mujeres metidas en negocios de esta laya son más sensibles a la soberbia que las pobres pecadoras. Y, de la soberbia a la lujuria, hay un puente de cuyo portazgo tengo yo la llave. No me dieran más trabajo que destruir la santidad de este monasterio.”

»El fraile había terminado su plática. Hubo un revuelo entre los fieles, porque alguien pedía que le dejasen llegar al presbiterio: un pobre hombre, que se acusó de media docena de pecados vulgares, y fue a recibir la absolución de dom Pietro. Mi amo asistía a la escena sin pestañear. En sus ojos aparecía el fuego de antaño, la luz que yo tan bien conocía. Se abrió paso, de pronto, y llegó al altar. La gente empezaba a marcharse. Alzó un brazo y dijo: “¡Esperar!” Muchos quedaron sobrecogidos al ver aquella figura vestida de negro, esbelta, con la capa derribada, y al oír aquella voz que, al rogar, ordenaba. La gente se detuvo. Los que habían salido, volvieron a entrar. El fraile quedó mirando a mi amo como se mira al mismísimo demonio, como lo mira un santo, quiero decir: dispuesto a la pelea.

»Don Juan esperó a que la gente sosegase, y empezó a hablar. Jamás su voz fue más dramáticamente timbrada, nunca más escogidas sus palabras. Contaba como un actor soberano el cuento de su vida, el verdadero cuento, metiendo en él a Dios y al diablo, y le aseguro que ningún público de teatro fue jamás zarandeado por el arte como los fieles de dom Pietro en aquella ocasión. Cada palabra de mi amo era como un cuchillo que fuera a clavarse en los corazones oyentes, que los hiriese, que los hiciese sangrar. Lloraban, quedaban suspensos, crispaban las manos, se agarraban unos a otros, refrenaban gritos de espanto. El propio dom Pietro perdió el dominio de sí mismo y se dejó arrebatar por aquel cuento patético. Pero yo sabía que ni los fieles ni el santo fraile importaban a mi amo un pepino. Aquel derroche de retórica iba dirigido a las monjas del coro y en particular a doña Ximena, que entre ellas estaba. Y como a mí también me interesaban más las mujeres selectas que el público vulgar, dejé mi cuerpo dormido a un rincón, y me colé en el coro.

»Las monjas estaban quietas en semicírculo. Doña Ximena, un poco más adelantada, no se movía. La madre abadesa, como cansada, apoyaba las manos en el sitial. De todas ellas, solo doña Ximena podía ver a Don Juan, aunque a través de celosías. Pero las palabras tenían, quizá, más fuerza que la presencia. Habían cargado el aire de

sex-appeal, como se carga de electricidad una tarde de tormenta. Un párpado estremecido, el temblor de unas haldas, los nudillos sin sangre de unas manos cerradas, acusaban las dianas de Don Juan en aquellos corazones inocentes, en aquellos espíritus ante los que, por vez primera, el pecado se desplegaba en toda su inmensidad oscura. No lo entendían, como no se entiende el abismo, pero se sentían atraídas, ganadas por él. Hasta que, de pronto, la abadesa sacudió las tocas, como quien viene de un sueño. Y golpeó su reclinatorio con el martillo de madera. “¡Vámonos!”, añadió, y las monjas salieron de dos en dos, en apariencia impasibles, pero turbadas. Solo doña Ximena quedó en el coro, agarradas sus manos a la celosía.

»Mi amo terminó su confesión. “Ahí tiene usted mi vida —dijo a dom Pietro—. Conviértala, si puede, a la alegría del Señor”. Descendió las gradas del altar, la capa a rastras, el sombrero en la mano y la cabeza baja. Pasó por entre los frailes alucinados, a punto de aplaudirle el mutis. Entonces, doña Ximena salió de su quietud, abandonó el coro corriendo, bajó las escaleras, acudió a la puerta de la iglesia. Mi amo se había alejado ya, pero yo la esperé, y me acerqué a ella al verla desorientada, al ver sus ojos anhelantes buscando un rostro desdeñoso entre la muchedumbre de rostros compungidos. Le pregunté si buscaba a alguien. “¡A ese hombre! ¿Le conoce?” Le di el nombre y la dirección de mi amo. Era mi deber de criado.

Lo dijo con excesivo orgullo, como si respondiera a una objeción que nadie le había hecho, que yo mismo estaba lejos de hacerle. Y, súbitamente, se dejó caer en la silla, como sin fuerzas. Apoyó la cabeza en las manos, escondió el rostro, y permaneció quieto. Esperé unos minutos. No se movía, no se le oía respirar.

—¿Le pasa algo?

Tardó en responderme:

—Tengo derecho a estar cansado, ¿no? ¿Cuánto tiempo llevo hablando solo? Eso fatiga.

Le serví un whisky y se lo ofrecí. Bebió un trago largo, se pasó la lengua por los labios y dejó el vaso en el suelo, encima de la alfombra iluminada por el sol.

—Gracias. Pero acabo de mentirle. No es hablar lo que me cansa, sino esta lucha interior conmigo mismo…

Se echó de pronto a reír.

—¡Conmigo mismo! Tiene gracia. Quiero decir que lucho contra el sistema nervioso de Leporello, que era un sentimental; contra su propensión a las descargas de adrenalina. Mi corazón se inclina al llanto sobre el recuerdo de aquella dama. ¿No lo encuentra ridículo?

Su mano buscaba el vaso. Ya no reía. Le había quedado una muequecita en la esquina de la boca. Volvió a beber.

—Aquella noche, la esperamos. Sin decir una sola palabra, porque Don Juan y yo nos entendíamos con la mirada. Don Juan clasificaba sus medallas mientras yo dormitaba en un rincón. Pero llegó la media noche, y doña Ximena no aparecía. Mi amo empezó a hablar en voz alta: a preguntarme humildemente si se habría equivocado y si se haría menester una segunda carga por otros procedimientos. «No sería de extrañar que mis mejores armas se hubieran embotado con la falta de uso», concluyó. Y preguntaba mi opinión con la mirada. Le respondí que jamás había oído nada tan convincente como su confesión, y que la tal doña Ximena debía de estar ya muerta por sus pedazos. «En ese caso, ¿cómo no vino a verme?» Añadió que quizás al otro día, y me mandó a acostarme.

»Dejé en la cama el cuerpo de Leporello y partí al monasterio de las bernardas. ¡Cuidado que las noches romanas son sugestivas, y que a poco que se demore uno por las alcobas de los palacios, o las yacijas de los tugurios, se aprenden cosas sabrosas de la ambición, de la codicia, de la lujuria humana! Pero aquella me sentía atraído por las almas turbadas, por los corazones sacudidos de las pobres monjitas. Recorrí, una a una, las celdas. Dormían las monjas, dormían de pura fatiga de dar vueltas incesantes alrededor de la nada. Porque aquellas criaturas no entendían el pecado, no les cabía en la cabeza la blasfemia viviente de Don Juan, y, sin embargo, se les había metido dentro, se les colaba por los resquicios más delgados, ponía en movimiento sus conciencias hasta entonces apacibles, como si les hubiesen aguijado los monstruos más recónditos del subconsciente y empezaran a despertárseles. Ninguna de ellas soñaba pecaminosamente con Don Juan, pero todas sentían deseos sin nombre, deseos que les hacían temblar la superficie del alma, que les ponían la carne de gallina, y les obligaban a lanzar suspiros aparatosos, aun estando dormidas. Confieso que el espectáculo de las monjas bernardas me produjo una súbita, aunque rápida, vergüenza profesional. Un diablo veterano hubiera necesitado años para causar aquel destrozo en las huestes femeninas de dom Pietro; pero mi amo lo había logrado, solo con su palabra, en un cuarto de hora. Siempre le había admirado, pero entonces le admiré más. Le admiré con la sinceridad, con la franqueza de un maestro que juzga la obra de un competidor de talla.

»Había dejado para el final la visita a doña Ximena. Doña Ximena no dormía. Doña Ximena daba vueltas en el lecho, o paseaba por su celda, o se arrojaba ante un Cristo y le pedía ayuda. A Doña Ximena se le había encendido una llama en las entrañas, y su fuego le recorría las venas, le cegaba el cerebro, le quemaba el corazón. Doña Ximena sabía lo que era desear a un hombre, tenía un nombre para el deseo, y deseaba a Don Juan con la furia saludable de sus treinta años solitarios. Peleaba contra el recuerdo, pretendía expulsar de su conciencia la imagen de mi amo; pero, al mismo tiempo, deseaba salvarlo. Los pecados de Don Juan la habían espantado, sí, pero, al mismo tiempo, habían suscitado su caridad y ahora se partía su alma entre el miedo y el amor. Difícilmente el ángel podría socorrerla, porque su deseo se enmascaraba de obligación, y al seguir el mandato de sus entrañas creía seguir a Cristo. Hacia la madrugada, tras una lucha frenética, doña Ximena se sosegó al aceptar como deber a su esfuerzo reservado la salvación de Don Juan. Durmió después de que su corazón intrépido dejó planteada la lucha contra el demonio, la disputa del alma de mi amo.

»Apareció en nuestra casa al día siguiente, por la tarde. Se había protegido con rezos y agua bendita. Venía vestida de hombre, y se presentó a mi amo con las señales de su zozobra pintadas en el rostro. Estaba dramáticamente bella, estaba conmovedora, arrimada al quicio de la puerta con las manos tendidas, anhelantes. Don Juan se la quedó mirando, y ella le dijo: “No me mire usted así, que soy una mujer”. Don Juan le respondió: “Ya lo había advertido”, y doña Ximena se rio. Mi amo la mandó sentar, y la cosa siguió como un juego de cortesías. Después, doña Ximena confesó que le había escuchado la tarde anterior, y que venía dispuesta a salvarle del demonio. “No puedo aceptar su ayuda en ese trance, si usted, a su vez, no acepta la mía.” “¿En qué puede ayudarme?” “En esa lucha que trae contra los españoles.” “Pero ¿usted no es uno de ellos?” “Sí, aunque no tan agradecido al monarca que no pueda tomar las armas contra él.” “No pretendo obligarle a ser traidor.” “Ni yo distraerla a usted de sus conspiraciones.” “¿Piensa que, sin mi ayuda se perderá su alma?” “Pienso también que, sin la mía, la vencerá el rey de España.” Después de una larga batalla dialéctica, quedaron por fin de acuerdo. Mi amo se comprometió a una entrevista privada con dom Pietro, a la mañana siguiente.

»Yo no podía faltar, y tuve que valerme del cuerpo de una paloma que el fraile enjaulaba en su celda. El pobre animalito, buchona de color gris y una especie de moño rojo en la cabeza, cuando lo abandoné, cayó muerto, y no le valieron los rezos de aquel santo para volverlo a la vida. Comprendo que fue una crueldad, pero el cuerpo de una paloma, por muy buchona que sea, no está hecho para soportar por mucho tiempo el espíritu pujante de un demonio. ¡Y cuidado que son malas las palomas!

»Llegó mi amo, enlutado, y el fraile le recibió sonriendo. “Le escuché la otra tarde, y le confieso que su cuento me conmovió y llegó a preocuparme. He pasado dos noches dándole vueltas, y al fin creo tener unas palabras para usted.” Era un buen tipo aquel fraile, capaz de sonreír a la misma muerte y de hallar explicación optimista a los peores males de este mundo. “Porque lo que a usted le sucede, si no he entendido mal, es que le han decepcionado los placeres de la carne…” Se rio de sí mismo, y añadió: “Perdóneme si les llamo de esta manera, pero estoy acostumbrado al lenguaje clerical. A usted le pareció una vez que existía cierta desproporción entre las esperanzas puestas en la unión sexual, y sus resultados exactos.” “Así es”, respondió mi amo. “Me lo pareció la vez primera y me lo sigue pareciendo.” “¿Y encuentra, además, que esto es injusto?” “Desde luego.” “Por lo que pude oírle, no es usted ajeno a la teología.” “Por el contrario, padre, hubo una época en que estuve bien informado.” “Y, de poesía, ¿qué tal anda usted?” “Creo entender bastante.” “Entonces, amigo mío, me voy a permitir traducirle unos versos que hice en cierta ocasión y que vienen al caso.” “No tiene que traducirlos. También entiendo el latín.” El fraile fue al escritorio, revolvió en sus papeles, sacó unos pliegos, y se puso a recitar.

Aquí volvió Leporello a detenerse. Le había caído el pelo encima de la frente, y en sus mejillas morenas brillaban algunas gotas de sudor. Le di un pitillo y una cerilla ardiendo. «Gracias. Me hacía falta.» También le pasé el vaso, casi vacío.

—Recuerdo de memoria los hexámetros latinos, pero sería inútil repetirlos, porque usted no los entendería. Y no me diga, por quedar bien, que sabe latín. El poco que aprendió en su bachillerato lo tiene olvidado. Es una pena. El poema es perfecto, y sus versos, mejores que los de Ovidio. ¿Recuerda quién fue Ovidio?

—¡Váyase al cuerno! ¿Es que pretende examinarme ahora de literatura?

—¡No se incomode, hombre! Después de todo, haber olvidado el latín no es ninguna deshonra. Pero, lo siento, de veras que lo siento. Son unos versos que no deberían perderse y que nadie conoce más que mi amo y yo. Y yo los publicaría si hallase alguna persona capaz de admitir como buena la historia de su origen. Pero a todo el mundo le sucede lo que a usted, que acaba por creerlos míos…

Le interrumpí.

—No he dicho que lo piense.

—Pero lo piensa. Y espera que sean una mamarrachada. No lo son, créame. ¡Lástima que no pueda recitárselos! Suenan a música celeste…

Cerró los ojos y quedó como transido. El cigarrillo se le escapó de las manos y empezó a quemar la alfombra. Tuve que recogerlo y echar un poco de agua en el agujerito humeante. El aire olía a chamusquina. Leporello no se había enterado. De pronto:

—Si hablo de música celeste, es con conocimiento de causa. Yo la he oído, y sé cómo suena. ¡Hace ya muchos siglos, hace un infinito! Pero a veces mis oídos la recuerdan y, entonces, la nostalgia me aniquila. Sucede con esas músicas lo que a usted y a la mayor parte de los hombres con las de su adolescencia. Usted, cuando asiste a los conciertos, finge entender de Procoffiew, y hasta de Honnegger, pero lo que de verdad le gusta, en materia de música, son los tangos aprendidos a los diecisiete años. Le llevo la ventaja de que las músicas de mi recuerdo son de mejor calidad.

Se puso a tararear, se arrancó a danzar, y dio unas vueltas por el salón bailando un baile extraño. Me pareció en un momento que sus pies no tocaban el suelo.

—Perdóneme, pero he olvidado cómo sigue.

Y añadió en seguida:

—Algo muy parecido a esto bailaba David ante el Arca… Parecido, pero no lo mismo. La tradición, entonces, ya había degenerado. Pero si logra usted salvar su alma, llegará incluso a danzar como acabo de hacerlo. No tan perfectamente, sino más bien como un eco lejano… Usted no sabe… La danza la dirigen los Serafines. Son, como si dijéramos, sus creadores. Nunca repiten el mismo movimiento, sino que incesantemente están creando combinaciones nuevas. Los Querubines, que vienen inmediatamente, y que son enormemente intuitivos, adivinan la invención de los Serafines y la reproducen al mismo tiempo. Luego están las Dominaciones, los Tronos, y los restantes órdenes angélicos. Danzan al mismo impulso con igual movimiento. La diferencia entre su danza y la de las criaturas consiste en que no imitan, sino que reproducen. Lo más parecido a esto son las olas del mar. ¡Qué espectáculo, amigo mío, las miríadas de espíritus perfectos danzando al mismo ritmo, creando en los cristales del cielo mudanzas inagotables para una danza eternamente original! Lo mejor que hayan hecho los cineastas de Hollywood no es ni su caricatura. ¿Recuerda los bailes acuáticos de Esther Williams? Son una cursilería. Pero el secreto estriba en que la música procede del Señor…

Se sumió de nuevo en un silencio nostálgico. Después, sacudió la cabeza.

—La poesía conserva el eco de aquella música. También los poetas, como los serafines, quieren crear movimientos. Dom Pietro lo había conseguido. A mi amo le atraía el contenido del poema, pero a mí me sedujo en seguida su forma. Combinar hexámetros y pentámetros lo ha hecho todo el mundo. Se hace, incluso, en los Liceos. Pero aquel fraile había logrado musicalizar todas y cada una de las sílabas. Tenían una significación en el conjunto y un valor independiente, como las notas de un arpa. ¡Qué lástima que usted no pueda escucharlo! Pero, en el fondo, no importa. A usted, como a mi amo, le interesa también el contenido. Y, ¡qué diablo!, tiene su importancia. Dom Pietro había adivinado un poco de lo mucho que aconteció en cierta ocasión memorable, el día aquel en que empezó la Historia.

Me miró de soslayo.

—Estoy aludiendo, como es obvio, al pecado de Adán y Eva. El poema de dom Pietro, en dísticos latinos, se refería a él. Voy a contárselo.

Abrió la tapa del piano y empezó a tocar. Sus dedos se movían por la zona de las graves.

—Retenga usted esta música, su ritmo, al menos, y procure acomodar a él mis pobres, mis opacas palabras…

De pie, arrimado al piano, vuelto hacia la luz de la ventana, alzó un brazo lentamente. Recordaba la actitud de las recitadoras hispanoamericanas cuando empiezan: «¡Alegría del mar…!»

«… Y la ola se rompe contra el límite»

Dejó caer el brazo.

—En el crepúsculo inmenso del Paraíso, aquella tarde de otoño, había dejado de llover. Las palmeras desperezaban sus abanicos, y los nardos sacudían las gotas de la lluvia en el césped brillante.

Adán se había quedado dormido en su gruta de cuarzo cristalizado, y el Señor tuvo que llamarlo varias veces para que despertase.

—¡Ya voy, Señor! —le respondió, restregándose los ojos; y salió a la puerta de la gruta.

El Señor se había puesto aquella tarde un traje de arcoiris, y, una vez más, Adán quedó deslumbrado.

—¡Buenas tardes, Señor! —dijo, inclinando la cabeza, y el Señor le sonrió.

—¡Vaya sueño!, ¿eh?

—Sí. La siesta de esta tarde ha sido larga. ¡Como no tengo qué hacer!

El Señor se acercó y le puso en el hombro una mano transparente.

—¿Te aburres?

—No es eso —respondió Adán—. Aburrirme, precisamente, no. Pero me gustaría hacer algo. No estoy contento más que cuando estamos juntos; pero comprendo que Tú tienes cosas más importantes en que ocuparte.

—Ahora, ya no. Todo lo que tenía que hacer está hecho.

—¿Has acabado también los cielos?

—¡Míralos! —dijo el Señor; y la mirada de Adán traspasó las nubes de la tarde y se hundió en el infinito, hasta donde llegaban las últimas galaxias.

—Es hermoso. Pero te dará mucho trabajo ponerlo en marcha cada día.

—Está en marcha para siempre. Hasta el fin de los tiempos.

—¡Ah!

La mirada de Adán se enredaba en las constelaciones, perseguía las estrellas fugaces, inquiría en el seno confuso de la Vía Láctea.

—Es bonito —repitió—. No sé cómo se te ha ocurrido hacerlo. Yo lo hubiese hecho más simple y más pequeño, pero sin solemnidad y probablemente sin elegancia y con mucho menos brillo. Desde luego, tienes más imaginación que yo.

—Ya ves…

—Y, todo eso, ¿sirve para algo? Quiero decir, si es como los frutos de los árboles o las aguas del río, para que yo me alimente; o como las flores y los insectos…

El Señor espió la mirada de Adán y el gesto de sus labios.

—Útil, lo que se dice útil, no lo es; pero divertido y gracioso, me lo parece. Además…

Adán alzó un poco hacia Él la cabeza, y una mirada interrogante.

—Todas las cosas que hay en el Universo —continuó el Señor—, me aman, cada cual a su manera. Las orugas lo mismo que los soles, las hierbas como las aves. Ese conjunto inmenso se mueve por amor hacia Mí; por amor viven los animales, y crecen las plantas en el campo, y hasta esos cristales de tu gruta tienen su modo de amarme. ¿Entiendes?

Adán contestó que no muy bien.

—Me aman lo mismo que tú —aclaró el Señor—. Lo que sucede es que su amor no se dice en palabras, y, si me apuras, no está dicho todavía. Precisamente por eso estás tú en el mundo. Hasta ahora, te aburrías sin hacer nada, pero ahora que el Cosmos está completo, tienes que recorrerlo para traerme el mensaje de amor de cada cosa.

Adán inclinó la cabeza.

—No te entiendo, Señor.

—Vas a hacer un viaje, vas a recorrer el cielo hasta las últimas estrellas; vas a hurgar en los campos hasta dar con las hierbas escondidas; vas a hablar a todos los animales del aire, del mar y de la tierra; vas a interrogar al oro, y al diamante, y a todos los pedruscos subterráneos. Preguntarás si aman a su Señor, y cuando te hayan dado respuesta, me la traes.

—¡Eso me dará mucho trabajo!

—No creas… Si sabes hacerlo…

—Y, durante este tiempo, ¿estaré sin verte?

—Probablemente, pero no lo notarás.

Adán dijo que bueno y, a la mañana siguiente, partió hacia su viaje. Por el reloj de su pulso, tardó siglos enteros; por el reloj del Señor, solo un instante.

Era también la tarde en el Paraíso, pero no había llovido. Adán venía cansado y un poco triste. Se dejó caer a la orilla del río, y bebió largamente. Después, quedó tumbado, con la vista en las nubes y el corazón perplejo. Y así estuvo, hasta que oyó la voz del Señor, que le llamaba.

—¿Dónde te has metido, Adán?

—¡Estoy aquí, Señor! —respondió el hombre; y saltó rápidamente. El Señor se acercaba sin prisa, y dio tiempo a que Adán se sacudiera el polvo y se alisara un poco el cabello. Cuando estuvo decente, marchó al encuentro de Dios.

El Señor le tendía la mano y, al estrecharla, Adán sintió desvanecerse la fatiga de su carne y la tristeza de su corazón.

—¡Cómo me alegra verte, Señor! ¡Qué bien me siento a tu lado!

Un impulso le llevó hasta los brazos del Señor, en cuyo pecho apoyó la cabeza.

—Estoy bastante avergonzado, y lo mejor será que te lo cuente todo.

El Señor acarició su frente.

—¿Te ha ido mal por esos mundos?

—Son muy bonitos, y el viaje fue entretenido. Realmente, desde aquí no se da uno cuenta de lo mucho que has hecho y de lo bien que está. Pero…

Se interrumpió, y buscó ánimos en la mirada del Señor. Dios volvió a sonreírle.

—Cuenta.

—¿Cómo te lo diré? —la voz de Adán temblaba—. Cuando estoy junto a Ti, parece como si entre nosotros no existieran distancias. Te llamo y me respondes; te miro y me sonríes; te amo, y me devuelves amor. No me atrevo a decir que somos uno mismo, pero es como si lo fuésemos. En cambio…

La voz se le amargó, y una arruga profunda surgió en su frente. El Señor miraba a otra parte para ocultar su regocijo.

—Ni las cosas me entienden, ni las entiendo. Sean estrellas, ranas, cataratas de agua, leones o claveles, al preguntarles, enmudecen; al hablarles de amor, me miran sin comprender. Somos distintos, no hablamos la misma lengua. Siento como si un abismo nos separase.

—Y, eso, ¿te ha entristecido?

—Sobre todo, Señor, porque no pude cumplir tu encargo, y también porque me gustaría entenderme con las cosas que me rodean, las próximas como las lejanas. Hasta ahora, viví entre ellas sin darme cuenta de que no las amaba y de que les era indiferente. Me parecía suficiente, Señor, nuestra recíproca amistad. Pero ellas te aman, y Tú las amas, y me duele quedar fuera de ese concierto y no poder traerte…

Le interrumpió un sollozo. Se echó a llorar en los brazos del Señor, y Dios le sonrió otra vez, aunque Adán, con el llanto, no se diera cuenta. La sonrisa divina fue para Adán como el jugo de las amapolas: allí mismo, en sus brazos, quedó dormido. El Señor lo cogió y lo acercó a la gruta de cuarzo, que a aquella hora no resplandecía: y se quedó mirándole. De vez en cuando, reía. Después, trajo la noche sobre el cuerpo dormido y mandó al Universo entero que guardase silencio. Al escucharle, el Universo se sobrecogió, porque nunca el Señor se había metido en el horario de la luz y las sombras; y todo quedó callado, hasta la música de los astros.

Aquella noche, el Señor estuvo muy atareado. Iba y venía por el jardín del Paraíso. Sus manos hurgaban en la arena, sus dedos palpaban su finura; o las metía en las aguas y probaba su delgadez. Recorrió también los cielos, y el fondo de los mares, y estudió el color del firmamento y del coral, el resplandor de los soles y la transparencia de las aguas marinas. En las selvas, la piel más suave de las fieras, y, en las playas, la palpitación de la marea. Escuchó la voz de las caracolas, el susurro del aire nocturno y todo lo que en las cosas naturales era dulce, delicado y bello; cuando lo tuvo bien estudiado, se sentó en un rincón del Paraíso, y, con la mano en la mejilla, estuvo un rato pensando. Las cosas de este mundo, que le veían, no se atrevían a respirar: esperaban, suspensas, a que el Señor se moviese. Y cuando, al fin, oyeron su grito de triunfo, un movimiento de alegría recorrió el Universo, como un oleaje, hasta los límites.

El Señor se encerró en la espelunca de Adán hasta la madrugada. Salió, y fue a lavarse al río, porque traía las manos sucias de barro. Después, llamó a los ángeles, y ordenó que cantasen a toda orquesta el Himno del amor universal. Los ángeles le obedecieron. Cantaban en las alturas, y las cosas creadas hacían segundas y terceras voces todas a coro, si no es el viento, a quien siempre correspondieron las arias. El Señor se había sentado frente a la cueva de Adán, y, con su espalda, ocultaba la entrada. Desde los ángeles a las hormigas, todos sentían curiosidad por saber qué pasaba. Pero el Señor, con su mirada, los mantenía a raya. A una tortuga que disimuladamente quiso colarse, le dio un papirotazo y la envió lejos. «¡Es que yo vivo ahí, Señor!», clamaba la tortuga; pero el Señor la llamó cotilla y le dijo que se estuviera quieta, y que en castigo de su curiosidad, en lo sucesivo dormiría durante los inviernos. También desde entonces la tortuga se quedó sin voz.

Despertó Adán a la salida del sol, y al escuchar los cánticos, se preguntó si serían de fiesta, y si estaría faltando al Señor en cortesía. Pegó un brinco, y, al desperezarse, vio a Eva en el suelo, dormida sobre el lado izquierdo. Quedó suspenso, abrió la boca, y el primer movimiento fue de terror, de modo que se escapó basta el fondo de la gruta; pero al ver a Eva inmóvil, al resbalar su mirada por la curva de sus ancas morenas, por la superficie de los muslos, le pareció que algo tan hermoso no podía ser temible. Se acercó, sin embargo, poquito a poco; se atrevió a tocarla: le acarició el talón, que le quedaba más cerca que otra cosa, y Eva se movió. Adán apagó un grito de júbilo: Eva, al moverse, había descubierto la cara, y Adán se confesó que nunca había visto nada tan seductor.

—Tengo que decírselo a Dios —pensó—, para que venga también y vea…

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