Don Juan

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XXXVII EL ENEMIGO

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XXXVII

EL ENEMIGO

—¿Qué es lo que más recuerda usted de París, señor obispo? —ha preguntado Ángela.

Don Gonzalo, Ángela y Jeannette han venido a despedirse del obispo; se marchan a París. El palacio episcopal es chiquito. El zaguán lo forman cuatro paredes desnudas; un ancho farol pende del techo. Se sube por una escalera corta, se llega a una puerta y se pasa a una pieza entarimada; por la ventana se ve un palio con un pozo. Se entra por un corredor; se tuerce a la derecha; luego, a la izquierda... A1 fin, el visitante se encuentra en un salón cubierto de papel rameado. La sillería es de seda verde con dibujos blancos. En una consola de mármol se yergue una Virgen, debajo de un fanal. En la pared destacan un retrato de León XIII y una copia del Cristo de Velázquez. El obispo ha entrado, andando lentamente, apoyado en su báculo.

—¿Qué es lo que recuerda usted más de París, señor obispo? —ha preguntado Ángela.

Le han oído ya algunas veces al buen obispo contar la historia, pero gustan de oírsela contar de nuevo.

—¿Lo que más recuerdo yo de París? —dice el obispo.

—Recordará usted muchas cosas —observa Jeannette.

—¿No estuvo usted en París en 1880?— añade don Gonzalo.

—Estuve —replica el obispo— cuando regresaba de Roma, el primer viaje que hice, en 1880.

—¿Y qué es lo que más le llamó a usted la atención? —dice Ángela.

—Muchas cosas vería en París el señor obispo —agrega don Gonzalo.

Hay un momento de silencio. En la puerta del salón, uno de los familiares se inclina al oído del otro y le dice unas palabras son. riendo.

—En París —dice, al fin, el obispo—, yo vi..., yo vi al Enemigo.

—¿Al Enemigo, señor obispo? —dice Ángela fingiendo espanto.

—¿Ha visto usted, señor obispo, al Enemigo en París? —dice Jeannette fingiendo también terror.

—Sí, sí —afirma el obispo—, he visto al Enemigo. Fue una tarde; iba yo con varios compañeros. ¿Cómo se llama aquella plaza que hay cerca de otra grande con una estatua? No me acuerdo ya bien... De pronto uno de mis compañeros me señaló un señor bajito, rechoncho, con la cara afeitada, y que parecía un cura...

—¿Y quién era ese transeúnte, señor obispo? —pregunta Ángela.

—¡Era el Enemigo! —exclama ahuecando infantilmente la voz el obispo—. ¡Era el Enemigo!... Terrible..., terrible..., terrible...

—Pero un hombre gordo, y que parecía un cura, ¿era el Enemigo? —pregunta Jeannette.

—Sí, Juanita —dice el obispo—; sí, Ángela; sí, don Gonzalo. Era el Enemigo... Terrible..., terrible...

Los dos familiares, que se hallan de pie en la puerta, sonríen levemente. Sonríen también con discreción Ángela, don Gonzalo, Jeannette.

—Al día siguiente —prosigue el obispo vi en una librería la refutación de la

Vida de Jesús, que escribió Augusto Nicolás, y la compré. Alguna vez, para recordar aquellos tiempos, hago que me lean un poco en ese libro.

Como llegaba la noche, la débil claridad del crepúsculo apenas iluminaba la estancia. Han sonado en la catedral las campanadas del

Angelus. A1 oír las lentas campanadas, el obispo se ha puesto en pie; lodos se han levantado. El obispo ha permanecido un momento en silencio, con la cabeza baja, sobre el pecho. Destacaba en la penumbra la nieve blanquísima de sus cabellos.

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