Don Juan

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XI EL OBISPO CIEGO

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XI

EL OBISPO CIEGO

Una débil claridad aparece en las alfas vidrieras de la catedral. Es la hora del alba. A esta hora baja el obispo a la catedral. El palacio del obispo está unido a la catedral por un pasadizo que atraviesa la calle. A la hora en que el obispo entra en la catedral todo reposa en la pequeña ciudad. La catedral está casi a oscuras: resuenan, de cuando en cuando, unos pasos; chirría el quicio de una reja. En la pequeña ciudad la luz de la mañana va esclareciendo las callejas. Se ve ya, en la plaza que hay frente a la catedral, caer el chorro del agua en la taza de la fuente, el ruido de esta agua, que había estado percibiéndose toda la noche, ha cesado ya.

El obispo está ciego; ciego como el dulce y santo obispo francés Gastón Adrián de Ségur. Entra en la catedral despacito; va sosteniéndose en un cayado; obra de dos o tres pasos le van siguiendo dos familiares. La. amplia capa cae en pliegues majestuosos hasta las losas. Se dirige el buen prelado hacia la capilla del maestre don Ramiro. De cuando en cuando se detiene, apoyado en su bastón, con la cabeza baja, como meditando. Su pelo es abundante y blanquísimo. Destaca su noble cabeza en el vivo morado de las ropas talares. No puede ya ver el obispo su catedral, ni su ciudad. Pero desde su cuartito, él, todas las mañanas, a la hora en que rompe el alba, espía todos los ruidos de la ciudad, que renace a la vida: el canto de un gallo, el tintín de una herrería, el grito de un vendedor, el ruido de los pasos. Ya no puede él ver los zaguanes blancos y azules de los conventos pobres; ni las iglesitas sin mérito ninguno artístico, pero ennoblecidas, santificadas, por el anhelo de las generaciones; ni los vencejos que giran en torno de la torre de la catedral; ni el panorama de las colinas que se descubre desde el paseo de la ciudad... ¡Cuánto daría el buen obispo por ver, no un cuadro famoso, ni una maravilla arquitectónica, ni un paisaje soberbio, sino uno de estos porches de los convenios humildes, enjalbegados de cal nítida y con un zócalo de vivo azul!

El obispo camina lentamente con su capa morada y su bastón hacia la capilla del maestre. Don Juan viene alguna mañana a verle. En la capilla del maestre, el obispo dice misa, todos los días, a tientas, ayudado por sus familiares. ¿Hemos dicho que él hubiera querido ver tan sólo un pedazo de muro blanco y azul? Tal vez ni esta inocente concupiscencia tiene. Como Ségur, el otro obispo ciego, el obispo de la pequeña ciudad exclama: 11 ¡Qué me importa, después de lodo, ver o no ver la luz exterior, con tal de que los ojos iluminados del corazón perciban la luz verdadera y eterna, que no es otra que Cristo viviendo en nosotros!"

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