Don Juan

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XXXI VIRGINIA

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XXXI

VIRGINIA

¡Qué bien bailan las serranas,

qué bien bailan!

Poco más de media hora de la ciudad se encuentra la aldea de Parayuelos. La componen familias de pelantrines y terrazgueros pobres. Tiene en Parayuelos una granja don Gonzalo. Don Juan suele ir allá, algunos días, con el doctor Quijano. Le place ver cultivar la tierra a los labriegos. Se informa de las propiedades y virtudes de las piedras y las plantas. Una moza va y viene por la casa y las tierras. Se llama Virginia, y es la hija del cachicán.

En los pinares de Júcar

vi bailar unas serranas,

al son del agua en las piedras

y al son del viento en las ramas...

¡Qué bien bailan las serranas,

qué bien bailan!

No hay quien baile como Virginia. La moza es alta y esbelta. Ríe y ríe siempre con una risa sonora. Desde que quiebra el alba hasta la noche, no se cansa Virginia de trajinar por la casa.

Prepara las encellas para los quesos; dispone por el otoño el almijar; cierne la harina y amasa; clarifica la miel cuando se castran las colmenas; cuelga en largas cañas las frutas navideñas; aliña con romero e hinojo las aceitunas negras, en las grandes tinajas... Y cuando llega el día de fiesta, Virginia se viste una saya de lana roja, un jubón verde y un pañuelo amarillo. A1 cuello, Virginia se ciñe un collar de perlas toscas y artificiosas. Suena un tamboril y un pífano. En la plaza de la aldea se forma un ancho corro. Virginia es la que mejor baila.

¡Qué bien bailan las serranas,

qué bien bailan!

Don Juan contempla embelesado la gracia instintiva de esta muchacha: su sosiego, lu vivacidad, la euritmia en las vueltas y en e1 gesto.

Cuando Virginia va a la ciudad, las gentes sonríen. Sonríen levemente. Sonríen de la gracia, de la ingenuidad de Virginia. ¿Por qué se pone Virginia este ostentoso collar? Todo el mundo sonríe del collar tosco y falso de Virginia.

Un día, Virginia ha venido a casa del maestre. En el salón gris, la moza, con sus colores vivos, está en pie, inmóvil, ante Ángela y Jeannette, que contempla su esbeltez y su gracia. De pronto, Jeannette exclama:

—¡Quiero ponerme el collar de Virginia!

Prestamente lo ha desceñido del cuello de Virginia. Ya lo tiene en la palma de la mano: Entonces, al contemplar estas perlas finas, purísimas, verdaderamente maravillosas, una profunda extrañeza se ha pintado en su rostro. Le ha alargado el collar a Ángela. El mismo estupor se ha retratado en la cara de Ángela. Las tres mujeres permanecen un momento en silencio, absortas.

¡Qué bien bailan las serranas,

qué bien bailan!

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