Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO V » 1.

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1.

—¿Y a dónde fueron?

—A Italia, naturalmente. —Leporello bebió un sorbito de whisky y se relamió—. Recuerde lo de Zorrilla:

… buscando mayor espacio

para mis hazañas, di

sobre Italia, porque allí

tiene el placer un palacio.

Aunque nosotros, claro está, no íbamos en busca de placeres, al menos mi amo.

—Ya. Lo que su amo buscaba era la perfección de la blasfemia.

—O algo parecido que usted no entenderá jamás.

Leporello había venido a verme la tarde de aquel día en que estaba concertado mi regreso a Madrid en el coche de un amigo. Apareció de pronto, y me ordenó, o poco menos, que deshiciera las maletas, porque precisamente aquella noche se celebraba la première de un drama al que me importaba asistir.

—Se titula —añadió, sin mirarme— «Mientras el cielo calla», aunque debiera titularse «El final de Don Juan».

Pegué un bote en el sofá. Leporello limpiaba con su pañuelo la superficie del piano. Llevaba el hongo puesto, un poco echado hacia atrás, y por la abertura de un bolsillo le asomaban los guantes grises. Aquella humildad de nuestra última entrevista había desaparecido; sacaba el pecho, y, si miraba, lo hacía con burlona altivez. Leporello se portaba conmigo como el triunfador que perdona a la víctima y le ofrece un bocado de pan.

—Porque supongo que tendrá curiosidad por saber cómo terminó esa historia.

—¿Qué historia?

—La que usted ha escrito estos días pasados. —Se volvió hacia mí, sacudiendo el polvo del pañuelo encima de mis pantalones—. Por cierto que me gustaría leerla.

—¿Es que la desconoce?

—Es que siempre resulta agradable recordar.

—Es una historia disparatada.

—¿Por qué la escribió, entonces?

—No lo sé.

—Yo sí lo sé. La escribió porque no tuvo más remedio, porque una fuerza superior le obligó a hacerlo. Pero no se le ocurre presumir de haberla inventado. La historia no tiene nada suyo, usted lo sabe. Ni siquiera las palabras le pertenecen.

Acercó una silla, se sentó y sirvió whisky.

—El manuscrito es suyo, eso no se lo discuto. Y puede usted publicarlo, pero no con su nombre. Se reirían de usted.

—Soy escritor.

—Periodista, nada más, no lo olvide. Jamás ha escrito un miserable cuento. Carece de imaginación.

—Pudo despertárseme… Lo extraordinario del caso lo justifica.

—Muy bien. —Me ofreció un vaso—. Si es así, continúe la historia y dele fin adecuado. ¿Cómo acabó Don Juan Tenorio? ¿Por qué anda todavía por el mundo?

No esperó mi respuesta. Se levantó, fue a la mesa de escritorio, y cogió el montón de cuartillas. Cuando regresó al asiento, le resbalaba una lágrima por la mejilla morena.

—Discúlpeme si me emociono, pero es también mi propia historia.

—La historia de un diablo reducido al papel de criado de comedia. Un pretexto para que el amo no hable solo, porque los monólogos son antiteatrales.

—Como usted quiera. Reconozca, sin embargo, que en el relato se me concede cierta categoría intelectual y personal. Mi amo, en eso, fue siempre muy mirado, y jamás olvidó que habíamos estudiado en las mismas aulas.

Echó hacia atrás la cabeza y se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.

—¿Me permite que la lea?

—Está usted en su casa.

—Necesito hacerlo, ¿sabe? No le fatigará escucharla.

—¿Es que va a leer en voz alta?

—No se preocupe. Soy un lector excelente, sobre todo de verso. Cuando mi amo está triste, le leo a Góngora, que le divierte mucho, o quizá, como a usted los tangos de Gardel, le lleva a la primera juventud. Mi amo, a los veinte años, era un defensor apasionado de la poesía de vanguardia.

Bebió y empezó a leer. Las primeras cuartillas, sentado. Pero, en seguida, se levantó y empezó a pasear. Declamaba, duplicaba la voz en los diálogos, reproducía los gestos y los movimientos descritos en el texto, o los inventaba cuando el texto no hacía mención. Si imitaba a Don Juan, sonreía; si a don Gonzalo, ahuecaba la voz; y, al imitarse a sí mismo, la aflautaba. Leyó seguido, sin más descanso que unos sorbitos al secársele la boca. Yo me dormí un par de veces.

—Nadie lo hubiera sospechado, ¿verdad?

Me restregué los párpados pesados.

—¿El qué?

—Que mi amo hubiera empezado así.

Estiré las piernas y me esforcé por espantar el sueño. Leporello había terminado la lectura, y ordenaba cuidadosamente las cuartillas.

—Tendrá que numerarlas. Es un descuido no haberlo hecho.

—Pero no me culpe de él. No olvide que obraba al dictado de otro.

—Ya. Mi amo suele ser descuidado en estas menudencias.

Sacó un bolígrafo, y empezó a numerar. Lie un pitillo y lo encendí. Leporello, sin decir nada, me tendió la mano izquierda. Le pasé otro.

—Enciéndalo, haga el favor.

Fumamos en silencio. A pesar del cigarrillo, yo volvía a dormirme.

—¿Qué especie de sujeto es usted, amigo mío? Desde luego, carece de la menor curiosidad intelectual, e incluso humana. O, si es curioso, prefiere las bagatelas a los temas trascendentales. Tiene mentalidad de cotilla pueblerino, y lo único que le preocupa es saber si mi amo es de verdad Don Juan, y si yo soy de verdad un diablo. Y si le hemos tomado el pelo o no. ¿Qué importa eso, a las alturas que estamos de los acontecimientos? Una vieja pensionista de su pueblo me haría, al menos, ciertas preguntas.

Colocó las cuartillas, con el mayor cuidado, encima del piano, debajo de una lámpara.

—Dice usted que es periodista. ¿Cuánto no daría el mejor de ellos por una entrevista con mi amo? ¿No se lo imagina usted? Diez páginas de «Paris Match» entre texto e ilustraciones. ¡Y qué titulares! ¿Quiere escribir ese reportaje? Las fotografías se las proporcionaré yo.

—No me interesa.

—No podría, aunque quisiera. Mi amo no se deja entrevistar. Está muy por encima de las artistas de cine y de las princesas que van a casarse con charcuteros. Pero yo podría hacer importantes revelaciones, a riesgo de una buena reprimenda. La discreción de mi amo, ese silencio sobre sí mismo tan empecinadamente mantenido, dio lugar a bastantes errores.

—En resumen, que lo que quiere es que le entrevisten a usted. Y salir a doble página en «Paris Match». Porque usted, por lo que veo, no se siente por encima de las artistas de cine y de las princesas.

Hizo una muequecita que, benévolamente interpretada, pudiera ser una sonrisa.

—Evidentemente. Llevo tantos años haciendo de criado, que se me ha contagiado algo de la mentalidad profesional. Y, a los criados, lo que más les gusta es hablar de sus amos. Hay, sin embargo, una diferencia: yo no revelaría jamás sus pequeñeces. Si he de serle sincero, jamás las he advertido. Mi amo es grandioso. Ha vivido siempre en sol mayor.

Abrió la tapa del piano, e insistió en una nota. No sé exactamente si el sol mayor existe en el piano y si es la nota que tocaba.

—Por ejemplo, una de las cosas que más podría interesar al público es la técnica amatoria de Don Juan. Sobre todo a las mujeres. Es uno de los aspectos de su vida sobre el que más se han equivocado los poetas incluso nuestro admirable Zorrilla. ¿Recuerda aquello de «Uno para enamorarlas, otro para conseguirlas…»? No es más que una visión grosera del amor apresurado. Da una sensación de rapidez impropia del cuidado que mi amo puso en conquistas. Mi amo, en eso, es muy poco español. No tiene prisa nunca, y nada más lejos de sus costumbres que el trabajo atropellado, a lo Lope de Vega. Mi amo apunta con cuidado y da en el blanco siempre. Usted lo habrá visto: es un hombre calmoso, sereno, y ya sabe que la conquista de Sonja duró dos meses largos… Esto no quiere decir que con todas se haya demorado tanto tiempo, aunque algunas le hayan costado más. Pero no es por el camino del tiempo por donde van los tiros. Uno de los errores de Tirso fue aquello de «¡Tan largo me lo fiais!», un error insoslayable, sin embargo, porque Tirso quería hacer con la leyenda de mi amo una historia ejemplar, y había que tener presente el arrepentimiento postrero. Pero Don Juan no se preocupó jamás de él, entre otras razones, porque se arrepentía todos los días, porque tenía que luchar cada día contra el arrepentimiento; porque luchó eficazmente, al menos hasta un momento dado. Y ese momento dado también le interesa a usted, porque es capital en la historia.

—Se había usted referido a la técnica…

Los ojos se le llenaron de júbilo.

—¡Ah, sí, la técnica! ¿Le gustan a usted los toros?

—Sí, ¿por qué?

—¿Y entiende?

—Sí.

—¿De veras? Porque todos los españoles, cuando están fuera de España, aseguran saber de toros más que nadie, y yo he comprobado que los únicos que realmente entienden de toros son los franceses. Los españoles, es decir unos pocos españoles, se limitan a saber torear.

—Si el espacio de que dispone el periodista es limitado, no creo que le interese una digresión taurina.

—Pero la referencia es inevitable, porque el comportamiento de Don Juan se asemeja al de un gran torero. El gran torero, el torero genial, no es el que inventa chicuelinas o manoletinas, ni el que torea largo o corto, ni el severo o el adornado, sino precisamente aquel que comprende la singularidad, la irrepetibilidad de cada faena, la necesidad de torear a cada toro de una manera exclusiva, que no puede ser cualquiera, sino precisamente la exigida por el toro. El toro no es una fuerza ciega e innominada, sino un individuo tan singular a su modo como cada hombre. Por eso cada toro tiene su nombre. El gran torero, nada más ver al toro, ya sabe cómo hay que recibirlo y capearlo, cuántas puyas y de qué fuerza necesita, cuántas banderillas y de qué estilo, cuántos pases y de qué marca. Dicho de otra manera, no existe, para el gran torero, una técnica general aplicable indistintamente a cada bicho, sino una técnica concreta, exigida por aquel que está delante. El que lo descubre y es capaz de realizarla, llega al final de la faena con el toro cuadrado, el morrillo bajo, y puede matarlo a su gusto de una sola estocada.

—Que es lo que Don Juan hacía con sus vaquillas.

—Exactamente. Para mi amo no existe «la mujer», sino cada mujer, distinta de las demás, inconfundible. Haber descubierto la personalidad singular de cada una, incluso en aquellos casos en que permanecía escondida, es la más incomparable de sus glorias, la que ningún otro profesional de la conquista, más o menos Casanova, podrá jamás arrebatarle. ¡Qué intuición la suya, amigo mío! ¡Cuántas veces no habremos pasado junto a una mujer cualquiera, una mujer a la que ningún hombre hubiera mirado, si no es Don Juan! Yo le decía: «Mi amo, es una mujer vulgar». «Espera unos días», me respondía. Y, poco a poco, iba levantando la costra de la vulgaridad hasta dejar al descubierto un alma resplandeciente. Claro está que no sería posible con la sola intuición. La vulgaridad con que algunas mujeres se enmascaran es impenetrable hasta para los ojos de mi amo. Pero mi amo ha contado siempre con su propia fascinación. Al sentirse fascinadas, las mujeres descuidaban su guardia, dejando un resquicio por donde penetrarlas.

—Acaba usted de referirse a un modo de comportamiento típico.

—¿Qué quería usted entonces? ¿Que las mujeres dejasen de serlo? Todo lo individual está montado sobre lo general, o, como usted dice, sobre lo típico. Todos los besos son iguales; lo que los singulariza es la persona que los da. ¡Y qué maña la de mi amo para suscitar esas singularidades! ¡Qué maña, hasta cierto momento!

—¿También en este aspecto de la historia hay un «cierto momento»?

Se le ensombreció el rostro a Leporello.

—Sí, amigo mío; y la culpa la tuvieron las medallas romanas. Mi amo se aficionó a la numismática, se apasionó de ella, y empezó a descuidar a las mujeres. Recurría a ellas lo indispensable para mantenerse en pecado. Y, entonces, inventó una técnica válida para todas. No dejaba de tener gracia —añadió con melancolía—; les contaba su historia, les cantaba canciones y les enseñaba un retrato suyo disfrazado de monje.

—¿Y eso bastaba?

—Al menos le bastó a mi amo. Aunque, la verdad, las mujeres de esa etapa que pudiéramos llamar tecnificada, desmereciesen mucho en comparación con las anteriores. Monjas neuróticas, vírgenes cachondas, viudas abrasadas en el fuego del recuerdo, y alguna que otra casada insatisfecha. Mera sexualidad, amigo mío: lo que mi amo había siempre repudiado.

Sentí una alegría repentina, la alegría de un triunfo con el que ya no se cuenta. Me levanté, apunté con el dedo a Leporello, que me miraba con extrañeza.

—¿Qué le sucede? —me preguntó.

—¡Eso que acaba de decir es el reconocimiento de la decadencia de Don Juan! ¿Me permite que lo analice? ¡Dos puntos nada más: la tecnificación de los procedimientos y la calidad de las mujeres seducidas!

—No pierda el tiempo. Yo, entonces, lo creí también. Pero me equivoqué, lo mismo que usted se equivoca ahora. Mi amo no estaba en decadencia, sino que había transferido su entusiasmo creador a las medallas romanas. Por lo tanto no admitía más que piezas únicas: se sabía de memoria los catálogos de las mejores colecciones, y rechazaba todo ejemplar poseído ya por otro. Pero, además, su modo de adquirir esas piezas, de apoderarse de ellas, de poseerlas, se parecía bastante a su conquista de las mujeres. ¿Cómo podría contarle el modo que tuvimos de conseguir una medalla de oro de Heliogábalo, propiedad de un bajá turco de Mythilene, sino comparándolo al cortejo, rapto y seducción de una princesa de Clèves que llevaban a casar con un Landgrave de Sajonia? No sabría decirle, querido amigo, si la medalla era más linda que la princesa, pero sí que la pasión puesta por mi amo en ambas operaciones fue equivalente. ¡Y las aventuras corridas…! Por cierto que…

Se detuvo. Me miró con fijeza. Frunció dos o tres veces las narices.

—¿Irá al teatro esta noche?

—Sí.

—Entonces, escúcheme. «La muerte de Don Juan» no es una obra aislada, sino tercera de una tragedia cuyas partes anteriores no han podido ser representadas. Para entenderla del todo no basta lo que usted sabe, que es, más o menos, el contenido de la primera parte. La segunda se la voy a contar. Sucedió hacia mil seiscientos cuarenta, y tiene que ver remotamente con esa medalla de Heliogábalo conquistada a un bajá de Mythilene… ¿Me da otro pitillo?

Le tendí la petaca. Escogió uno, lo palpó, lo metió entre los dientes.

—El Vaticano y la Corona de España la querían, habían hecho al bajá fabulosas ofertas, en mujeres y en dinero, y hubimos de luchar con sus agentes. Al final, se la birlamos, pero ni el Canciller del Vaticano ni el Embajador de España nos lo perdonaron. ¿Le hablé alguna vez de Simone, una chica judía, comunista, que mi amo conquistó durante la ocupación alemana y traspasó más tarde a las manos del Señor?

—Sí. Ya me contó usted esa historia sartriana.

Quedó en silencio, con la mano en el aire. Castañeó los dedos y empezó a hurgarse las narices.

—¿Por qué habla de Sartre con ese desdén, si en el fondo lo envidia? ¿Qué más quisiera usted tener la cabeza y la pluma de Sartre? Por lo demás, no es una historia sartriana. Se ve en seguida que usted no entiende de literatura moderna. Toda historia en que intervenga mi amo tiene que ser, por definición, anticuada. Mi amo tiene mala prensa, a causa, sobre todo, de las imitaciones. ¿Cómo va a interesarse Sartre por un tema cuya representación más brillante la ostenta en la actualidad el señor Rovirosa? Los grandes temas literarios sufren eclipses, pero reaparecen.

Había dejado las narices en paz, y ahora se rascaba una oreja.

—La historia de Simone y la de doña Ximena parecen la misma historia. Salvo en el desenlace, porque doña Ximena se suicidó. Un caso muy penoso.

—Por culpa de su amo, naturalmente.

—No está muy claro. En realidad, pudo haber sido la causa instrumental… Porque, como usted sabe… —me miró, sonrió—, como usted quizá sepa, el suicidio es algo que se lleva dentro, como un niño; que se alimenta de la propia vida y que se pare cuando alguna circunstancia exterior lo favorece. Hay casos, claro, en que aparece súbitamente, como un estallido. Quizá el de doña Ximena haya sido de esos. No sé… Como nunca sospeché que fuera a suicidarse, descuidé toda investigación en ese sentido.

—En cualquier caso, es una mujer que condenó su alma por culpa de Don Juan.

Chi lo sa?

—Usted debe saberlo mejor que nadie.

—Pero no puedo decirlo. Nos está prohibido. Y, mire, en cierto modo lo encuentro natural. Porque si el infierno pudiera hacer directamente su propaganda, ¿quién nos impediría falsificar las estadísticas? ¡Imagine grandes carteles, con cifras de trillones! La gente respondería en masa, porque nada favorece tanto la condenación de los hombres como la convicción de que casi nadie se salva. La idea de un cielo desalquilado es nuestro mejor slogan. Por eso procuramos valernos de los medios indirectos como el de aquella monja madrileña que cada noche descendía al infierno e identificaba a los condenados. «¡He visto allí a don Fulano!» Y la gente, que tenía a don Fulano por sujeto pasablemente bueno, razonaba con toda lógica que si don Fulano se había condenado, pocos podrían salvarse. Aquella monja, con la mejor voluntad del mundo, fue uno de nuestros mejores agentes.

—Le habrán hecho ustedes una rebaja considerable de la pena.

—Tampoco puedo decirlo. La contabilidad de penas es secreta.

Se desperezó ostensiblemente, abrió la boca de una cuarta.

—¡Bueno! Si doña Ximena se salvó o se condenó, es una de esas cosas que nadie sabrá hasta el día del Juicio, y que tampoco son tan importantes como para que nos devanemos los sesos. Al propio Don Juan ha dejado ya de preocuparle.

Acercó su asiento al mío, y extendió las manos.

—Imagínese usted que, un buen día, llega a nuestra casa un señor de la Gestapo, y le dice a mi amo: «Hay una chica que nos está fastidiando. Sabemos que existe y lo que hace, pero no hay modo de echarle el guante. La hemos tenido prisionera, hemos estado a punto de fusilarla, pero se nos ha escurrido de entre las manos».

Le interrumpí.

—¿Hablaba en esa jerga el señor de la Gestapo?

—Desde luego que no. Hablaba un francés de acento endemoniado, pero de excelente sintaxis. Yo traduzco al lenguaje normal.

Esperó mi asentimiento. Luego, continuó:

—El tipo aquel pretendía que mi amo levantase la liebre, la sedujera y la anulara políticamente, quizá dejándola preñada. «¿Y si no lo hago?», le preguntó Don Juan. «En ese caso, señor, tendremos en cuenta determinadas actividades suyas y le enviaremos a un campo de concentración.» «¡Pues váyame ya preparando el sitio!» El tipo de la Gestapo se largó, y a mi amo le sucedió lo mismo que en Roma cuando el Canciller del Vaticano vino a verle personalmente y a pedirle, con amenaza de inquisición romana si no lo hacía, que sedujera a doña Ximena de Aragón.

Elevó en el aire dorado las manos abiertas.

—Aquello era más bonito, créame. Los modales de un Canciller del Vaticano siempre serán más corteses que los de un agente de la Gestapo, y mucho más elegantes. El Canciller del Vaticano, al menos, dio a mi amo explicación cumplida de sus razones. Doña Ximena de Aragón era descendiente del último rey de Nápoles, y quería librar a su país de la tiranía española. Esto, al Canciller, no le molestaba. Doña Ximena pretendía, además, unificar Italia en un solo reino, lo cual tampoco estorbaba al Canciller, a condición de que fuese rey el Papa y no doña Ximena. Pero en el lío andaba un fraile, de esos que aparecen de siglo en siglo y se empeñan en purificar la Iglesia, y esto era lo que sacaba de quicio al Canciller, tipo más bien corrompido. El fraile aquel, dom Pietro, estaba de acuerdo, en lo político, con doña Ximena, y doña Ximena, en lo tocante a la Iglesia, coincidía con el fraile, de modo que el movimiento era como una moneda, con su cara religiosa y su cruz política. Por eso, el Embajador de España intervino en el asunto.

Leporello empezó a reír, no de lo que había dicho, probablemente, sino de lo que recordaba, y se estuvo riendo un espacio corto, sin hacerme caso. Luego, continuó, como si hablase en soledad:

—Al Embajador de España, la purificación de la Iglesia le parecía bien, pero la libertad de Italia se le antojaba una especie de pecado imperdonable, porque, para aquel Grande cargado de apellidos y de pecados contra Dios, pecar contra Su Majestad era quizá más grave que ofender a Jesucristo. Vino también a vernos, y le dijo a mi amo que, si no le libraba de doña Ximena, si no la deshonraba públicamente, pediría su extradición por asesino del Comendador de Ulloa y lo llevaría a España encadenado; pero que, si se hacía con la dama y la dejaba inservible para la política, podíamos contar con el perdón de don Felipe IV.

De pronto, Leporello redescubrió mi presencia y dirigió a mí sus manos y sus miradas.

—Ya ve usted por qué curiosos caminos, aquellos caballeros, que se hacían la guerra diplomática, venían a pedirnos lo mismo. Mi amo, que llevaba tres o cuatro años acostándose con mujeres vulgares por pura obligación moral, como le dije antes, cobró de pronto un extraño interés por la doña Ximena, y me despachó con el encargo de averiguar quién era, y quién el dom Pietro, y qué pensaban, y qué querían. Sobre todo, me dio instrucciones detalladas sobre lo concerniente a la dama: si era hermosa de facha, si era linda de cara, si tenía largas las piernas y estrecha la cintura, si era soltera o viuda…

»Me fui aquella misma tarde, a la iglesia donde el fraile congregaba a sus fieles. Era la iglesia de un convento de monjas, y lo primero que descubrí fue al Papa, vestido como un cura corriente y escuchando el sermón con bastante entusiasmo. Aquello me dio la pista de la situación, y solo de oír a dom Pietro deduje que una legión de diablos andaba cerca. Dom Pietro predicaba una religión alegre, esperanzada, y usted no sabe, amigo mío, la que se arma en el infierno cada vez que sale un santo así. Porque una religión tristona, macabra, a la vuelta de dos generaciones nos garantiza, por reacción, buena cosecha; pero una religión alegre, de propagarse, nos dejaría sin clientes. Cada vez que un San Francisco viene a la tierra, el infierno previene su mejor gente para estorbarle.

Y no digo que aquel dom Pietro fuese un San Francisco, pero era alegre como él, y lo que predicaba no había por donde cogerlo, de puro ortodoxo. Por eso el Canciller se encontraba sin armas, mucho más si sabía, como debía saber, que el Papa asistía de tapadillo a aquellas predicaciones: no le hubiera dejado meter en un calabozo al tal dom Pietro, menos aún quemarle como hereje.

»Usé de mis prerrogativas para entrar en el monasterio y fisgar un poco, en parte por curiosidad, en parte porque allí vivía doña Ximena de Aragón. Eran monjas bernardas, así como tres docenas, y aunque entre ellas las había bonitas y jóvenes, le juro que jamás he visto de cerca más santas juntas. ¿Cómo no había mi amo descubierto aquel vivero de hembras estupendas? Y, sobre todo, ¿cómo no le había dado en las narices, cómo su olfato no había venteado a la doña Ximena, la más santa de todas, la más hermosa? Tendría como treinta años, estaba viuda, y, aunque seglar, dirigía a las monjas espiritualmente, con permiso de dom Pietro y de acuerdo con la abadesa, la más ardiente de sus secuaces. Pero doña Ximena, no solo les hablaba de Cristo y las encaminaba a Él, sino de la unión de Italia, y con tal habilidad dialéctica, que la libertad política y la perfección religiosa parecían ser la misma cosa. Aquellas monjas bernardas eran tan fanáticas católicas como fanáticas nacionalistas. Amaban a doña Ximena, la veneraban, y esperaban acatarla como reina de un reino teocrático, donde no hubiera ricos ni pobres, sino santos. Dom Pietro las confesaba a todas, y, por las tardes, les dirigía la palabra desde el púlpito. Ellas, recogidas en el coro, le escuchaban como se escucha la voz del cielo. Y una masa enfebrecida, alucinada, se apretaba en la iglesia. A veces, casi todas las tardes, algún oyente se arrancaba por peteneras, subía al presbiterio, declaraba su deseo de vivir alegre en Cristo, y hacía confesión pública de sus pecados.

»Doña Ximena, como le dije, vivía en el convento, pero salía de él para sus conspiraciones, y, entonces, se vestía de hombre. Sus partidarios estaban casi todos en Nápoles, a donde iba a veces, con precauciones, porque los españoles la vigilaban. Estaba preparando un levantamiento popular contra ellos. Si usted recuerda quién fue Tomás Aniello, puedo decirle que se contaba entre sus colaboradores.

»Habré tardado una semana en ponerme al corriente de la situación y de las personas. Durante aquellos días guardé silencio. Por último, conté a mi amo, de sopetón, todo lo que sabía. Mi amo escuchó. Después, me dijo: “Sería canallesco destruir a una mujer tan admirable solo porque les pete al Embajador de España y al Canciller del Vaticano. Sería, en cambio, muy hermoso ayudarla”. Lo mismo que me dijo, tres siglos más tarde, al salir de nuestra casa el oficial de la Gestapo: “Pero mi colaboración no es incompatible con la conquista de esa doña Ximena. Seducir a una santa es atractivo, sobre todo cuando se está seguro de que, al final, acabará por regresar a los brazos de Dios, convenientemente reforzada su santidad. La figura de una santa no está completa sin la experiencia del pecado; es como si a un retrato le faltase la nariz. De modo, Leporello, que vamos a pintársela. Esta tarde me llevas a esa iglesia”.

»Allá nos fuimos. Estaba de bote en bote, como siempre, y el fraile empezó su plática. Don Juan le escuchó con la mayor atención. De vez en cuando, asentía. “Ya ves, si a este hombre lo hubiera oído yo a los veinte años, las cosas habrían sido de otro modo. Pero ahora ya es tarde.” También me dijo que era el mejor teólogo que había escuchado nunca. “Su único error ha sido escoger entre mujeres lo más selecto de su clientela. Las mujeres metidas en negocios de esta laya son más sensibles a la soberbia que las pobres pecadoras. Y, de la soberbia a la lujuria, hay un puente de cuyo portazgo tengo yo la llave. No me dieran más trabajo que destruir la santidad de este monasterio.”

»El fraile había terminado su plática. Hubo un revuelo entre los fieles, porque alguien pedía que le dejasen llegar al presbiterio: un pobre hombre, que se acusó de media docena de pecados vulgares, y fue a recibir la absolución de dom Pietro. Mi amo asistía a la escena sin pestañear. En sus ojos aparecía el fuego de antaño, la luz que yo tan bien conocía. Se abrió paso, de pronto, y llegó al altar. La gente empezaba a marcharse. Alzó un brazo y dijo: “¡Esperar!” Muchos quedaron sobrecogidos al ver aquella figura vestida de negro, esbelta, con la capa derribada, y al oír aquella voz que, al rogar, ordenaba. La gente se detuvo. Los que habían salido, volvieron a entrar. El fraile quedó mirando a mi amo como se mira al mismísimo demonio, como lo mira un santo, quiero decir: dispuesto a la pelea.

»Don Juan esperó a que la gente sosegase, y empezó a hablar. Jamás su voz fue más dramáticamente timbrada, nunca más escogidas sus palabras. Contaba como un actor soberano el cuento de su vida, el verdadero cuento, metiendo en él a Dios y al diablo, y le aseguro que ningún público de teatro fue jamás zarandeado por el arte como los fieles de dom Pietro en aquella ocasión. Cada palabra de mi amo era como un cuchillo que fuera a clavarse en los corazones oyentes, que los hiriese, que los hiciese sangrar. Lloraban, quedaban suspensos, crispaban las manos, se agarraban unos a otros, refrenaban gritos de espanto. El propio dom Pietro perdió el dominio de sí mismo y se dejó arrebatar por aquel cuento patético. Pero yo sabía que ni los fieles ni el santo fraile importaban a mi amo un pepino. Aquel derroche de retórica iba dirigido a las monjas del coro y en particular a doña Ximena, que entre ellas estaba. Y como a mí también me interesaban más las mujeres selectas que el público vulgar, dejé mi cuerpo dormido a un rincón, y me colé en el coro.

»Las monjas estaban quietas en semicírculo. Doña Ximena, un poco más adelantada, no se movía. La madre abadesa, como cansada, apoyaba las manos en el sitial. De todas ellas, solo doña Ximena podía ver a Don Juan, aunque a través de celosías. Pero las palabras tenían, quizá, más fuerza que la presencia. Habían cargado el aire de sex-appeal, como se carga de electricidad una tarde de tormenta. Un párpado estremecido, el temblor de unas haldas, los nudillos sin sangre de unas manos cerradas, acusaban las dianas de Don Juan en aquellos corazones inocentes, en aquellos espíritus ante los que, por vez primera, el pecado se desplegaba en toda su inmensidad oscura. No lo entendían, como no se entiende el abismo, pero se sentían atraídas, ganadas por él. Hasta que, de pronto, la abadesa sacudió las tocas, como quien viene de un sueño. Y golpeó su reclinatorio con el martillo de madera. “¡Vámonos!”, añadió, y las monjas salieron de dos en dos, en apariencia impasibles, pero turbadas. Solo doña Ximena quedó en el coro, agarradas sus manos a la celosía.

»Mi amo terminó su confesión. “Ahí tiene usted mi vida —dijo a dom Pietro—. Conviértala, si puede, a la alegría del Señor”. Descendió las gradas del altar, la capa a rastras, el sombrero en la mano y la cabeza baja. Pasó por entre los frailes alucinados, a punto de aplaudirle el mutis. Entonces, doña Ximena salió de su quietud, abandonó el coro corriendo, bajó las escaleras, acudió a la puerta de la iglesia. Mi amo se había alejado ya, pero yo la esperé, y me acerqué a ella al verla desorientada, al ver sus ojos anhelantes buscando un rostro desdeñoso entre la muchedumbre de rostros compungidos. Le pregunté si buscaba a alguien. “¡A ese hombre! ¿Le conoce?” Le di el nombre y la dirección de mi amo. Era mi deber de criado.

Lo dijo con excesivo orgullo, como si respondiera a una objeción que nadie le había hecho, que yo mismo estaba lejos de hacerle. Y, súbitamente, se dejó caer en la silla, como sin fuerzas. Apoyó la cabeza en las manos, escondió el rostro, y permaneció quieto. Esperé unos minutos. No se movía, no se le oía respirar.

—¿Le pasa algo?

Tardó en responderme:

—Tengo derecho a estar cansado, ¿no? ¿Cuánto tiempo llevo hablando solo? Eso fatiga.

Le serví un whisky y se lo ofrecí. Bebió un trago largo, se pasó la lengua por los labios y dejó el vaso en el suelo, encima de la alfombra iluminada por el sol.

—Gracias. Pero acabo de mentirle. No es hablar lo que me cansa, sino esta lucha interior conmigo mismo…

Se echó de pronto a reír.

—¡Conmigo mismo! Tiene gracia. Quiero decir que lucho contra el sistema nervioso de Leporello, que era un sentimental; contra su propensión a las descargas de adrenalina. Mi corazón se inclina al llanto sobre el recuerdo de aquella dama. ¿No lo encuentra ridículo?

Su mano buscaba el vaso. Ya no reía. Le había quedado una muequecita en la esquina de la boca. Volvió a beber.

—Aquella noche, la esperamos. Sin decir una sola palabra, porque Don Juan y yo nos entendíamos con la mirada. Don Juan clasificaba sus medallas mientras yo dormitaba en un rincón. Pero llegó la media noche, y doña Ximena no aparecía. Mi amo empezó a hablar en voz alta: a preguntarme humildemente si se habría equivocado y si se haría menester una segunda carga por otros procedimientos. «No sería de extrañar que mis mejores armas se hubieran embotado con la falta de uso», concluyó. Y preguntaba mi opinión con la mirada. Le respondí que jamás había oído nada tan convincente como su confesión, y que la tal doña Ximena debía de estar ya muerta por sus pedazos. «En ese caso, ¿cómo no vino a verme?» Añadió que quizás al otro día, y me mandó a acostarme.

»Dejé en la cama el cuerpo de Leporello y partí al monasterio de las bernardas. ¡Cuidado que las noches romanas son sugestivas, y que a poco que se demore uno por las alcobas de los palacios, o las yacijas de los tugurios, se aprenden cosas sabrosas de la ambición, de la codicia, de la lujuria humana! Pero aquella me sentía atraído por las almas turbadas, por los corazones sacudidos de las pobres monjitas. Recorrí, una a una, las celdas. Dormían las monjas, dormían de pura fatiga de dar vueltas incesantes alrededor de la nada. Porque aquellas criaturas no entendían el pecado, no les cabía en la cabeza la blasfemia viviente de Don Juan, y, sin embargo, se les había metido dentro, se les colaba por los resquicios más delgados, ponía en movimiento sus conciencias hasta entonces apacibles, como si les hubiesen aguijado los monstruos más recónditos del subconsciente y empezaran a despertárseles. Ninguna de ellas soñaba pecaminosamente con Don Juan, pero todas sentían deseos sin nombre, deseos que les hacían temblar la superficie del alma, que les ponían la carne de gallina, y les obligaban a lanzar suspiros aparatosos, aun estando dormidas. Confieso que el espectáculo de las monjas bernardas me produjo una súbita, aunque rápida, vergüenza profesional. Un diablo veterano hubiera necesitado años para causar aquel destrozo en las huestes femeninas de dom Pietro; pero mi amo lo había logrado, solo con su palabra, en un cuarto de hora. Siempre le había admirado, pero entonces le admiré más. Le admiré con la sinceridad, con la franqueza de un maestro que juzga la obra de un competidor de talla.

»Había dejado para el final la visita a doña Ximena. Doña Ximena no dormía. Doña Ximena daba vueltas en el lecho, o paseaba por su celda, o se arrojaba ante un Cristo y le pedía ayuda. A Doña Ximena se le había encendido una llama en las entrañas, y su fuego le recorría las venas, le cegaba el cerebro, le quemaba el corazón. Doña Ximena sabía lo que era desear a un hombre, tenía un nombre para el deseo, y deseaba a Don Juan con la furia saludable de sus treinta años solitarios. Peleaba contra el recuerdo, pretendía expulsar de su conciencia la imagen de mi amo; pero, al mismo tiempo, deseaba salvarlo. Los pecados de Don Juan la habían espantado, sí, pero, al mismo tiempo, habían suscitado su caridad y ahora se partía su alma entre el miedo y el amor. Difícilmente el ángel podría socorrerla, porque su deseo se enmascaraba de obligación, y al seguir el mandato de sus entrañas creía seguir a Cristo. Hacia la madrugada, tras una lucha frenética, doña Ximena se sosegó al aceptar como deber a su esfuerzo reservado la salvación de Don Juan. Durmió después de que su corazón intrépido dejó planteada la lucha contra el demonio, la disputa del alma de mi amo.

»Apareció en nuestra casa al día siguiente, por la tarde. Se había protegido con rezos y agua bendita. Venía vestida de hombre, y se presentó a mi amo con las señales de su zozobra pintadas en el rostro. Estaba dramáticamente bella, estaba conmovedora, arrimada al quicio de la puerta con las manos tendidas, anhelantes. Don Juan se la quedó mirando, y ella le dijo: “No me mire usted así, que soy una mujer”. Don Juan le respondió: “Ya lo había advertido”, y doña Ximena se rio. Mi amo la mandó sentar, y la cosa siguió como un juego de cortesías. Después, doña Ximena confesó que le había escuchado la tarde anterior, y que venía dispuesta a salvarle del demonio. “No puedo aceptar su ayuda en ese trance, si usted, a su vez, no acepta la mía.” “¿En qué puede ayudarme?” “En esa lucha que trae contra los españoles.” “Pero ¿usted no es uno de ellos?” “Sí, aunque no tan agradecido al monarca que no pueda tomar las armas contra él.” “No pretendo obligarle a ser traidor.” “Ni yo distraerla a usted de sus conspiraciones.” “¿Piensa que, sin mi ayuda se perderá su alma?” “Pienso también que, sin la mía, la vencerá el rey de España.” Después de una larga batalla dialéctica, quedaron por fin de acuerdo. Mi amo se comprometió a una entrevista privada con dom Pietro, a la mañana siguiente.

»Yo no podía faltar, y tuve que valerme del cuerpo de una paloma que el fraile enjaulaba en su celda. El pobre animalito, buchona de color gris y una especie de moño rojo en la cabeza, cuando lo abandoné, cayó muerto, y no le valieron los rezos de aquel santo para volverlo a la vida. Comprendo que fue una crueldad, pero el cuerpo de una paloma, por muy buchona que sea, no está hecho para soportar por mucho tiempo el espíritu pujante de un demonio. ¡Y cuidado que son malas las palomas!

»Llegó mi amo, enlutado, y el fraile le recibió sonriendo. “Le escuché la otra tarde, y le confieso que su cuento me conmovió y llegó a preocuparme. He pasado dos noches dándole vueltas, y al fin creo tener unas palabras para usted.” Era un buen tipo aquel fraile, capaz de sonreír a la misma muerte y de hallar explicación optimista a los peores males de este mundo. “Porque lo que a usted le sucede, si no he entendido mal, es que le han decepcionado los placeres de la carne…” Se rio de sí mismo, y añadió: “Perdóneme si les llamo de esta manera, pero estoy acostumbrado al lenguaje clerical. A usted le pareció una vez que existía cierta desproporción entre las esperanzas puestas en la unión sexual, y sus resultados exactos.” “Así es”, respondió mi amo. “Me lo pareció la vez primera y me lo sigue pareciendo.” “¿Y encuentra, además, que esto es injusto?” “Desde luego.” “Por lo que pude oírle, no es usted ajeno a la teología.” “Por el contrario, padre, hubo una época en que estuve bien informado.” “Y, de poesía, ¿qué tal anda usted?” “Creo entender bastante.” “Entonces, amigo mío, me voy a permitir traducirle unos versos que hice en cierta ocasión y que vienen al caso.” “No tiene que traducirlos. También entiendo el latín.” El fraile fue al escritorio, revolvió en sus papeles, sacó unos pliegos, y se puso a recitar.

Aquí volvió Leporello a detenerse. Le había caído el pelo encima de la frente, y en sus mejillas morenas brillaban algunas gotas de sudor. Le di un pitillo y una cerilla ardiendo. «Gracias. Me hacía falta.» También le pasé el vaso, casi vacío.

—Recuerdo de memoria los hexámetros latinos, pero sería inútil repetirlos, porque usted no los entendería. Y no me diga, por quedar bien, que sabe latín. El poco que aprendió en su bachillerato lo tiene olvidado. Es una pena. El poema es perfecto, y sus versos, mejores que los de Ovidio. ¿Recuerda quién fue Ovidio?

—¡Váyase al cuerno! ¿Es que pretende examinarme ahora de literatura?

—¡No se incomode, hombre! Después de todo, haber olvidado el latín no es ninguna deshonra. Pero, lo siento, de veras que lo siento. Son unos versos que no deberían perderse y que nadie conoce más que mi amo y yo. Y yo los publicaría si hallase alguna persona capaz de admitir como buena la historia de su origen. Pero a todo el mundo le sucede lo que a usted, que acaba por creerlos míos…

Le interrumpí.

—No he dicho que lo piense.

—Pero lo piensa. Y espera que sean una mamarrachada. No lo son, créame. ¡Lástima que no pueda recitárselos! Suenan a música celeste…

Cerró los ojos y quedó como transido. El cigarrillo se le escapó de las manos y empezó a quemar la alfombra. Tuve que recogerlo y echar un poco de agua en el agujerito humeante. El aire olía a chamusquina. Leporello no se había enterado. De pronto:

—Si hablo de música celeste, es con conocimiento de causa. Yo la he oído, y sé cómo suena. ¡Hace ya muchos siglos, hace un infinito! Pero a veces mis oídos la recuerdan y, entonces, la nostalgia me aniquila. Sucede con esas músicas lo que a usted y a la mayor parte de los hombres con las de su adolescencia. Usted, cuando asiste a los conciertos, finge entender de Procoffiew, y hasta de Honnegger, pero lo que de verdad le gusta, en materia de música, son los tangos aprendidos a los diecisiete años. Le llevo la ventaja de que las músicas de mi recuerdo son de mejor calidad.

Se puso a tararear, se arrancó a danzar, y dio unas vueltas por el salón bailando un baile extraño. Me pareció en un momento que sus pies no tocaban el suelo.

—Perdóneme, pero he olvidado cómo sigue.

Y añadió en seguida:

—Algo muy parecido a esto bailaba David ante el Arca… Parecido, pero no lo mismo. La tradición, entonces, ya había degenerado. Pero si logra usted salvar su alma, llegará incluso a danzar como acabo de hacerlo. No tan perfectamente, sino más bien como un eco lejano… Usted no sabe… La danza la dirigen los Serafines. Son, como si dijéramos, sus creadores. Nunca repiten el mismo movimiento, sino que incesantemente están creando combinaciones nuevas. Los Querubines, que vienen inmediatamente, y que son enormemente intuitivos, adivinan la invención de los Serafines y la reproducen al mismo tiempo. Luego están las Dominaciones, los Tronos, y los restantes órdenes angélicos. Danzan al mismo impulso con igual movimiento. La diferencia entre su danza y la de las criaturas consiste en que no imitan, sino que reproducen. Lo más parecido a esto son las olas del mar. ¡Qué espectáculo, amigo mío, las miríadas de espíritus perfectos danzando al mismo ritmo, creando en los cristales del cielo mudanzas inagotables para una danza eternamente original! Lo mejor que hayan hecho los cineastas de Hollywood no es ni su caricatura. ¿Recuerda los bailes acuáticos de Esther Williams? Son una cursilería. Pero el secreto estriba en que la música procede del Señor…

Se sumió de nuevo en un silencio nostálgico. Después, sacudió la cabeza.

—La poesía conserva el eco de aquella música. También los poetas, como los serafines, quieren crear movimientos. Dom Pietro lo había conseguido. A mi amo le atraía el contenido del poema, pero a mí me sedujo en seguida su forma. Combinar hexámetros y pentámetros lo ha hecho todo el mundo. Se hace, incluso, en los Liceos. Pero aquel fraile había logrado musicalizar todas y cada una de las sílabas. Tenían una significación en el conjunto y un valor independiente, como las notas de un arpa. ¡Qué lástima que usted no pueda escucharlo! Pero, en el fondo, no importa. A usted, como a mi amo, le interesa también el contenido. Y, ¡qué diablo!, tiene su importancia. Dom Pietro había adivinado un poco de lo mucho que aconteció en cierta ocasión memorable, el día aquel en que empezó la Historia.

Me miró de soslayo.

—Estoy aludiendo, como es obvio, al pecado de Adán y Eva. El poema de dom Pietro, en dísticos latinos, se refería a él. Voy a contárselo.

Abrió la tapa del piano y empezó a tocar. Sus dedos se movían por la zona de las graves.

—Retenga usted esta música, su ritmo, al menos, y procure acomodar a él mis pobres, mis opacas palabras…

De pie, arrimado al piano, vuelto hacia la luz de la ventana, alzó un brazo lentamente. Recordaba la actitud de las recitadoras hispanoamericanas cuando empiezan: «¡Alegría del mar…!»

«… Y la ola se rompe contra el límite»

Dejó caer el brazo.

—En el crepúsculo inmenso del Paraíso, aquella tarde de otoño, había dejado de llover. Las palmeras desperezaban sus abanicos, y los nardos sacudían las gotas de la lluvia en el césped brillante.

Adán se había quedado dormido en su gruta de cuarzo cristalizado, y el Señor tuvo que llamarlo varias veces para que despertase.

—¡Ya voy, Señor! —le respondió, restregándose los ojos; y salió a la puerta de la gruta.

El Señor se había puesto aquella tarde un traje de arcoiris, y, una vez más, Adán quedó deslumbrado.

—¡Buenas tardes, Señor! —dijo, inclinando la cabeza, y el Señor le sonrió.

—¡Vaya sueño!, ¿eh?

—Sí. La siesta de esta tarde ha sido larga. ¡Como no tengo qué hacer!

El Señor se acercó y le puso en el hombro una mano transparente.

—¿Te aburres?

—No es eso —respondió Adán—. Aburrirme, precisamente, no. Pero me gustaría hacer algo. No estoy contento más que cuando estamos juntos; pero comprendo que Tú tienes cosas más importantes en que ocuparte.

—Ahora, ya no. Todo lo que tenía que hacer está hecho.

—¿Has acabado también los cielos?

—¡Míralos! —dijo el Señor; y la mirada de Adán traspasó las nubes de la tarde y se hundió en el infinito, hasta donde llegaban las últimas galaxias.

—Es hermoso. Pero te dará mucho trabajo ponerlo en marcha cada día.

—Está en marcha para siempre. Hasta el fin de los tiempos.

—¡Ah!

La mirada de Adán se enredaba en las constelaciones, perseguía las estrellas fugaces, inquiría en el seno confuso de la Vía Láctea.

—Es bonito —repitió—. No sé cómo se te ha ocurrido hacerlo. Yo lo hubiese hecho más simple y más pequeño, pero sin solemnidad y probablemente sin elegancia y con mucho menos brillo. Desde luego, tienes más imaginación que yo.

—Ya ves…

—Y, todo eso, ¿sirve para algo? Quiero decir, si es como los frutos de los árboles o las aguas del río, para que yo me alimente; o como las flores y los insectos…

El Señor espió la mirada de Adán y el gesto de sus labios.

—Útil, lo que se dice útil, no lo es; pero divertido y gracioso, me lo parece. Además…

Adán alzó un poco hacia Él la cabeza, y una mirada interrogante.

—Todas las cosas que hay en el Universo —continuó el Señor—, me aman, cada cual a su manera. Las orugas lo mismo que los soles, las hierbas como las aves. Ese conjunto inmenso se mueve por amor hacia Mí; por amor viven los animales, y crecen las plantas en el campo, y hasta esos cristales de tu gruta tienen su modo de amarme. ¿Entiendes?

Adán contestó que no muy bien.

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