Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO V » 3.

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3.

Leporello me llevó en su coche hasta la puerta del teatro. Me dejó frente a una casa de aspecto sólido y burgués, en una de cuyas puertas un encerado negro escrito con tiza roja anunciaba el nombre del teatro y el título de la comedia. Un poco más abajo, en una hoja pegada a la pared con tiras de papel de goma, constaban los precios de las localidades.

Leporello sacó del bolsillo mi boleto y me lo dio.

—Perdone que no le acompañe, pero tengo qué hacer. Entre por esa puerta, salga al patio, atraviéselo. Verá otro encerado como este. Ahí es. Y no le asombre la modestia de la sala. Todo el teatro importante que se representa en París dispone solo de locales como este.

Saludó con el hongo y una sonrisa, y volvió al coche. Yo entré en el portal, atravesé el patio y me detuve ante el segundo encerado. Había una puertecilla, y, junto a ella, un señor de aspecto gris con un brazalete. Le enseñé mi entrada. La cogió, le cortó una esquina, y me la devolvió.

—¿Puedo entrar?

—Sí.

Otro pasillo bastante sombrío y destartalado. Al final, una muchacha vestida de azul, también con brazalete. Me pidió la entrada, me acompañó hasta la butaca y esperó la propina. Me senté. La sala era una de tantas donde se representan obras de Ionesco o de Becket. Entre el público apenas había mujeres. Miré las caras más próximas y, de momento, las encontré normales. A una segunda inspección, me resultaron anticuadas: como si hombres retratados por Rembrandt, por Boucher, por Delacroix y por Manet hubieran descendido de sus cuadros y se hubieran vestido a la moderna trajes en los que no se hallaban cómodos. Fue una sensación fugaz, pronto anulada por la evidencia de que aquellos señores fumaban cigarrillos y leían «France-Soir». De todos modos, no eran el público habitual de los teatros de vanguardia.

La señorita vestida de azul entraba y salía. A cada entrada, el público se incrementaba en un espectador, en dos a veces. La sala, mediada cuando entré, se iba llenando. No era mucha la luz, aunque bastante para que las manchas de humedad de las paredes destacasen de los restos de una antigua decoración surrealista. En el telón habían pintado la máscara de la tragedia, de cuya boca, bailando, salían los personajes de la comedia clásica. Pero debía de haber algún truco, porque, otra vez que miré, vi la máscara de la comedia, y los personajes que le salían de la boca calzaban coturno, amenazaban con puñales o mostraban vestiduras ensangrentadas. La tercera vez fue una calavera, y los bailarines, esqueletos. Me revolví un poco inquieto. Esta clase de trucos le hacen sentirse a uno provinciano.

Miré la hora. Faltaban solo unos minutos. La luz de la sala disminuía, y, desde luego, cambiaba de color. Los asistentes parecían envueltos en luz verdosa, una luz salida de ellos como una emanación. Encendí un cigarrillo y me puse a mirar el techo, completamente oscuro, pero cruzado de vez en cuando por ráfagas amarillas, como estremecimientos. Pensé que Leporello debiera habérmelo advertido, aunque en seguida se me ocurrió que, ocultármelo, fuese una de sus bromas. Quizá desde algún rincón acechase los visajes de mi cara y se riese de mi intranquilidad.

Alguien se sentó a mi lado. Llegó hasta mí un perfume conocido. Me volví con precauciones, y encontré a Sonja. Estaba encendiendo un cigarrillo y no me miraba. La saludé. Volvió la cabeza, y, sin sonreírme, dijo:

—¿También usted?

—Debía usted esperárselo.

—Tiene razón. Pero aún así, nunca creyera que le sentasen a mi lado.

—¿Está enfadada conmigo?

—No. Pero no deseaba volver a verle.

Echó una bocanada de humo y se hundió en el asiento. Miraba hacia adelante. Yo me sentí desairado y fuera de lugar. Hubiera cambiado de sitio, pero la sala se había llenado.

—¿Tiene usted un programa de mano?

—No.

La sequedad de la respuesta me metió más en mí, me cohibió. No me atrevía a mirarla. El señor sentado a mi derecha leía un periódico: me volví hacia él, y pude enterarme de cómo iban las cosas en el Congo. Hasta que se oyeron los tres martillazos rituales. Se apagó la luz de la sala, y, con ella, desapareció el halo verdoso de los espectadores.

Se levantó el telón. El escenario estaba oscuro. Unos focos instalados en la sala empezaron a iluminarlo: poco a poco y con varios colores de luz, como si los ensayasen. A la luz roja, aquello parecía la entrada del infierno. A la verde, un cementerio. La blanca descubrió las cuatro paredes de una sala, con puertas y muebles barrocos y un gran espejo dorado en la mitad del foro. La luz blanca se estabilizó, y sonaron unos golpes en la puerta del lateral izquierdo. Por la otra parte entró un criado que atravesó la estancia. Vestía a la moda francesa del siglo XVII.

—¡Es Leporello! —le dije a Sonja, sin poderme contener.

—Sí. Ya lo había advertido.

Leporello, simulando apuro, decía:

—¡Va! ¡Un poco de calma, caray! ¡Va, digo!

Abrió el postigo de una ventana, y añadió:

—¡El diablo!

Salió por el lateral izquierdo. La escena quedó vacía, y temblaron las luces. Leporello regresó, seguido de una Vieja que se empeñaba en abrazarle.

—¡Hijo de mis entrañas! ¡Hijo, rehijo y cien veces hijo! ¡Qué alegría tengo de verte! Porque han sido lo menos quince años de ausencia de tu querida Sevilla. ¡Déjame que te vea!

Leporello logró apartarla.

—Bueno, vieja, ya está bien. Menos bulla y menos apretones. ¿Qué se le ofrece?

—¡Déjame que te tiente, picarón! ¡Chacho, qué majo estás! ¡Lo bien que te habrá ido por esas tierras! ¡Con ese amo que tienes…! Me enteré de su regreso por verdadera casualidad. Pasaba, vi un balcón entreabierto, y me dije: ¿quién, sino el amo, puede atreverse a abrirlo? Y cátame aquí, a saludaros. Pero ¡qué buen color tienes, condenado! ¡Y qué carnes más prietas! ¿Dónde está Don Juan?

—No existe.

—También tengo ganas de verle y de pegarle un achuchón. ¡Qué susto esta mañana, cuando se supo en Sevilla!

—¿Cuándo se supo?

—Como saberse… Corre un rumor, y la gente se huele que es verdadero. ¡Y qué rumor! ¡Síncopes de casadas, patatuses de doncellas, preocupación de los maridos, y un reforzar de los cerrojos de las puertas que se ha quedado Sevilla sin uno que vender!

Leporello se había puesto en jarras, de espaldas al espectador: una luz rosa iluminaba su espalda y lanzaba su sombra, alargada, temblorosa, contra el telón de fondo.

—Bueno. Y, usted, ¿quién es y qué nos quiere? Porque nadie la ha mandado llamar, que yo sepa.

La Vieja adelantó unos pasitos y habló en tono confidencial. Parecía en exceso maquillada, un maquillaje a vetas, o por plazas, como pintaban antaño algunos pintores. Al pegarle la luz sobre la cara daba la impresión de una careta.

—Me doy por llamada en todas partes donde me necesitan. Y aquí haré mucha falta, a lo que colijo. Por lo tanto, esta mañana, antes de decidirme a venir, me di un garbeo por cierta casa principal donde adolece de amor una doncella… ¡Una perita en dulce, muchacho, una verdadera ganga!

—Aquí, de doncellas, ni hablar.

—Cuando describa a tu amo sus gracias y desventuras, arderá en deseos de conocerla.

—No tendrá usted ocasión de hablarle. Me lo tiene prohibido.

—Ya será menos.

—Don Juan viene de incógnito.

—No lo dirás en serio.

—Como lo oye.

—Pues, ¡menuda se va a armar! ¡y qué desilusión para las sevillanas! La fama de tu amo…

—Puras calumnias. De modo que, ya sabe: coja el portante y váyase.

La empujaba hacia la puerta. La Vieja se hacía la remolona, se agarraba a Leporello. Resultaba un forcejeo convencional, sin violencia.

—¡Espera, hombre, no tengas tanta prisa! ¿O es que no sabes tratar a las señoras respetables? Porque has de saber que yo…

La Vieja adoptó aire de dama. Empuñaba el bastón como si fuera una espada, y, al blandirlo, una sombra delgada cruzaba las decoraciones como un latigazo. «Has de saber que yo…», repetía con voz falsamente digna.

Leporello se aproximó al oído de la Vieja y le habló en bajo. La Vieja pegó un salto.

—¿Quién te ha contado eso?

—Yo que lo sé.

—¡Es la maledicencia, que se ceba en las pobres mujeres desamparadas! Por la Cruz de San Andrés…

—Deje en paz a los santos, y escúcheme. Hay aquí una moneda de plata para usted si me da noticias de cierta dama… Me he descuidado un poco y no he averiguado lo que debía.

—De damas, lo sé todo. Suelta la pasta.

—Primero, el cuento.

—¿De quién se trata?

—Cuando mi amo se marchó de Sevilla, pasa bastante de los quince años, se había casado.

—¿Te refieres a la señora?

—¿Qué ha sido de ella?

La Vieja se llevó a la sien el dedo índice de la mano diestra.

—Como una chiva.

—¿La encerraron?

—No, porque su locura es pacífica; pero hace cosa de unos diez años… No, de unos doce, hubo sus más y sus menos.

—Eso es lo que me importa averiguar. Los más y los menos.

—¿Me dejas que me siente?

—Ahí tiene sillas.

—¿Y un poco de agua? ¿No me harías la caridad de algún refresco? La primavera viene calurosa.

—En ese jarro hallará.

La Vieja se sentaba con grandes aspavientos. Leporello, frente a ella, oscilaba como un balancín.

—Anda, guapo, sírvemelo tú. Estoy desazonada. ¡Con este calor!

Mientras Leporello le servía, la Vieja continuó:

—Pues, verás. A aquella dama se le metió en la cabeza hacernos la contra a las de mi oficio. ¿Pues no se le ocurrió irse por las mancebías a rescatar muchachas del pecado? Como era rica, y en esta casa se vivía muy bien, las chicas se marchaban tras ella, y un día llegó en que los prostíbulos sevillanos y los tapadillos, y las tabernas y todos los sitios de bureo se quedaron sin gente, si no eran unas cuantas putas viejas que ya ni en Dios creían. Mientras que aquí, en esta casa, como si fuera un convento, ¡venga de alabar a Dios y de hacer caridades! No quiero exagerarte, pero más de trescientas se juntaron. Las había en todos los rincones.

Leporello se había arrimado a la mesa y medio sentado en su esquina. Meneaba la pierna de arriba abajo y marcaba el compás a las palabras de la Vieja.

—Muy pocas me parecen para Sevilla.

—Te dije que no quería exagerar. Pero es el caso que no hallabas una de ellas ni para un remedio. Porque, además, la señora se iba en tribu con las arrepentidas a las puertas de la ciudad, y cuando llegaba del campo una mocita de buen ver, me la catequizaban y la traían aquí. Y, andaban, de noche, por las calles, recogiendo perdidas. Y acechaban a las entretenidas de los señorones y las convertían… ¡Mira, muchacho, con decirte que en Sevilla no había modo de pecar como no fuera a solas! ¡Y cómo andaban los señoritos! Daba miedo tropezárselos en la calle, porque donde se veían faldas, allí caían como buitres… ¡Hasta yo tuve trabajo aquellos días!

—¿Es que ha estado alguna vez desempleada?

—Ya me entiendes. Trabajo de mozuela. Los hombres apencaban con lo que hubiese, y, para nosotras, fue un veranillo de San Martín. Y eso no fue lo malo, sino que empezaron los escándalos, y las muchachas de buena familia embarazadas, y los sodomitos… ¡qué sé yo! Hubo asaltos de casas honorables, raptos de monjas, estupros, violaciones. Salías a la calle, y veías al mocerío acechando como manada de lobos. De modo que hasta los predicadores tomaron cartas en el asunto, y la señora fue llevada a declarar ante un Tribunal competente. Se defendió con la caridad, y con que lo hacía con su dinero, y con que su obra era cristiana y muy recomendada por los santos. Hasta que las madres de familia se reunieron en junta y acordaron ir a ver al señor Corregidor… Total, que un día surgió un tumulto, y asaltaron esta casa, lo destrozaron todo y sacaron de ella a las arrepentidas y las devolvieron a su lugar de origen… ¡Cómo se fornicó en Sevilla aquella noche!

—A la señora, ¿también se la llevaron?

—Con la señora no se atrevieron, porque dijo que su marido mataría al que le pusiera la mano encima. Y como Don Juan ya tenía esa fama…

Leporello saltó de la mesa, alzó una mano por encima de la cabeza y la dejó caer, tajante.

—Mi amo hubiera puesto fuego a Sevilla.

—¡Dios nos valga!

—¿Qué fue de la señora?

—Por ahí anda. Se vistió de penitente, se dedica a la caridad, y tiene fama de santa. Si la quieres encontrar, en una finca que fue de su marido se refugia. Allí mandó hacer sepultura al Comendador de Ulloa, el que mató Don Juan, y unos jardines, y allí mora. Por el día anda por Sevilla dando la lata a la gente con eso del amor al prójimo; pero, con el atardecer, regresa.

Leporello fue hasta el lateral izquierdo. Abrió la puerta.

—Gracias por los informes.

—¿Y la moneda?

—Al salir.

La Vieja, renqueando, se acercó a la puerta. Tendió la mano.

—No te doy las gracias porque este no es dinero para mí.

—Devuélvemelo, entonces.

—Es que, moneda que entra en mi mano…

Salió la Vieja. Leporello cerró cuidadosamente. El escenario quedó algo más oscuro. Un caballero vestido de azul marino entró por el lateral derecho…

Me estremecí al verlo. Sin querer, agarré a Sonja por el brazo.

—¡Es don Juan!

Sonja se soltó bruscamente. Miraba la escena como si estuviera hipnotizada.

—¡Es don Juan! —repetí.

No me hizo caso. Respiraba con agitación. Los pechos se le movían dentro de la blusa, arriba, abajo, arriba, abajo.

Don Juan traía en las manos un manojo de cartas. Leporello le hizo una reverencia y se quedó junto a la puerta.

—¿Leporello?

—¡Señor!

—¿Con quién hablabas?

—Con una vieja traficante en virtudes que acudió al olor de la buena reputación.

—Tienes que llevar estas cartas.

—¿Ahora mismo?

—En seguida. Esta noche doy una cena y un baile de disfraces, y esas son las invitaciones.

Leporello tomó los sobres y empezó a leer.

—Señor Corregidor de Sevilla, Señor Justicia Mayor, Señor Presidente de la Maestranza… ¿Todas gentes de viso?

—Hay también algunos sinvergüenzas, pero, con las caretas, no se les notará.

Don Juan hablaba con voz pastosa, altiva, viril. Se movía con garbo sosegado, como si se frenase.

—¿Usted cree que vendrán?

—¡Allá ellos! Si no acuden, abriré mi casa a los mendigos. Andando.

—Ya voy, señor.

—¡Ya vas, pero no te mueves!

—Es que me estoy preguntando… Veo aquí un sobre dirigido a doña Elvira de Ulloa. ¿Es que no ha muerto?

—No tenía motivos.

Leporello empezó a reír estrepitosamente. Don Juan atravesó la escena y le agarró de un brazo. Volvió a cambiar la luz.

—Perdón, señor. Me río porque… ¿sabe que todos están vivos, menos el Comendador?

—Todos, ¿quiénes?

—Los de entonces. Porque esa vieja que acaba de marcharse me ha contado lo de Mariana…

—¿Mariana?

—Sí. Aquella prostituta con la que el señor tuvo la ocurrencia de casarse. Resulta que…

—Estoy enterado de todo, pero había olvidado el nombre de la protagonista. ¡Como en Sevilla la llaman la señora…!

—No deja de tener gracia, ¿verdad? ¡Una prostituta!

—Mujer de don Juan Tenorio, no lo olvides. No solo la ennoblecí, sino que la hice santa. Porque también te lo habrán dicho.

—Sí, señor.

—Lleva esas cartas. Y cuando te refieras a Mariana, llámala la señora.

La voz de Leporello había temblado. Don Juan inició el mutis hacia la derecha. Se detuvo cerca de la puerta.

—¡Mariana…! ¿Cómo pude haber olvidado el nombre?

Salió. Leporello empezó a silbar y a mirar los sobres de las cartas. Fuera de escena, se oyó ruido como de una aldaba. Leporello seguía mirando las cartas.

—¡Va! Señor Corregidor de Sevilla, Señor Justicia Mayor…

Leyó el nombre de los destinatarios, y, conforme leía, arrojaba la carta al aire. Aquello parecía un juego de prestidigitador y nunca me explicaré cómo lo habían resuelto escénicamente: porque las cartas no caían, sino que quedaban en el aire y daban vueltas, cada vez más de prisa, alrededor de la cabeza de Leporello. Fuera, seguían golpeando la aldaba. Y Leporello decía: «¡Va!»; entregaba al aire una nueva carta y leía el sobre siguiente. Cuando el último escapó de sus manos, la velocidad aumentó, se oyó un silbido como de hélice en el aire, y el tropel de las cartas salió por la ventana. Entonces, la gente empezó a aplaudir, y Leporello saludó desde el palco escénico. Se veía su cara morena reluciente de satisfacción y maquillaje.

Don Juan entró de nuevo.

—¿Ya estás de vuelta?

—Sí, señor.

—¿Repartiste las cartas?

—Una por una.

—¿No oyes que llaman?

—Sí, señor.

—¿Por qué no abres?

—Ya será algún bromista: martes de Carnaval da licencia para todo.

—Mi casa está abierta para los bromistas.

—Y, ¿si es un pendenciero? Andan sueltos con eso del antifaz.

—Dame la espada y abre.

—¿Y si es… la justicia? No olvide el señor que el perdón real pudo no haber llegado a Sevilla.

—Yo no he pedido perdón al rey. En cuanto a la justicia, tráeme dinero, y abre.

—¡Ganas de buscarse líos! Siempre será un estorbo lo que venga. ¿Cuándo empezará el señor a sentar esa cabeza?

Leporello había ido acercándose al lateral. Abrió la puerta y salió. La luz de escena cambió de nuevo, y el traje de don Juan parecía morado. Con Leporello, entró un nuevo personaje. Las caderas redondas revelaban a una mujer. Venía enmascarada, con espada y sombrero de gran lujo. Quedó de pie, junto a la puerta de entrada, muy derecha. No parecía, sin embargo, que el traje de varón le diese seguridades, porque se movía como buscando acomodo más cabal. O quizá fuera que a la actriz el traje le viniera estrecho.

—Que salga Leporello —dijo.

Don Juan se volvió al criado.

—Ya has oído.

—Total, ya sé de quién se trata, y, poco más o menos, lo que se va a decir…

Hizo una señal con la mano, y el sombrero de la recién llegada abandonó la cabeza en que reposaba y quedó colgando en el perchero. Al público le hizo mucha gracia. La actriz tenía unos hermosos cabellos oscuros con reflejos grises.

Don Juan se inclinó.

—Ya estamos solos. ¿Escucho, o saco la espada?

Ella se adelantó un poco. El ademán y la voz le temblaban.

—¿Me tiene miedo?

—No me produce usted la menor inquietud, pero, o vendrá a vengarse, o a sermonearme. Si es venganza, lo siento por usted: la mataré, y mañana dirán que fue un asesinato. Pero esa muerte, ya ve, aumentará la admiración que me tienen. En líneas generales, es una admiración equivocada. Yo no soy un asesino.

—¿Y el Comendador?

—Se lo buscó, y lo merecía. Por eso lo maté sin el menor escrúpulo.

—Es usted un cínico.

—No lo crea. Mi maldad no es tan perfecta que pueda vanagloriarme de ella.

—¡Me espanta oírle!

—Abrevie, pues.

Parecía desfallecer la voz de la muchacha, e incluso ella misma. Distendió los músculos, dejó caer los brazos y habló quedamente.

—¿Y Elvira? ¿La ha olvidado?

—Ese nombre encabeza una lista secreta, la que pudiéramos llamar de mis fracasos. ¿Cómo podré olvidarla? El Comendador era un miserable, pero en las entrañas de su hija cantaban los más hermosos pájaros de la pasión. No pude, como hubiera sido mi deseo, seducirla. La gente no lo ha creído nunca, me cargan el mochuelo de su deshonra. ¡Mi palabra de honor que no le he tocado el pelo de la ropa!

La muchacha alzó la cabeza, entristecida.

—Me da usted lástima.

Y Don Juan le replicó vivamente.

—¡Caramba! Estoy acostumbrado a que se me odie o a que se me desprecie, pero no a que se me compadezca.

—Fue usted cobarde una vez en la vida, y, por no reconocerlo, prefiere admitir como fracaso lo que en la realidad fue una huida. Tuvo usted a Elvira en los brazos. Ella le hubiera dado el honor y la vida. ¿Por qué la abandonó?

—Aquella noche se jugaba una partida decisiva. Yo arriesgaba mi libertad.

—Tiene usted fama de disfrazar con las palabras más altas las intenciones del corazón.

—Y tú, Elvira…

La muchacha retrocedió, y don Juan le sujetó los brazos. Ella intentaba apartarse.

—… conservas tu hermosa voz conmovedora, esa voz a la que, hasta hoy, solo había oído pronunciar mi nombre. ¡No, no te quites el antifaz! No te lo quites si estos años pasados han maltratado tu belleza; pero si todavía puedes mirarte tranquilamente al espejo, tíralo ya.

La muchacha se quitó el antifaz, y lo dejó caer al suelo. Vista de frente, con un foco de luz cruda encima de los ojos, no era bonita.

—Eres bella todavía —siguió don Juan—, mucho más bella que entonces. Hay en tu rostro una triste madurez muy atractiva. Y ese traje masculino te viene de perilla.

—Guárdate las lisonjas.

—¡Dios me aparte! Perdón, quise decir el diablo.

De pronto, Elvira se desmoronó. Cayó en un asiento, empezó a sollozar. Don Juan la miraba a distancia. Alargó la mano y le acarició la cabeza. Ella se revolvió en un último intento de arrogancia. «¡No me toques!» Pero volvió a desfallecer y se abrazó a la cintura de don Juan.

—¡Don Juan, es tiempo todavía…!

—Tiempo, ¿de qué?

—De salvarte. Eres malo y mendaz, pero tu corazón es gigantesco. Apártalo del pecado. El camino de Dios es suave y hermoso.

—Y, sobre todo, lleva directamente a tus brazos, ¿verdad?, que son el Paraíso recobrado. Es curioso. En el fondo, todas las mujeres estáis convencidas de que Dios sois vosotras. Y, ¿quién sabe?, a lo mejor estáis en lo cierto. A mí, al menos, Dios me ha esperado siempre agazapado en vuestro regazo. Pero tenemos, el Señor y yo, algunas diferencias… ¡Me quedan todavía tantas cosas que hacer de las que a Él le desagradan! Una de ellas me ha traído a Sevilla, y he puesto tanto empeño en realizarla, que ni mi propia salvación servida en bandeja por tus hermosas manos me apartaría de mi propósito.

Elvira se levantó bruscamente, se acercó a Don Juan, le ofreció la boca.

—¿Y yo misma? —preguntó con voz mucho más áspera, como si los pájaros apasionados de sus entrañas le cantasen ahora en la garganta.

—¿Qué quieres decir?

Ella agarró a don Juan con fuerza.

—Supón que no han pasado estos años, que no has matado aún a mi padre, o, al menos, que no lo sé. Olvida la madurez de mi rostro y la melancolía de mi voz. Has subido hasta mi ventana, y la esperanza tiembla en mis labios. Mírame. Acabo de ofrecerte todo el amor que mi alma y toda la felicidad que mi carne pueden darte. Tú… no me has rechazado todavía.

Don Juan se apartó calmosamente.

—Es muy extraño —respondió con voz fría—. Suelo ser rápido en mis decisiones fundamentales.

Ella volvió a sollozar. Se le quebró la voz y cubrió la cara con las manos.

—¡Cobarde! ¡Cobarde ahora, cobarde siempre! ¡No tienes arrogancia más que para las mozas de partido! Pero el amor te empavorece y te arrebata la color como el miedo a la muerte.

—Más, Elvira, mucho más. La muerte no me da frío ni calor. La llevo dentro desde aquel día en que saqué la espada contra tu padre. Viene conmigo, duerme en mi corazón y sé que en cualquier momento me llevará. Pero el amor lo desconozco. Si quieres escucharme, puedo darte una explicación satisfactoria.

—¿A mí, que me consumo desde hace tantos años? ¿A mí, que te espero todas las noches en el mismo lugar, olvidada del honor y del rencor, del escarnio que hiciste a mi juventud encendida? Solo querré escucharte si me llevas contigo o si te quedas a mi lado para siempre.

—¿Lo ves? ¿Cómo no voy a rechazarte, si me pides que renuncie a mí mismo?

—A mi lado, hallarás felicidad y salvación.

—A ese precio, ni la felicidad ni la salvación me importan.

Elvira se colgó a su cuello, le habló mordiéndole los labios.

—Aunque me abandones luego, aunque no vuelvas a saber de mí, déjame al menos el recuerdo de un amor cumplido.

—¿Ya te olvidaste de Dios y del pecado?

—Aquella noche los había olvidado, y hoy me siento como aquella noche.

—Pues hay que pensar en ellos, hijita, hay que pensar constantemente. Yo no hago otra cosa… también desde aquella noche.

Don Juan había hablado como un maestro que amonesta al alumno. Elvira le pegó un empujón, lo apartó de ella.

—¡Te odio!

—Eso es ponerse ya en razón. Nos entenderemos mejor.

—¡Sublevaré a los sevillanos contra ti! ¡Te arrastrarán por las calles!

—No les hice ningún daño… y me tienen miedo.

—¡Te mataré yo misma!

—Puede que no haga falta, pero reconozco que estás en tu derecho.

Elvira se había ido acercando a la puerta. Don Juan recogió su sombrero y se lo ofreció.

—Póntelo. Te favorece. Y si quieres también el antifaz…

Se agachó a recogerlo. Mientras lo hacía, preguntó:

—Y aquella judía, doña Sol, ¿qué ha sido de ella?

Elvira extendió la mano para coger el antifaz.

—Murió de la muerte que tú mereces. Quemada.

—¡Qué mal gusto!

Se oyó el portazo de Elvira. Por la otra puerta apareció Leporello.

—A las mujeres no hay quien las entienda.

—No digas estupideces.

—La máxima forma parte de mi filosofía personal. Creo que las mujeres son como las olas del mar. ¿Se sabe, por ventura, la causa de su movimiento? ¿Ha averiguado alguien por qué es inmensa la mar, y misteriosa? Sin embargo, nos bañamos en ella, y a veces conseguimos navegarla. A las mujeres les sucede lo mismo: son inmensas, misteriosas y movibles. Recuerde a doña Ximena. No hay modo de saber lo que les pasa por dentro, ni por dónde van a salir; pero, mientras, se dejan navegar tan ricamente. El secreto está en no preguntarles demasiado.

—¿Pretendes darme lecciones?

Leporello rio un poco y alzó las manos a la altura del pecho.

—Sé mucho de eso, mi amo.

—Pero no más que yo.

Chi lo sa? Hasta ahora, nunca hemos medido nuestra ciencia. Yo me limitaba a llevarle el aire al señor y a responder como un criado más o menos listo. Pero hoy es una fecha capital… para los dos. Las consecuencias de lo que usted haga me alcanzarán también. Por tanto…

Don Juan se le acercó calmosamente.

—¿Pretendes insinuarme algo, o es, simplemente, que te he entendido mal?

—Lo primero más bien, mi amo. ¿Cómo no iba a entenderme?

—Entonces, habla claro.

—¡Así me gusta, Don Juan! —respondió Leporello con entusiasmo. Las cartas, siempre a la vista, aunque haya de jugar una partida con el diablo. Voy a mostrar las mías. Hoy pueden pasar muchas cosas. Pensándolo bien, pueden pasar todas.

—¿Todas?

—Sí, mi amo. Incluso la definitiva. Y, en ese caso, he de cuidar de mi porvenir.

Don Juan le golpeó la espalda riendo.

—Te dejaré una manda suficiente… a causa de tu fidelidad.

—El señor no me ha entendido. Quiero decir que, si el señor muere, yo habré de seguirle al otro mundo.

—No exijo tanto. Morir es una cuestión privada, y en el otro mundo no hacen falta expoliques. En el infierno o en el cielo, la servidumbre está completa.

—El señor carece de experiencia del otro mundo.

—¿Y tú?

Leporello retrocedió.

—¿El señor quiere que le muestre todas mis cartas?

—Desde luego.

—Entonces, quizá baste con que me mire a los ojos.

Don Juan agarró a Leporello por los hombros y le miró fijamente. Luego le dio un empellón.

—En tu mirada hay un abismo, y en su fondo resplandece lo eterno. ¿Eres ángel o diablo?

—Diablo, señor, para servirle. El ángel debe también de andar por ahí, pero en casi veinte años que llevo con el señor, no he conseguido identificarlo.

—El infierno me hace un gran honor. ¿Cómo te llamas?

—¿Qué importa el nombre? A este cuerpo de que me valgo, le habéis llamado siempre Leporello.

—¿A qué has venido? ¿Habré de admitir ahora que lo que yo creía mi obra personal no ha sido más que obra tuya? ¿He escapado de Dios para caer en la trampa del diablo?

—No se preocupe el señor. Me he portado siempre correctamente. Todo lo más, le he ayudado alguna vez, pero, en general, me he limitado a actuar de testigo. Eran las órdenes. El infierno ha guardado al señor consideraciones excepcionales, aunque fuera por razones que ahora no vienen al caso, y yo he estado a su lado con el mayor respeto para su libertad. Hubiera mantenido el incógnito hasta el final, si el final se dilatase. Pero, esta noche, el señor no alcanzaría lo que se propone sin mi colaboración.

—Si yo mismo no sé lo que me propongo. ¿No lo has adivinado? He venido a Sevilla empujado por una esperanza ciega; pero, no sé por qué, voy perdiendo la esperanza.

—Salgamos a su encuentro. ¿No es eso lo que hemos hecho tantas veces?

—Salir… ¿A dónde?

—No es el adónde lo que importa, sino el por dónde. Y, para eso, para enseñarle el camino, estoy aquí.

Rápidamente, Leporello se acercó al gran espejo dorado y lo abrió. Quedó dentro del marco un vacío oscuro, y, fuera de escena, retumbó la caja de los truenos. Don Juan retrocedió, se detuvo de pronto, se irguió…

—¿Es la puerta del infierno?

—El infierno es tan solo una parte del misterio, y esa puerta se abre a su totalidad. Solo entrando por ella puede llegar a buen término nuestra aventura. Pero le advierto que es también puerta del cielo.

—Esa es mi puerta.

Don Juan se acercó al vacío. Los truenos se repitieron, esta vez acompañados de relámpagos verdosos. Leporello extendió una mano.

—¿Quiere de veras ir al cielo?

—Quiero traspasar ese umbral cualquiera que sea el riesgo. ¡Vamos, entra!

—Usted, primero, señor.

—Aunque seas el diablo, eres mi criado y yo soy quien manda. Es la condición para que sigamos juntos. Pasa delante.

Leporello se inclinó.

—Como guste el señor.

Atravesó el umbral. Don Juan le siguió. El espejo se cerró sobre ellos, y cayó, rápidamente, el telón.

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