Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO PRIMERO » 2.

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2.

Unos días después, me encontré de nuevo con el Fulano.

Bajaba por «boul’ Mich» a la hora en que más bullen y alborotan los estudiantes, y debía de ser bien conocido de ellos, porque de todos los grupos le saludaban y a todos los saludos respondía. Esto no era, sin embargo, lo chocante, sino su modo de caminar. Dijérase que saltaba, y que lo hacía al ritmo de una canción discordante cuyo extraño compás llevase con una especie de bastón que meneaba su mano izquierda, mientras que la derecha jugaba con una flor lentamente movida —sin que entonces ni ahora pudiese explicarme cómo, porque nada hay más difícil que imprimir a las manos movimientos contrarios y de velocidad tan diferente. Me dio la sensación de algo que, si no llegaba a lo diabólico, pasaba en cambio del mero virtuosismo; y que bajar por una calle de París de aquella manera, si no obedecía a un propósito burlón, solo podía acontecer por deliberada voluntad de propaganda. La verdad es que no supe a qué atenerme, y que el italiano no me dio tiempo a recobrarme de la sorpresa, porque de pronto quedó parado frente a mí, se quitó el hongo, y me saludó con grandes muestras de cortesía.

—¿Cómo está usted, señor…? —dijo mi nombre—. Me alegra verle. He telefoneado a su hotel un par de veces, pero con mala fortuna.

Y como la sorpresa me saliese a la cara, añadió en seguida:

—Es cierto que no hemos sido presentados, pero eso, entre meridionales, carece de importancia. Mi amo manifestó deseos de conocerle, y por eso…

Un movimiento de su mano florida añadió el resto.

—¿Quién es su amo?

—Permítame, que, de momento, calle su nombre. Puedo, en cambio, mostrárselo, a condición de que no intente hablarle. Está cerca de aquí. Si el señor quiere seguirme…

¿Por qué lo hice? ¡Qué sabe uno por qué hace tantas cosas! Quizá fuese porque el italiano me empujaba suavemente, sin dejar de sonreírme; o porque su sonrisa amable me lo rogaba. Acaso curiosidad; puede que aburrimiento.

Me llevó a un café cercano. Antes de entrar, me dijo:

—Sígame, y no mire a parte alguna hasta que nos hayamos sentado. Mi amo está con una dama, y…

Pidió perdón por pasar delante. Le seguí. Era un café como otros muchos, pequeño e íntimo. Quizá yo mismo hubiera estado en él alguna vez. Fuimos hasta un rincón, se sentó de espaldas al público y me indicó el asiento pegado a la pared.

—Desde ahí podrá verle. A la derecha, en la mesa de la ventana. ¿Ve usted al caballero? Ese es mi amo.

No podía decirse que su amo fuera un ser extraordinario ni tampoco vulgar, sino un correcto varón de unos cuarenta años, bien conservado, vestido de traje gris, grises también los aladares y el bigote. Mis pobres ojos miopes, a aquella distancia y con luz mediana, no podían ver más. Observé que usaba gafas oscuras, como las mías.

—A la muchacha, ¿la ve usted bien?

—Está de espaldas.

—Es bonita, pero eso es decir poco de una mujer en París. Creo, sin embargo, que le gustaría verla de cerca.

Remedó con las manos ciertos encantos a los que siempre fui particularmente sensible, y guiñó un ojo.

—A mi amo también le gustan así. ¡Oh, no crea! Tienen ustedes dos, muchos puntos de coincidencia. Llegarán a entenderse.

En este momento, la muchacha se levantaba, y pude verla mejor: de buena estatura y cuerpo delgado, vestía pantalones y jersey negros. Se echó sobre los hombros un abrigo gris y se puso los guantes. El caballero se había levantado también: sus movimientos y su figura me resultaron conocidos, aunque no pudiera identificarlos como de alguien próximo o amigo. Era muy elegante, con esa elegancia casi inasequible en que el traje, más que encubrir, expresa.

La muchacha salió con la cabeza alta y el mirar perdido. El caballero la siguió cortésmente, sin que la cortesía significase especial amor.

—Y ahora, ¿le conoce? —me preguntó el italiano.

—No.

—Lo siento. Créame que lo siento. Le traje aquí para que, al verle, recordase en seguida su nombre. Si, de pronto, usted dijese: «¡Es Fulano de Tal!», yo le diría: «Sí», y luego vendrían las explicaciones. Pero si usted no ha sido capaz de adivinarlo, yo no puedo hacer más. Créame que lo siento. Si ahora le dijese quién es mi amo, usted se reiría de mí, me tomaría por loco, o, lo que es peor, pensaría que me estoy burlando. Me siento desolado por el fracaso, pero otra vez será. ¡No sabe usted lo que sufro con esta clase de situaciones! Me veo con ellas en cada paso, pero ¡son tan lógicas!

Puesto de pie, cogió el hongo y el bastón.

—Ya se enterará de algún modo, estoy seguro, de algún modo normal, quiero decir: suavemente, sin sorpresa, sin esa sensación de lo absurdo que sobreviene necesariamente a todo el que lo descubre por sí mismo. Pero tiene que ser pronto, porque usted marchará de París un día de estos… ¿cuándo se marcha?

—No lo sé.

—Espere unos días más. Usted ha venido a ver teatro: dentro de pocos días será la première de una pieza importante, de las que no pueden representarse en su país. Espere. Le enviaré las entradas.

No dijo más, sino que saludó y se fue corriendo. Yo me acerqué a la ventana y le vi pasar, recobrado el andar saltarín, el ritmo de baile burlón; solo que había cambiado de manos el bastón y la flor.

Alguien alentaba detrás de mí. Sentí asimismo un corazón que golpeaba, pero esto quizá fuera una ilusión. La que parecía camarera del café se había acercado también, y miraba por encima de mi hombro, pero no al italiano, que ya desaparecía tras la esquina, sino hacia el lugar donde la muchacha de los pantalones negros y su galán se habían detenido.

Tendría como treinta años, la camarera, y me gustó. Miraba a la otra muchacha con mirada de despecho, con mirada de amor en frenesí, y aún dijo algo, que no entendí bien porque el francés solo se me da con extranjeros que lo hablen más o menos con las mismas imperfecciones que yo.

Pero lo que dijo, por el tono y el modo de mirar, me la hicieron interesante. Volví a mi mesa y me puse a hojear un libro, en realidad a observar a la chica del café, que se había refugiado en un rincón, entristecida y rabiosa. Pasó algún tiempo: no hallaba pretexto para interrogarla, a pesar de encontrarnos solos. En España hubiera sido fácil: ella me contaría, a la primera insinuación, toda una historia de amor. La llamé, por fin, para pagar. Me respondió sin moverse:

—Gracias, señor. Leporello ha pagado ya.

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