Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO PRIMERO » 7.

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7.

El picadero de Don Juan constaba de un vestíbulo pequeño al que se abrían tres puertas, y dos salones en ángulo, alumbrados —al entrar nosotros— por lámparas pequeñas y anticuadas, amueblados al gusto romántico más puro: también allí parecía que nadie hubiese corregido la disposición de los muebles, como queriendo conservar el sentido del espacio de nuestros tatarabuelos. Había flores por todas partes, flores recientes y caras; un piano de media cola, y cuadros, muchos cuadros, cuadros muy buenos, entre los que descubrí un Delacroix de regular tamaño, dibujos de Daumier, y un par de bocetos de Manet. Había también libros, pero no me paré a mirarlos, porque, en el segundo salón, entre un sofá y el piano, Don Juan se hallaba derribado sobre la alfombra, inerte, y con la pechera de la camisa ensangrentada. Corrí a su lado, me arrodillé y le tomé el pulso.

—Está vivo.

—¿Lo ve?

—Pero ¡hay que llamar a un médico! ¡Dese prisa!

—Sí. Hay que llamar a un médico, pero sin prisas. El doctor Paschali suele atender a mi amo en estos casos: un italiano de malísima reputación, pero que se aviene a no dar parte a la policía.

Se arrodilló con parsimonia, y desabrochó la camisa de don Juan.

—Tiene que haber interesado el corazón.

—No diga disparates. Habría muerto.

No me respondió. Volvió el cuerpo de su amo sin ningún miramiento, y le examinó la espalda.

—Con orificio de salida. Mejor así.

Don Juan quedó espatarrado sobre la alfombra, con los brazos abiertos y la cara pegada al suelo.

—Las pistolas son un invento cómodo —continuó Leporello—. Antes, una mujer burlada, o se veía en la desagradable necesidad de apuñalar al Burlador, que es un acto muy poco femenino, dígase lo que se quiera, o de envenenarlo, que es feo y tortuoso, o de acudir al padre, al hermano o al marido para que se consumase la venganza. Con eso, se complicaban mucho las cosas, resultaban muy teatrales. Ahora, todo es más sencillo, ya lo ve usted: un agujerito en el pecho, otro en la espalda, y una mancha de sangre. Lo que aquí sucedió, no podría ponerse en verso.

—¿Qué sabe usted lo que le habrán dicho a su amo?

—Eso. ¿Qué sabré yo? Sonja es sobria de palabra, no es ninguna charlatana. Pero es, en cambio, muy descuidada: vea.

Metió la mano bajo el sofá y sacó una pistola.

—Un seis treinta y cinco, de fabricación belga. Probablemente conserva las huellas dactilares. Si ahora llamo a la policía, antes de una hora Sonja habrá sido detenida.

—¿Por qué no lo hace?

—Porque Sonja tiene razón. ¡Sí, no me mire de esa manera! Tiene razón. Todas tienen razón para matar a mi amo. Llevo trescientos años conociendo mujeres que hacen razonablemente cosas como esta, o parecidas.

—¿Me deja usted que hable un poco?

—¡Naturalmente! Lo estoy deseando. Pero no permanezca de rodillas. Podemos sentarnos y tomar algo. El doctor Paschali no llegará a su casa hasta las siete, y son… las seis y treinta y cinco. Vive en Neuilly. Si salimos los dos al mismo tiempo, llegaré antes. A mi amo le da igual esperar ahí tirado que en su cama, pero mientras permanezca ahí, evitaremos que Marianne se desmaye, que haga una escena patética abrazada al cuerpo de su amado, o que intente suicidarse si lo cree muerto. Ahora, en cambio, duda y espera, se siente desgraciada y vive la inefable felicidad que le causa su desgracia. ¿No ha observado la habilidad con que las mujeres convierten en fuente de felicidad su desventura?

—No es de eso de lo que quiero hablarle.

—Ya sé. Usted quiere decirme que no se explica cómo Sonja pudo ser burlada, pero a mí me gustaría más que discutiésemos sobre el instinto de felicidad de las mujeres, expresado por una chica bien educada y por una mala bestia, Sonja y Marianne, por ejemplo. Sonja es hija de un magnate del acero, un ruso emigrado que se enriqueció en Suecia; Marianne es una pobre chica de servir.

—Sonja mata; Marianne, no.

—¡Pura apariencia!

—He ahí la prueba.

Leporello se acercó a un armario donde había vasos y bebidas, sirvió algo y me lo ofreció.

—Ahí tiene, coñac español. Yo prefiero el vino dulce.

Pasó por encima del cuerpo de su amo como si fuera el cadáver de un perro, y repitió la invitación a sentarme.

—El día en que llegó Marianne, enviada por una agencia de colocaciones, nada más ver sus ojos, nada más oír su áspera, su apasionada voz, pensé que un nuevo melodrama se nos había metido en casa. Y cuando tuve ocasión de estudiarla por dentro, me estremecí de regocijo, porque lo que había allí prometía una verdadera traca.

—¿Qué es lo que había? ¿Cohetes?

—No sea bobo. ¿Pretende usted tomarme el pelo… a mí? —Cambió inmediatamente de tono—. Le diré lo que había. ¿Ha visto usted alguna vez una gallina por dentro? ¿No le ha sorprendido nunca la serie de huevecillos, grandes y chicos, que allí esperan su desarrollo? Quien como yo conoce la anatomía de las almas, puede ver en ellas los gérmenes agazapados de los actos futuros, nutriéndose de vida, desarrollándose lentamente, como los huevecillos de las gallinas. Y, un día, ¡zas!

—Un día, Marianne cacarea, pero no pone un crimen.

—Exactamente. Y Sonja, en cuya alma no he visto jamás el germen de un homicidio, no cacarea y lo pone.

—¿No es algo contradictorio?

—Es que, amigo mío, anda don Juan por medio. ¡Don Juan, de quien se ha dicho que era estéril! No sé si antes, o ayer, hablábamos de las armonías que don Juan es capaz de arrancar al cuerpo de una mujer; olvidé añadir que también sabe sembrar gérmenes en su alma, y nutrirlos; gérmenes de actos en contradicción con el carácter de la mujer. Hizo de Marianne un ser capaz de sacrificio, y de Sonja una homicida. El buen novelista que las hubiera inventado, atribuiría el crimen a Marianne, el sacrificio a Sonja; y, de hacerlo al revés, los críticos se lo reprocharían. Porque, naturalmente, el novelista sería incapaz de imaginar la escena que ha transcurrido aquí, desde anoche hasta esta tarde, u otra similar acontecida hace meses en nuestra casa; menos aún los largos, los estudiados procesos que en esas escenas culminaron.

Se levantó solemne; pero, antes de seguir hablando, sorbió con delectación y chasquido de lengua un buen trago de vino dulce, de modo que el gesto dio al traste con la solemnidad.

—Voy a revelarle un secreto: el éxito de don Juan se debe a su poder de transformar a las mujeres.

Me encogí de hombros.

—Todo ser humano, al relacionarse con otro, lo transforma, y, entre enamorados, la transformación es mucho más honda.

—Con una diferencia, amigo mío: las transformaciones de un hombre provocadas por la mujer que ama, o viceversa, están implícitas en el carácter del transformado, son posibilidades que la presencia del amante suscita y realiza. Pero ni el sacrificio fue nunca una posibilidad de Marianne, ni el crimen lo fue de Sonja. Don Juan creó los gérmenes, los sembró…

—Sí; y los nutrió.

—Y les dio realidad. Por eso es original y grande.

—¿No será más bien que injerta a sus amadas personalidades falsas, allegadizas?

—Y, usted, ¿no se da cuenta de que está hablando de mi amo como si verdaderamente fuese don Juan?

Sonreí.

—Me limitaba a aceptar una hipótesis.

—No. Hablaba usted de don Juan completamente en serio.

Miró el reloj.

—Ha llegado la hora de llevárselo. ¿Quiere, mientras tanto, aguardarme aquí? No le digo como cortesía que puede fisgar lo que quiera, porque más bien lo deseo. Volveré pronto.

Sin esperar mi conformidad, cargó a la espalda el cuerpo de su amo, y marchó. Desde la ventana vi cómo lo metía en el coche grande sin cuidarse de que le vieran o no. Y, no sé por qué, tuve la impresión de que solo yo les veía.

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