Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO PRIMERO » 8.

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8.

Tardé en determinarme a curiosear. Sentado, con el pitillo en la mano y el coñac a mi alcance, pensaba que, desde unos días atrás, cierto número de actos míos obedecía a los deseos, acaso los designios del que a sí mismo se llamaba Leporello. Llegué a sentirme como juguete en sus manos, o como personaje literario en las del mal novelista, que piensa y siente lo que el novelista quiere. Pero la curiosidad, o el deseo de esclarecer lo que no entendía, o simplemente la obediencia, me apartaron de estos pensamientos y me llevaron al ejercicio metódico del fisgoneo. Leporello estuvo ausente más de dos horas; el tiempo justo.

El picadero de don Juan, más que picadero al uso —no había en él divanes voluptuosos ni estampas galantes—, semejaba la habitación que uno ha deseado siempre, perdida en cualquier rincón de la ciudad, ignorada de todo el mundo, en la que se puede ser feliz con el recuerdo, con la esperanza o simplemente con el silencio. No era una habitación abstracta, construida con arreglo a un patrón de moda o a un patrón démodé, sino una habitación cuyos elementos se habían conjugado de tal manera que, perteneciendo a un hombre concreto con tal historia y tales costumbres, podía servir a muchos otros sin que ninguno de ellos se sintiera incómodo y en casa ajena: lo mismo que esas palabras de poeta que expresan un sentimiento de manera tan personal y al mismo tiempo tan profunda, que sirven a cualquiera de expresión adecuada y única. Allí podía escribirse una obra de arte, vivir los episodios de un gran amor o sentir en soledad cómo la vida de uno está formada de la sustancia del tiempo. Encendí todas las luces, la recorrí, y durante unos minutos no pude investigar porque me sentí en mi casa, en la que siempre me había apetecido, y porque, en consecuencia, muchas ansias olvidadas, muchos deseos dormidos, acaso muchos hombres enterrados por mí, se despertaban y querían ser allí, o empezaban a ser, y me invadían el corazón, me lo apretaban con su urgencia de tragar la vida entera. No sé como logré sosegarme, ni lo que duró este arrebato. Lo que sí sé es que aquel vendaval de vida barrió de un soplo, de mi voluntad, los propósitos deliberados, y relegó mi inteligencia a un almacén oscuro, a la bohardilla de los trastos inútiles. Mi alma sentimental estaba, en cambio, alerta y pronta a dejarse llevar de las incitaciones, a dejarse penetrar por ellas. Más que buscar, entraba en mí y me llenaba lo que allí había, lo que allí se significaba. Las experiencias místicas tienen que ser algo muy parecido, tan arrebatador, indescriptible y luminoso. Directamente, sin deducciones, sin que la inteligencia comprobase datos y sacase consecuencias, me sentí en presencia, casi en contacto, con las mujeres que por allí habían pasado, que allí habían vivido largas horas apasionadas y que habían dejado los salones impregnadas de sí mismas. Como es sabido, estos contactos esenciales pertenecen por su naturaleza al orden de lo inefable. Me atrevería a definirlas si fuesen definibles, a describirlas si pudiese. En el modo de estar las cosas, en algo de las cosas mismas, como un aura o emanación, se me iban revelando aquellas féminas, pero eran revelaciones singulares e incomparables. Allí, en el picadero de Don Juan, varias mujeres habían sido arrebatadas como yo, más hondamente que yo —ellas amaban—; y habían sido allí ellas mismas, en su singularidad, en el tuétano de su ser personal, como se es en el Paraíso. Y esta última convicción, que me vino de fuera, que recibí como evidente, me zarandeó como una blasfemia al comprender que sin Dios, y contra Dios acaso, lo que allí había acontecido a aquellas mujeres era de naturaleza religiosa.

… Abrí, arrebatado, la puerta de la alcoba, que hasta entonces no había investigado. Había en ella una cama, unas lámparas sobre las mesitas, unos ceniceros junto a las lámparas. Lo examiné todo con frenesí.

—¿Qué? ¿Comprende ahora?

Leporello estaba detrás, con el sombrero puesto, más divertido, más burlón que nunca.

—No. No comprendo.

—Ya le dije antes que en usted se interfieren dos órdenes de la realidad, pero solo uno de ellos es accesible a su inteligencia. Tiene usted delante el instrumento de trabajo de un conquistador profesional. Es evidente que jamás ha sido usado. Usted se resiste a creerlo.

Me dejé caer en un sofá.

—Perdóneme. Estoy un poco mareado. Estoy…

—Está usted perfectamente, pero no se puede impunemente entrar en contacto intuitivo y directo con unas cuantas personalidades humanas, que es lo que acaba de sucederle. Pasa muy pocas veces o no pasa nunca, y los hombres no disponen de recursos para soportarlo. El mareo no es más que una salida.

Señaló con un gesto la puerta entreabierta de la alcoba.

—Y, ahora, ¿sabe usted ya por qué Sonja quiso matar a mi amo?

—No irá usted a decirme…

—No voy a decírselo porque usted lo sabe ya. Don Juan no puede acostarse con sus enamoradas. ¡No me mire de esa manera, no recuerda lo que ha leído acerca de su impotencia sexual! La explicación es más fácil: nació en Sevilla en 1599, hace algo más de trescientos setenta años.

La tensión mística me había abandonado, era ya poco más que un recuerdo desvanecido. En su lugar, se repetía la sensación de ser burlado, la convicción de hallarme envuelto en una farsa cuya contradictoria naturaleza me la hacía ininteligible, pero que dejaba de serlo si admitía como verdadero el absurdo de que aquel hombre fuese Leporello y don Juan el otro.

—Como usted comprenderá —seguía diciendo Leporello—, don Juan no se ha portado siempre así. Antaño, ni una sola mujer pudo acusarle de fraude. Le llamaron, es cierto, Burlador, pero no por lo que hizo, sino por presentimiento de lo que había de hacer, porque nunca como ahora fue don Juan un verdadero burlador; nunca tampoco su especial y perfectísimo modo de amar ha llegado a los extremos de perfección a que ahora llega. El poder actual de don Juan para hacer feliz a una mujer es incomparable, solo que, en cierto momento, esta felicidad exige la expresión carnal que afortunadamente don Juan no puede darles…

Se interrumpió, hizo un gesto ambiguo con las manos.

—… a causa de su edad, digamos. Porque, si pudiera, ellas no lo resistirían.

Repitió la interrupción y el gesto.

—La naturaleza humana, amigo mío, pone límites a la intensidad del placer, y el que mi amo daría a las mujeres sería irresistible, sería la muerte. Sin embargo, como ellas no lo saben, apetecen la plenitud; pero, en el momento del mayor anhelo, mi amo, como un torero, da la salida al toro con un hábil capotazo, aunque a veces salga enganchado por la faja y haya que despacharlo a la enfermería.

Rio suavemente.

—Allí acabo de dejarle. En manos de Marianne y curado por el doctor Paschali. ¡Si hubiera usted oído a Marianne! Habló de asesinar a la culpable e inmediatamente trató de suicidarse… Muchos llamarían a esto la lógica femenina, pero usted y yo sabemos ya que es lo razonable.

Y, de pronto:

—Mi amo, es un insensato. Se mete en un lío de estos sin cuidarse de los detalles prácticos. Tengo que buscar dinero urgentemente, y solo puedo hallarlo en un garito, donde me veo precisado a hacer trampas. ¿Quiere venir conmigo?

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