Don Juan

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CAPÍTULO II » 1.

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1.

Por qué el Garbanzo Negro se llamó siempre así, y no Chícharo Verde, que le gustaba más, es una historia varias veces milenaria, que se remonta a los orígenes del garbanzo y guarda bastante relación con el problema de quién fue primero, el individuo, el género o la especie; historia, por otra parte, muy mezclada de leyendas, deficientemente interpretada, y con tantas lagunas en su documentación, que en buena parte debe ser hipotéticamente reconstruida y apoyada en conjeturas más que en datos: historia para ejercicio de poetas, pintiparada a su imaginación. Conviene advertir, no obstante, que el personaje llamado Garbanzo Negro, en sus períodos de actividad, no se vale de su nombre, sino de un alias cuidadosamente seleccionado, o bien del nombre que lleve el propietario del cuerpo usado en cada coyuntura. Digamos, además, que este Garbanzo ha sido durante mucho tiempo —en el caso de que le convenga propiamente cualquier noción temporal—, una suerte de especialista en remates, algo así como un torero que solo interviniese en la suerte de matar, dejando al cuidado de los peones y los sobresalientes el resto de la lidia. Solía entonces echar mano de un cuerpo idóneo, pariente, prójimo o amigo del rematando, de modo que el parentesco, la amistad o el vecindaje le permitieran entrar, salir, andar alrededor, ayudar en las vigilias o administrar los remedios de urgencia; no perdía de vista al paciente, antes bien lo atendía con esmero, y cuando el alma moribunda, bien trabajada de antemano por los peones, se rendía, Garbanzo Negro situaba una estocada en todo lo alto, o bien la despachaba de un rápido descabello, con los papeles listos para la entrada en el infierno. Desde que su reputación de eficaz y expeditivo se había propagado, Garbanzo Negro actuaba solo en corridas de gran cartel, con toros de trapío, quiere decirse con personajes de campanillas, de los estimados en el infierno, cuya adquisición importaba por la calidad, por la notoriedad, o porque la Parte Contraria hubiese puesto especial empeño en arrebatarlos.

No obstante sus éxitos, y el respeto de buen trabajador de que gozaba, tenía Garbanzo Negro una preocupación obsesiva. Jamás le había tocado en suerte un cuerpo humano valioso, un cuerpo por el que pudiera darse algo, o que proporcionase alguna satisfacción al inquilino en el tiempo escaso en que habitarlo solía. Incluso en las más resonantes de sus intervenciones, aquellas de las que un diablo puede vanagloriarse sin desdoro, el cuerpo que le sirviera de instrumento había sido miserable, enfermizo, o simplemente basto. Cuando se le envió urgentemente a Roma para encargarse del Cardenal-diácono Ricci, en trance de palmarla, esperaba que le hubiesen reservado el cuerpo de la bella Catarina, que por allí merodeaba; pero se encontró con la pesada, la torpe, la incomodísima humanidad de un criado viejo, aquejado de reúma articular deformante, cuyos dolores podían considerarse como infernales. Un tiempo antes había acudido, en Florencia, al socorro de Simoneta, prostituta de altos vuelos intelectuales, en cuya amorosa proximidad los hombres más notables de su tiempo habían sostenido conversaciones sublimes; pues bien: para el tejemaneje definitivo, Garbanzo Negro se había incorporado a un necio que la enferma tenía en gran estima y que con sus gracias la había divertido en los períodos melancólicos: tuerto de nacimiento, tenía, además, una enorme joroba, y su mentalidad rondaba la oligofrenia. Por último, no más que veinte años atrás, le habían encomendado el cuidado final del padre maestro Téllez, agustiniano, gran teólogo, en ocasión en que el fraile estaba en las últimas. Se metió en el cuerpo de un fray Hieronimus Welcek, de origen alemán, y el padre Welcek padecía de úlcera gástrica y se alimentaba como un crío lactante.

Sucedió que, en aquella ocasión, las previsiones cronológicas del infierno no se cumplieron, y el padre maestro, después de un peligroso trance preagónico en que se llegó a creerle muerto, se fue recuperando, y por las artes de un médico judío incrédulo, volvió a la salud como si nada, pese a sus setenta años y a la debilidad asombrosa de su cuerpo. Bastaron dos meses de convalecencia para restituirle a la explicación de la Teología Trinitaria en cierta cátedra de Salamanca. Un buen día, el padre Téllez, apoyado en un bastón, subió con gran trabajo las escaleras de la cátedra y reanudó sus relecciones como si tal cosa; creyó Garbanzo Negro que nada había que hacer allí, y se reintegró al infierno; pero allá abajo estimaron que el porvenir del teólogo agustino merecía cuidarse, y el Garbanzo, reexpedido a Salamanca, se vio obligado a soportar las úlceras de estómago, la leche y las papillas, por tiempo indefinido; tanto como el maestro Téllez tardase en espicharla. Habían pasado, como se dijo, veinte años; el Garbanzo no hallaba diversión alguna en la vida conventual, porque se le había ordenado especialmente que no estropease con trapisondas impías o con aventuras putañeras la buena fama del fraile en cuya carne mortal incómodamente se había instalado. Pasó algún tiempo más retorciéndose de tedio y de dolor, y, por fin, por no hallar nada mejor a mano, se entregó al estudio de la teología como discípulo del padre Téllez. Fue una curiosa experiencia en la historia del Garbanzo; aquellos tratados escritos en un latín imposible y desprovistos de toda gracia literaria, contenían ideas sobre la Divinidad; y aquel vejete tembloroso, que parecía caerse a pedazos al menor movimiento, sabía más de Dios que nadie, aunque con la limitación personal de que, secretamente, era ateo. Hubiérale dolido menos la úlcera, y el Garbanzo se pasaría el tiempo sin desear la muerte de su maestro; pero aquel condenado estómago parecía una brasa, y si de día le obligaba a avinagrarse el rostro, de noche no le dejaba dormir en paz, despierta siempre y candente la llaguita sin que hubiera manera de dormirla o apagarla. El Garbanzo maldecía la longevidad de su maestro, al que, sin embargo, tanto debía como intelectual. Pero la gratitud jamás había contado entre sus hábitos morales.

Como padre Welcek, Garbanzo Negro figuraba entre los tipos raros de Salamanca. En su papel de profesor-adjunto, era universalmente detestado por la gente estudiantil, al tiempo que menospreciado, pues sus ideas seguían servilmente las del padre Téllez, y ni una sola vez un vislumbro de originalidad había resplandecido en sus lecciones, limitado siempre por el cerebro nada brillante ni original de fray Welcek. Tenía, además, la obligación de confesar a los sopistas de un colegio; y no hubo jamás penitencias tan feroces como las que imponía, ni manga más estrecha que la suya en materias de puterío; se dijo en cambio, después de que apareció muerto su cuerpo, que jamás interrogaba sobre puntos de doctrina, y que a este respecto había practicado siempre una indiferencia rayana en la herejía; pero esto forma parte de su leyenda.

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