Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO III » 3.

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3.

El café de Marianne, cerrado, con un rotulito que anunciaba la ausencia indefinida de su ama, nos dejó con el último palmo de narices, abandonados en el Barrio Latino, cansados, desesperados y, yo, con mucha hambre. Sonja hubiera preferido dedicarse inmediatamente a la expresión verbal de su situación dramática con acompañamiento, acaso, de llanto y gimoteos; pero yo no me sentía tan desconsolado como ella, sino más bien convencido de que la fuga de Don Juan —quizá solamente su desaparición— tenía mucho de precaución prudente, un si es o no es cobarde… Yo hablaba de fuga, a sabiendas de que exageraba, pero, en el fondo, aceptaba la explicación, tan razonable, de Sonja, según la cual se hallaría en un sanatorio, y todo lo demás no era sino un sistema de casualidades y de errores provocados en parte por mí. Tengo la impresión de que ella no creía en sus palabras, sino en las mías, del mismo modo que yo no creía en las mías, sino en las de ella. Su estado sentimental prefería como hipótesis, la fuga; si hablaba del sanatorio era solo por llevarme la contraria, y, de paso, tranquilizarse, al menos en apariencia.

Hablé de meternos en un restaurante. Sonja aceptó, y hasta se dignó llevarme a uno que yo desconocía y en el que se comía bastante bien. Estaba a aquella hora lleno de estudiantes. Desde el principio, me sentí incómodo. Aquellas gentes fúnebres parecían personajes de tragedia en vacaciones eróticas, a juzgar por el modo que tenían de amarse mientras cenaban. Daban la impresión de estar diciendo: «En cuanto acabemos de comer, nos suicidaremos, si bien entre una cosa y otra haremos el amor durante un rato. No mucho: lo suficiente para que la libido no estorbe nuestras últimas meditaciones sobre la nada». Posiblemente el ánimo de Sonja coincidiera con el de los parroquianos de aquel restaurante; su traje, desde luego, no; y por lo que a mí respecta, ni ánimo ni traje: por eso digo que me encontraba a disgusto, como si todos aquellos filósofos fuesen a adivinar que un burgués se había colado osadamente en sus filas; como si al saberlo fuesen todos a insultarme. Estoy a punto de jurar que algunos de ellos lo hicieron, y que la palabra definitiva: «Salaud», salió de muchos labios, si bien discretamente. Sonja estaba demasiado metida en sí misma para oírla; yo prefería no enterarme.

—¿De modo que usted piensa que Don Juan se ha fugado?

—Sí.

—Pero ¿por qué?

—Es su costumbre.

—En este caso, no era necesario. Ni un padre, ni un hermano ni un marido intentarían vengarme.

—Parece olvidar que usted misma le disparó un tiro.

—Sí. Es cierto…

Pero reaccionó en seguida.

—Desde luego, le pegué un tiro. Pero ¿por qué? ¿Estaba acaso en mi intención? Yo no tenía pistola. Yo me hubiese limitado a esconder tras el piano mi cuerpo desnudo, a vestirme y huir después, si él no me hubiera dicho: «Ahí está la pistola». ¿Quién la había puesto allí? Él. ¿Para qué? Para que yo le disparase. Eso es evidente. ¿Qué pretendía con eso?

—Dar un final trágico a la aventura. Don Juan es aficionado a los finales trágicos.

—¡Oh! Y usted, un frívolo incorregible. ¿Piensa que es válida esa explicación estética? ¿Por qué no se esfuerza en pensar conmigo y hallar un sentido a todo esto?

—Tendré que repetirle lo que ya dije otras veces: Don Juan, es decir, el hombre que se hace llamar así y que tiene un criado realmente divertido que se hace pasar por el diablo, es un sujeto al que la impotencia sexual, sobrevenida anticipadamente, volvió loco, o neurótico, o como quiera usted llamarle. Como sus artes de seductor no las ha perdido, sigue enamorando a las mujeres; como tiene imaginación, las enamora por procedimientos nada comunes, lo reconozco, pero, al final, nada.

—¿Y el tiro?

—Es natural que un hombre en esas condiciones desee morir.

—¿Y el nombre de Don Juan?

Sonreí.

—Los psicólogos llaman a eso compensación, o algo parecido.

—Yo lo veo de otra manera.

No explicó de momento, cómo lo veía, y yo seguí comiendo. Ella me miraba con una mirada que no quise investigar. De pronto, me preguntó:

—¿Cree usted en el Destino? Tiene usted que creer, porque es usted meridional.

—Sin embargo, no creo.

—Yo tampoco creía, y ahora, sin embargo, ante ciertas evidencias… —Hizo una ligera pausa, y continuó en seguida, con palabra apurada—: ¿Cómo, si no, puede relacionar usted una serie de hechos? Véalos usted: contra toda costumbre de las mujeres de mi país y de mi educación, permanezco virgen; contra mi propósito inicial de dedicarme a la filosofía, escribo una tesis sobre Don Juan; contra toda previsión, la lectura de mi tesis me hace conocer a un hombre…

—En cambio —le interrumpí—, el ateísmo que usted profesa, y que me parece un dato que debe considerarse, no tiene nada de extraordinario. Todos estos muchachos y muchachas que me rodean son ateos.

—¿Piensa usted que alguna de estas muchachas pudiera enamorar a Don Juan?

—Las hay bonitas.

—Son muchachas que se acuestan cada noche con su amigo. Carecen de prejuicios sexuales.

—También usted.

—Yo, sin embargo… ¿Quién le asegura que mi conducta no está regulada por un prejuicio que desconozco?

—Usted lo dijo.

—Puedo estar equivocada. Me he hecho psicoanalizar un par de veces, pero no tan a fondo que todo lo vea claro. En cualquier caso, ¿qué más da? Yo me encuentro ahora con que determinados hechos de mi vida, antes sin relación, la tienen. Unos parecen condiciones para que el más importante de ellos pudiera haber acontecido; otros son, sin duda, sus consecuencias. Hay una trabazón que usted llamaría estética, seguramente, pero que yo llamo…

Volvió a detenerse, y miró con mirada vacilante, como avergonzada.

—… yo la llamo religiosa. Y usted, que es católico, debería estar de acuerdo conmigo.

—Yo creo en la libertad, no en el Destino.

—Yo he sido libre de permanecer o no virgen, de escribir una tesis sobre otro tema y de despachar a don Juan con una sola palabra cuando se me acercó a felicitarme.

—Bien, ¿y qué? Admitido como hipótesis el Destino, con mayúscula, ¿quién es Don Juan?

—¡Oh, Don Juan, sin duda! El verdadero Don Juan.

—Nacido en Sevilla en 1598, según la cronología de Leporello. Don Juan Tenorio de Moscoso, un hombre que parece haber escapado de la muerte. ¿Quiere usted que me levante y grite a todas estas gentes que anda entre nosotros un hombre inmortal? ¿Puede usted imaginar cómo se reirían? ¿Recuerda usted los slogans filosóficos de moda: ser para morir, por ejemplo? «El hombre es un ser para la muerte», nos diría inmediatamente ese muchachito de barba rubia que parece estar agonizando; «si ese no muere, no es hombre». Tendríamos que reconocer que el razonamiento es irrevocable. Me vería obligado a estrechar la mano del barbudo y a felicitarle por su vigorosa dialéctica. Después, me volvería a usted, y le diría: Señorita, está usted equivocada: un hombre no puede ser inmortal.

—¿Por qué no?

Hice un gesto desesperado.

—Si me lo pregunta en serio, no puedo responderle.

—Le invito entonces a que pregunte al joven de la barba rubia qué piensa de Dios. Le dirá que no existe. Entonces, yo me volveré a usted, y, con la mayor solemnidad, le convenceré de que Dios es una noción contradictoria.

—Tengo mis razones para creer.

—Como las tengo yo para creer en Don Juan. Ni las de usted ni las mías resistirían el análisis; pero, a pesar de eso, las aceptamos. Y si el muchachito de la barba rubia las destruyese, seguiríamos creyendo en ellas. Para usted, Dios es evidente; para mí, lo es Don Juan. Reconozco que la fe de usted es más meritoria que la mía, porque usted nunca ha visto a Dios, y yo he estado desnuda en presencia de Don Juan.

Casi le grité:

—¡En presencia de un loco! ¡En presencia de un farsante!

—¿Por qué se pone así? —me respondió ella tranquilamente—. ¿No ve que está llamando la atención?

Empujó hacia mí la copa de vino.

—Beba un poco y cálmese. Parece como si estuviera celoso.

Me sentí humillado. Sonja sonreía, y me miraba con sus claros ojos azules, como deben mirar las madres a los hijos exasperados e irrazonables: con una mezcla de superioridad y ternura que me humilló más todavía. Bebí un poco de vino y dominé mis nervios.

—Está equivocada. ¿Por qué voy a sentir celos? Siento, en cambio, rabia de que una persona racional se empeñe en creer esta bobada.

—¿Se da usted cuenta de que fue usted, precisamente usted, quien me dijo que era Don Juan, y que me lo dijo en circunstancias tales como para creer que, con la revelación, buscaba usted un efecto determinado?

—Exactamente. Buscaba que usted comprendiese que se había metido en un lío del que le convenía salir cuanto antes. Cualquier mujer habría adivinado inmediatamente que se las había con un burlón o con un loco.

Inesperadamente, Sonja cogió mi mano.

—¡No sabe cómo le agradezco la revelación! —dijo con voz casi en éxtasis—. ¿Qué hubiera sido de mí si me creyese la víctima de un seductor vulgar? ¿Cómo podría explicarme lo sucedido, cómo podría resistir el saberme desdeñada? Sería como un caos tenebroso en el que probablemente habría perdido la vida. Pero usted lo esclareció todo; usted me ayuda a esclarecerlo cada vez más. Conforme usted habla y discute conmigo, parece como si mi alma discurriese con independencia de nuestras palabras y entrase en un mundo donde todo es claro, radiante e inteligible. Le aseguro que todo me parece necesario, que todo tenía que ser así.

—¿También la desaparición de Don Juan?

—Eso, principalmente. Para que suceda lo que va a suceder, es necesario que Don Juan esté ausente.

Me atreví a preguntarle, con timidez burlona, qué iba a suceder. Ella soltó mi mano, cruzó los brazos sobre el pecho, cerró los ojos y, como recogida en sí misma, como si se escuchase, respondió con un susurro:

—No sé. Pero al revelarme el nombre de Don Juan fue como si hubieran sembrado un niño en mis entrañas. Ahora lo siento palpitar dentro de mí; crecerá, me llenará enteramente, será uno conmigo, y así permaneceremos unidos hasta la Eternidad.

—Hasta la Nada, querrá usted decir.

O no me oyó, o mi ironía no mereció respuesta. Su recogimiento, su silencio, me permitieron examinarla y hacer comparaciones. Parecía una Anunciación pintada por un primitivo holandés; inmediatamente me vi a mí mismo con alas, levitando sobre el piso de aquel restaurante ruidoso. Y otra vez tuve la sensación de que en la entraña de aquel asunto, había algo blasfematorio.

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