Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO V » 6.

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6.

Apenas tardó un minuto en levantarse de nuevo. Estaba en escena un grupo colorista y abigarrado de personajes: el Arzobispo, el Corregidor, el Maestrante, el Capitán de los Tercios, el Prior de la Cartuja y el Presidente de la Audiencia. Vestían trajes de gran gala, pero llevaban puestas caretas.

Frente a ellos, de espaldas al público, el Comendador se explicaba. Y, a un lado, con el antifaz puesto, esperaba Elvira.

Las seis máscaras formaban de tres en tres a cada lado del espejo.

—¡Yo lo vi entrar —vociferaba el Comendador—, y, después, le seguí! La llevó en brazos hasta la alcoba, la desnudó enteramente y se metió en cama con ella. Mariana es su mujer, pero ignora que su marido es el hombre que tiene entre los brazos. ¡De modo que Don Juan se está poniendo los cuernos a sí mismo!

—En cierto modo, se está haciendo justicia —dijo el Corregidor.

—Pero, yo me pregunto: ¿es decente que nos sentemos a la mesa de un cornudo?

—Según —respondió el Arzobispo—. Psicológicamente, Don Juan se está encasquetando a sí mismo sus propios cuernos; pero, moralmente considerado, no hace más que entregar a su esposa el débito conyugal. El momento y el lugar no son muy apropiados, pero hay que tener en cuenta los años que hace que no se han visto.

—Discrepo —intervino el Presidente de la Audiencia—. Si el caso llegase ante mi tribunal, condenaría a la esposa por adulterio.

—No me refería a ella, sino a él. El caso de la esposa es claro: se ha dejado seducir por un desconocido.

—Pues yo —dijo el Capitán de los Tercios—, le arrojaré mi guante a este Don Juan en cuanto le eche la vista encima. Si lo que nos ha contado el Comendador es cierto, la esposa es irresponsable, porque Don Juan la había hipnotizado.

—La fascinó —corrigió Elvira desde su rincón.

—¿Hay alguna diferencia? —preguntó, arrogante, el Capitán.

—No lo sé. Pero conozco los efectos de esa mirada. Los llevo en el corazón desde hace casi veinte años…

El Capitán, de un salto, salió del grupo y se plantó ante Elvira.

—¡Explíquese, caballero! Porque si es verdad lo que pienso, uno de los dos sobra en esta casa. Soy de los que vierten en vaso idóneo —añadió con orgullo.

Elvira se quitó el antifaz con ademán cansado.

—Soy una mujer.

Y el Capitán barrió el suelo con la pluma del sombrero.

—Señora… Le pido mil perdones. El traje de varón me había confundido.

Y, vuelto hacia los demás, añadió:

—¿Qué hacemos, pues?

El Maestrante señaló al Comendador:

—Podíamos formar un tribunal que estudiase la causa y la juzgase. Estamos los necesarios. Y el cartujo tomaría a su cargo la defensa.

—¿Usted no dice nada, padre?

El Cartujo se llevó un dedo a la boca y el Arzobispo, al quite, aclaró:

—Es Cartujo y no puede hablar. En caso necesario, lo haré por él.

—¿Dónde está el presunto reo? Porque no vamos a juzgarle en rebeldía estando en la habitación de al lado.

—Habrá que llamarle.

Puesto en medio de la escena, con la capa colgándole de un hombro y el espadón a rastras, don Gonzalo alzó los brazos.

—¡Un momento, señores, un momento! Porque, antes de constituirnos en Tribunal, hay que resolver una importante cuestión previa. ¿Quién nos va a presidir?

El Arzobispo y el Presidente de Audiencia respondieron a un tiempo:

—¡Yo! ¿Quién lo duda?

Se miraron, y en aquella mirada pretendían cifrar la rivalidad eterna de la Iglesia y el Estado.

—Señor Arzobispo, soy el Presidente de la Audiencia y me corresponde por la naturaleza de mi cargo.

—Señor Presidente, yo soy el Arzobispo, y donde quiera que me siente, presido.

El Comendador, riendo, se metió en medio.

—¿Lo ven? ¡Ya lo sabía yo! Nos enredaremos ahora en una discusión interminable. ¡Y, entretanto, Don Juan campando por sus respetos!

—No cederé —dijo con energía el Magistrado—, la Audiencia es intransigente en cuestión de protocolo.

—¿Cómo voy a ceder yo, si cuando muera seguiré siendo Arzobispo? Podría condenarme por eso.

—No ceda ninguno de los dos —zanjó don Gonzalo—. Cada cual, en su puesto, y yo en el medio. Soy el único muerto de los presentes; muerto, además, a manos de Don Juan, y esto da cierta categoría y algún derecho. Pero, además, mi condición de Estatua, es decir, de ser inerte y al mismo tiempo significativo, me permitirá ocupar ese sillón del centro sin ofensa para la dignidad de nadie: al fin y al cabo, en todas partes hay una estatua que preside. Por último, esta blancura de mi mármol, colocada en el centro, equilibra colores tan faltos de armonía como los que visten vuestras mercedes. No creo que nadie discrepe de mi opinión. Por razones estéticas, físicas y metafísicas, yo debo sentarme ahí.

—Pero yo, a la derecha —sentó, tajante, el Arzobispo.

—No va mal en ese sitio la púrpura de su manteo, a condición de que la toga negra del Presidente se coloque a mi izquierda. Los demás, que se sienten como quieran.

Quedaron instalados en menos que canta un gallo.

—¿Y yo qué pito toco delante de este Tribunal? —preguntó Elvira—. ¿O es que entiende también en delitos de amor?

—Testigo de la acusación —dijo su padre—. Y, a falta de otra persona, puedes también servirnos de bedel. ¡Que comparezca el acusado!

Elvira corrió a la puerta de la derecha.

—¡Don Juan! —llamó, con voz quebrada.

Y apareció Leporello.

—Mi amo les suplica unos instantes de paciencia. Un invitado a quien esperaba con especial interés le retiene todavía, pero en seguida estará con ustedes. Si lo desean, mando pasar a los músicos, y los señores pueden ir tomando el aperitivo.

—¡Qué música, ni aperitivo ni qué ocho cuartos! No somos los invitados de Don Juan: somos sus jueces.

Leporello hizo una reverencia.

—En ese caso, mi amo comparecerá en un periquete. Ha sido siempre respetuoso con la justicia.

—¡Que venga, aunque sea en camisa!

—Eso, no, Comendador. Mi amo es muy mirado. Vendrá como corresponde a su persona: de punta en blanco.

—¡A un tribunal de justicia no se le hace esperar!

—Mi amo es capaz de todo, Comendador. Ya le conoce usted.

Salió Leporello, después de hacer reverencia, y el Comendador, que se había levantado para hablarle, quedó de pie.

—Caballeros, podríamos aprovechar esta pequeña pausa para ponernos de acuerdo.

—¡Ya lo estamos! —gritó el Capitán de los Tercios de Flandes—. Para usted y para mí, Don Juan es un hombre sin honor: para el señor Magistrado, un delincuente; para los eclesiásticos, un pecador.

—Y para el Muy Ilustre Concejo de Sevilla, un sujeto que altera el orden público —añadió, picado, el Corregidor.

—Entonces, no hay más que hablar.

—Hablar es justamente lo que hay que hacer mientras no llegue. Porque no vamos a estamos callados como estatuas.

—Las estatuas, a juzgar por la muestra, hablan por siete —intervino, inesperadamente, el padre cartujo; y en aquel mismo instante entró Don Juan.

Se había puesto un traje negro, y Leporello, detrás de él, le traía la capa y el sombrero.

—Caballeros…

—Jueces, querrá decir —corrigió el Comendador.

—Como amigos les acepto en mi casa, y les saludo; como jueces, les recuso. Porque, ¿quiénes son ustedes para juzgarme?

—Somos las potencias de este mundo; somos la autoridad y la fuerza.

Don Juan volvió la espalda al Arzobispo.

—No creo en entidades abstractas…

El Capitán se levantó de un salto.

—¿Cómo se atreve…?

—¿Cómo no voy a atreverme, si atreverme es mi oficio?

—Mi espada le reducirá a la obediencia.

—Pregunte al Comendador de qué me sirven los espadachines.

—A la Justicia del Rey tendrá respeto al menos —dijo, solemne, el Magistrado.

—El Rey me perdonó, y, en ese caso, ¿qué pueden contra mí sus alguaciles?

—¿Y la Iglesia? ¿Tampoco acata nuestra jurisdicción?

Don Juan se volvió a Leporello.

—Presenta al señor Arzobispo la Bula de su Santidad. Verá por ella Vuestra Eminencia que estoy ampliamente perdonado, y que tengo indulgencias para dar y tomar.

—¡Aquí tiene que haber trampa! —chilló el Comendador— ¡Don Juan me asesinó, y esa muerte está impune!

—El delito ha prescrito.

—Entonces, ¿para qué nos hemos reunido en tribunal?

—Para jugar un rato mientras llegaba la hora de la cena.

—¡Ese hombre nos está tomando el pelo!

—Nada más lejos de mi intención. Reconozco el ingenio de la broma, y les felicito por lo bien que pensaban hacerlo. Pero, ya se ha hecho tarde, y les ruego que pasen al comedor. La cena está servida. Leporello, ¿quieres llamar a la señora?

Leporello salió, y Elvira se plantó en el centro de la escena.

—¡No se dejen engañar! ¡Don Juan tiene el demonio en la lengua! ¡Júzguenle antes de que se escape!

Don Juan le tendió los brazos.

—¡Elvira! ¿Estabas ahí? Perdóname si no te he saludado la primera. Ya contaba contigo, y en la mesa tienes un sitio reservado a mi derecha. Espero que tu padre no se oponga; pienso ser respetuoso con tus piernas.

Don Gonzalo brincó en el asiento.

—¡Miserable!

—No se incomode, Comendador. Elvira y yo tenemos nuestras relaciones particulares. Por cierto que… ¿no trae ningún recado para mí? ¿O es que el cielo no le ha tomado en serio?

El Comendador golpeó la mesa con el puño de piedra.

—¡El cielo me ha escuchado! ¿Cómo no iba a escucharme? Y traigo su última palabra.

—Dígala.

—¿Así? ¿Sin la debida solemnidad? ¿Piensas que la palabra del cielo puede decirse mientras se va del salón al comedor? ¡En otros tiempos, los judíos la escuchaban acompañada de truenos!

—No me opongo a que ahora se acompañe de las trompetas de Jericó.

El Comendador abandonó la presidencia del tribunal y salió a los medios. Los demás jueces se pusieron de pie. Leporello asomó la jeta por una puerta.

—Señores, imaginen un cuadrilátero descomunal, el cielo, atravesado en diagonal por una nube sublime. Por este espacio sin medida, vaga mi alma clamante, perdida en el azul. De cuando en cuando, hago bocina con las manos y pregunto al Misterio: «¿Cuándo morirá Don Juan?» Y el misterio permanece en silencio, el silencio del cielo, señores, es pavoroso. No se parece a ningún otro silencio. Es el silencio por antonomasia. ¿Qué es mi voz en esa inmensidad desnuda? Nada, menos que nada. Llego a temer que no existo, y que mis voces son el sueño de un fantasma que se sueña a sí mismo. «¿Cuándo morirá Don Juan Tenorio?», repito a los cuatro vientos de la rosa, sin la menor esperanza. Y los vientos se callan. Insiste mi clamor, insiste sin convicción alguna, y ya estoy desesperado cuando los cielos se abren, cuando la cabeza de la nube se alumbra con una luz celeste. Rayos y truenos potentísimos brotan de aquella cima, y el orbe de los astros se conmueve de un espantoso terremoto. ¡Brrrummm! Yo caigo de rodillas y oculto el rostro. «¡Santo, Santo, Santo!», exclama mi corazón. Y una voz como mil aguas me responde allá arriba. «¡Don Juan morirá esta misma noche!».

Había acompañado su narración de gestos violentos, de manotazos rápidos y decisivos, de contorsiones de cuerpo, y flexiones de piernas, puñetazos al aire y patadas rotundas. Le había caído la capa —recogida inmediatamente por Leporello—, y el cuello encañonado se le había descompuesto. (El actor declamaba muy bien. El público aplaudió el parlamento, que estaba escrito en un francés impecable. Don Gonzalo agradeció los aplausos.)

—¿Esta noche? —preguntó, con voz de terciopelo, don Juan Tenorio.

—¡Lo dijo el cielo, y el cielo nunca miente! ¡Será esta noche, don Juan!

—Entonces, caballeros, tenemos que darnos prisa, no sea que me llegue la muerte antes del brindis. Leporello, ¿avisaste a la señora?

—Está esperando. Como el Comendador peroraba, no me atreví a interrumpirle.

Abrió la puerta. Todos miraron. Leporello hizo una reverencia. Apareció Mariana.

Venía descalza y en camisa, desmelenada. Quedó arrimada al marco, con la cabeza baja y los brazos cruzados sobre el pecho.

El Arzobispo perdió la compostura.

—¿Es otra broma, Don Juan? ¿Quién es esa mujer?

Apuntaba a Mariana con el guante de púrpura en que brillaba la piedra arzobispal. Mariana levantó la cabeza.

—Soy una prostituta.

Sacudió el cabello, y quedó al descubierto la cara pálida, sombría.

—Lo fui hace muchos años, ya no sé cuántos, pero un día encontré a mi marido y él, con su amor, me levantó hasta Dios. Después, mi marido marchó, y yo hice penitencia. Todos me habéis visto, seguramente, pedir limosna para los pobres por las calles de Sevilla. Pero, hace una hora, me vistieron de oro y me trajeron a esta casa. Y un hombre me besó y yo le entregué mi cuerpo. ¿Por qué lo hice? No podría decirlo, pero salí de sus brazos devuelta a mi condición antigua. Ahora, todos los hombres de Sevilla volverán a gozarme, y me hundiré cada vez más en el pecado.

Movió la cabeza a un lado y a otro.

—No me miréis así. ¿Es que no habéis visto nunca una prostituta de cerca? Es una triste cosa, y a mí ni siquiera me queda el triunfo de la juventud. En una hora he envejecido veinte años. Soy una puta vieja.

Se irguió y empezó a atravesar la escena. Le iban abriendo paso.

—No lo digan a nadie, por amor de Dios. Que no lo sepa mi marido. Tengo la esperanza de que Dios me lleve antes de que regrese. —Se detuvo—. Porque él volverá, ¿saben? Volverá cuando en la mar no haya monstruos. Y el día que vuelva, matará a los hombres que me han gozado…

Se volvió rápidamente a don Juan.

—A ti, el primero, porque tú deshiciste lo que él había hecho. —Dio unos pasos inseguros; por fin, se acercó a su marido—. A ti, el primero, pero debes huir a esconderte… ¿Me lo prometes? No quiero que mueras. —Respiró profundamente—. También fui feliz en tus brazos, muy feliz, tanto como en brazos de don Juan. Por eso no podrá perdonarnos.

Se agarró a su cuello y le dio un beso. Después, salió corriendo. Todos le dirigieron la mirada, todos quedaron con las cabezas vueltas hacia la puerta por donde Mariana había huido. En el silencio, el violoncelo, tras los decorados, tremolaba por los graves más patéticos. La luz cruda del foco iluminaba las máscaras, sacaba toda su fuerza a los chafarrinones de bermellón y albayalde. El Comendador, los invitados, habían quedado inmóviles, se habían detenido a la mitad de un movimiento. Brazos que señalaban la puerta o apuntaban a Don Juan; manos tendidas al aire, imprecantes, o amenazadoras; y también piernas, alzadas o a punto de levantarse. Desde el patio de butacas, un fotógrafo hizo una instantánea, e inmediatamente los movimientos suspendidos se completaron. Don Juan salió a los medios.

—Y, ahora, ¿sigue callado el cielo? —gritó Don Juan—. ¿No hay una gota de gracia que les sobre a los ángeles para que don Juan se arrepienta?

—Pero ¿qué dice este hombre? —preguntó el Comendador— ¿De qué está hablando? ¿A qué viene eso ahora?

—Parece que desvaría —susurró el Corregidor.

—Esto forma parte de la farsa.

El Capitán metió mano a la espada.

Elvira había permanecido al margen. Don Juan, en medio de la escena, mantenía los brazos contra el cielo y empezaba a cerrar los puños. Elvira llegó hasta él.

—Juan, todavía quedo yo… Si necesitas consuelo, búscalo en mis labios. Y si quieres olvido, yo cerraré tus ojos al recuerdo. Vente conmigo. El juicio de Dios está muy lejos: hasta que llegue la muerte, gocemos juntos de la vida. ¡Vente conmigo, Juan! ¡Las flores de mi jardín están llenando el aire con su aroma! ¡Vamos a respirarlo juntos y emborracharnos de amor!

—¿Amor? ¿Qué es eso?

—¡Lo que mi cuerpo puede darte! ¡Lo que el tuyo apetece!

—El amor no me importa, Elvira. Lo que me importa es que Dios me responda de algún modo; que me muestre su ira o su misericordia, que me colme el corazón de dolor, pero me grite: «¡Estás delante de mí, Juan! ¡No te he olvidado!». Lo que tú me propones es la embriaguez y la ceguera, y yo quiero estar despierto.

Elvira sacó el puñal.

—¿Y si yo fuera la respuesta de Dios?

Don Juan llevó las manos a la espalda y las cruzó.

—Responde, entonces, sobre mi pecho. Eso no me da miedo. Incluso lo encuentro justo. El seductor de Mariana, el que ha destruido su santidad, debe morir. Y también, ¿cómo no?, el que me ha puesto los cuernos.

—¡Que muera! —chilló el Comendador.

—¡Que muera! —gritaron los invitados.

Puestos en pie, los espectadores clamaron también:

—¡Que muera! —y se sentaron en seguida.

—¡Ya lo oyes, Elvira! —dijo don Juan, tranquilamente—. Todos piden mi muerte.

El brazo de Elvira vacilaba. Se abrió su mano y dejó caer el puñal. Don Juan se agachó a recogerlo, se lo ofreció a Elvira al mismo tiempo que su pecho. Elvira miró el arma. «¡No!», sollozó. Entonces, el Comendador se acercó a ella.

—Si vas a acabar matándole, ahorramos una escena.

—No le mataré —dijo Elvira—. No podría. —Y, de pronto, dio un grito enorme y se clavó el puñal en el pecho.

—Esto es un error —gritaba don Gonzalo—. La escena no es así. Es Don Juan el que tiene que morir, y no mi hija.

Arrancó el puñal del cuerpo delicado. El pecho de don Juan se ofrecía aún. Don Gonzalo miró el puñal, se dirigió al público. «¡Alguien tiene que hacerlo!», gritó: y, sin ningún miramiento, clavó el arma. Vacilaron las piernas de Don Juan y su cuerpo cayó al suelo, a los pies del Comendador.

—¡Ni el cielo ni la tierra se atreverán —profirió don Gonzalo— a discutir mis derechos!

Y, muy solemne, pasó a segundo término. Quedó como esperando que la escena continuase, pero el drama parecía haberse suspendido.

Cambió otra vez la luz de la escena. Y los seis invitados, sin decir una sola palabra, como la cosa más natural del mundo, se quitaron los trajes y las caretas, y los fueron colgando, uno a uno y una a una, en clavos de la pared: cada máscara encima de su traje. Quedaron vestidos tres de negro y tres de rojo, y se sentaron en las sillas del tribunal, vacía la del Presidente.

Leporello se había arrodillado junto a su amo. El Comendador miraba al muerto y a los otros, hasta que, al verlos sentados, exclamó:

—¡Hombre! ¡Eso, se avisa! ¡He estado haciendo el ridículo creyéndoos verdaderos invitados…! Sois demonios, ¿verdad? Se os nota en seguida.

—Si quieres presidirnos, puedes sentarte ahí —dijo uno de los de negro.

—A nosotros nos da igual, y puesto que te gusta…

—Me sentaré, a condición de que juzguemos a Don Juan por mi asesinato.

—De momento, otra cosa interesa poner en claro. Después, si te apetece, le juzgaremos.

Leporello se irguió.

—¿A qué viene todo esto?

—Eres el menos indicado para preguntarlo.

—Lo encuentro inútil. Es evidente que Don Juan se ha condenado. Juzgarle ahora es hacer el paripé.

—Pero ¿era libre o no era libre? Eso es lo que nos corresponde dilucidar.

—¡Era libre! —gritaron los de negro.

—¡No lo era! —gritaron los de rojo.

Leporello se aproximó a la mesa y apoyó en ella las manos. Miraba al tribunal con sorna.

—¿Por qué no se lo preguntáis a él? Al fin y al cabo, es el interesado.

—No basta preguntar. Hay que examinarle con escrupulosidad. Que él se haya creído libre no significa necesariamente que lo sea. Por lo pronto, al final quería arrepentirse y no pudo. ¿Por qué? ¿Se lo hemos impedido, acaso? ¡Está claro que en ningún momento hemos colaborado en su condenación! Si el Otro le ha negado su gracia…

—No entiendo lo que pasa, y todo lo que habláis se me antoja un galimatías —decía don Gonzalo—. Pero si puede despertarse a Don Juan, que lo despierten. Cabalmente, tengo algo que decirle.

Leporello, con pasos mesurados, se llegó hasta el lugar en que don Juan yacía.

—Levántese, mi amo.

—Pero ¿le sigues llamando amo? —preguntó, entre contorsiones de risa, el Comendador—. Porque, si no me equivoco, tú eres también uno de estos.

Leporello se puso en jarras.

—Le llamo como le he llamado siempre, como le llamaré eternamente. ¡Don Juan, levántese! ¿Quiere que le eche una mano?

Ayudó a Don Juan a incorporarse. Don Juan pasó la mano por los ojos, miró a un lado y a otro, vio al nuevo tribunal, lo señaló con el dedo…

—¿Qué es esto? ¿Otro juicio?

—Así parece, mi amo.

—Diles que se vayan. Ya sé el camino del infierno, y, para condenarme, basto yo mismo.

Uno de los de rojo se levantó.

—Es que, si se demuestra que eres un predestinado, te cerraremos las puertas, y allá el cielo contigo.

Don Juan se había puesto en pie. El puñal permanecía clavado en su pecho. Se lo arrancó, lo contempló y lo entregó a Leporello.

—Toma. Consérvalo como recuerdo. En cuanto a ustedes —hablaba a los demonios de medio lado, sin concederles importancia—, no necesito que me juzguen. He muerto como don Juan, y lo seré eternamente. El lugar donde lo sea, ¿qué más da? El infierno soy yo mismo.

El de rojo insistió:

—De todos modos, tenemos que interrogarte. Has sido, ¿cómo te diría?, el conejillo de indias de una experiencia trascendental. La disputa entre estos y nosotros no quedará zanjada hasta haber puesto en claro el resultado de la experiencia.

—¿Puedo negarme? —le preguntó Don Juan.

—No habíamos contado con eso, pero supongo que sí.

—Me niego, entonces.

Leporello intervino:

—¿Demuestra esto algo?

El de rojo se dejó caer en el asiento.

—Demostraría que es endemoniadamente libre.

—No solo me niego, sino que rechazo al mismo tiempo la idea de quedarme en vuestro infierno. ¿No sabéis que los Tenorios disponemos de un infierno privado? ¡Dios nos ha concedido ese privilegio, asombrado de nuestra altivez y de nuestro orgullo! «¡A gente como esta, hay que mantenerla aparte, no sea que me subleve los infiernos!»

—¡Un privilegio injusto! —chilló el Comendador—. ¡La nobleza de los Ulloa es más antigua que la vuestra! Si yo tuviera mi infierno particular, me sentiría muy honrado de permanecer en él, y no en esta estatua.

Don Juan recogió de manos de Leporello el sombrero y la capa.

—Los míos están a punto de reclamarme. Y para permanecer entre ellos dignamente, mi espada y la pluma de mi sombrero resultan indispensables. Los Tenorios son muy protocolarios. Perdonan más fácilmente un pecado mortal que una falta contra la etiqueta.

En aquel momento, un hábil juego de luces, y un movimiento de telones, transformó el escenario. En primer término, Don Juan, con la espada ceñida y el sombrero en la mano: una luz blanca aislaba su figura. En el segundo término, envueltos en luz roja, los seis demonios del Tribunal, un tanto estupefactos, pero aguantando el tipo. Don Gonzalo se había sentado ya entre ellos. Y, al fondo, por encima del espejo, el espacio oscuro y al parecer infinito, donde un truco de luz negra y falsas perspectivas permitía ver, a una distancia enorme, una muchedumbre de sombras en semicírculo. Leporello, excluido del truco, se arrinconó en la oscuridad de un lateral.

—¡Ahí los tenéis! —dijo Don Juan, jubiloso—. Son los Tenorios, la casta que me dio la sangre y la moral. ¿Qué me importa que el cielo y el infierno me rechacen, si ellos me acogen? ¡Aquí estoy, antepasados!

Del círculo de sombras se destacó una, y avanzó hacia nosotros. Parecía venir de muy lejos, y sus pasos eran lentos. Vestía de negro, naturalmente, y el guante de la mano diestra colgaba de la siniestra, como al desgaire. Don Juan agitó el sombrero.

—¡Buenas noches, don Pedro!

Don Pedro dio unos pasos más. Rebasó, al parecer, el borde superior de la pared, y quedó como en el aire, encima del escenario.

—Buenas noches, Don Juan.

—Por fin, volvemos a vernos, y esta vez para siempre.

—Estás equivocado —le respondió don Pedro con voz solemne y un poco hueca—. No volveremos a vemos. El clan de los Tenorios me comisiona para ponerlo en tu conocimiento.

Don Juan retrocedió.

—¿Cómo? —le preguntó—. ¿No estoy muerto? ¿No eres mi padre? ¿No hay a tu lado un sitio para mí?

—Lo hay efectivamente; pero quedará vacío eternamente. Hemos decidido por unanimidad excluirte de nuestra compañía.

—¡Muy bien, muy bien! —interrumpió don Gonzalo— Así se portan las familias verdaderamente nobles.

—He cumplido vuestra ley, no me he apartado de ella un solo instante. Por haber dado muerte a don Gonzalo me encuentro aquí.

—Lo reconozco, y te aseguro que por ello hemos recibido una gran satisfacción.

—Entonces, ¿cuál es la causa…?

—No causa, sino causas, pequeñas causas. Sobre todo, el qué dirán. Que no guardases a Dios el respeto debido, podía perdonársete y de hecho te lo hemos perdonado. Muchos de entre nosotros tampoco se lo han guardado, y ahí están, junto a mí, tan satisfechos. Pero faltaste al respeto al mundo y eso es imperdonable. ¿Piensas en el escándalo que se armaría si nosotros, los Tenorios, la gente más respetable de Sevilla, acogiésemos benévolos, para toda la eternidad, a quien se burló de toda conveniencia? Sería interpretado como un acto de solidaridad, y nosotros no podemos solidarizarnos con lo que hay en ti de zascandil. ¡Sí, no te sorprendas, de zascandil, aunque sea un zascandil grandioso! ¿Quién no ha seducido doncellas? ¿Quién no ha engañado maridos? ¡Ah! Pero siempre respetando los principios. Y los principios, en este caso, ya se sabe cuáles son: el seductor apasionado reconoce al padre y al marido derecho a castigar a la hija y a la esposa, respectivamente. Pero tú, como seductor, jamás fuiste apasionado, sino frío; y al meter a Dios en tus conquistas, las hiciste tan sublimes, que los derechos del padre y el marido resultaban faltos de la debida proporción. ¡No fue a ellos a quienes disputaste las mujeres sino al Señor! ¡No era la ofensa de ellos lo que buscabas, sino la de Dios! Y, entonces, dime: ¿qué papel les quedaba a los padres y maridos? ¿Con qué cara iban a castigar a la seducida, si no iba nada contra ellos? ¡Juan, hijo mío, no tengo más remedio que hacerme cargo de esos derechos maltratados! Los personajes trágicos resultáis peligrosos para el orden público, y hay que desacreditaros. En nombre de los padres y maridos que dejaste en ridículo, te rechazo. Vete.

Había hablado con toda la gravedad posible, y, mientras lo hacía, el clan de los Tenorios se había ido acercando, de modo que al terminar el viejo, le rodeaban, y al señalar don Pedro con la mano extendida el fondo del teatro, multitud de manos pálidas salieron de la sombra y lo señalaron también.

Don Juan parecía perplejo. No respondía. Permanecía inmóvil, con la cabeza alzada y el rostro iluminado por un foco de luz.

De pronto, se encogió, llevó las manos a los ijares, y rompió a reír. Una especie de oleaje conmovió el clan de los Tenorios.

—¿Y por respeto a estos imbéciles me he enemistado para siempre con Dios? —clamó don Juan.

Sacó la espada y acuchilló las sombras.

—¡Fuera! ¡Iros a vuestro infierno y dejarme con el mío, que me basta! ¡Reniego de vosotros! ¡No me llamo Tenorio, me llamo solamente Juan!

Las sombras se atropellaron. Del tumulto salían gritos de asombro y condenación. Volvieron las espaldas y corrieron hasta el fondo del oscuro. Los tres demonios rojos y los tres negros se apelotonaron ante la puerta del espejo, cubriéndola con sus cuerpos. Don Gonzalo, solo en la presidencia, no sabía qué hacer: buscaba la campanilla para imponer el orden en la sala.

Don Juan les increpó:

—No os molestéis. A mi infierno no se va por esa puerta. ¡Dame la capa, Leporello!

Leporello surgió de su rincón con la capa en la mano.

—Aquí está, mi amo.

Don Juan la recogió en el brazo. Se puso el sombrero. Miró a un lado y a otro. Don Gonzalo, de pie, parecía dispuesto a dictar la sentencia.

—Y, ahora, Comendador, a ser yo mismo para siempre.

Dio un brinco y cayó al pasillo del patio de butacas que, de repente, se iluminó. Con paso recio adelantó por él, hacia la puerta del fondo, también iluminada.

Leporello, en mitad de la escena, gritaba:

—¡Espere, mi amo! ¡No me abandone! ¡Lléveme consigo! ¡Si usted es su propio infierno, un demonio inconformista puede hacerle compañía por toda la eternidad!

Saltó también, y corrió por el pasillo. Al pasar cerca de mí, vi su rostro maquillado, sudoroso; los ojos brillantes de colirio; el traje ajado, de guardarropía, y la peluca que se le había torcido. Y en aquel instante, solo en aquel instante, comprendí que Don Juan y él no eran más que unos actores.

Me volví a Sonja, para comunicárselo, y hallé el asiento vacío. Al mirar a la puerta, vi su figura correr detrás de don Juan.

—¡Bueno! Ella será también actriz, supongo.

En el escenario, reaparecían algunos de los intérpretes: Mariana en camisa, Elvira vestida de hombre. El Comendador se las compuso para quedar en el centro, y saludar más ostensiblemente que los otros.

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