Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO III » 6.

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6.

Lisette me despertó con algarabía de timbres y porrazos, y en seguida que le abrí, se disculpó por haberme despertado, me rogó que volviese a la cama, y que durmiese, si lo quería, mientras me hacía el desayuno y calentaba el agua del baño. Era una muchacha de buena talla, más bien rellena, vivaracha, y, si no guapa, muy agradable de mirar. Hablaba un francés endemonizado, casi argot, y lo hablaba de prisa; pero a la tercera vez que le pedí repetición de lo dicho, se dio cuenta de mis dificultades para entenderla y empezó a hablar con calma, casi silabeando, y se repetía sin previa invitación: todo con la sonrisa más amable del mundo, sin dejar de mirarme, más bien comiéndome con los ojos, como si yo fuese un bicho raro. Volví a la cama, y ella me visitó varias veces, con los pretextos más variados, a pesar de su ruego de que me durmiese; y cuando me trajo el desayuno, permaneció en la alcoba, silenciosa y como en éxtasis sin dejar de mirarme. No sé si me inquietó la insistencia de su mirada o si me sorprendió la expresión dichosa de su rostro, porque, hasta entonces, jamás mujer alguna me había mirado así ni había puesto, por mirarme, cara de tanta felicidad. Decidí que algún recuerdo le ocupaba el sentido, y que las miradas no me pertenecían. Le tendí la bandeja vacía del desayuno, la recogió, pero no se movió.

—¿Le sucede algo?

Oh, non, monsieur; Mais, vous êtes si charmant…!

Marchó en seguida a la cocina, y yo quedé confuso. Pensé si no estaría bien despierto, y me acogí a la ducha fría, que me espabiló. Durante el afeitado, con la mente sin telarañas, pude pensar, y hasta logré reírme de mí mismo. Evidentemente me había despertado vanidoso, y algún apetito reprimido me había hecho soñar. Ya estaba vestido para salir, cuando Lisette entró a despedirse.

—Mañana vendré a la hora que quiera, señor. Si deja la llave en la portería no le despertaré. Estoy muy contenta de servirle…

La insignia de un sindicato extremista que llevaba en la solapa no se compaginaba bien con aquellas muestras de satisfacción por servir a un sujeto de indiscutible catadura burguesa, como era yo. Decía: «Hasta mañana», pero no se meneaba del sitio, y se me ocurrió que debía darle la mano y desearle mucha suerte, y así lo hice. Ella me la tomó con naturalidad y tardó en soltarla. Quizás hubiera sido más oportuno darle un beso, pero no se me pasó por la imaginación.

Quedé solo, y empecé a recordar los sucesos de la noche, no como reales, sino como soñados. Descartaba la posibilidad de que hubieran acontecido. Sin embargo, para soñados, persistían en mi memoria con fuerza extraña, y, lo que me chocaba más, una parte de mí mismo los tenía por ciertos contra mi voluntad y contra mi razón: contaba con ellos como incrustados en la cadena de los hechos reales, como antecedentes casi mecánicos de mi situación actual. Y no era del todo disparatado, porque, con el recuerdo de lo que me empeñaba en considerar ensueño, afluían a mi memoria recuerdos fugitivos de una existencia que no me pertenecía.

Eran, sobre todo, recuerdos de mujeres: rostros de presencia fugaz, palabras como susurros, ojos extrañamente turbados, y recuerdos de caricias, recuerdos que hacían temblar mis manos como si el cuerpo tocado acabase de apartarse y pudiesen todavía, alargadas hasta él, recobrar el contacto de su calor. Pero nada brotaba de mi interior, como los recuerdos verdaderos, sino que irrumpía en mi alma y la invadía desde fuera, como si aquella ventana abierta por Leporello fuese verdaderamente un agujero hecho en mi alma, abierto a todos los vendavales. La rapidez con que entraban y se desvanecían, la imposibilidad de atrapar cualquiera de ellos y fijarlo en la mente me impedían llevar a cabo la más elemental operación de reconocimiento. Bullían y se agitaban como una muchedumbre en la que un rostro o un perfil podrían identificarse y retenerse si la muchedumbre no corriese, si no arrastrase su torbellino y lo engullese todo en el conjunto anónimo.

—Esto tiene que ser una enfermedad —pude pensar.

Leporello llegó, y su timbrazo seco fue como un soplo violento sobre los recuerdos invasores.

—Buenos días —me dijo, sin quitarse el sombrero—. ¿Qué tal pasó la noche? ¿Se encuentra como en su casa? Espero que Lisette lo habrá atendido.

—Dormí regularmente, me encuentro bien, y Lisette es una sirvienta irreprochable.

—Descuidada, si no se la vigila. Confianzuda. Tiene un amante… ¿No se lo dijo?

—No. Ni creo…

—¡Se lo dirá! Le contará la historia de sus amores. Lisette es una meridional charlatana.

No me interesaba Lisette; casi me molestaban las palabras de Leporello por la sonrisa resabida que las acompañaba. Le pregunté por su amo, y la sonrisa huyó de su rostro.

—Me tiene muy preocupado. ¿Sabe usted…?

Se quitó —solo entonces— el sombrero, y me pidió perdón por no habérselo quitado antes.

—Ha surgido una complicación rarísima. El alma de mi amo ha emigrado, esta noche, un par de veces de su cuerpo.

—Usted sabe del alma lo suficiente para no concebirla como una burbuja de aire que pueda escaparse, ni nada parecido.

—Del alma sabemos poco, amigo mío, no sabemos casi nada; pero ese no es el caso, sino que Don Juan se ha quedado sin la suya durante bastante tiempo.

Se sentó, y limpió de la frente un sudor que no existía.

—Fue algo terrible. Parecía muerto, y por muerto lo tomaron. Ya sabía que no podía estarlo, y lo sostuve contra la opinión del médico. A eso de las tres de la mañana volvió a moverse.

—¿Catalepsia?

—Esa es la explicación fácil de un hecho inexplicable.

—Bien. En cualquier caso, no me atañe.

—¿Y qué? ¿Decreta usted la inexistencia de lo que no le atañe?

—Decreto simplemente que no me importa.

—Pero yo tengo el mayor interés en que Don Juan salga de este atolladero, y no por lo que usted pueda suponer, sino porque, de no curar, se frustraría nuestro viaje a España. Debemos tomar el tren dentro de ocho o diez días. Si no hubiera sido por este asunto desdichado de Sonja Nazaroff, ya estaríamos allá.

Yo liaba un pitillo. Comprendí que la mención de España era un cebo que se me ofrecía, y decidí rechazarlo; pero, en cambio, el nombre de Sonja, olvidada en las últimas horas, me trajo el recuerdo de su imagen y deseé volver a verla.

—Sí. ¿No le dije todavía que vamos a España todos los años? Es para ver los Tenorios.

¿Qué haría Sonja? ¿Seguiría brizando en su alma la simiente de Don Juan? ¿Seguiría entregada a la mística maternidad que se había inventado?

—A mi amo no le gusta perder las representaciones del Tenorio. Como a un buen español, le satisface el perdón final; yo creo que, en el fondo, espera también ser perdonado.

¡Cómo me gustaría estar ahora a su lado! La recordaba en el momento aquel en que había bajado la cabeza, en que cruzaba los brazos sobre el regazo, pura y transida de amor, como una Anunciación.

—Yo, como usted comprenderá, no me divierto. Mi conocimiento del original hace que me parezca tosca la versión de Zorrilla. Pero aprovecho el viaje para ciertos esparcimientos. Hay algunas cosas de España realmente incomparables: los vinos, las comidas, y las prostitutas. ¡Parece que le aman a uno, y en ciertos casos he llegado a sentirme amado de verdad! Una de ellas se enamoró de mi amo. Era una mujer extraordinaria. La conocimos en un restaurante caro. ¡Gran tipo! Hermosa, buena administradora: ganaba de treinta a cuarenta mil pesetas mensuales, ahorraba más de la mitad, y se aconsejaba de sus amigos para colocar bien el dinero. Pues creyó que estábamos arruinados, y ofreció a Don Juan toda su fortuna. Gracias a él, aquella muchacha está muy bien casada.

¿Y por qué Sonja no podía también estar casada? ¿Y por qué no contemplarla, bajo los ojos y las manos cruzadas sobre el vientre, en el momento de confesar una maternidad real?

—¿Qué se propone hacer hoy? —dijo, de pronto, Leporello.

—Nada. No sé por qué ni para qué estoy aquí.

—Por lo pronto, para socorrer a Sonja.

—¿Sonja? ¡Ah, sí, la chica aquella!

Leporello se echó a reír.

—Así me respondió ella esta mañana, no hace aún media hora, cuando le nombré a usted: «Ah, sí; ce monsieur-là!» Pero Sonja era sincera, y usted finge una indiferencia que no siente. Usted pensaba ahora mismo…

Golpeé la mesa con rabia.

—¡Vaya a paseo! ¡No le tolero que se dedique en mi presencia al juego de las adivinanzas! Y, para advertirle que no me maravillo de que conozca mis pensamientos, le contaré que, hace poco, en Madrid, fui a ver a una vidente, una pobre mujer más infeliz que un gato, y que sin la menor pretensión me dijo ce por be todo lo que pensaba.

—La conozco —respondió Leporello tranquilamente—. Vive en la calle de Víctor Pradera, número ochenta y siete, y se llama Soledad. No me extraña que la haya usted visitado: entre su clientela cuenta un buen número de intelectuales. Es una mujer admirablemente dotada.

—Usted le lleva la ventaja de ser más listo.

—Bastante más. Gracias.

—Pero si pretende insinuarme una vez más que es un diablo, aquí se han acabado nuestras relaciones.

—¿De veras no lo cree?

—Es evidente que no.

—¿De veras le costaría un gran esfuerzo creerlo?

—Dejaría de ser quien soy.

Leporello dio una vuelta por la habitación sin mirarme, como desilusionado. Pasó a la de al lado y desapareció de mi vista, pero le oía andar, revolver en las cosas, hacerse presente con ruidos. De pronto, asomó la jeta. Había vuelto a ponerse el sombrero, estaba cómicamente compungido.

—¿Ni siquiera como un convenio tácito, en virtud del cual usted hace como que lo cree, y yo como si creyera que usted lo cree?

—¡No!

—¡Vaya por Dios!

Se dejó caer en un sillón. Buscaba en los bolsillos algo que no encontró, quizá simulase la búsqueda para hacer tiempo. Yo, un poco molesto, encendí un pitillo, y empecé a deletrear una escala en el piano.

—¡Deje en paz ese chisme!

—¿No dijo usted que me sintiera como en mi casa?

—¡En su casa no hay piano ni lo hubo nunca! Y ese tecleo me molesta y me impide pensar.

Se levantó, vino hacia mí corriendo, y cerró el piano de un golpe brusco.

—Perdóneme. Quería decirle algo sobre las relaciones entre el ser y el creer, y ese ruido me lo estorba. —Cambió inmediatamente de actitud, se hizo humilde—. Quería decirle…

Me empujó hacia el sofá y me sentó de un suave empellón: había recobrado el dominio sobre mí, pero, justo es decirlo, no sonreía triunfante, sino sumiso, casi suplicador.

—Sobre el ser y el creer. Importa mucho para que me entienda… quiero decir, para que nos entienda. A mi amo y a mí, está claro.

—¿Qué puede usted decirme que les disculpe?

—No se trata de disculpas, sino de algo sobre la esencia de la simulación. Si somos un par de simuladores, o, como usted piensa, de farsantes, ¿no le interesaría una doctrina sobre el caso?

—No.

—¿Ni una frase siquiera, una breve frase, una definición?

Ya no pude negarme, conmovido por la humildad de su mirada. Podía en cualquier momento arrojarse a mis pies, pedirme cualquier cosa con las manos juntas, lamerme humildemente los zapatos. Me dio miedo de que lo hiciera, miedo de que, humillándose, me humillara.

—Bueno.

Me palmoteó los hombros, alegre.

—Así me gusta. ¿Ve usted qué fácil es hacer felices a los demás? Lo sería hasta el colmo si me creyese el Garbanzo Negro injertado en el cuerpo de Leporello; pero, así, me queda al menos el consuelo de explicarme.

Se alejó un poco de mí, quedó arrimado al piano. Miraba al aire, y sus manos empezaban a moverse.

—Uno no es nada. El solitario no es nada. Uno no es más que lo que acerca de uno creen los demás. Usted dirá que mi amo y yo somos dos, y que bien podíamos creer el uno en el otro, y prescindir de un tercero, cuya fe siempre será problemática; pero no es cierto que seamos dos. Somos dos unos, dos solitarios. Porque la compañía de dos solo puede apoyarse en errores o en mentiras, y mi amo y yo nos conocemos perfectamente. No puedo convencerle ya de que soy el diablo, ni él puede convencerme a mí de que es Don Juan. Pero si alguien me cree el diablo, seré verdaderamente el diablo, y él será Don Juan si alguien lo cree. Usted dirá…

Le interrumpí.

—¿Por qué supone que digo o pienso, si no digo ni pienso nada?

Se excusó con una sonrisa.

—Invento el maniqueo. Es la costumbre. De modo que… usted dirá que bien podía yo creerme que soy el diablo, y Don Juan que es Don Juan, pero eso es bastarse a sí mismo, es decir, eso es soberbia. El drama de Satanás consiste en que quiso convencerse a sí mismo de que era Satanás sin conseguirlo. Porque…

Volví a interrumpirle.

—¿Está usted al tanto del drama de Satán? ¿Información directa?

Leporello arrastró una silla y se sentó frente a mí. No dejaba de mirarme. Se quitó el hongo y lo dejó sobre la alfombra.

—Teología, señor. Teología aplicada al conocimiento del hombre… y del diablo. Si no, escúcheme. Dios sabe que es Dios porque, además de Uno, es Trino. Pero, cuando se es uno, como Satán o como cualquier hijo de vecino, el que quiere creer que es lo que desea ser, tiene que desdoblarse y creer en sí mismo como si fuera otro. Pero, precisamente, en este acto de fe interior halla su destrucción, porque se escinde en sujeto y objeto recíprocos de su fe, en ser-que-necesita-ser-creído-para-ser, y en ser-que-está-ahí-para-creer-en-sí-mismo, en la otra parte de sí mismo. Ahora bien: la primera parte del uno, la que necesita ser creída para creer, solo cree en lo que cree el otro (es decir, la otra parte), si el otro tiene realidad personal, o sea, si cree también en sí mismo; pero esta segunda parte, a su vez, para ser, necesita que la otra crea en ella. De modo que entre las dos partes en que el ser se divide, tiene que existir un sistema inacabable de fes recíprocas, inacabable como las máquinas de un espejo reflejadas en otro espejo. Yo creo en mí (es decir, en ti) porque tú (es decir, yo) crees en mí (es decir, en ti…).

No pude más.

—¡Por la Madre de Dios, Leporello! ¡Va usted a volverme loco!

Fue como si le hubiese dado una patada en el vientre. Se dobló por la cintura, se echó hacia adelante… Creí que iba a caer.

—¡Se lo ruego! —dijo con voz doliente—. ¡No me vuelva a mentar a esa Señora…! ¡Prométamelo, por favor!

—Si usted se pone así… No me cuesta trabajo.

Pareció más tranquilo. Incluso sonrió. Pero sus ojos estaban inquietos.

—En fin: veo que he fracasado en mi explicación. Pero no es mía la culpa, créame. Si estuviera usted al tanto de la terminología filosófica moderna, me habría usted comprendido perfectamente. Lo lamento. Pero, aunque su mente no alcance el razonamiento, puede alcanzar la conclusión. Mi amo y yo, para creer que somos, respectivamente, Don Juan y el diablo, intentamos que alguien lo crea. Y para que alguien lo crea, él se porta como Don Juan y yo como un diablo.

—Lo hacía usted muy bien. Y, al parecer, también su amo.

Saltó en el asiento.

—Entonces, ¿por qué no nos ha creído? Vamos a ver, ¿por qué?

Y, antes de que pudiera responderle, se me acercó, casi me clavó en los ojos su índice amenazante y acusador.

—Se lo diré. Usted no cree que yo sea el diablo porque no cree en el diablo. Y, del mismo modo, usted no cree que Don Juan lo sea de veras, Don Juan condenado a ser él mismo por toda la eternidad, Don Juan juzgado definitivamente, porque usted no cree en la Eternidad ni en el Infierno. Si usted creyera en el Infierno y en la Eternidad, ¿por qué negarse a aceptar que mi amo fuese un condenado?

—Usted no dijo jamás que Don Juan lo fuese —interrumpí—. Usted me dijo solamente…

—… que él era Don Juan y yo el diablo. De acuerdo. La mentira no fue completa, pero una buena mentira debe contarse por etapas, como toda narración bien compuesta. Ahora bien, aunque se la hubiese contado entera desde el principio, faltando así a las reglas elementales del arte, usted no la hubiera creído. Amigo mío, ¿por qué no examina la autenticidad, la sustancia de su fe? Usted dice creer en el diablo, pero si se lo encuentra en la calle, no admite que lo sea; y dice creer en el infierno y en la condenación, pero si le presentan a un condenado, lo tacha de farsante. Y, sin embargo, ¿es metafísicamente imposible que yo sea el diablo? ¿Lo es que mi amo sea Don Juan Tenorio? Fíjese bien: no se trata de presentarlo como un ser inmortal, sino como un difunto, como un ser que ha puesto los pies en la Eternidad. Usted sabe perfectamente que el hombre puede cambiar su ser mientras alienta, puede rectificar, enderezar, arrepentirse o empecinarse; pero la muerte fija definitivamente su manera de ser; lo fija como es en el instante de la muerte; de modo que si Don Juan murió siendo Don Juan, lo será eternamente, y en serlo consistirá su condenación. En buena lógica, pues, tiene que andar por el mundo donjuaneando. Usted piensa ahora mismo que los muertos no andan por la tierra, pero usted no sabe por dónde andan los muertos, y no hay nada que pruebe a un creyente que este hombre que se sienta a su lado en el autobús no sea un condenado que cumple su condena.

Volví a interrumpirle.

—No dudo que su farsa y la de su amo hayan sido tramadas con todas las garantías teológicas. Sin embargo…

—Sin embargo, tiene usted que aceptar que no me ha creído porque no cree usted en el diablo ni en la Eternidad. Y tampoco hubiera creído si le hubiese hecho testigo o sujeto de unos cuantos prodigios.

—Bien. ¿Qué pretende ahora? ¿A dónde quiere llevarme?

—¡Oh, no pretendo nada ni quiero llevarle a ninguna parte, salvo poner de manifiesto la flaqueza de sus convicciones más profundas! En otros tiempos, la impostura de mi amo y la mía hubieran sido recibidas de mejor manera. Nos hubiera quemado la Inquisición.

Le respondí que el tema empezaba a fatigarme.

—A mí también; pero concédame que el fracaso me autoriza a un leve pataleo. Yo, por mi parte, le confesaré que no es la primera vez que nos sucede. ¡Los siglos que llevamos mi amo y yo con esta farsa, y las personas a quienes finalmente hemos tenido que confesar la verdad! Es desilusionante. La humildad pierde la fe y pierde la imaginación. No sé qué va a ser de nosotros.

—¿De su amo y de usted?

—De los hombres.

—De usted, desde luego, no lo sé; pero, de mí, empiezo a creer que esta noche tomaré definitivamente el tren de Irún.

—¿Con qué dinero?

—Pediré un préstamo en la Embajada.

—No lo haga. No se vaya. ¿Va a renunciar a Sonja por un ataque de orgullo mal entendido? Sonja le gusta, es una chica excelente, y si es usted capaz de curarla, será una esposa admirable. Pero, amigo mío, desde siempre a las mujeres excepcionales ha habido que conquistarlas a través de dificultades. En la Edad Media había que librarlas del dragón, y en los tiempos antiguos, Tobías tuvo que pelear con el diablo para ganar la suya. Si usted quiere a Sonja, tiene que hacer un pequeño esfuerzo.

—Y ¿si no lo hago?

—Quedará mal ante usted mismo. La recordará siempre, se arrepentirá de su cobardía cuando ya sea tarde, intentará recobrarla cuando ya no sea posible, y pasará el resto de sus días entristecido, amargado y lleno de desprecio. Está en edad de casarse. Puede no hacerlo, es verdad; pero no es igual la soltería del hombre que no ha encontrado «la» mujer, que la del que, habiéndola hallado, no supo hacerla suya.

—Nadie puede asegurarme que sea Sonja precisamente esa mujer.

—Se lo dice su corazón. Y, si se molesta en pensar un poco, se lo dirá también el sentido común, si es que le queda alguno.

Sirvió un nuevo whisky y me lo acercó.

—Vamos, decídase. De momento, hay que resolver la cuestión del dinero. Yo le adelantaría una cantidad, pero, como es usted muy escrupuloso, prefiero indicarle el modo de ganarlo. ¿Recuerda usted el garito de ayer?

—¿Pretende que vaya a jugarme los pocos fondos que me quedan?

—Pretendo que hagamos una vaquita. ¿Cuánto tiene? Tanto le doy, lo juega, y vamos a medias. A nosotros también nos hacen falta cuartos.

—No he jugado jamás.

—Hoy lo hará. La suerte favorece siempre a los novatos. Vamos, cuente sus fondos.

Sacó la cartera, y empezó a contar; yo a la vez conté lo mío: comenzaba a sentirme otra vez envuelto, arrollado por su voluntad, empujado hacia lo que él quería hacer de mí.

Con pocos francos en el bolsillo y unas instrucciones muy vagas, me dejó a la puerta del garito, recomendado al portero para que me llevase a una sala donde, desde la noche anterior, se arrastraba una timba de «bacará». Fui conducido a un lugar mal alumbrado en que docena y media de hombres y mujeres se sentaban alrededor de una mesa —gente que no se había acostado, vestidos los más de noche, un poco fantasmales todos, silenciosos, casi inmóviles, si no eran las manos, que arrojaban fichas o movían cartas, y las voces del crupier.

Me senté, trajeron fichas, jugué, gané. Volví a jugar y volví a ganar. Jugué por tercera vez, y gané de nuevo. No sabía bien lo que pasaba. Un hombre sacaba cartas de una cajita: yo pedía sin mirar lo que me daba, y las fichas de la ganancia se amontonaban ante mí. No era gran cosa, unos treinta mil francos, porque mi postura inicial había sido pequeña.

—Retírese, por favor —dijo a mi oído una voz de mujer—. Retírese ya.

Sin mirarla, le pregunté si era correcto.

—Naturalmente. Nadie le dirá nada.

Me levanté, y ella me cogió del brazo y me llevó al rincón del bar. Era una mujer como de treinta años, bonita, distinguida, bien vestida, un poco decadente, casi degenerada por la ansiedad o el vicio. Se sentó a mi lado, y empezó a hablarme con calor. Yo no entendía bien sus palabras —me hablaba en francés—, pero, por el tono, me pareció mujer que fingía un amor súbito. Pensé en mis treinta mil francos, mi suspicacia provinciana se despertó, y me puse en guardia. Pero ella no pedía nada: seguía hablando, y cuando yo intenté levantarme, no lo impidió, sino que se levantó también y reclamó su abrigo. Al abrir el bolso para entregar la ficha, vi que guardaba en él un buen fajo de billetes, y que no los escondía; el bolso, abierto, estuvo encima de la mesa unos minutos.

—¿También usted ha ganado? —le pregunté.

—No. Soy muy rica.

En la calle se le acercó un chófer de gran facha, gorra en mano.

—¿Quiere usted que le lleve a alguna parte? —me dijo ella—. ¿O prefiere un paseo por el Bosque? En este caso, tendría que esperar a que me cambiase.

Me metió en un gran automóvil negro, siguió hablándome mientras corríamos por las calles de París, y, al detenernos frente a una casa de muy buen aspecto, me rogó que la esperase unos minutos. Volvió en seguida, con traje de mañana, y ordenó al chófer que nos llevara al Bosque. Pero ya no me habló. Empezó a mirarme, primero de soslayo; luego, de frente y con sorpresa. Por fin me dijo:

—¿Es usted el mismo hombre de hace media hora? ¿De verdad que es usted el mismo?

Le respondí que eso creía.

—No puede ser. Una persona no puede transformarse de esta manera, no puede… en tan poco tiempo…

—No la entiendo.

—¡Oh, eso no importa! Tampoco yo entiendo lo que pasa.

—Pero ¿qué pasa?

—Hace hora y media, cuando se sentó usted a la mesa del bacarrá, yo me levantaba para marchar, después de una noche sin emociones. Tenía mucho sueño y asco. Le vi a usted y me sentí fascinada —esa es la palabra—. Había en usted algo extraordinario que no podría definir, pero que obró sobre mí inmediatamente, que me clavó a su lado, que me hizo portarme de manera insensata. Fue como un encanto que duró hasta ahora mismo, hasta que volví al coche y le miré otra vez. Al momento, creí que era usted otro.

—¿Puede decirme en qué consiste la diferencia?

—¡Oh, sí! Usted es enormemente vulgar, y el otro era un ser extraordinario.

Me reí, y le rogué que mandase parar el coche.

—Ahora está usted en lo cierto. Sin embargo, le aseguro que no soy responsable en absoluto de lo sucedido.

—Supongo que habré sido víctima de cualquier alucinación. Quizá las drogas.

—Sí. Seguramente ha sido eso.

Parecía fastidiada. No me tendió la mano, me dejó abandonado en la acera de una calle desconocida, y se alejó velozmente. Yo no me sentía irritado, sino divertido. Por si acaso, comprobé que mis treinta mil francos continuaban en el bolsillo. Eché a andar sin rumbo, y a la vuelta de la primera esquina me encontré con el coche rojo de Leporello, como si me esperase.

—Suba, suba —me dijo Leporello y, cuando estuve a su lado, extendió la mano.

—Quince mil francos.

Se los di, y los guardó.

—Le han dejado plantado, ¿eh?

—No a mí, en realidad, sino a…

—A usted, a usted. Ha sido a usted. El que ganó al bacarrá, el que prendó a esa dama fue mi amo.

—¿Su amo? —solté una gran carcajada.

—¡No se ría! El alma de mi amo, cuando emigra de su cuerpo, entra en el de usted. Por eso usted ha ganado, por eso ha fascinado a esa dama, y por eso, sin que nada lo explique, sin que nada cambiase en usted aparentemente, ella ha quedado chasqueada. Pero algo cambió, en efecto, desde hace unos minutos.

—¡Oh, claro! El alma de Don Juan ha regresado a su cuerpo.

—Exactamente. Y lo siento, créame que lo siento, porque, sin su ayuda, difícilmente conquistará usted a Sonja Nazaroff.

Volví a reírme. Sin acritud, sin resentimiento, porque la situación me divertía.

—¿De modo que, según usted, a Sonja Nazaroff solo Don Juan puede conquistarla?

—Solo con la ayuda de Don Juan podrá usted desalojar a Don Juan del recuerdo de Sonja.

—Para esa operación, entonces, no soy imprescindible. Cualquier pelanas de la calle podrá hacerlo, con tal de que reciba en su cuerpo esa alma emigrante.

—¿Y después?

—¿Después, qué?

—Eso. ¿Después qué? ¿Piensa usted que podemos dejar a Sonja entregada a cualquier pelanas de la calle? ¿Qué clase de miramientos atribuye a mi amo?

Puso en marcha el motor, y, hasta que el coche anduvo, permaneció en silencio.

—Le dije el otro día que mi amo elige a sus sucesores con el mayor esmero. No siempre dignos de él, porque eso es imposible, pero, en todo caso, digamos de la mujer de que se trate.

Iba a darle las gracias por el honor que me hacía, pero otra cosa se me ocurrió.

—Hace muy poco tiempo que convinimos en que usted no es Leporello ni su amo Don Juan.

—Sin embargo, de algún modo tenemos que nombrarnos, y con esos nombres nos entendemos mejor. Salvo si a usted le molesta.

Me miró sin volver la cabeza, y tuve la impresión de que uno solo de sus ojos se torcía hacia mí, mientras el otro permanecía atento a la exigencia del tránsito. Fue una impresión molesta, la que se debe de sentir ante un hombre que haya logrado alterar el paralelismo de sus dos mitades, que las mueva según su voluntad cada una por su lado, Pero fue una impresión fugaz, porque el ojo estrábico recobró su armonía y algo que pasaba en la calle me distrajo, o algo que había en ella. Ya lo recuerdo: era el biplaza descapotable de Sonja.

Leporello detuvo el coche.

—Bien. Ya hemos llegado.

—¿Piensa usted seriamente que vaya a visitar a Sonja?

—Haga lo que quiera. Yo le dejo a usted, y probablemente no volveremos a vernos. Dispone del piso de mi amo todo el tiempo que lo desee, sin otra condición que el rescate de Sonja. Si usted renuncia, deje el piso y regrese a España. Pero, si se decide a continuar, yo me cuidaré de sus necesidades. Jugaré este dinero que ha ganado, y apartaré para usted la mitad de mis ganancias, ni un céntimo más: siempre será lo suficiente para que usted pueda vivir con holgura y convidar a Sonja. Y, por favor, no sienta escrúpulos de pequeño burgués por gastarse un dinero que no ha ganado: vivirá unos días como un hombre de lujo: pero ¿no es esa la aspiración secreta de cada hijo de vecino?

De un empujón me depositó en la acera, y antes de darme tiempo a reaccionar, había desaparecido.

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