Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO III » 7.

Página 30 de 56

7.

De sus últimas palabras, solo retuve de momento aquellas en que decía que no volvería a verme; y, la verdad, me causaron sentimiento, me hicieron comprender que le había tomado afecto y me empujaron a correr detrás del coche y gritarle que no se fuera, que la cosa no era para tanto y que, aunque nos peleásemos, podríamos encontrarnos cualquier día y comer juntos un plato de spaghetti. Pero corrí en vano y en vano grité su nombre. O no llegué, quizás, a correr ni a gritar, porque mi decisión fue lo bastante tardía para resultar inútil.

Me hallé otra vez plantado ante el portal de Sonja, plantado e indeciso, con la ingrata sensación de haber perdido toda ayuda cuando más la necesitaba. De espaldas al portal, veía delante el biplaza descapotable, que, de momento, se me antojó todo un símbolo de aquello que la obra de un hombre ocioso, probablemente de un hombre rico que, como los personajes de las novelas románticas, podía gastar todo su tiempo en aventuras sentimentales, fuesen estas tan alambicadas y sofisticadas como la de Sonja; pero, al mismo tiempo, únicamente una mujer como ella, que en cierto sentido era también una mujer de lujo, podía vivir durante dos meses entregada a la seducción de un demenciado, gracias, quizás, a que los giros mensuales que un magnate del acero le hacía desde Suecia, le permitían vacar a las aventuras sublimes sin cuidarse de otra cosa. Sonja ocupaba un ático elegante en el distrito XVI, sostenía un coche caro, y nada de lo que conocía de su vida revelaba la menor preocupación económica. Y yo no era más que un modesto intelectual de un país donde los intelectuales ganan poco dinero, y pertenezco a una raza pobre y orgullosa cuya moral ha elegido como apoyos la independencia y la pobreza, y me ha hecho capaz de decir: «ese coche que no he comprado yo, me ofende».

Supongo que, desde que me vi envuelto en la aventura, fue aquella la primera vez que pensé con la cabeza, los pies bien asentados en la realidad de mi situación y con una perspectiva exacta de lo que podía suceder. Lógicamente tenía que haber marchado calle abajo, el pitillo encendido entre los labios, y entonando en mi alma la canción de despedida. Y, sin embargo, no lo hice. Y no porque la perspectiva complementaria, la perspectiva de la felicidad que podía hallar en compañía de Sonja, lo estorbase, sino porque, de pronto y sin causa visible, me sentí fuerte y seguro de mí mismo, me sentí capaz de resolver todas las dificultades, incluso de ganar dinero suficiente para ofrecer a Sonja un automóvil modesto. Creo que en aquel instante mi busto se enderezó hasta la petulancia, y mi cabeza se levantó, impertinente y atrevida, con aire de matamoros en descanso forzoso. ¡Oh, cómo hubiera deseado que alguien me pisase un pie para romperle la crisma con la mayor sencillez, y seguir adelante, como si nada! Pero no había nadie que respondiera a mi saludo cuando entré en el portal de Sonja.

Ella me abrió. Vestía unos pantalones negros y una camisa de seda verde; llevaba el cabello suelto sobre la espalda. Estaba muy bonita. Sonrió al verme; sonrió —acaso— por vez primera, no en mi presencia, sino por mí y para mí. Sonrió con franqueza encantadora, con entera espontaneidad.

—¿Usted?

Y se hizo a un lado para que yo pasase, sin dejar de sonreír, mientras me tendía la mano.

—¡Creí que se había marchado!

—¿Lo deseaba?

—¡Oh, no! Lo creí simplemente.

Le di el sombrero y el abrigo. Los dejó en el sofá del vestíbulo y, como el día de mi primera visita, echó a andar por el pasillo, delante de mí. El salón de su estudio estaba arreglado, y había dos o tres ramos de flores recientes.

—¿Sabe que me alegro de verle? ¡Es raro! Casi no he vuelto a recordarle y, sin embargo…

Me miraba. Por primera vez me miraba como a una persona, como se mira al que existe para uno, o al que empieza a existir.

—… sin embargo, no es inexplicable. Usted es el único que sabe mi secreto. De algunas cosas importantes de mi vida solo puedo hablarle a usted.

—¿Piensa que vengo a que lo haga?

—¿A qué viene, entonces?

Tardé en responderle. Me senté y encendí un pitillo, mientras los ojos de Sonja, sin enojo, curiosos, esperaban la respuesta.

—Vengo a salvarla de Don Juan.

—¡Oh, no deseo ser salvada! Me siento feliz así.

Señaló su cuarto con un gesto de la mano que acabó comprendiéndola a ella misma.

—Vea usted. Todo empieza a ordenarse y yo misma estoy ya en orden. Me será fácil continuar así. He comprendido que en mi vida faltaba algo, pero ya lo tengo.

Cruzó las manos sobre el pecho y bajó los ojos.

—Lo tengo aquí, en mi corazón. Nadie podrá arrebatármelo.

—Yo vengo a hacerlo.

—¿Por qué?

—No solo por librarla de un fantasma, sino ante todo por librarla para mí. Esas cosas se hacen siempre por amor, o no se hacen.

Me miró con sorpresa.

—¿Es que… me ama usted?

—Sí.

—¡Oh, cuánto lo siento! Porque yo no puedo amarle, yo no puedo.

¡Con qué bondad lo decía, con qué deseo de no herirme! Se dejó caer sobre la alfombra, arrodillada —aunque no implorante, sino más bien como el que adopta una postura que le es habitual—, y tendió las manos con intención convincente.

—Tiene que comprenderlo. Yo estoy enamorada.

—¿De quién?

—De Don Juan.

—¿Piensa usted que volverá a verle alguna vez?

—¡Oh, no, ni me importa! Lo que me hace feliz es el amor que siento. ¿Cómo le explicaré? Es una cosa nueva; es descubrir que, viviendo para otro, es como se vive verdaderamente.

—Usted vive para un fantasma.

—Y, aunque así sea, si me hace feliz…

—Usted descubrirá una mañana de estas que se ha engañado a sí misma, que se ha inventado un amor que no siente para que no le duela el orgullo lastimado.

Rio.

—¡No! No soy orgullosa. Ni soy tampoco tan complicada. Amo sencillamente, amo… como cualquiera.

—¿A quién?

—¡Ya se lo dije!

—¿Sabe usted que esta mañana Leporello me confesó que su amo y él son dos farsantes? Todo lo que han dicho, todo lo que han hecho es mentira.

—La realidad de lo que yo he vivido no puede discutirse.

—Cierto. La realidad de unos sentimientos admirables, porque usted es admirable; pero, en cambio, la causa que los ha provocado…

—¡La causa!

Saltó sobre sí misma con extraordinaria agilidad. Ya de pie, me miró con energía.

—¡Nadie mejor que yo conoce la causa, y nadie puede discutirme su realidad! Que se llame de esta o de la otra manera…

Se interrumpió, de pronto.

—Después de todo, fue usted quien le dio un nombre. Para mí, no habría sido necesario.

—El nombre es lo de menos. No es del nombre de quien quiero rescatarla, sino de lo que hay detrás.

—Un hombre fascinador. Un hombre a quien no veré jamás, y que, sin embargo, me ha dejado felicidad para toda la vida. ¿Es de eso, de la felicidad, de lo que quiere rescatarme? ¿Por qué?

—Porque la quiero para mí.

¡Dios mío! Me escuchaba y me asombraba de mis palabras, de mi tranquilidad, de la seguridad con que soportaba las miradas de Sonja, de la audacia con que me atrevía a discutir sus razones indiscutibles. Tenía que sucederme algo extraño. Normalmente, yo me hubiese portado de otra manera. Soy bastante tímido, y, sobre todo, muy considerado con los demás. He respetado siempre la libertad de los otros, y jamás me he atrevido a pedir a una mujer que renunciase a su dicha para colaborar en la mía. Nada de lo que estaba haciendo me pertenecía verdaderamente, y, al comprenderlo, me avergoncé en mi interior porque la faz del rostro tampoco me pertenecía. Recordé la afirmación de Leporello. ¿Y si, efectivamente, el alma de Don Juan emigrase de su cuerpo al mío y obrase desde dentro de mí, me comunicase su audacia y su seguridad? Bueno. Ya se entiende que yo no lo creía posible literalmente, como tal emigración del alma, pero sí que, por cualquier suerte de sugestión, obrase en aquel momento por la cuenta de otro. Al creerlo, sentí con vehemencia el deseo de ser yo, de hablar con mis palabras torpes; lo sentí porque mi amor por Sonja era de veras, y me humillaba aquel cortejo con palabras prestadas. Sin embargo, no veía el modo de recobrarme. Por debajo de mi aparente superioridad empezaba a gemir mi desesperación, semejante a la de un encadenado que sacude las cadenas contra la piedra, que saca a la piedra y al hierro chispas inútiles. Hasta que en lo más oscuro de mí mismo, allá donde el alma emigrante no había probablemente llegado, surgió una ocurrencia.

—Escúcheme, señorita.

Debí decirlo de manera imperativa y brusca, de manera tan poco habitual, que Sonja se sorprendió y casi se asustó un poquito.

—¿Qué le sucede?

—Le ruego que me escuche. Hay algo que debo explicarle y que quizá exija alguna impertinencia. No lo tome en cuenta y respóndame con sinceridad. Las razones por las que lo hago las comprenderá en seguida.

—Pregunte lo que quiera.

—Hace dos días, ayer mismo, ¿me hubiera usted respondido con esa docilidad?

—No lo sé.

—Recuérdelo, por favor. Recuerde la impresión que le he causado, la idea que tenía de mí hasta hace unos minutos. ¿No me tenía usted por un pobre diablo al que la casualidad, o el destino, como prefiera, había metido en su vida?

—Ciertamente.

—¿Contó usted conmigo, ayer y anteayer, en el tiempo en que estuvimos juntos, en lo que hablamos y en lo que hicimos, como algo más que un mero comparsa?

—No.

—Y, hace un momento, cuando me abrió la puerta y me sonrió de esa manera encantadora, de esa manera humana como usted sonreía a Don Juan, ¿por qué lo hizo?

—No lo sé.

—¿Advierte alguna diferencia entre el hombre que ayer la acompañaba en la busca de Don Juan y este de ahora?

Sonja se echó atrás; caminó unos pasos atrás, me miró con sorpresa creciente, dio un grito leve y en seguida reprimido.

—No es usted el mismo, ¿verdad?

—Sí. Soy el mismo en cierto modo.

Me levanté y fui hacia ella, casi la acorralé en la ventana. Me miraba con sorpresa, quizá con miedo. Se le advertía un principio de incomodidad, de desasosiego, quizás inconsciente todavía.

—No tema. Mis movimientos y su talante, el tono de mis palabras, seguramente que no me pertenecen, pero las palabras son mías, y es mía la intención.

—¿Qué pretende?

—Ante todo, que no se deje engañar por mí.

Era tan chocante la respuesta, que Sonja se rio.

—Si es así, ¿por qué quiere engañarme?

—No lo pretendo. Todo lo que hasta ahora he dicho es la pura verdad: que la amo y que aspiro a rescatarla de Don Juan. Pero el modo como ha sido dicho es… como si lo dijese otra persona. Escúcheme, déjeme hablar hasta el final. No hace media hora, me han asegurado que el alma de Don Juan emigra a mi cuerpo y le presta sus virtudes. Ya sé que esto es un disparate, pero es indudable que por alguna suerte de sugestión desconocida dispongo en estos momentos de una audacia y hasta de un encanto que no me pertenecen: el encanto que le hizo a usted sonreírme y la audacia que me permite hablarle de esta manera y descubrirle la verdad sin el menor titubeo. No puedo librarme, aunque lo desee, del sortilegio, pero sí descubrirle que existe y decirle que yo no soy así, ni audaz ni encantador, sino lo menos Don Juan posible, bastante tímido y solo regularmente seguro de mí mismo. En circunstancias normales, no me hubiera atrevido a confesarle que la quiero. Estoy seguro de que acabaría por convencerla, acabaría por conquistarla verdaderamente para mí; pero ¿qué sucedería cuando me abandonasen esas virtudes que no me pertenecen, cuando volviese a ser yo mismo? Soy incapaz de engañar a una mujer, y a usted la habría engañado.

La virtud de mis palabras tenía mayor alcance de lo que yo mismo hubiera sospechado, porque, conforme hablaba, Sonja se prendía en ellas, se dejaba envolver por algo que las acompañaba y escondía su vulgaridad y la acercaba a mí, la atraía. Cuando dejé de hablar, había puesto sus manos sobre mis brazos. Me agarraba con fuerza creciente, mientras parecía encenderse en sus ojos una luz, en su rostro un resplandor que hasta entonces jamás había advertido en ella. Como si ya me amase. Y fue tan súbito e inesperado, que me sorprendió. Sin embargo, la aparición de este amor espontáneo e imprevisto coincidía con perfección sincrónica con el momento de mi mayor entusiasmo, con el instante en que yo debía parecer más atractivo. Fue precisamente esta anormalidad lo que me hizo desconfiar, lo que me hizo temer que todo estaba previsto y calculado. Se me ocurrió, de repente, que Sonja estaba metida en la farsa como una farsante más, que obraba de acuerdo con Don Juan, o, al menos, con Leporello. Todo se explicaba entonces: no solo aquel repentino, inverosímil amor con que me estaba mirando, sino los episodios anteriores, las más artificiosas de sus palabras, los hechos más literarios. Sonja era actriz de una comedia de la que yo era el personaje sincero y ridículo. Lo había sido también, evidentemente, la mujer del garito.

Me puse en guardia. Decidí seguir adelante, representar mi papel, pero consciente ya de que lo era; y darle un giro inesperado, un distinto final del que ellos hubieran previsto.

—Extraordinario —dijo Sonja.

—Por favor, apártese. No es a mí a quien toca.

Se apartó. Parecía perpleja.

—No le entiendo.

—Está claro.

—¿No son estas mis manos? ¿No son estos sus brazos? ¿No estaban mis manos sobre sus brazos, y yo cerca de usted? ¿No dice usted que me ama?

—Sí.

—Si hubiera continuado esa confesión increíble, ¿no me habría dejado fascinar como lo estuve un instante, hasta caer acaso en sus brazos?

—Sí. ¿Y qué?

—¿No es eso a lo que aspira su amor?

—No así.

—¿Cómo entonces?

—De tal manera que jamás pueda preguntarse si el que despierta a su lado es el mismo que se durmió sobre su hombro.

—Siempre sería yo la decepcionada, y no usted.

—Es que no quiero decepcionarla.

—¿Qué es lo que quiere, entonces?

—Que esa mañana del primer despertar, y las mañanas sucesivas, una a una y cada día un poco, descubra que soy mejor que Don Juan, pero, sobre todo, que soy distinto.

—¿Debo entender que me habla de un amor continuado, de una compañía prolongada?

—Exactamente: de un matrimonio.

—Entonces, no me habla usted de amor.

—¡Qué sabrá usted!

Me aparté de ella. Intentó seguirme, pero la detuve con un gesto.

—Quédese, por favor. No venga conmigo. Voy a marcharme, y no volveré a su casa. No volveré, al menos, hasta que pueda conquistarla con mis propias armas.

—Pero ¿no comprende que quizá entonces no me gane? Empiezo a sospechar que, tal como es ahora, podría usted ofrecerme lo mismo que Don Juan me ha ofrecido; pero, el otro…

—Es que yo, señorita, jamás pensé en ofrecerle lo que Don Juan le ha ofrecido.

La dejé con la mano alzada, interrogante, con una nueva pregunta en los labios. Salí corriendo. Al bajar las escaleras, me sentí desfallecer, me sentí cobarde y débil, vacilante y perplejo, como había sido siempre. Temía haberme equivocado. Caminé mucho tiempo por las calles de París, sin saber dónde estaba ni a dónde iba. Era muy tarde ya cuando me hallé cansado, hambriento, y dueño de mí mismo. Durante aquellas horas había repasado mi vida, la había recordado y juzgado, y me parecía no ser tan poca cosa como había pensado; me parecía que mis escasas virtudes reales podían atreverse a competir con las fantásticas virtudes de Don Juan.

Cené en un restaurante cualquiera una cena barata, y un taxi me llevó al que era, entonces, mi domicilio. Subía tranquilamente, cuando sentí que de nuevo se transformaba mi ser, pero no en el gallo atrevido de unas horas atrás, sino que me inundaban otra vez los recuerdos ajenos, se apretaban en mi memoria al modo como deben apretarse en la del moribundo. Me inundaban y me urgían, me empujaban a describirlos. Jamás se me hubiera ocurrido que pudiera hacerlo, y, sin embargo, lo hice: en el silencio de aquel salón romántico que olía a perfumes en desuso, sentado a la mesa en que quizá un gran poeta, por el que siempre tuve amor y que también andaba por los recuerdos, había escrito. No sé el tiempo que pasé de aquella manera, como medium cuya mano conducen desde el ultramundo, ni sé tampoco cuándo dejé de escribir y me acosté. Una mañana, al despertarme Lisette, corrí al escritorio y hallé sobre él, ordenadas, unas docenas de cuartillas de mi mano. Decían sus primeras líneas: «J’ai plus de souvenirs que si j’avais mille ans.» Pido el verso prestado a mi amigo Baudelaire, a quien conocí algo tarde: había escrito ya un bello poema sobre mi entrada en el infierno y proyectaba un drama, que no llegó a escribir; sobre mi muerte. Para mi amigo Baudelaire, yo era un personaje aburrido y melancólico, aunque simpático… Y, después de este preámbulo y de unas líneas más, hablaba de los Tenorios de Sevilla.

Ir a la siguiente página

Report Page