Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO IV » 2.

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2.

Mis relaciones con don Gonzalo de Ulloa comenzaron poco después de la muerte de mi padre. Jamás se ha dado a don Gonzalo la importancia instrumental que en realidad tuvo, y jamás la muerte que le di fue referida puntualmente. ¡Hasta llegó a interpretarse como expresión disfrazada de un complejo de Edipo! No puedo quejarme de mi fortuna con los poetas, pero a los sabios poco debo agradecerles. Los que interpretan como simbólica muerte de mi padre —que ya estaba sepulto—, la que di a don Gonzalo, rizan el rizo de las hipótesis gratuitas. Por mucho que investigo en mis recuerdos, no hallo vestigios de complejo sexual, y tampoco los halló el psicoanalista que exploró mi pasado sin conocer mi nombre. Maté al Comendador porque me daba asco. Hoy no lo hubiera matado, pero mi conocimiento de los hombres, así como mi tolerancia, exceden al que tenía a los veintitrés años, y las ilusiones que entonces me hacía sobre la dignidad de los otros hace tiempo que he dejado de hacérmelas.

La intervención del viejo Ulloa fue, como dije, meramente instrumental, y no a la hora de mi supuesta muerte —«colosse fantastique, grotesque et violent»—, sino al principio de mi carrera, durante aquellos días que siguieron al funeral de mi padre. Habían retrasado sus exequias hasta que yo pudiera presidirlas: fue una mañana de marzo, en medio de la Cuaresma, una mañana especialmente cálida. Se había levantado un tremendo catafalco, cuya severidad, cuyo tamaño, no cuadraban del todo a la blancura y a las dimensiones de aquella iglesia, femenina de puro graciosa, favorecida por mi padre con sus limosnas. Estaba allí toda la gente de postín, y muchos pícaros y hampones que mi padre socorría habitualmente. El funeral duró dos horas: no hubo jamás difunto cuya alma se encomendase a Dios con música más complicada. Al terminar, los pobres de solemnidad, los vergonzantes, las asociaciones caritativas, y las piadosas, por este orden recibieron limosnas de oro; y cada vez que mi mano sacaba de mi bolsa las monedas, los amigos del difunto, que me rodeaban, se estremecían al escuchar el tintineo, y se les iban la vista y el deseo tras los puñados de doblones: yo los regalaba por obediencia, no por esperanza de que sirviesen al difunto de sufragio: había sido tan bueno, que se le suponía gozando de Dios en su gloria. «No he visto en toda mi vida limosna más inútil», dijo a mi lado, por lo bajo, un sujeto de gran facha. Le envié mi conformidad con una sonrisa, y él me dijo que ya pasaría a verme, y que era el Comendador.

Tres de nombre campanudo se disputaron, a la salida, mi compañía. Querían consolarme, y la operación había de verificarse, no sé por qué, en los domicilios respectivos, de cuyos patios ponderaban la frescura. Cada uno de ellos, además, se las compuso para nombrar, en el curso de la disputa, a aquella de sus hijas que por su edad y belleza se suponía más apta para el consuelo. El Comendador merodeaba, con su risita ambigua, sin meter baza. Creí que me libraría del acoso. Le miré para que se acercase y lo hiciera, pero él solo merodeaba y sonreía. Hasta que los esfuerzos de los disputantes se anularon, y cada uno se marchó por su lado. Entonces, don Gonzalo hizo un saludo y se marchó también. Pude regresar a casa, con Leporello y en silencio. Me encerré en mi habitación. No estaba triste, pero debía recogerme por respeto a la memoria del difunto. Dije a los criados que no recibiría a nadie. Como no tenía nada que hacer, empecé a imaginar el recibimiento que los Tenorios habrían hecho en su cielo particular al alma de mi padre: un cielo especialmente creado para ellos, donde la gloria consistiese en una plenitud de honor, y en el que tenían cabida los condenados por la Justicia Divina, cuya ley tampoco era la nuestra. Ascendía mi padre, tan severa su alma como el hombre lo había sido en vida, y todos los Tenorios lo recibían de pie, silenciosos y solemnes. El más anciano de ellos le tomaba de la mano y lo llevaba hasta un sillón incomodísimo, donde mi padre debía permanecer sentado eternamente —aunque al lado de mi madre— sin más descanso que levantarse y recibir de cuando en cuando a los Tenorios que fuesen muriendo y que mereciesen de sus muertos el honor de sentarse junto a ellos.

Después del mediodía, el calor se hizo insoportable. Mandé abrir las ventanas de un salón que daba a una calleja ensombrecida, y me senté tras una celosía, con un libro en la mano, cuya lectura no llegaba a apetecerme. Entonces, Leporello vino a decirme que el Comendador de Ulloa quería visitarme, y que insistía, y que invocaba su amistad con el difunto y los derechos casi paternales que le daba la amistad. No tuve más remedio que recibirle.

Don Gonzalo de Ulloa, visto de cerca y escuchado con sosiego, parecía un actor, acaso un gran actor, pero de los que creen que vivir consiste en eso, en pasar de la persona a la personalidad, instalarse en ella y expresarla. Vestía de negro, unas ropas primaverales, en las que destacaba, como lo más importante del conjunto, la gran cruz de Calatrava, que se veía desde casi todas partes, que era casi ella sola el Comendador, al menos para la voluntad de don Gonzalo. Desde mi punto de vista, sin embargo, y como complemento de la cruz, tenía tanta importancia el rostro, grandote, colorado, de labios gruesos, de nariz enorme, de ojos terribles. Era, también, un rostro de Comendador, el que pacientemente don Gonzalo se había labrado para tener el rostro adecuado a la encomienda, pienso yo. Rostro de gran fantoche, de fantoche solemne y representativo, para llevar varas de palio, presidir procesiones y tribunales de pureza de sangre. Era muy grande de cuerpo, y más grande de cabeza: todo era grande. Los brazos que me tendía para abrazarme me dieron miedo, y el abrazo me dejó desalentado.

—¡Hijo mío, mi querido Don Juan!

Se le quebró la voz en un sollozo, y empezó a lamentarse de la muerte de don Pedro, y no porque le cupiese alguna duda acerca de su salvación, sino por la orfandad en que lo había dejado, etcétera.

—Porque, hijo mío, amigo, lo que se dice amigo, solo lo fue tu padre. ¡Y hasta qué extremos! Hubo tiempos difíciles en que mi casa se pudo mantener con el brillo de mi alcurnia gracias a su generosidad discreta.

Patatín, patatán. Hablaba paseando, recorriendo el salón, y de pronto cambió. Quedó como sobrecogido ante un cuadro.

—¿Es un Tiziano?

—No lo sé.

—Es un Tiziano, no hay más que verlo. Como quien dice, una fortuna. Y aquel de allá es un Greco. Y este es un bodegón de ese chico de talento que se llama Velázquez y que se ha ido a la Corte. Tu padre sabía cómo gastar los cuartos.

Empezó a hurgarlo todo, y todo le parecía excelente, y valía un dineral: los muebles, los tapices, las alfombras y hasta las losas de mármol del pavimento.

—Tu patrimonio vale como doscientos mil ducados, y tendrás tantos maravedises de renta. De modo que, ¡a casarse en seguida!

—Yo prefería, de momento, refrescarme un poquito. Me estoy asando de calor.

—Y, ¿cómo te has quedado aquí, con este día que hace? En tu finca del Guadalquivir correrá brisa. Y a la caída de la tarde se estará allí deliciosamente.

Sabía de mis fincas más que yo: dónde estaban los naranjales, y dónde los olivares y las viñas, cuánto daban al año y quién compraba la cosecha.

—Esta de junto al Guadalquivir es una finca de recreo a la que tu padre solía retirarse las tardes de verano. Es un lugar delicioso. ¿Por qué no vamos allá?

No me fue dado evitarlo. En un periquete había ordenado a los cocheros y dispuesto el viaje. Leporello, zumbón, le miraba, me miraba, sin saber qué decir. Yo me limitaba a sonreír. ¿Qué más me daba?

—Vamos, vámonos en seguida. Antes de que la tarde caiga, porque lo bueno es estarse allí, bajo aquellos limoneros, cuando el sol pega fuerte. No es más que media hora de camino.

Media hora, sí, pasado el puente de Triana. Íbamos metidos en el coche, el Comendador y yo, con las cortinas bajas. Él se abanicaba con el sombrero. Yo me había despechugado, pero sentía el sudor correrme por el cogote. Oíamos a los cocheros, y a Leporello, que les acompañaba en el pescante, maldecir del calor, del sol y del viaje.

Cuando llegamos a la quinta, todavía quedaba una hora de sol. Habían edificado la casa en la cima de un cerrillo cuya falda bajaba suavemente hasta la orilla: una casa más bien pequeña, de dos plantas, toda encalada, con ventanas y hierros verdes. Su interior estaba oscuro y fresco. Yo me dejé caer en un sillón arrinconado del zaguán. Me puse en mangas de camisa, y pedí al Comendador que hiciera lo mismo.

—¿Tienes sueño, muchacho? —me dijo—. Pues duérmete si quieres. Yo hurgaré por ahí a ver lo que descubro.

Me dormí, efectivamente. Cuando me desperté, el sol había caído, y apenas se veía. El Comendador, encendido un candelabro, estaba ante mí, con el rostro arrebatado.

—¡Qué riquezas, muchacho! ¡No sabes lo que tienes! Solo lo que se guarda en esta casa debe valer los treinta mil ducados. ¡Todo de plata, todo de la mejor calidad! Eres el mayorazgo más rico de Sevilla.

Yo tenía los ojos entreabiertos y le escuchaba sonriendo. Para el Comendador, las cosas de este mundo, y, ante todo, las de mi casa, valían por su precio. Calculaba el de muebles, tapices, y vajillas, y hasta el de los peroles de la cocina, que también debían de ser excepcionales. Empecé a cansarme de la verborrea de aquel caballero, que había equivocado el oficio, porque debiera ser tasador. Cuando ya no podía aguantar más, le supliqué que siguiese inspeccionando, y que si tenía papel a mano, me hiciese un inventario, y con esto le dejé y salí al jardín.

Oscurecía ya, y el viejo Guadalquivir, allá abajo, en el fondo, me atraía. Corría el agua, y me quedé mirándola. Estaba clara, formaba pequeños remolinos. Se veían las guijas del fondo, las briznas menudas arrastradas por la corriente. Se me ocurrió desnudar el brazo y meterlo en el cauce. ¡Qué delicia, el golpe contra mi piel y el ruidito en medio del rumor de las aguas anchas! Me pregunté qué significaba todo aquello y por qué me hacía feliz, y no pude responderme. Según la Teología, la felicidad es el estado del hombre en presencia de Dios; pero allí no había más que mi brazo, y el agua, y el golpe continuado, y el ruidito. Bueno, estaba también la luna, que asomaba ya, y estaban el aire y las flores, pero en segundo término. No encontré respuesta, y no me desazoné, porque la sensación de mi brazo continuaba y se extendía a todo mi cuerpo, quizás a toda mi persona. Llegó un momento en que me sentí como continuación del río, como parte del aire, como metido en el aroma de las flores… Como si de mi ser saliesen raíces que buscaban fundirse a lo que estaba a mi alrededor y hacerme con todo una sola cosa inmensa. Entonces, mi felicidad llegó a su colmo, y me recorrió el cuerpo una extraña sacudida.

Cuando, de regreso a mi casa, se lo contaba al Comendador y a Leporello, el Comendador me preguntó:

—¿Cómo era?

—Algo así como un rápido hormiguillo.

—Y ¿duró mucho?

—Hasta que me di cuenta de que yo no era el agua, ni el aire, ni el aroma. De que yo era solamente yo, don Juan Tenorio. Entonces me sentí profundamente desdichado.

Relampagueó en los ojos del viejales una ráfaga de inteligencia concreta, y estremeció su rostro, reprimida en su nacimiento, la alegría del triunfo. Seguramente miraba así cuando calculaba el valor de una bandeja de plata.

—¡Mi querido Juanito! ¿Permites que te abrace?

Me sentí otra vez oprimido por sus brazos enormes.

—¿A qué viene ahora este entusiasmo?

—Lo que acabas de contarme me convence de que eres todavía un verdadero adolescente, y de que tengo muchas cosas que enseñarte para que seas un hombre hecho y derecho.

Me arrastró hacia un banco y me sentó a su lado.

—Lo que te ha sucedido junto al río me sucedió a mí hace bastante tiempo y le sucede a todo el mundo. Por lo que a ti respecta, demos gracias a Dios de que te haya sucedido a tiempo. Después de recibir las órdenes sagradas, hubiera sido un desastre.

La verdad es que yo estaba confuso, y es probable que en mi rostro se reflejase la confusión, o acaso cualquier forma involuntaria de estupidez.

—Mira. Para que estés al cabo de la calle, voy a describir lo que te pasa. Quiero decir, lo que te pasa por primera vez y te mantiene suspenso y sin saber cómo explicártelo. ¿No sientes deseos de montar a caballo y galopar, galopar la noche entera, sin dirección, para dejarte caer, cuando llegue la mañana, en un prado florido, y dormir luego largamente?

—Sí. Eso es.

—¿Y no te sientes también enormemente generoso, capaz de dar tu fortuna al que te la pida, y aún tu vida, si alguno la necesitase?

—Pues, sí. ¡También siento eso!

—¿Y no te acontece que por primera vez te sientes solo, o, más bien, incompleto, como si te hubieran arrancado una mitad, o como si hubieras descubierto que te faltaba?

Le respondí que sí apasionadamente; porque, en efecto, el Comendador había hecho diana con todos sus disparos.

—¡Todo eso es lo que siento! ¿Por qué?

—Porque la naturaleza reclama sus derechos, hijo mío. Es una vieja tirana, bajo cuyo poder caemos tarde o temprano.

Recordé mi sabiduría teológica, y eché mano de ella para responderle, para apabullarle a ser posible.

—La Gracia del Señor nos ha rescatado de la naturaleza y nos ayuda a vivir sobrenaturalmente.

Le dio la risa, una risa estridente, retumbante, gigantesca; y, al reír, se le abría la boca de oreja a oreja, todo su rostro parecía no ser sino una máscara riente.

—¡Sí, sí, la Gracia! ¿Puedes pasar, acaso, sin comer? ¡Gana indulgencias, a ver si sustituyes con ellas a los huevos con patatas!

Se puso repentinamente serio, y me tomó de los hombros.

—La naturaleza aguarda agazapada y tranquila, porque sabe que nadie puede burlarla. Tiene en sus manos nuestra vida y nuestra muerte, y, cuando quiere, nos gasta una de sus bromas, como esa que acaba de gastarte. No niego que puedas intentar librarte de ella, y hasta que te vayas al desierto como los viejos eremitas. Pero no sirve de nada. También en el desierto ha gastado bromas pesadas a los santos.

—Sigo sin entender.

—Yo podría explicártelo, o, mejor, ponerte en camino de que lo entiendas.

—Hágalo.

—Quizá no sea conveniente.

—¿Por qué, entonces, me lo ofrece?

—Me dio pena tu ignorancia, y pensé que una explicación somera sería suficiente. Pero la verdad es que de ciertas cosas no se puede hablar a derechas cuando una de las partes las ignora.

Hizo un silencio estratégico y me miró por el rabillo del ojo.

—Quizá, pasado algún tiempo…

—¿Por qué no ahora?

—La muerte de tu padre está reciente.

—¿Qué tendrá que ver mi padre con este asunto? Está en el cielo, y yo, por ahora, estoy aquí.

Se volvió hacia mí.

—Hay que guardar las formas —dijo con benevolencia—. De lo contrario, ¿qué se dirá en Sevilla?

—¡Me importa un bledo, Comendador, lo que puedan pensar de mí los sevillanos! Mi vida es transparente y mía.

—En ese caso…

Probablemente eran las palabras que esperaba, las que había provocado. Se levantó y dijo:

—… permíteme que dé órdenes al cochero.

Mandó que aparejasen el coche. Cuando estuvimos dentro, asomó la cabeza por la ventanilla y ordenó:

—¡A la Venta Eritaña!

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