Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO IV » 5.

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5.

Estaba caliente la mañana, y clara, y la gente pasaba sin darse prisa, cobijaba en las sombras. Llegué cerca de la catedral. En el patio de los naranjos, un corro de mendigos y de hampones escuchaba las mentiras de un militar lisiado. El corro se deshizo al verme, y me pidieron limosna. Arrojé al aire un puñado de escudos. Desde la puerta vi los puñetazos que se daban al disputárselos. Aquello no me gustó, y lamenté no haberlos repartido cortésmente.

Entré en la catedral. Decían misa en una capilla, y me acerqué. Delante del altar, en candelabros de hierro, lucían muchos cirios, enteros o casi consumidos: me quedé un rato mirándolos, porque me gustaba su resplandor. De pronto, me di cuenta de que unas mujeres que habían vuelto la cabeza para mirarme, se levantaban y se acercaban. Me arrimé a una columna, simulé atención a la misa; ellas llegaron, se detuvieron y quedaron ante mí como bobas o embelesadas. Tuve que preguntarles, con voz respetuosa, si tenía monos en la cara. Ellas, entonces, se santiguaron y huyeron. Eran dos: una, de edad madura, pero todavía hermosa: la otra, joven y linda. Se perdieron en el fondo de la iglesia. Su santiguada me dejó perplejo. ¿Qué habían visto en mí, o qué habían sentido?

No sabía a ciencia cierta por qué había entrado en la catedral. Barruntaba que mi aventura tenía allí estación, pero sin saber cuál. Busqué un rincón, y me senté. Pasó un cura revestido, al que precedían los campanillazos que daba un monaguillo. Iban detrás, en procesión, mujeres enlutadas. Me refugié en las sombras. Se alejó el monaguillo con su campana, y quedé envuelto en un silencio rodeado de rumores. Entonces, pude pensar.

Mejor dicho, recordar. Traje a mi mente las imágenes del sueño, que no me habían abandonado, que habían hasta entonces rondado por el límite de mí conciencia. Las repasé, escuché de nuevo mis palabras, y recordé también la conversación con Leporello. Todo aquello podía considerarse como episodio involuntario ante el que ahora, con sosiego y corazón frío, tenía que determinarme. Como resultado de una noche de juerga —la primera— no parecía normal, menos aún acostumbrado. Supongo que otros muchachos en mi situación harían, como yo estaba haciendo, examen de conciencia.

O bien que les durase el entusiasmo, y volvieran a pecar al recrearse en el recuerdo. Yo recordé también a Mariana —¿cómo no?—, pero solo como dato o punto de partida.

Deseaba mantener tranquilo el ánimo, y lo alcancé. Ni renació el entusiasmo de la carne, ni sombra de arrepentimiento conmovió mi corazón. Dios conocía mi propósito, y colaboraba conmigo. Mi voluntad y mi entendimiento podían obrar imparcialmente. Di a Dios las gracias.

A partir de este momento, sin embargo, empezó en mi interior la lucha. Se me ocurrió que, al apartarme de Dios, caía de la parte del demonio, y esto me inquietó. Jamás he sentido por Satanás la menor simpatía. Lo encuentro innoble y sucio. Me repugna, sobre todo, su falsedad. Evidentemente, el diablo no es un caballero, a pesar de su elevada alcurnia. En aquel momento lo sentía a mi alrededor, quiero decir, para tentarme. Era incapaz de dejarme a solas con mi libertad y mi destino. Su faena fue hábil: astucia nunca se le ha negado. Abrió mis ojos a la belleza de las Fuerzas Oscuras, a la fascinación de la Felicidad Inconsciente, y un torbellino de sombras me arrebató y me llevó tan lejos de mí mismo como lo estaba entonces la noche. El centro de la noche es, a su modo, luminoso, pero no como la nuestra, la luz que atraviesa la noche y alumbra el rostro ignorado de las cosas. Me sentí deslumbrado, y vaciló mi voluntad, pero solo un momento. Cuando aquella negrura empezaba a poblarse de gemidos dichosos, de invitaciones al orgasmo inacabable, me esforcé por que mis pies no abandonaran la tierra, ni la realidad mis sentidos. Peleé bravamente. Voces como violoncelos se oyeron por encima de mi cabeza, pero a mi lado una pareja de beatas pasaba cuchicheando. Me agarré a lo concreto para no perder las fuerzas. Las beatas hablaban mal de un arcediano, y sus comadreos, sus voces ásperas, pudieron más que la ternura de los violoncelos, aunque aquellas viejas fuesen más feas que el diablo.

Pude sentirme sin la Gracia de Dios y sin las tentaciones de Satanás. Sin embargo, mi corazón comprendía que aquello no podía durar, que ni Dios ni el diablo permanecerían eternamente mudos, que uno y otro me acosarían, como es su oficio. Aproveché la ocasión para quejarme al Señor de que no hubiera otro camino, una tercera vía de independencia. «El que no está conmigo, está contra mí», había dicho el Señor; pero ¿por qué necesariamente con el diablo? ¿No se podía estar —por ejemplo— con los hombres?

Aquí terminaron mis quejas, porque quería ser justo, y aquel privilegio de libertad que acababa de experimentar, a pocos hombres se les había dado. Sin embargo, no pude aprovecharlo. Todavía no estaba mi corazón maduro para elegir. Admitía en aquel instante que don Gonzalo pudiera ser muerto, y que mi alma respondiese a la primera solicitación del Señor. Examinadas fríamente, despojadas de toda carga sentimental, mis razones contra Dios podrían ser discutibles, e incluso yo mismo podría discutirlas y aniquilarlas. Al llegar a este punto, sin embargo, perdía la calma mi corazón, y se me representaba una vez más el insulto de don Gonzalo, la humillación que me había inferido. Pero ¿y si don Gonzalo me pedía perdón? Al portavoz de mis antepasados se le había olvidado indicarme cuál era mi deber en ese caso, y yo me inclinaba a la misericordia. Suponiendo que el viejo fantoche se hubiera arrepentido, y que, al verme, me diese explicaciones, ¿bastaría para desbaratar mi cólera y empujar mi mano hacia la suya? «¡Pelillos a la mar, Comendador! Un mal momento lo tiene cualquiera, y como usted está arruinado…» Hasta es posible que le ofreciese un préstamo.

Me sentí inmediatamente obligado a dar al viejo ocasión de arrepentirse. Las naves se iban quedando solas: ráfagas de incienso llegaban desde alguna capilla remota, y en las oscuridades resplandecían los cirios encendidos. Salí rápidamente y marché a la casa de don Gonzalo. No sabía dónde era, y tuve que preguntar. Llegué sudando. Antes de golpear la puerta, me refugié en una sombra, y descansé.

Abrió el postigo una criada joven. Me miró, con la mano haciendo visera y los ojos deslumbrados. No me preguntó nada, sino que estuvo así, mirándome, hasta que dije:

—Quiero ver al Comendador.

Sin responderme, franqueó el postigo. Entré en el zaguán. La criada seguía con los ojos clavados en los míos, y en su mirada sorprendí el embeleso que un poco antes, en la catedral, había mostrado el mirar de unas fisgonas.

—Hágame el favor de decir a don Gonzalo…

—Sí, sí. En seguida.

—… que quiere verle don Juan Tenorio.

—¡Don Juan Tenorio! —repitió; pero el trémolo de voz parecía más apropiado para el «¡Sésamo ábrete!» de la felicidad que para música de fondo de mi nombre.

Se apartó de mí, pero sin volverse.

—Ahí, en el patio. Espere.

Entré en el patio, que aliviaban del sol unos cortinajes tendidos en lo alto. Era grande, con flores, y un surtidor en el medio. Me atrajo el ruido del agua, curioseé las macetas y acaricié alguna rosa excepcionalmente bella. Al hacerlo, vi que la criada permanecía en el zaguán, y me miraba, inquieta. Hice un movimiento brusco con las manos, di un grito como si fuera a espantar gallinas, y la criada salió corriendo. Tengo, sin embargo, la impresión de que no fue diligente en dar al viejo zorro mi recado, porque empezaron a sentirse voces quedas, pasos disimulados, carreras cortas, a entreabrirse las celosías con muchas precauciones, y me sentí observado.

Llegó el Comendador. Sentí sus zancadas de gigante bajar las escaleras, y apareció su figura de espantapájaros al cabo de la galería. ¡Qué facha, Dios! Tenía que haberse levantado en aquel instante. Las greñas le tapaban medio rostro, calzaba zapatillas, y se vestía con una bata carmesí de terciopelo deslucido, que apenas le cubría las piernas. Había tenido tiempo, sin embargo, de colgarse la espada.

Abrió y agitó los brazos como un molino de aspas; pero, como yo no me moviera, los dejó caer, y se acercó con toda clase de cautelas. Pareció incluso achicarse su estatura; por lo menos, se le cayeron los hombros y se le metió el pecho. Al llegar junto a mí, tenía el aspecto de haberse desinflado, de que la carne le colgaba como las velas de un barco en calma chicha, y de que tenía miedo. Si en aquel momento le llamase «¡Miserable!», se habría arrojado a mis pies, me hubiera hecho la gran escena de arrepentimiento. Pero no se me ocurrió gracias a Dios. Le sonreí, incliné la cabeza lo indispensable, y le di los buenos días. Él, entonces, respiró fuerte, y me abrazó.

—¡Qué susto me has pegado, muchacho! ¡Creí que te había pasado algo! —carraspeó—. Al decirme que me buscabas, me dio una cosa aquí. —Señaló el corazón—. Una cosa como un vuelco…

—No es para tanto.

El Comendador me empujó hacia un asiento.

—No pude dormir en toda la noche pensando en ti. Cuando supe que te habías metido en juerga con aquella muchacha, me dije: Esto va para rato; y pedí a tu cochero que me trajese. Luego, devolví el coche. ¡No lo hubiera hecho nunca! Nada más quedar solo, empecé a pensar que no debiera haberte abandonado, que eres todavía demasiado muchacho para acampar por tu cuenta. Pero ya no tenía remedio, porque la Venta queda muy lejos de Sevilla…

Me echó la mano al hombro.

—¡Bien, muchacho, bien! Veo que estás sano y salvo. —Bajó la voz—. ¿Qué tal lo has pasado? Ya me entiendes. Porque supongo que tú y la moza…

—Sí.

—¿Y qué, qué? ¿Qué te pareció la cosa?

Aparté la mirada y bajé la cabeza. Palabra que solo pretendía meditar la respuesta. Pero el viejo lo tomó por vergüenza o timidez.

—No hay que ponerse así. No has cometido ningún crimen. Por el contrario te has hecho hombre.

—¿Usted cree?

—Ya me lo dirás cuando pase algún tiempo. Te encontrarás distinto, con más seguridad en la vida. Y eso que no has hecho más que empezar. ¡No conoces de la misa, la media!

—Pero usted está al cabo de la calle.

Suspiró.

—¡Ay, hijo mío! Lo estoy, ciertamente, pero ya no hay sol en las bardas. Mi juventud queda muy lejos. Sin embargo…

Volvió a bajar la voz, y se acercó a mi oído.

—… no he renunciado todavía. Las mozas son muy apetecibles pero hay algo más que mozas en este mundo. En confianza te diré que suelo reunirme con algunos caballeros en lugares secretos. Hay que disimular, como comprenderás, porque uno es persona respetable, y si Sevilla se enterarse de esos trapicheos, ¡la que se iba a armar! Somos prudentes. Salimos después de haber cenado, con el preboste de una cofradía que vela un altar durante la noche, y en la casa de uno de nosotros, que tiene grandes estancias subterráneas, ¡se arman unos guirigáis…! ¡Imagínate! Mujeres, naipes, vino… ¡Y no creas! No son putas las que llevamos, sino damas honestas que pasan necesidad y se remedian con nosotros. Vendrás conmigo una noche.

—¿Será usted capaz?

—De otro no me fiaría; pero de ti…

Me quedé pensativo. Él me miró.

—¿Qué te sucede?

—Pienso que, si no le hubiera encontrado, acabaría en santo.

—¡Bah! Eso de la santidad es para gente de escasa inteligencia. Los mismos curas, una cosa es lo que predican y otro lo que hacen. Alguno toma parte en nuestras francachelas, de tapadillo, claro. Ya los conocerás. ¡Y hay de oírles cuando se ríen de las personas piadosas!

En esto, apareció un criado, que pidió, desde lejos, permiso para acercarse. Don Gonzalo le preguntó con voz que parecía un estampido:

—¿Qué te sucede?

—La señora aya le ruega que haga el favor de subir un momento. Dice que es cosa de nada.

—¡Está bien! —bramó; y, después que marchó el criado, me dijo—: Espera aquí unos instantes. Voy a ver qué me quiere, y de paso, me vestiré.

Salió dando zancadas. Le vi marchar, y pensé para mí: «Estás condenado a muerte». Pasó un poco de tiempo. Me levanté y volví a contemplar las flores. Sentí que a mis espaldas se entreabría una ventana, y desde ella, alguien chistó.

Me acerqué. Medio entreví la figura de una mujer recatada en una cortina.

—Escuche, don Juan.

Le hice una reverencia.

—No pierda el tiempo en cortesías. Esta noche, a las diez, irá a su casa una dueña. Sígala sin preguntarle nada.

Empujó suavemente la ventana. No sé si vio mi sonrisa.

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