Don Juan

Don Juan


CAPÍTULO IV » 9.

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9.

Me esforcé en no esperar demasiado, en frenar mi fantasía; pero mi prudencia no pudo evitar la sensación final de desencanto y el sentirme de nuevo zambullido en lo eterno, cara a cara con Dios. Aunque variada y más rica en matices, la cosa fue como con Mariana. La principal diferencia consistió en que no me vinieron ganas de echar a doña Sol a patadas de la cama, probablemente porque me iba haciendo ya a las decepciones sexuales, tal vez también por comprender que doña Sol no tenía la culpa, como no la había tenido Mariana, como no la tendría mujer alguna en su caso. Me porté con la mayor cortesía, y ni una vez reí ante las alabanzas casi religiosas, ante los extremos del amor marcadamente místico que doña Sol me profesaba, el amor a cuyas cimas la veía ascender sin que yo pudiera seguirla, o en cuyas profundidades se sumía como un buzo en las del mar; aunque doña Sol, en vez de perlas, trajera en los labios una sonrisa. Me interesó al principio comprobar cómo, a pesar de las diferencias, de las desigualdades personales, los efectos eran los mismos, y salvo las palabras con que la expresaba, palabras como oraciones, la dicha de doña Sol se parecía bastante, al menos a la vista, a la de Mariana. No incurrí, sin embargo, en el error de atenerme a lo genérico; me convencí, de una vez para siempre, de que todas las mujeres sienten lo mismo en estos casos, y gracias a esto me desinteresé de sus sensaciones para atender a sus sentimientos. De no haberlo hecho, es probable que mi vida hubiera sido otra; porque doña Sol me ofrecía en sus labios, sin saberlo, aquella misma dicha que el demonio me había ofrecido en su primera tentación, pero lo que descubrí tenía bastante que ver con otros sucesos anteriores que me importaban más; me apartaba de toda tentación de sensualidad y me devolvía de un empellón a la presencia de Dios. Porque lo que descubrí fue que doña Sol no exageraba, que verdaderamente había sustituido a Dios por mí, y que sinceramente deseaba que Dios no existiese para ser enteramente mía. O sea, que en mí existía una posibilidad de rivalizar con el Señor, y que obraban en mi persona —o, mejor, desde ella— facultades hasta entonces ignoradas que arrebataban a las mujeres, que las hacían desear unirse a mí para toda la eternidad, y que en unión semejante hallaban una suma de dicha cuya naturaleza, pensada, me estremeció. Confieso que al llegar a esta conclusión sentí terror, y durante un tiempo que no sé lo que duró me tuve por incapaz de seguir adelante, y llegué al punto de arrojarme del lecho, sacudido por el arrepentimiento; de arrodillarme en las baldosas blancas y negras, y de pedir a Dios perdón de mi osadía. Pero entonces escuché en mi recuerdo las carcajadas de mis antepasados, la voz burlona del abogado que me decía: «Caballerete, ¿no era usted el que se creía con fuerzas para desafiar a Dios? ¿No era usted el que presumía de llevar el pecado hasta sus últimas consecuencias? ¡Corra a los pies del Comendador, pídale clemencia y pase el resto de sus días en una cartuja, que para más no vale!» Me alcé del suelo lleno de brío, y mis brazos arrebataron una vez más a doña Sol, la levantaron por encima de toda dicha humana y me levanté a mí mismo por encima de todos los hombres; y cuando ella se cerraba entera sobre sí, cuando ni uno solo de sus poros dejaba escapar un respiro de felicidad —cuando, de esta manera, me tenía dentro—, mi alma envió al abogadete el último desafío: «¡Veréis vosotros de lo que soy capaz!»

Sin embargo, el sentimiento de culpa no me abandonaba; crecía, por el contrario, dentro de mí, cada vez mayor, y tuve que pelear con buena dialéctica hasta destruirlo. Estaba, sin embargo, satisfecho, porque en el arrepentimiento hallaba la prueba de que el Señor no me desdeñaba, de que había aceptado la pelea, y de que procuraba convencerme con sus armas más delicadas y divinas. Si por la Grandeza de mi Contendiente podía medirse la mía propia —salvadas todas las distancias, porque nunca fui tan imbécil que me tuviera por igual a Dios y nunca olvidé que al final me vencería—, podrían mis antepasados sentir orgullo de mí.

Doña Sol se había dormido. Me acerqué a la ventana y respiré el aroma de las flores: entraban raudales de primavera, mi cuerpo se henchía de ellos y se sentía, él también, primavera. Descubrí a Leporello arrimado a la pared de enfrente, el sombrero encima de los ojos como dormido; la luz del amanecer devolvía los colores a su traje. Le chisté. Levantó la cabeza y llegó corriendo a la reja.

—¿Está usted ahí?

—Supongo que saldré pronto, aunque nunca se sabe… Espérame en el rincón de la plaza.

Marchó sin prisas. Yo estuve todavía unos minutos a la reja, recibiendo el fresco de la alborada y metiéndolo en mis venas. Después, volví a la penumbra. El olor de las flores se mezclaba al del cuerpo de doña Sol y componían un aroma turbador, como de incienso.

Doña Sol se había sentado en la cama, cruzada de brazos y la cabeza hundida en el pecho. Me senté junto a ella y le tomé las manos. Me miró, entonces, dulcemente, y se apartó.

—No me toques más, mi vida.

Quise abrazarla, y me esquivó.

—¿Por qué?

Me había cogido por los brazos y me mantenía alejado de su cuerpo.

—¿Lo entenderías?

Intenté requebrarla con la respuesta.

—¿Cómo no, si somos uno, y tus pensamientos nacen dentro de mí y son míos?

Sonrió.

—No, Juan. Hemos sido uno, o, al menos, yo he estado dentro de ti, y al mismo tiempo te tenía en mi cuerpo y en mi alma. Pero el encantamiento se ha roto ya…

—Podemos reconstruirlo infinitas veces.

Movió la cabeza.

—Ya no. No sabría. Lo que ha pasado esta noche solo pasa una vez, y basta. Además…

Aflojó las manos, dejó caer los brazos desmayadamente.

—… ya no lo deseo, ni podría desearlo. Fue… ¿cómo te lo diría?, más, mucho más, de lo esperado y de lo deseado, incluso algo que no había esperado nunca, distinto del placer. ¡Si lo sabré yo, que los conocí todos y los aborrecí! Esta mañana, al verte, comprendí que recibiría de ti otra cosa, no sabía cuál, pero más bella, quizá amor.

Había saltado de la cama y empezaba a vestirse: conforme lo hacía, parecía recobrar el pudor, y se recataba.

—Tú no sabes, Juan, lo que encontré allá arriba, en ese mundo al que me llevaste, en el que yo deseaba ardientemente entrar… —Se interrumpió y me miró con recelo—. ¿No te reirás?

Recogí su mano, tendida en el aire, y la besé. Ella apretó la mía.

—Gracias, Juan… Tenía miedo. ¡Fue tan extraordinario, y sin embargo, es tan natural! Me llevaste al amor, me hiciste sentirlo, y, ¿hay algo de extraño en que haya encontrado al Señor en tus brazos? Ya ves, quería hacerte mi Dios, pretendí olvidar el mío y tú me devolviste a Él… ¡No me mires de ese modo, Juan! Me has hecho sentirme de Dios como nunca me había sentido, ni aun niña, cuando era mayor mi fe. Y por eso te amo más todavía.

No soy capaz de imaginar qué especie de estupor, o quizá estupidez, expresarían mis ojos: porque hubiera esperado de doña Sol las palabras más estupendas, los propósitos más descabellados, menos aquellos. Hablaba con ardor, como una iluminada sin sospechar que estaba derribando mi orgullo, y que, en lo que me descubría, me revelaba que Dios me había tomado el pelo.

—Sé que ya no podré hacer nada malo en el mundo, y me siento capaz de cualquier sacrificio. Sí, Juan, hasta de morir en la hoguera para que Dios perdone a mi marido. Un día llegará, estoy segura. Hasta entonces, seré su esclava, y esclava de su hija. Haré por ella…

Se interrumpió de pronto, y me agarró del brazo.

—¡Tienes que casarte con Elvira! ¡Líbrala de su padre, Juan! ¡Róbala, si hace falta! ¡Yo te daré una llave! ¡Escríbele, espérala en la iglesia, hazte ver por ella! ¡Te amará en seguida, y en tus brazos se hará dulce y buena! ¡No me digas que no lo harás, Juan!

Su mirada imploraba, acuciaba su voz. Y yo no me sentía capaz de sonreír.

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